Mensaje del indio Seatlle, jefe de la
tribu Dewamish, al presidente de los Estados Unidos de
Norteamérica Franklin Pierce
El estado de Washington, al noroeste
de Estados Unidos, fue la patria de los Dewamish, un pueblo que, como
todos los indios, se consideraba una parte de la Naturaleza, la
respetaba y la veneraba, y desde generaciones vivía con ella
en armonía. En el año 1854 el decimocuarto Presidente
de los Estados Unidos, el demócrata Flanklin Pierce, les
propuso a los Dewamish que vendiesen sus tierras a los colonos
blancos y que ellos se fuesen a una reserva. Los indios no
entendieron esto. ¿Como se podía comprar y vender la
Tierra? A su parecer el hombre no puede poseer la Tierra, así
como tampoco puede ser dueño del Cielo, del frescor del aire,
del brillo del agua. El Jefe Seatlle, el Gran Jefe de los Dewamish,
dio la respuesta, a petición del Gran Jefe de los blancos, con
un discurso cuya sabiduría, critica y prudente esperanza,
incluso hoy, casi 150 años después, nos asombra y
admira. "Mis palabras son como las estrellas, nunca se extinguen",
dijo el Gran Jefe Seatlle. Su pueblo no ha sobrevivido, sus palabras
no se escucharon.
¿
Escucharemos ahora?
¿
Sobreviviremos?

Lago Washington, junio de 1854
El Gran Jefe Blanco de
Washington nos envió un mensaje diciendo que quiere comprar
nuestras tierras. El gran jefe nos envió también
palabras de amistad y de buena voluntad . Esto es muy amable por su
parte, pues sabemos que él no necesita de nuestra amistad. Sin
embargo nosotros meditaremos su oferta, pues sabemos que si no
vendemos vendrán seguramente hombres blancos armados y nos
quitarán nuestras tierras.
Pero, ¿cómo es
posible comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Nosotros
no comprendemos esta idea. Si no somos dueños de la frescura
del aire, ni del reflejo del agua, ¿cómo podréis
comprarlos?
Nosotros tomaremos una
decisión. El Gran Jefe de Washington podrá confiar en
lo que diga el jefe Seatlle, con tanta seguridad como en el
transcurrir de las estaciones del año. Mis palabras son como
las estrellas, que nunca tienen ocaso.
Cada partícula de esta
tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante aguja de pino, cada
grano de arena de las playas, cada gota de rocío de los
sombríos bosques, cada calvero, el zumbido de cada insecto...
son sagrados en memoria y experiencia de mi pueblo. La savia que
asciende por los árboles lleva consigo el recuerdo de los
pieles rojas.
Los muertos de los hombres
blancos olvidan la tierra donde nacieron cuando parten para vagar
entre las estrellas. En cambio, nuestros muertos no olvidan
jamás esta tierra maravillosa, pues ella es nuestra madre.
Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores
perfumadas, el venado, el caballo, el gran águila, son
nuestros hermanos.. Las cumbres rocosas, los prados húmedos,
el calor del cuerpo de los potros y de los hombres, todos somos de la
misma familia.
Por todo ello, cuando el Gran
Jefe de Washington nos comunica que piensa comprar nuestras tierra
exige mucho de nosotros. Dice que nos reservará un lugar donde
podamos vivir agradablemente y que él será nuestro
padre y nosotros nos convertiremos en sus hijos.
Pero, ¿es eso posible?
Dios ama a vuestro pueblo y ha abandonado a sus hijos rojos. El
envía máquinas para ayudar al hombre blanco en su
trabajo y construye para él grandes poblados. Hace más
fuerte a vuestro pueblo de día en día. Pronto
inundaréis el país como ríos que se
despeñan por precipicios tras una tormenta inesperada. Mi
pueblo es como una época en regresión pero sin retorno.
Somos raza distintas. Nuestros niños no juegan juntos y
nuestros ancianos cuentas historias diferentes. Dios os es favorable
y nosotros, en cambio, somos huérfanos.
Nosotros gozamos de
alegría al sentir estos bosques. El agua cristalina que
discurre por los ríos y los arroyos no es solamente agua, sino
también la sangre de nuestros antepasados. Si os vendemos
nuestras tierras debéis saber que son sagradas y
enseñad a vuestros hijos que son sagradas y que cada reflejo
fugaz del agua clara de las lagunas narra vivencias y sucesos de mi
pueblo. El murmullo del agua es la voz de mis
antepasados.
Los ríos son nuestros
hermanos que sacian nuestra sed. Ellos llevan nuestras canoas y
alimentan a nuestros hijos. Si os vendemos nuestras tierras
debéis recordar esto y enseñad a vuestros hijos que los
ríos son nuestros hermanos y que, por tanto, hay que tratarlos
con dulzura, como se trata a un hermano.
