Diálogos de la Cerve, I

­Era un jodido tío duro.
­Un cabrón con las pelotas como Dios.
­Tuvo mala suerte.
­Es la puta realidad. Por mucho que seas, siempre hay algo que te pasa por encima.
­Él era mucho.
­Un jodido tío duro.
­¿Cómo empezó todo?
­Fue la noche en que tropezó con Ramón hijo de zorra ojalá te revienten los huevos, y se le cruzaron los cables. Joder, tío, las mujeres son de quien las coge, pero eso no se le hace a un amigo, un amigo de verdad ¿sabes lo que digo, no? Si casi cagaban por el mismo culo, hostias.
­Ramón no sabe. Existe un momento para cada cosa y hay que estar despierto para distinguir cuál te ha tocado. No puedes hacer lo que quiere tu polla sin ver qué coño viene después.
­Las mujeres de los amigos no se tocan.
­Se la folló seis meses, mientras el otro se dejaba los cuernos en ese jodido trabajo de mierda. Ella es buena, quiero decir de alma, buena de verdad, pero la cagó bien cagada; no debió dejarse follar por otro, él la quería con todo, quizá demasiado.
­¿Quieres otra cerveza?
­Venga.
­Pedro, dos coronitas.
-¿Tequila o limón?
­Tequila.
­También.
­A él le gustaba el tequila. Esa noche iba bien puesto, una botella de José Cuervo, que yo viese, pero yo no estuve toda la noche... hasta ese día lo llevaba bien.
­¿Bien, qué cojones de mierda quiere decir bien, joder? Gracias Pedro, deja ahí la botella y tráete tres vasos de chupito.
­Quiero decir que le dio por lo tranquilo; no se lió de primeras a tiros...
­¡Cago en la hostia puta! ¿qué jodida porquería estás diciendo? Estuvo tres semanas comiéndose la mierda y cuando topó con ese hijo de puta ojalá se le revienten los cojones, disparó a todo aquel que respiró más fuerte que una mosca, ¿quieres explicarme cómo coño se lo tomó bien? Gracias Pedro, sírvete. ¿Tú que opinas?
­Que no dio al que quería.
­Él tampoco encontró lo que correspondía a su momento. No se le pega tiros a la gente que intenta ayudarte, aunque diga las palabras menos apropiadas en la peor ocasión...
­¡Vaya dos!; cagando la memoria del muerto. Cuando la vida dice que conduce ella, conduce ella. Y si se lleva por delante a tres o cuatro... tú sigues siendo la jodida víctima, eres tú quien va a estrellarse viéndolo desde dentro.
­No creas, no había perdido tanto el control. A Ramón le tiró y no le dio, pero ella también estaba allí y dicen que la evitó con toda su alma. Pedro lo vio.
­Sí, yo lo vi. Cuando ya estaba todo perdido, asomó la cabeza entre los cubos de basura para llevarse unos cuantos más con las últimas balas, con los jodidos millones de maderos rodeándole con todas sus jodidas armas apuntándole al pecho y la cabeza, y entonces la vio a ella, con su cabellera negra y su cuerpo de escándalo, detrás de la barrera, con todos los millones de maderos y de jodidos mirones que se habían colado al control. Entonces levantó el dedo y comenzó a gritar, como para hacer saltar todos los millones de gatillos que le apuntaban. Se dejo acribillar, no intentó agacharse; casi se puso más recto y recibió todas las balas.
­Cago en dios.
­ya ves.
(...)
­Dijiste que ella era buena...
­Sí.
­No lo creo. Hija de la gran puta... ¡Pedro!
­Dime.
­Llévate esta mierda y trae una botella de José Cuervo. ¡Y sal y limón, joder, que esto no se bebe así!

Alberto García
Madrid, enero de 1999

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El caño en la cabeza

Encañonado en la cabeza ("Ese supermercado de ideas", como diría el poeta. "De góndolas vacías", como le respondería su mujer), el Gordo Pablo no atinó siquiera a pestañear. Los ojos, abiertos de par en par, el par, disparaban una mirada que rebotaba en el aire y se volvía. Su recorrido, con suerte, apenas alcanzaba los cinco milímetros. Quizás un poco más (aunque pecaría de ambicioso). Y esa mirada que volvía, quería volver lo suficiente como para atravesar la nuca -su nuca- y reconocer al dueño -o portador, aunque para el caso lo mismo da- del revolver que, de golpe ("y con sabor metálico", como diría el poeta), le había alterado el metabolismo y la visión.

 

"No te des vuelta, gordito", le respondió el revólver (que, al fin y al cabo, en estos casos es lo único que "habla"). Evidentemente, sus intenciones congnocitivas habían sido descubiertas ("Lo delató la nuca", apuntaría sabiamente el poeta. "Nuca buchona", acotaría con rabia su mujer).

 

El Gordo Pablo, sin pestañear aún, decidió jugarse la heroica. Con la audacia de un cobarde aterrorizado, preguntó: "¿Qué pretende usted?". La frase salió de a poco. Primero las comillas y el signo de interrogación dibujaron el aire, preanunciando gráficamente una pregunta. Y ésta salió después, letra por letra, como un equipo lo hace por el túnel. El acento, la mascota. Las comillas finales compartieron su fracción de segundo con el hundirse del caño entre la cabellera de Pablo. ¿Quizás la respuesta del encañonador? Quizás... porque éste no respondió (al menos con palabras).

 

Testarudo como piojo de pobre, el Gordo intentó repetir: "¿Qué..." La presión del caño detuvo el "...pretende..." que, paradójicamente, pretendía esparcirse y depositar un manto de dudas en el eter nocturno. "No me mate". Rápido, valiente, casi heroico, totalmente aterrorizado, sugirió el Gordo. El caño aflojó... pero volvió a hundirse con más fuerza. Como una aspiradora de neuronas, de cabellos, la boca metálica y desdentada del cañón se incrustó en el "supermercado de ideas" de Pablo ("La fuerza es el derecho de las bestias", rememoraría el poeta. "¡Bestia!", le contestaría su mujer cubriéndose el rostro para evitar las marcas).

 

El Gordo no se atrevió a temblar. "Un movimiento en falso y te mato", recordó las series de televisión ("La TV es el opio de los pueblos", diría el poeta. "Las novelas me aburren", acotaría su mujer). El sudor, eterno y cochino delator, comenzó a humedecerle el cuerpo. Gruesas gotas de sal ymiedo colgaban como estalactitas del sobaco. Cuando rompían, cuán furioso torrente corrían por entre la tela de la camisa y la capa grasa del tórax. Así, sorteando pliegos y pelos, se detenían en la teórica cintura formando un espejo de agua circundado por el grueso cinturón de cuero vacuno ("Me ahoga la idea de ser cobarde", confesaría el poeta. "El único salvavidas es la audacia", propondría su mujer).

 

Con la mirada retornada hacia su nuca, el Gordo sólo atinaba a existir. El caño, le pareció, comenzaba a formar parte de su cabeza. Como un sombrero, como un chichón, como un tumor...

 

"¡¿Qué pretende usted?!", ametralló de golpe, certero, concreto, tan rápido que ni siquiera le dió tiempo a dudar. El mismo se sorprendió. El caño también: durante una fracción de segundo (quizás un quinto) dejó de presionar la nuca, como quien se repliega para elaborar una respuesta. Y la respuesta salió ("Lo que mata es la humedad", repetiría el poeta. "El miedo es zonzo", sentenciaría su mujer).

 

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