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SOBRE LOS DELITOS POLITICOS EN ARGENTINA DURANTE LA DICTADURA DE ONGANIA: UNA LECTURA PSICOSOCIAL

Angel Rodriguez Kauth (*)

Prólogo de actualización:

Esta nota fue escrita originalmente en 1971, durante los tortuosos años de una dictadura militar en Argentina. Pese a los esfuerzos que oportunamente hiciera, nunca la pude publicar, por razones obvias que no es necesario explicar aquí y que el lector fácilmente imaginará. Han pasado 30 años y mucha agua debajo del puente. Hoy, he decidido que éste original vea la luz. Su valor es solamente histórico —lo que no es poco- ya que la legislación penal Argentina ha cambiado varias veces respecto al tema de los delitos políticos. Solamente me animaré a contar, a modo anecdótico, que la lectura de este texto en un Congreso de juristas en San Rafael, Mendoza, produjo que la delegación universitaria - que encabezaba- fuera expulsada del mismo ... lo que fue un honor mayúsculo para los que la integrábamos.

Introducción:

Desde que en nuestro país se agudizó la lucha entre el poder constituido en el Estado y los sectores populares que reclaman para sí el derecho a ese poder -que puede fijarse a partir de los enfrentamientos entre estudiantes universitarios y el Golpe de Estado de junio de 1966- es que se replantea de manera imperiosa e inmediata el problema de los llamados delitos políticos.

Históricamente el tiranicidio es uno de los pocos delitos que se justifica y defiende desde la antigüedad clásica. Lamentablemente, este atentado contra la vida que durante el Renacimiento recibiera el aplauso del jesuita Juan de Mariana (1536-1624) - según relata Jiménez de Asúa (1962)- por su contenido altruista, fue vituperado y condenado por el Presidente de uno de los países (1) más influyentes del mundo D. Eisenhower - cuando se trató del tiranicidio de uno de sus títeres latinoamericanos - el dictador A. Somosa, en Nicaragua - por lo que él llamó contenido "cobarde y egoísta" del autor qué, en última instancia, sacrificó su vida para liberar a su país de uno de los personajes más siniestros del continente. Por otra parte, la acusación de Eisenhower no es más que otra forma de manifestarse el maniqueísmo propio del autoritario, que percibe al mundo dividido en dos partes: una totalmente buena y otra totalmente mala; en suma, una disociación esquizoide a nivel individual y clínico y un estado de alienación en lo social. Tal disociación perceptiva que es el producto de la proyección masiva de los objetos internos buenos y malos en depositarios externos. Es lo que lleva a percibir al rebelde o - al delincuente político - como un objeto homogéneo cargado de elementos axiológicos negativos (Gabel, 1963). Dice Gabel que "A despecho del sentido común el protagonista de un complot contra el gobierno es tratado de cobarde, etc. Inversamente, el conformista que se adecúa a los dictámenes de la elite totalitaria es asimilado a un mosaico homogéneo de elementos axiológicamente positivos".

Hasta la Revolución Francesa los delitos de contenido político podían ser caracterizados como tiranicidios, regicidios o magnicidios (2), ya que el atentado estaba dirigido contra la figura del tirano, o contra la familia real, pero no contra el sistema en que ellos se amparaban. La Revolución Francesa muestra el inicio de los delitos políticos con sus rasgos actuales de atentados no solo contra la vida sino también contra la propiedad y contra los bienes del Estado - La Bastilla- incluso bajo la forma de incendios que actualizan los tradicionales "cordobazos" argentinos. La Revolución Francesa mostró también un contenido original, ya que si bien formalmente en ella aparece el regicidio, este no se realiza con el objetivo egoísta de cambiar la figura de un rey por otro; tampoco obedeció a pasiones personales, sino que respondió a una ideología republicana que pretendió modificar la constitución formal e ideal del Estado francés, transformándolo de absolutismo monárquico en democracia republicana. Por otra parte, aquella Revolución, gracias a sus ideólogos liberales y democráticos, ofreció al pueblo la soberanía política, auspiciando el derecho de luchar activamente contra los abusos de gobierno. Para ello consagró un trato diferencial para los delitos políticos que, entendía, debían sancionarse con menor rigor que los delitos comunes. Más, al poco tiempo y con Robespierre a la cabeza de la Revolución, se produce una contramarcha en la concepción penal del delito político y éste señala en palabras que luego de casi 200 años siguen teniendo vigencia que "Quieren (los aristócratas) detener con sutilezas jurídicas la marcha de la Revolución. Se tratan las conspiraciones contra la República como los litigios entre particulares. La tiranía (derrocada) mata y la libertad (su Gobierno) ha de discutir. Se aplica la ley penal hecha por los mismos conjurados" (Mazauric, 1989). De modo semejante habló Marx, después de la Revolución de 1848, en Francia, cuando de manera irónica atacaba a quienes pretendían conservar la "base jurídica" para el nuevo Poder, al señalar que "...la conservación de las leyes que se refieren a la época social precedente, creadas por los representantes de los intereses sociales ya desaparecidos o en vías de desaparecer, y que elevaron, por consiguiente, al nivel de una ley solamente aquellos intereses que contradecían las necesidades generales" (Marx, 1854).

La primitiva aspiración jurídica y penal de la Revolución Francesa logró afirmarse luego de casi 40 años, cuando en 1830 Luis Felipe distinguió, a nivel de penas, los delitos políticos de comunes, consagrando para los primeros una mayor benignidad penal. Tal orientación liberal en la aplicación y ejecución de la pena por crímenes políticos alcanzó hasta los primeros años del Siglo XX, en que se modifica tal política cuando se instalan múltiples totalitarismos en los Estados europeos; los cuales utilizan como medio de afirmarse en el poder al terror político. Terror al que para reducirlo en la percepción popular necesitaban rodearlo de formas legales que justificasen jurídicamente la represión de los enemigos del régimen (3). Así surgen reformas sustanciales a los códigos penales, las que apuntan a reforzar el poder del Estado a través del uso de la fuerza institucional policial y de las de represión contra la violencia popular que reclamaba por sus derechos y libertades cercenados por la legislación que se correspondía con el autoritarismo de Estado.

Es preciso tener en cuenta que se trata de una tendencia general de los Estados modernos ampliar sus fronteras legales del poder y sus atribuciones con respecto a los individuos miembros del Estado, en lugar de estrechar las limitaciones en el uso del poder y su cara visible: la fuerza; como ocurrió en las primeras épocas de la constitución de los Estados modernos en América y Europa, durante el siglo XIX y la primera década del XX.