El piel roja retrocedió
siempre ante el hombre blanco invasor, como la niebla temprana se
repliega en las montañas ante el sol de la mañana. Pero
las cenizas de nuestros padres son sagradas, sus tumbas son suelo
sagrado, y por ello estas colinas, estos árboles, esta parte
del mundo es sagrada para nosotros. Sabemos que el hombre blanco no
nos comprende. El no sabe distinguir una parte del país de
otra, ya que es un extraño que llega en la noche y despoja a
la tierra de lo que desea. La tierra no es su hermana sino su enemiga
y cuando la ha dominado sigue avanzando. Deja atrás las tumbas
de sus padres sin preocuparse. Olvida tanto las tumbas de sus padres
como los derechos de sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a su
hermano, el aire, como cosas para comprar y devastar, para venderlas
como si fueran ovejas o cuentas de colores. Su voracidad
acabará por devorar la tierra, no dejando atrás
más que un desierto.
Yo no sé, pero nuestra
forma de ser es diferente a la vuestra. La sola visión de
vuestras ciudades tortura los ojos del piel roja. Quizá sea
porque somos unos salvajes y no comprendemos. No hay silencio en las
ciudades de los blancos. No hay ningún lugar donde escuchar
cómo se abren las hojas de los arboles en primavera o el
zumbido de los insectos. Quizá sea sólo porque soy un
salvaje y no entiendo, pero el ruido de las ciudades
únicamente ofende a nuestros oídos. ¿De qué
sirve la vida si no podemos escuchar el grito solitario del
chotacabras, ni las querellas nocturnas de las ranas al borde de la
charca? Soy un piel roja y nada entiendo, pero nosotros amamos el
rumor suave del viento, que acaricia la superficie del arroyo, y el
olor de la brisa, purificada por la lluvia del medio día o
densa por el aroma de los pinos.
El aire es precioso para el
piel roja, pues todos los seres comparten el mismo aliento: el
animal, el árbol, el hombre..., todos respiramos el mismo
aire. El hombre parece no notar el aire que respira. Como un
moribundo que agoniza desde hace muchos días, es insensible a
la pestilencia.
Pero si nosotros o vendemos
nuestras tierras no debéis olvidar que el aire es precioso,
que el aire comparte su espíritu con toda la vida que
mantiene. El aire dio a nuestros padres su primer aliento y
recibió su última expiación. Y el aire
también debe dar a nuestros hijos el espíritu de la
vida. Y si nosotros os vendemos nuestras tierras, debéis
apreciarlas como algo excepcional y sagrado, como el lugar donde
también el hombre blanco sienta que el viento tiene el dulce
aroma de las flores de las praderas.
Meditaremos la idea de vender
nuestras tierras, y si decidimos aceptar, será sólo con
una condición: el hombre blanco deberá tratar a los
animales del país como a sus hermanos. Yo soy un salvaje y no
lo entiendo de otra forma. Yo he visto miles de bisontes
pudriéndose, abandonados por el hombre blanco tras matarlos a
tiros desde un tren que pasaba. Yo soy un salvaje y no puedo
comprender que una máquina humeante sea más importante
que los bisontes, a los que nosotros cazamos tan sólo para
seguir viviendo.
¿Qué sería
del hombre sin los animales? Si los animales desaparecieran el hombre
también moriría de gran soledad espiritual. Porque lo
que le suceda a los animales, también pronto le
ocurrirá al hombre. Todas las cosas están relacionadas
entre sí. Lo que afecte a la tierra, afectará
también a los hijos de la tierra.
Enseñad a vuestros hijos
lo que nosotros hemos enseñado a nuestros hijos: la tierra es
nuestra madre. Lo que afecte a la tierra, afectará
también a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen a la
tierra, se escupen a si mismos. Porque nosotros sabemos esto: la
tierra no pertenece al hombre, sino el hombre a la tierra. Todo
está relacionado como la sangre que une a una familia. El
hombre no creó el tejido de la vida, sino que simplemente es
una fibra de él. Lo que hagáis a ese tejido, os lo
hacéis a vosotros mismos.
El día y la noche no
pueden convivir. Nuestros muertos viven en los dulces ríos de
la tierra, regresan con el paso silencioso de la primavera y su
espíritu perdura en el viento que riza la superficie del
lago.
Meditaremos la idea del hombre
blanco de comprar nuestras tierras. Pero, ¿puede acaso un hombre
ser dueño de su madre? Mi pueblo pregunta: ¿qué
quiere el hombre blanco? ¿Se puede comprar el aire o el calor de
la tierra, o la agilidad del venado? ¿Cómo podemos
nosotros venderos esas cosas, y vosotros cómo podríais
comprarlas? ¿Podéis acaso hacer con la tierra lo que os
plazca, simplemente porque un piel roja firme un pedazo de papel y se
lo entregue a un hombre blanco? Si nosotros no poseemos la frescura
del aire, ni el reflejo del agua, ¿cómo podréis
comprarlos? ¿Acaso podréis volver a comprar los bisontes,
cuando hayáis matado hasta el
último?