Para el Código Penal de la U.R.S.S. el delito político es el más peligroso de todos, ya que lo individualizaba claramente en el inciso a) del artículo 46, mientras que los delitos comunes permanecían indiferenciados en el inciso b). Pero hay que resaltar que la misma característica del código soviético de hacer notar con precisión los crímenes que atentan contra un Estado fundado por "el Gobierno de trabajadores y campesinos" no se observaba en otros Estados que se titulan democráticos y respetuosos de la dignidad de sus ciudadanos, pero que no les permiten conocer las espectativas posibles de peligrosidad que representan para el Estado las conductas que se incriminen come delitos políticos, aunque figuren bajo otro rubro penal.

En la actualidad (1971) existe un incremento en la represión jurídica de los delitos políticos, lo que puede responder tanto a una intención democrática como antidemocrática. Sea una u otra la intención, el argumento usado responde a sostener que aquellos que atentan contra el Estado lo hacen para subvertir el orden democrático que éste ampara y que sus autores están totalmente alejados de los "verdaderos" valores que sostiene el pueblo soberano, ya que ellos -los autores o instigadores- responden a ideologías foráneas. Por ese motivo en la U.R.S.S. a los judíos que reclamaban autorización para viajar a Israel se les acusaba de sionistas y de agentes del imperialismo norteamericano; mientras que en América Latina todo intento de liberación nacional es tildada de comunista. Con acierto el ex Presidente de Guatemala, Juan José Arévalo, escribió su "Antikomunismo en América Latina".

     Por otra parte, no sólo la oposición puede cometer delitos políticos, sino que el propio Estado puede manejar la persecución política de sus opositores en forma tal que caen en la categoría de delincuencia política. Recordamos en nuestro país el asesinato del dirigente comunista rosarino Ingalinella, ocurrida en virtud de sus denuncias contra el régimen imperante por entonces (4) o, sí se quiere desde otra lectura política, la matanza de José León Suárez durante el gobierno de Aramburu. También los gobiernos recurren a formas represivas menos trágicas pero igualmente eficaces, como es la privación de la libertad de opositores. Recordamos en este momento la detención - que lleva más de un año- del dirigente estudiantil Yaco Tieffenberg. Estos también son crímenes políticos, pero en algunos casos sus autores permanecen impunes y porque disponen del recurso - que da el poder - de reformar la legislación de acuerdo a lo que aconsejen las circunstancias a sus intereses.

Concepto de delito político:

La organización política de un país supone la existencia de un Estado, que funciona como organizador y administrador - por una parte - de las relaciones políticas entre los miembros del Estado y -por otra parte- con otros Estados. A su vez, todo Estado tiene una organización jurídica de instituciones políticas que le permite regular la organización y administración de las relaciones políticas entre sus miembros. Esa organización jurídica es múltiple: Constitución, Legislación, Parlamento, fuerzas de seguridad, etc. Por lo tanto, serán - en principio - delitos políticos todos aquellos delitos que atentan contra esta organización jurídica de instituciones. Badaracco (1957) distingue las instituciones políticas activas de las pasivas: "Consideramos que es evidente la diferencia entre las instituciones de carácter político activo con las de carácter político pasivo, y esa diferencia radica en qué, en las primeras, el factor político generó la institución, y por lo tanto el elemento político tiene carácter activo en la naturaleza jurídica de la institución, y en cambio en las segundas, o sea en las de carácter político pasivo, factores de carácter político generaron la institución, pero emplearon para ello, naturalmente, medios políticos, por lo que la institución viene a recibir la influencia pasiva de lo político, y entonces el elemento político tiene un carácter secundario e indirecto en la naturaleza jurídica de la institución Una institución de carácter político activo es, por ejemplo, la libertad de reunión; el factor político es evidente que generó la institución, y es evidente que el elemento político tiene un carácter activo en la misma y en la determinación de la naturaleza jurídica de la institución. En cambio, una institución de carácter político pasivo es, por ejemplo, la sucesión testamentaria, en la cual es evidente que no fueron factores políticos los que la generaron, pero fueron medios políticas los que fueron empleados para estructurarla (el Congreso que dicta la ley, por ejemplo), y por lo tanto la institución viene a recibir la influencia pasiva de lo político, y entonces lo político no llega a tener en ella sino nada más que un carácter relativo, indirecto y secundario en su naturaleza jurídica. Para completar nuestro pensamiento diremos que, en nuestro concepto, en las instituciones de carácter político activo, el interés jurídicamente perseguido es un medio de realizaciones jurídicas; y en cambio, en las instituciones de carácter político pasivo, el interés jurídicamente perseguido no es un simple medio, sino que es un fin, de carácter social, económico, familiar, religioso, etc."

A pesar de la claridad con que Badaracco expone la diferencia, sin embargo hay algo que no aparece claro en su ejemplo de la sucesión testamentaria, ya que, anticipándonos un poco al desarrollo del tema, nos preguntamos si no cometen varios delitos de políticos aquellos movimientos sociales que intentan modificar las relaciones entre capital y trabajo, tenencia y uso de los bienes de producción y el sistema de propiedad en un momento-lugar determinado, utilizando metodologías violentas en lo que es un cambio de estructuras de tipo radical y que, en un principio, apunta contra instituciones de carácter pasivo. Para su ejemplo de la sucesión testamentaria, imaginamos un grupo de presión que puede llegar a convertirse en un movimiento social activo y que a través de la violencia intente la derogación de las actuales pautas legales que rigen el tema, por considerarlas impropias de un pueblo que aspira a que sea la capacidad individual la que determina la diferenciación de los individuos en distintos estratos económicos.

Es decir, como se observa a través del ejemplo de sillón presentado, el problema de definir los delitos políticos no es tan sencillo como algunos autores lo pretendieram. El problema que nos ocupa no es simple precisamente porque sobre él juegan sistemas de valores opuestos y contradictorios, como así también concepciones antropológicas y jurídicas muy diferentes entre sí.

Recuérdese que "Todo concepto tiene una intención y connotación y por lo menos una extensión o denotación dominante de aplicabilidad" (Bunge, 1969). Hasta ahora, en la legislación penal argentina la intelección del concepto de delito político es el conjunto de propiedades que caracterizan los delitos contra personas y bienes que personifican la materialidad del Estado, mientras que la extensión del concepto permanece vacía, ya que no hay objeto real que lo satisfaga debido a que se mantiene indiferenciada la categoría de delincuentes que pueden entrar en ella sin dejar lugar a duda alguna y hasta con precisión matemática. Vale decir, no existen notas inequívocas en la extensión del concepto de delito político.

La falta de claridad respecto del concepto de delitos políticos no solo produce confusión en el legislador, sino que también la misma es aprovechada por los que pretenden limitar los derechos del ciudadano en favor de la extensión del poder del Estado. Por tal causa es habitual encontrar indiferenciados los delitos comunes de los delitos políticos en la gran mayoría de las legislaciones penales existentes en este momento histórico. Por eso no se encuentra en los Códigos penales un capítulo dedicado a los delitos políticos en particular; sino que se puede observar que estos se hallan distribuidos inorgánicamente en toda la extensión de éstos. Así, en el Código Penal Argentino, en su versión 1971, y de acuerdo a las modificaciones sufridas por la nota enviada por los Ministros en la que pretenden justificar la reforma, se observa que aparece la misma incluida en el Título I "Delitos contra las personas", en el art. 80 bis, donde se agrava el homicidio de algunos funcionarios del Estado (magistrados y personal de las Fuerzas Armadas y de seguridad). Se desprende del texto del artículo que al ser en uso de funciones el atentado criminal se estima que es un atentado contra la organización y seguridad del Estado. También encontramos este tipo de conductas criminales en el Título V "Delitos contra la libertad", básicamente en el Capítulo I "Delitos contra la libertad individual". Con las reformas introducidas a principios de 1971 al Código Penal, se aumentan considerablemente las penas -hasta la de muerte- para quien privare ilegalmente de su libertad a un individuo. El objetivo de represión a ciertas actividades políticas que los autores del Proyecto estiman - en la situación actual- como atentatorias de la seguridad política del Estado, aparece claramente en el punto 5° del art. 142 al decir que la figura de "secuestro" se agrava cuando el mismo "se cometiera con el fin de imponer a un funcionario público la libertad de un detenido". Por otra parte, existe en este tratamiento un proceso de "inflación" penal, ya que en el artículo 142 vigente hasta esa fecha el secuestro era penado, con prisión de 1 a 4 años. Así, el nuevo artículo 142 impone "la pena de muerte o de reclusión perpetua" para el mismo hecho, lo que indica que si existiese una correlación matemática entre gravedad del hecho, tutelaje del bien dañado y penalidades previstas para el caso, el Gobierno enseñoreado en nuestro Estado Argentino considera al secuestro como una figura que atenta con la más alta gravedad la seguridad de los actos políticos de Gobierno.

Bajo el Título VII "Delitos contra la seguridad común" se encuentra que las reformas dispuestas por la ley 17567 en vigencia aún, después de la reforma de marzo de 1971, contempla en el Capítulo I los "incendios y otros estragos"; en el Capítulo II los "Delitos contra la seguridad de los medios de transporte y de comunicación" y, en el Capítulo III, la "Piratería". En los dos primeros capítulos hay una disposición a evitar los actos terroristas en la obscuridad, como así también las formas violentas de rechazo y repudio popular a las estructuras político-económicas del Gobierno y que se ejemplifican en su forma más extrema en los "cordobazos" que sacuden al país, pero que reconocen antecedentes y consecuentes en las luchas callejeras desatadas trás barricadas populares en Rosario, Tucumán, Bs. Aires, Salta, Corrientes, etc.

Asimismo, en el Título VIII "Delitos contra la tranquilidad pública", se encuentra la "Instigación a cometer delitos", la "Asociación ilícita", la "Intimidación pública" y la "Apología del crimen". En el artículo 210 bis del Capítulo de asociación ilícita se observa una clara referencia a la organización política-militar de los grupos llamados subversivos y que actúan bajo el sistema de células que responde - según los reformadores - a las tácticas pretendidamente revolucionarias del comunismo.

En el mismo artículo aumenta considerablemente el castigo cuando la asociación ilícita toma carácter militar o paramilitar. Resulta interesante observar que los gobiernos sin apoyo popular, pero que se sostienen sobre las armas, temen a las organizaciones espontáneas de los pueblos, las cuales, si bien no cuentan con el arsenal táctico y logístico del oficialismo, en cambio cuentan en su haber con un marcado apoyo masivo sustentado en una confianza vigorosa en las luchas por la liberación nacional.

El artículo 213 bis agregado en 1971, referido al Capítulo "Apología del crimen" del mismo Título, es por demás curioso: "Se impondrá prisión de tres a cinco años, cuando la apología fuere realizada por quién, en razón de su estado, profesión o cargo público o condición análoga pudiere tener natural ascendiente sobre otras personas". Es decir, cualquier ciudadano que haciendo uso de su libertad de palabra se manifiesta públicamente favorable a las actividades, por ejemplo, del Ejército Revolucionario del Pueblo, puede ser sancionado por eso de "condición análoga" y "natural ascendiente", a una pena cinco veces superior a la prevista por el artículo 213. Vale anotar que esa indefinición conceptual jurídica de "natural ascendiente", lo hubiera salvado a Jesús de morir en la cruz y sólo hubiera sido condenado a cinco años de prisión, ya que se supone que él tenía un "natural ascendiente" para influir en las personas a seguirlo en su lucha por reivindicaciones sociales en la Roma Imperial.

Una paradoja más de nuestro Código Penal aparece en el Título IX "Delitos contra la seguridad de la Nación" (Capítulo I: Traición), en el art. 215, que dice que "Se impondrá reclusión o prisión perpetua cuando en el hecho previsto en el artículo anterior (traición a la Nación) mediare alguna de las siguientes circunstancias; 1° Si fuere dirigido a someter total o parcialmente la nación al dominio extranjero o a menoscabar su independencia o integridad". ¡Qué sorpresa!. Algo en lo que los argentinos estamos todos de acuerdo. Pero ¡desilusión!, aún no se sabe que se haya aplicado la pena prevista, ni siquiera que se haya sometido a juicio penal a aquellos argentinos de la oligarquía entreguista y que actúan en él como testaferros del imperialismo que pretende el dominio de nuestra soberanía y, por consiguiente, de nuestras voluntades. Entonces, ¿cuál es el sentido del artículo de marras?. Dado el estado actual de la política latinoamericana y el equilibrio militar de los países del área, solo cabe esperar de una personalidad paranoide que haya pensado dicho texto en términos de defensa territorial. Obviamente, sólo debe interpretárselo con sentido político y económico, el cual representa bajo esa luz el crimen de traición más denigrante para un individuo o grupo, a la par que es el delito de consecuencias más nefastas para aquel país que lo padece, ya que no se puede alegar - en descargo del autor - motivaciones con ideales políticos, sino que se agrava con una motivación egoísta, pecuniaria, traducida en dineros obtenidos a través de la explotación de los connacionales.