Cuando todos los bisontes hayan
sido sacrificados, los caballos salvajes domados, los misteriosos
rincones del bosque profanados por el aliento agobiante de muchos
hombres y se atiborren de cables parlantes la espléndida
visión de las colinas... ¿dónde estará el
bosque? Habrá sido destruido. ¿Dónde estará
el águila? Habrá desaparecido. Y esto
significará el fin de la vida y el comienzo de la lucha por la
supervivencia.
Pero vosotros caminaréis
hacia el desastre brillando gloriosamente, iluminados con la fuerza
del dios que os trajo a este país y os destinó para
dominar esta tierra y al piel roja. Dios os dio poder sobre los
animales, los bosques y los pieles rojas por algún motivo
especial. Ese motivo es para nosotros un enigma. Quizás lo
comprendiéramos si supiésemos con qué
sueña el hombre blanco, qué esperanza trasmite a sus
hijos en la largas noches de invierno y qué ilusiones bullen
en su imaginación que les haga anhelar el
mañana.
Pero nosotros somos salvajes y
los sueños del hombre blanco nos permanecen ocultos. Y por
ello seguiremos distintos caminos, porque por encima de todo
valoramos el derecho de cada hombre a vivir como quiera, por muy
diferente que sea de sus hermanos.
No es mucho realmente lo que
nos une. El día y la noche no pueden convivir y nosotros
meditaremos vuestra oferta de comprar nuestro país y enviarnos
a una reserva. Allí viviremos aparte y en paz. No tiene
importancia dónde pasemos el resto de nuestros días.
Nuestros hijos vieron a sus padres denigrados y vencidos. Nuestros
guerreros han sido humillados y tras la derrota pasan sus días
hastiados, envenenando sus cuerpos con comidas dulces y fuertes
bebidas. Carecen de importancia dónde pasemos el resto de
nuestros días. Ya no serán muchos, Pocas horas
más quizás un par de inviernos, y ningún hijo de
las grandes tribus que antaño vivían en este
país y que ahora vagan en pequeños grupos por los
bosques, sobrevivirán para lamentarse ante la tumba de un
pueblo, que era tan fuerte y tan lleno de esperanzas como el
nuestro.
Pero cuando el último
piel roja haya desaparecido de esta tierra y sus recuerdos
sólo sean como la sombra de una nube sobre la pradera,
todavía estará vivo el espíritu de mis
antepasados en estas riberas y en estos bosques. Porque ellos amaban
esta tierra como el recién nacido ama el latir del
corazón de su madre.
Pero ¿por qué he de
lamentarme por el ocaso de mi pueblo? Los pueblos están
formados por hombres, no por otra cosa. Y los hombres nacen y mueren
como las olas del mar. Incluso el hombre blanco, cuyo dios camina y
habla con él de amigo a amigo, no puede eludir ese destino
común. Quizás seamos realmente hermanos. Una cosa si
sabemos, que quizás el hombre blanco descubra algún
día que nuestro Dios y el vuestro, son el mismo Dios. Vosotros
quizás pensáis que le poseéis, al igual que
pretendéis poseer nuestro país, pero eso no
podéis lograrlo. Él es el Dios de todos lo hombres,
tanto de los pieles rojas como de los blancos. Esta tierra le es
preciosa, y dañar la tierra significa despreciar a su
Creador
También los blancos
desapareceréis, quizás antes que las demás
razas. Continuad ensuciando vuestro lecho y una noche moriréis
asfixiados por vuestros propios excrementos.
Nosotros meditaremos vuestra
oferta de comprar nuestra tierra, pues sabemos que si no aceptamos
vendrá seguramente el hombre blanco con armas y nos
expulsará. Porque el hombre blanco, que detenta
momentáneamente el poder, cree que ya es Dios, a quien
pertenece el mundo.
Si os cedemos nuestra tierra
amadla tanto como nosotros la amábamos, cuidadla tanto como
nosotros la cuidamos, y conservad el recuerdo de tal como es cuando
vosotros la toméis.
Y con todas vuestras fuerzas,
vuestro espíritu y vuestro corazón, conservarla para
vuestros hijos y amadla como Dios nos ama a
todos.
Pues aunque somos salvajes
sabemos una cosa: nuestro Dios es vuestro Dios. Esta tierra les
sagrada. Incluso el hombre blanco no puede eludir el destino
común. Quizás incluso seamos hermanos. ¡Quien
sabe!
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