Otro aspecto curioso y antipático de nuestro Código Penal lo representa el Título X, que se refiere a los "Delitos contra los poderes públicos y el orden constitucional" y que en el Capítulo sobre "Rebelión" no introduce reforma significativa alguna a las ya hechas por la ley 16648. Aquí aparece un fenómeno curioso dentro de nuestro Derecho Penal positivo, fenómeno éste que no por curioso deja de repetirse con frecuencia. El hecho que asombra, desde la inconsecuencia dogmática, es el que hace que en el tema se juzguen intenciones y no hechos consumados; es esperable que así sea. Cuando un alzamiento contra los poderes públicos legítimamente constituidos triunfa en sus objetivos de destruir a los mismos (hecho consumado) no se puede esperar que sus actores se juzguen y condenen a sí mismos destruyendo las racionalizaciones elaboradas con el fin de justificar el atentado contra los poderes públicos. La forma ideal en que se respetará la objetividad de la figura estaría dada por la contrarrevolución que, al asumir el poder político, juzgará los hechos de rebelión de aquellos que en un momento los desplazaron y a quienes luego se desplaza en búsqueda de un retorno al orden anterior. Frente a este juego de paradojas, propongo un artículo 226 bis que señale que aquellos que se alzaren en armas para cambiar la Constitución o deponer alguno de los poderes públicos democráticamente constituidos, será denostado y repudiado por la historia nacional como traidor a las armas que se le facilitaron para defender a su pueblo que creyó necesitarlo. Esto para el caso de que el alzamiento triunfe; para el caso de que fracase funciona el artículo 226. Obviamente no pensamos que nuestro artículo 226 bis sea incorporado al Código Penal, no sólo porque jurídicamente es aberrante ya que usa sanciones no previstas, sino porque políticamente no se dan las condiciones para que así sea.

Extrañamente, el Capítulo II del Título referido a la figura de "Sedición", no agrava las penas en las últimas reformas a este delito político que, paradójicamente, lo hemos visto los últimos años de nuestra historia repetirse con bastante frecuencia bajo la forma de "cuartelazos" o revoluciones palaciegas. Sin embargo, el artículo 230 pena con uno a cuatro años de prisión a aquellos "individuos de una fuerza armada o reunión de personas que se atribuyeron los derechos del pueblo y peticionaren a nombre de éste"; esto se debe a que el artículo 22 de la Constitución Nacional señala que "el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por ésta Constitución". Obviamente que el artículo 230 debiera dejarse en suspenso hasta tanto se restablezca plenamente la vigencia de la Constitución y, lo que es más, hasta tanto el pueblo tenga sus representantes legítimamente constituidos. No se puede prohibir el pueblo que haga uso de sus recursos más inmediatos cuando no se le facilitan los canales institucionalizados para hacer oír su voz y sus reclamos de una distribución más justa de la riqueza y del manejo político del país. El texto del artículo 230 en las actuales circunstancias es ofensivo a la dignidad del habitante de nuestra tierra, ya que a través de la represión se pretende formar un hato de borregos que acepte mansamente las leyes del juego impuestas por aquellos que desconocen sus necesidades ideológicas. Es más, el texto representa - Argentina 1971- la institucionalización de la alienación; se pretenden individuos extrañados a su entorno, sin sensibilidad social alguna y, sobre todo, fieles oyentes de lo que mandan sus autoridades de turno.

Para terminar con este apartado debo anotar que la confusión - o aparente confusión- entre delitos comunes y políticos, que se define por la ausencia de tipicidad penal de los últimos, es aprovechada para instrumentarla contra expresas disposiciones de la Constitución Nacional. El artículo 18 de la misma establece la prohibición a la legislación penal del uso de la pena de muerte por razones políticas. Sin embargo, se observa en algunos artículos transcriptos, que está prevista la pena de muerte para ciertos delitos - como homicidios de funcionarios en ejercicio de funciones-. Apriorísticamente me aventuro a afirmar que aquellos delincuentes comunes que maten a un agente de policía con el objeto de cubrir una fuga no van a ser sancionados con ésta pena, sino que la misma está destinada para uso exclusivo de aquellos delitos que tengan en su base una motivación ideológica o política. Esta afirmación no es antojadiza ni casual, sino que responde a la efectiva realidad que vivimos. Si bien es cierto hay quienes opinan que la pena de muerte repugna en general a toda el pueblo argentino y a sus gobernantes, ante esto es preciso señalar: 1) los actuales gobernantes no representan al pueblo y 2) si tanto les repugna su uso ¿porqué la mantienen en la legislación?. Nada cuesta derogar esta pena tan antipática con un Decreto-Ley que se redacta en 24 horas, tal como hizo con otras disposiciones el dictador Gral. Juan Carlos Onganía.

 Así no hay más que pensar que la anticipación de futuro, se ha de confirmar cuando se utilice la pena de muerte, en función de la persecución y amedrentamiento de los opositores al régimen. Tal como está prevista en estos momentos su uso, pone en evidencia el estado confusional en que se movieron sus autores, ya que si lo que pretenden es poder intimidatorio por parte de la pena capital, la intimidación pierde sus efectos represores al ubicársela como opcional a la condena de privación de la libertad a perpetuidad. Una paradoja más, que por encima de ser una contradicción evidencia confusión o, si se quiere, desorientación sobre el tema. Ella surge al observar que la pena capital está pensada por los autores del texto con una concepción dialéctica del tiempo, algo inconcebible para quienes identifican en los hechos al materialismo histórico y dialéctico con el comunismo. Tal concepción dialéctica del tiempo viene dada por el texto del artículo 5 bis de la ley 18953, que indica que la pena de muerte se ejecutará "dentro de las 45 horas de encontrarse firme la sentencia". Este texto no obedece a una inspiración dialéctica de sus autores, sino que surge como consecuencia de la repugnancia que produce la inspiración antidialéctica de la legislación norteamericana que ignora el decurso de la historia. Es decir, se operó en la redacción del texto de manera de evitar la aberración ocurrida, por ejemplo, en el célebre caso de C. Chessman, que sanciona a un delincuente común acusado por crímenes abyectos y se ejecuta a un hombre que el único parentesco que tenía con el autor de los hechos acusados es la tarjeta de identificación, ya que el tiempo y el espacio han obrado de modo tal que modificaron radicalmente las características del primitivo Chessman. Según Gabel (op.cit.) la ejecución de Chessman en 1945 - cuando fue condenado - hubiera sido como la de Landrú en su momento, pero la efectiva ejecución del primero recién en 1960, recuerda la muerte a manos de la falange española del poeta García Lorca.

Relatividad temporoespacial de los delitos políticos:

Por lo que se viene de analizar, los delitos políticos atentan básicamente contra la institucionalización de cada Estado en particular. Por consiguiente, no es prudedete fijar patrones transculturales acerca de su gravedad de represión ya que esto responde a la realidad cambiante de cada tiempo-espacio. Cada uno de ellos se diferencia de otros -en este aspecto, analíticamente, que nos interesa- no sólo en cuanto a su organización política vigente y que fue diseñada por quienes tienen los atributos del poder para ponerla al servicio de intereses populares o mezquinos, sino que también se diferencian -esto es lo que interesa- de acuerdo a cómo se dan las leyes del juego de la realidad política que puede, o no, coincidir con las leyes impuestas por la organización política del Estado.

La relatividad del concepto delito político se observa en cortes longitudinales o transversales a través del tiempo y el espacio. Quien tenga oportunidad podrá tomar un espacio de tiempo determinado y así comparar la legislación penal respectiva en diversas organizaciones políticas estatales. De tal forma se observarán las diferencias entre distintos regímenes políticos en cuanto hace a la legislación penal de aquellos delitos que responden a un móvil "no deshonroso", por un lado, y a un móvil atentatorio contra la seguridad del Estado y de sus personeros por el otro. Así se verá que, por ejemplo, las democracias liberales de la década del '30 eran "suaves" ante esas conductas. Noruega pena con arresto a los delincuentes por causas políticas, en lugar de la prisión. En Suiza el "móvil honorable" es un atenuante. En cambio, en la URSS, el delito político era el más peligroso durante el stalinismo y, en el III Reich alemán, no sólo se reprimía toda manifestación política opositora (5), sino que los mismos eran condenados a las penas más severas. En general se observan en los cortes transversales y la acotación también es válida para los longitudinales - que la gravedad con que se juzgan los delitos políticos dependen del sistema filosófico ideológico - y legal imperante, que es el que acuerda los derechos políticos de los ciudadanos. En última instancia, ese sistema filosófico y legal en que se apoya la autoridad del Estado reside en las condiciones políticas que se manifiesten en el sistema. Los países de un auténtico liberalismo político que permiten el libre juego expresivo de la oposición no necesitan limitar los derechos de los ciudadanos, como así tampoco aumentar los poderes y privilegios del Estado. A su vez, los países políticamente autoritarios, en los que no se acepta a la oposición ni testimonio alguno de ésa naturaleza, necesitan reprimir violentamente cualquier manifestación de este tipo.

Más, en este momento vale hacer una disgreción. Los sistemas llamados liberales pueden aparecer como necesariamente de corta vida, ya que los mismos alientan desde adentro la visualización de las contradicciones del sistema. Esto lo señalé (1972) al referirme a las posibles causas de este tipo de movimientos en los países "occidentales", que responden al liberalismo político.

Con respecto al problema de los delitos políticos es posible anotar que los individuos que viven en este tipo de sistemas políticos son sujetos están sujetados - que permanecen durante un tiempo anestesiados frente a la problemática política de su país y del mundo. Son felices con reformas que faciliten un mejor stándard de vida, dejando en manos de unos pocos el poder de decisión política y sin preocuparse por lo que pase a su alrededor. Es más, me atrevo a afirmar que esas personas utilizan la negación como un mecanismo defensivo frente a la realidad social que se les aparece descarnada y cruel. Racionalizan para justificar lo injustificable y a veces utilizan la reparación como una forma de acallar la voz de su inconsciente que no ha podido permanecer ciego ante la explotación de los desposeídos. Entonces nacen las sociedades de beneficencia o los falsos socialismos representados por reformistas que creen que con paliativos económicos o sociales van a detener la marcha de la historia. Sólo la demoran brevemente. Ya que la historia del hombre y la cultura no responden a leyes naturales, sino que responde a las leyes de la dialéctica, y ésta es eminentemente social. En el proceso dialéctico de la historia los desposeídos por un lado, y la juventud por el otro, reaccionan contra la alienación - o falsa conciencia - dominante y dejan de respetar las leyes del juego político - lo que significaría caer en la alienación anestésica a la cual se oponen- sino que responden con sus propias técnicas de actuar basados en una ideología que se atribuyó al anarcosindicalismo de principios de siglo y otros al mal llamado marxismo-leninismo del Partido Comunista. La verdad es otra, la ideología de los "desanestesiados" es una síntesis de Marx y Bakunin, de Lenin y Sorel, es una ideología que no toma de prestado sino que ha elaborado dialécticamente posiciones tan encontradas como las que venimos de señalar. Entonces, hasta la aparición de los grupos de "liberación nacional", el régimen o sistema no corre peligro, ya que su ciudadanía responde a las espectativas de rol en ella depositadas y no es necesaria una legislación represiva que se opone a las convicciones pretendidamente liberales de los poderosos. Pero cuando aparecen aquellos grupos, la primera actitud que surge en los poderosos es de desdén, o un paternalismo sonriente que piensa que no es más que una manifestación colectiva de "acné juvenil". Ahora bien, estos grupos se inician con manifestaciones de principios que mayormente no dañan al sistema, sino que, más aún, le permiten a este vanagloriarse de sus propias contradicciones. Pero cuando estos grupos toman fuerza se largan a enfrentar al sistema con técnicas que éste ignoraba. El sistema se asombra, le resulta inconcebible el secuestro de funcionarios o de representantes extranjeros, la piratería aérea, la toma de unidades militares, el asalto a bancos en operaciones tipo comando que ni las más perfectas organizaciones criminales habrían previsto, etc. Al salir del asombro la primera reacción del sistema es enfrentar al "enemigo" endureciendo la represión. Es decir, entran en el juego de éstos, en lugar de despertar de su letargo y enfrentar de raíz los males que la oposición política denuncia. Es que tomar esta última conducta significa no sólo perder la fe en la convicción liberal - que la perdieron cuando endurecieron la represión frente a la violencia opositora- sino que significa la pérdida de poderosos intereses económicos nacionales y, fundamentalmente extranjeros, que están comprometidos con el sistema. No sé si el lector habrá notado a esta altura de la exposición que partiendo de un análisis transversal del concepto de delito político terminamos en un análisis longitudinal del proceso. De esta manera debemos realizarlo, ya que la historia no la concebimos como la historia del pasado, sino que es la historia del presente y siempre va a ir a parar al presente. Es más, me atrevo a decir que la historia debe escribirse para el futuro, del presente proyectado al futuro. La historia solo vale en cuanto nos permite interpretar el presente y anticipar con alguna certeza al futuro; la historia como mero reservorio académico de hechos no es historia, sino que es crónica y, lo que es peor, crónica anestésica, que es amnesia anterógrada que conoce el pasado ignorando el presente del "aquí y ahora" en que nos movemos.

Un ejemplo interesante de lectura longitudinal nos lo ofrece Uruguay en dónde, hasta la década del 60, los delitos políticos en cuanto antecedentes penales del delincuente no se tomaban en cuenta a efectos de la reincidencia. Sin embargo, en 1971 el Ejecutivo uruguayo solicitó al Parlamento que se reduzca el límite inferior de edad no punible a efectos de poder ampliar su radio de acción represiva hasta alcanzar a los jóvenes de 16 y 17 años. Este cambio de filosofía legal obedece obviamente - junto con otras medidas represivas al auge y peligrosidad que día a día van cobrando las guerrillas urbanas de tupamaros. Ya que hablemos del Uruguay es interesante recordar que unos párrafos más arriba dije que se interpretaba la ideología de estos nuevos movimientos sociales como una estrategia del Partido Comunista. Uruguay ofrece un buen ejemplo de porqué decíamos "mal llamado marxismo leninismo del Partido Comunista". En Montevideo, se llaman "tupamaros" a aquellos que hacen la oposición violenta al sistema y que parten de una ideología que responde al marxismo-leninismo orientado hacía la liberación nacional; y también en el mismo Montevideo se habla de "tapamamuros", para referirse a los miembros del Partido Comunista Uruguayo qué, como su mote lo indica, sólo llenan las paredes con carteles tratando de lograr un electorado que los apoye en sus demandas reformistas.

Con toda esta larga exposición he querido llegar a concluir que el concepto que se elabore sobre delitos políticos no puede ser más que relativo al momento histórico especial que se vive. S. Soler dice que la teoría de los delitos políticos ha sido hecha en una suerte de contraposición hegeliana "desde el punto de vista del tirano y del oprimido por la tiranía". Nosotros diremos que ha sido hecha y se hace desde el punto de vista del sistema y desde el punto de vista de los oprimidos por el sistema. Es un problema de percepción política de la situación. Jiménez de Asúa cita en el tomo III (1962) a quienes proponen la benignidad en el tratamiento de aquellos delincuentes políticos que pugnan por la libertad y en favor de la democracia política y social y, en cambio, proponen la severidad en el tratamiento para aquellos delincuentes políticos que lo hacen en favor de ideales antidemocráticos. Esta postura es por demás ingenua y hasta cae en lo ridículo, ya que todo Gobierno se define como democrático (6) y a su vez define a sus opositores violentos como antidemocráticos. Aceptar esta posición por parte de cualquier Gobierno sería cómo negarse a sí mismo, es una forma de perder la pretendida representatividad a que aspira todo gobernante.

En resumen, el concepto de delito político es relativo a diferentes niveles. Es relativo el nivel de la legislación penal comparada, ya sea utilizando una metodología transversal o longitudinal en la perspectiva temporoespacial. Es relativo al nivel de las filosofías políticas y legales que se rechacen entre sí. Es relativo al nivel de los derechos políticos reconocidos y, finalmente, es relativo a la percepción del fenómeno por parte de los actores del mismos, es decir, del oficialismo que responde al sistema y de la oposición que repudia al sistema.

Teorías sobre los delitos políticos:

Al iniciar este apartado creemos oportuno citar las palabras del esclarecido penalista Sebastián Soler, el cual con justeza evidencia hasta que punto el esclarecimiento de las motivaciones del delincuente puede llegar a confundir la objetividad del jurista con la ideología que subyace en él como individuo de un sistema clasista en que predomina la "falsa conciencia": "Bien está que las leyes modernas miran con tolerante indulgencia al que con impaciencia delictuosa recurre a la revuelta para lograr, en definitiva, reformas políticas que caben dentro del principio de soberanía del pueblo y de la división de poderes. Pero no vemos motivos plausibles para que el pueblo vea con indulgencia los reiterados alzamientos de usurpadores militares o de tipo militar, el abuso de las poderosos armas modernas entregadas bajo juramento para la defensa exterior" (Soler, pág. 18/19, 1951). Sí bien es cierto, tal como se desprende de las páginas anteriores coincidimos en el fondo del pensamiento de Soler, también es cierto que entendemos que para una teoría objetiva del derecho no es posible entrar a juzgar las ideologías que dirigen las motivaciones políticas y sociales del responsable de un delito. Pero esta objeción que vengo de hacer al pensamiento de Soler responde a las formas más perimidas y caducas del academicismo cientificista que transita y anida en los espíritus timoratos que, escondiéndose en una falsa objetividad, sacan el cuerpo al compromiso ideológico que se les impone como imperativo histórico. Desde nuestra posición, en que pretendemos despojarnos de ese ropaje cientificista no podemos dejar de adherir a las palabras que enunciara Soler.

El mismo Soler distingue entre crímenes contra la democracia y crímenes contra el Gobierno, reservando para estos últimos delitos el nombre de delitos políticos. Sin embargo, pienso que es falaz tal distinción, ya que no pueden existir delitos contra la democracia. Señalo esto porque en la motivación criminal de cualquier delincuente que atente contra una forma de gobierno está implícita la intención de lograr - a través del acto criminal- el retorno a la democracia perdida, o bien la creación de la democracia. Todo depende de cómo el actor defina operativamente el concepto de democracia. Por otra parte, hasta los gobiernos más autoritarios se definen como democráticos, vieja virtud del autoritarismo que "en defensa de la libertad reprime a aquellos que luchan por la libertad". Es decir, un acto delictuoso que apunta contra un autoritarismo es definido por los déspotas como un crimen contra la democracia. Debe hacerse notar que resulta políticamente más ajustado para los gobernantes hablar de delitos contra la democracia (7) que hacerlo en términos de delitos contra el Gobierno (8).

Es posible dividir las teorías sobre los delitos políticos en tres grandes capítulos que pasaremos a tratar.

Teorías objetivas: Participan de éste capítulo aquellas teorías que atienden "al bien jurídico lesionado o expuesto a un peligro" (J. de Asúa, Tomo III, pág. 188, 1965) y que "declara la naturaleza política del delito cuando se ataca al organismo político del Estado o a los derechos políticos de los ciudadanos". Para que un delito pueda ser caracterizado como político es necesario que el mismo apunte únicamente contra el orden político establecido. Pero los delitos políticos en sus formas modernas de atentados terroristas, piratería aérea, secuestros, etc., nunca se dan con esa característica de pureza que reclaman éste tipo de teorías, ya que tales figuras tienen un "para qué" futuro de naturaleza sociopolítica y un "aquí y ahora" que lesiona los bienes tutelados por el derecho común. Vale decir, las actuales formas delictivas, con un "por qué y para qué" de base sociopolítica no pueden ser enfocados desde este punto de vista aisladamente, ya que ello significaría perder de vista el campo situacional en que se mueve la acción en beneficio de un purismo cientificista y en detrimento de las dos partes de la acción delictiva: sujeto y objeto del hecho.

Teorías subjetivas: las mismas nacen en el siglo XIX con el criminólogo Lombroso, quien no se preocupó explícitamente por las motivaciones y objetivos que llevan al acto, sino por la personalidad del agente. Decimos que no se preocupó explícitamente por el aspecto motivacional, sin embargo, lo hizo implícitamente; porque hablar de personalidad significa hablar de motivos, plan de vida y autoimagen. Pero, de todos modos, la preocupación de Lombroso estaba centrada en la ubicación tipológica de los rasgos de personalidad por él descubiertos en los delincuentes que estudiara. De todas formas, en su pensamiento lo que prima para determinar la ubicación política de un delito es el bien lesionado, por lo que su teoría debe ser considerada como perteneciente al tipo mixto, aún cuando se le debe reconocer haber sido el promotor de la preocupación posterior de los aspectos subjetivos de la problemática que aquí nos ocupa.

    Fue F. Ferri el que presentó el problema de los delitos políticos y sociales con mayor claridad desde una perspectiva subjetiva, al distinguir las motivaciones que llevan a un individuo a atentar o lesionar contra un bien jurídico de naturaleza política. De esta manera señala que no puede ingresar en la categoría de delincuencia política aquél o aquellas personas que actúan por "móviles egoístas" en su conducta atentatoria contra el Estado; ejemplo de esto serían los atentados contra la vida o la propiedad que estuvieran dirigidos por intereses privados de venganza personal o con fines de lucro. De este modo si el asesinato de Aramburu hubiera sido realizado por algún pariente o descendiente de aquellos que aquél mandó fusilar en 1956, entonces el crimen entra en la categoría de delito común; en tanto que si su muerte fue resultado de una acción preparada por opositores a su de Gobierno de tal suerte que utilizan su desaparición violenta como un intento de demostrar que al pueblo aún le duelen sus "órdenes" homicidas de 1956 y que está dispuesto a cobrarse los atentados contra su soberanía, entonces sí se trata de un delito político.

    Del ejemplo presentado se desprendo la continuación de la teoría de Ferri por la cual indica que los delitos comunes, cuando están dirigidos por móviles políticos claramente identificables entonces se pueden categorizar como delitos políticos.

    Es decir, un delito cualquiera para que sea político debe estar guiado por una intención altruista que apunta a un mejoramiento - entendido este mejoramiento desde la mirada del autor- de las condiciones políticas, sociales y económicas de la estructura social vigentes, ya sea con la intención de simple reforma o de cambio radical.

    Pero es necesario aclarar, con respecto a esto último, que no es posible ubicar en esta categoría a aquellos delirantes que intentan con un acto criminal apuntar a un mejoramiento de la situación, pero aislados de lo que podríamos llamar un grupo político que le haya ofrecido su representatividad. Vale decir, la psicopatología criminal, o la antropología criminal, han de tener cuidado al hacer el diagnóstico psicopatológico del delincuente para así poder despistar con la máxima precisión a los delirantes místicos que pretenden con su sola actuación psicótica "arreglar el mundo". Un ejemplo concreto lo tenemos en aquel ignorado boliviano que atentó contra la vida del Papa Paulo VI en Manila, a finales de 1970.

Teorías mixtas: No surgen como una síntesis dialéctica que supera las contradicciones entre y dentro de las teorías que venimos de examinar, sino que son una solución de compromiso frente a los reduccionismos objetivista y subjetivista, ya que asumen una postura ecléctica e intermedia frente a ambos extremismos teoréticos. Estas teorías se preocupan tanto por el bien jurídica lesionado como por el "porqué y para qué" del autor de la lesión, es decir, son una fórmula de transición que pretende superar con mayor objetividad - por la cantidad y calidad de los elementos a considerar - una polémica por demás estéril.

En realidad, y como psicólogos tendemos a adherir a las teorías subjetivas o a las mixtas, que son las que permiten utilizar instrumental de pensamiento que dan cabida a las teorías psicológicas en la explicación e interpretación de este tipo de sucesos. Nuestro pensamiento coincide con el de Soler en su punto V del capítulo 22 del Tomo I (1962) en el cual insiste en que a despecho de las tesis objetivistas, el jurista no debe olvidar, y por el contrario debe recurrir, a los aspectos subjetivos en la determinación e interpretación del delito político.

Por otra parte, la consideración de los motivos y fines propuestos permiten despistar la simulación (Ingenieros, 1900) de delitos políticos por parte de delincuentes comunes, lo que suele ocurrir en el caso en que los primeros sean tratados con mayor benignidad que los segundos por la legislación penal; a la vez que permite la diferenciación que nos interesa cuando unos y otros - delincuentes políticos y comunes o, mejor aún, profesionales- utilizan técnicas y metodologías delictivas similares y hasta intercambiables. No se debe olvidar que en las nuevas formas de delincuencia política el actor de éstas opera en la clandestinidad y hasta escondido, así es como se ve en la obligación da recurrir a formas comunes de delito - como el asalto a bancos, casas de créditos, cooperativas, sucursales de correos, etc.- con el objeto de mantener a su subsistencia y a la del movimiento al que pertenece. Por esta razón resulta conveniente conocer si la motivación que dirigió la conducta delictiva tenía por objeto un fin "altruista" o "egoísta". Es decir, para el delincuente político el asalto a mano armada no es más que un medio que le posibilita alcanzar un objetivo que está más allá da la satisfacción personal de necesidades, sino que piensa en término de mejoras sociales; está en contra del sistema porque pretende un sistema mejor. Mientras que el delincuente profesional no nos ocuparemos del ocasional que, por lo general es pasional o accidental- percibe en el delito una forma de vida, no se opone al sistema, sino que se aprovecha del mismo, aún cuando no es más que una consecuencia del sistema político y social.

También resulta interesante considerar los motivos y fines perseguidos por el autor de delitos contemplados como políticos ya que permite reconocer en el mismo la autenticidad o falsedad (psicopatológica) del individuo. Si bien es cierto no coincido con la ortodoxia psicoanalítica que pretende demostrar que todo delincuente político se convierte en tal como resultado de una mala elaboración del complejo de Edipo (10), no dejamos de reconocer -como lo hace L. Jiménez de Asúa en su "Psicoanálisis Criminal"- que en algunas ocasiones el proceso funciona de esta manera. Esta es una falsa delincuencia política, ya que su autor no es un delincuente sino un enfermo, que racionaliza - como mecanismo de defensa- su conducta original movida por pulsiones agresivas contra el padre. De esta categoría participan aquellos que utilizan los movimientos políticos y sociales de oposición en favor de sus propias necesidades de descarga de sus impulsos agresivos a través de conductas delictivas. Entendemos que para sistematizar la teoría psicosocial de la delincuencia política, es preciso tener presente que el actor de un hecho de esta naturaleza debe actuar siempre en representación de un grupo político - reconocido o no reconocido, pero que de hecho participe de la vida política nacional aún cuando se mueva en la clandestinidad- ya que de esta manera se evita incluir en la categoría a los delirantes que ya definiéramos como falsos delincuentes políticos desde un punto de vista psicopatológico. Esa misma representatividad que exigimos está dada por la elaboración de un pensamiento político y filosófico que facilita la ubicación del actor en el grupo representado. Por otra parte, tal pensamiento filosófico y social debe evidenciar una intención de trascendencia social efectiva a fin de evitar que grupos limitado a sus intereses individualistas sean incluidos en esta categoría por un hecho delictuoso común. Es decir, supongamos que un grupo de interés, como lo define Meynaud, exige violentamente alguna reivindicación para sus intereses a través de alguna expresión terrorista, pues bien, siguiendo el criterio expuesto teóricamente gozarían de los beneficios - o del perjuicio - que significa pertenecer a la categoría delictiva "política". Si lo que se pretende son reformas parciales que solamente benefician, o apuntan a beneficiar, a un limitado sector de la sociedad, entonces no deben ser categorizados bajo el rótulo de "delitos políticos" aquellas acciones delictivas que se suceden para lograr el objetivo egoísta.

En cambio, si lo que se pretenden son reformas estructurales que apunten a lograr mejores condiciones de vida (con todo lo que el término implica) para un amplio sector - más aún mayoritario- entonces sí son delitos políticos las acciones intermedias de carácter criminal que intentan consumar el propósito. Con lo cual quiero hacer notar que el actor de la acción (Parsons, 1937) no ha de ser un beneficiario directo de su acto criminal, sino que simplemente moviliza la misma por intereses ideológicos de trascendencia social. Debo aclarar que la representatividad que pretendo no ha de ser necesariamente explícita, mas aún, en la mayoría de los casos y por razones de táctica y estrategia política, la representatividad puede ser tácita, pero necesariamente inferible de los hechos.

En general, pensamos que se debe tener cuidado en la categorización de delincuentes políticos de aquellos individuos que se caracterizan como "resentidos". La tipología diferencial entre el resentido y el rebelde tal como lo define Merton (1949)- ya la esbocé oportunamente (Rodriguez Kauth, 1970).

Para los términos que aquí interesan, es necesario indicar que mientras el rebelde no utiliza ni al movimiento - ni a las ideas de que participa- en su propio beneficio como individuo ni en la búsqueda de "beneficias secundarios" por el contrario, se pone al servicio de los mismos aún mutilando la participación social de su Yo; en cambio el resentido utiliza al movimiento y al sistema de ideas en beneficio de sus necesidades, es decir, "maneja" la situación en provecho propia. Dicho esto en palabras de Marx (1847), se podría afirmar que en el rebelde se ha hecho carne la conciencia de clase, mientras que en el resentido sigue perdurando la "falsa conciencia" propia de las ideologías individualistas.

Resulta interesante, para el análisis de motivos y fines, tener también en cuenta hacia dónde está dirigida la intención del autor del hecho para, de esa manera, reconocer el grado de participación criminal en el suceso desencadenado. Recordamos, por ejemplo, aquella bomba que se colocó en 1970 en un balcón del Círculo Naval porteño y que al ser retirada por personal especializado de la Policía Federal estalló, provocando la muerte a un oficial y heridas a otros miembros del personal encargado de la tarea. Pensamos apriorísticamente que la intención de quién o quienes colocaron el artefacto no era la de provocar un atentado contra la vida, sino más bien realizar un atentado contra el orden instituido que culmina -a sabiendas- en una destrucción parcial de una propiedad emblemática. Vale decir, que la intención que animaba a quienes colocaron la bomba no apuntaba a provocar una muerte, a pesar de que la potencia del instrumento utilizado así lo demuestra.

Sanciones y tratamiento:

En este apartado recordaremos lo que dijéramos al principio del texto acerca de que las sanciones previstas para este tipo de delitos han evolucionado temporoespacialmente, endureciéndose o relajándose de acuerdo a la situación política de cada Estado y a la filosofía política y social que le sirve de basamento.

Entendemos, con J. de Asúa, que la represión de estos "delincuentes" tan particulares no obedece a un principio de defensa social de la comunidad total, sino que lo hace en función a la defensa de la clase social gobernante y de sus intereses políticos y económicos, por un lado, y a la defensa del Estado como entidad separada del pueblo de que forma parte por otro lado. Por esta razón es que las sanciones, penas y castigos que se utilicen, de ninguna manera han de tener consecuencias irreparables, sino que más bien han de ser fácilmente rectificables y, por lo tanto, el exilio (10) es la forma más justa con la que el Estado puede desembarazarse de aquellos individuos que han atentado contra él, a la vez que permite la reparación de la sanción para futuras condiciones políticas que se vivan en la Nación. Es decir, aún quien mate o robe en condiciones que lo ubiquen claramente en la categoría de delincuente político no debe ser reprimido con la pena de muerte o con la privación de la libertad, sino que debe ser alejado del territorio nacional hasta tanto un nuevo sistema político de gobierno decida abrir la causa para considerar la conveniencia, o inconveniencia, de su retorno al país. Obviamente que este sistema peculiar de sanción implica la reforma del Título II "De las penas" del Libro Primero de nuestro Código Penal.

Antes de abandonar las penas, queremos señalar e insistir brevemente en que sólo serán beneficiarios del rótulo "delincuente político" aquellos que claramente y sin lugar a dudas puedan demostrar el origen "altruista" de los motivos que dirigieron su acción. Pensamos que en delitos políticos que van dirigidos desde el Estado hacia el pueblo, se podrían ver beneficiadas aquellos sicarios del gobierno que tiene a su cargo el Estado en esos momentos, y que no actúan movidos por una íntima convicción de mejora política y social, sino que lo hacen por dineros u otras prebendas, es decir, por un interés particular y egoísta.

En cuanto hace a un posible tratamiento de estos "delincuentes" entendemos que no son enfermos y, por ende, no pueden ser tratados con objetivo terapéutico. También nos repugna el tratamiento ideológico que pretenden aplicar en estos días a los disidentes "cheguevaristas" de Ceilán, ya que dicho tratamiento no es mas que un lavaje de cerebro que se hizo tristemente célebre bajo el régimen stalinista y se extendió al occidente "cristiano y democrático".

Conclusión:

En definitiva el concepto de delito político es un concepto ambiguo o, mejor aún multívoco, ya que el mismo designa conceptos diferentes que se refieren a objetos o hechos distintos en su naturaleza y contenido. Aunque parezca mentira el término delito tiene una mayor claridad conceptual en cuanto hace a intención y extensión del concepto - desde el punto de vista operativo- que el término "delito político", que a pesar de agregar un nuevo signo al término original - cosa que por lo general tiende a precisar el término- en el caso particular que nos ocupa tiende a hacer más confusa la interpretación de los términos, ya que aumenta la vaguedad y confusión alrededor del fenómeno en cuestión. Es por esta causa que sugerimos la necesidad de precisar el concepto que nos interesa, y dado que no existen procedimientos metódicos para la precisión de los conceptos, es que señalamos - al igual que M. Bunge (op. cit. pág. 129)- la indicación anticonceptiva de "no hacer rebasar la observación". Es decir, abandonar las polémicas bizantinas sobre el problema y ocuparnos de los hechos que podemos observar.(Entiéndase por hecho no sólo los acontecimientos objetivos, sino también la participación de los elementos subjetivos del fenómeno, lo otro es reduccionismo estéril y anticientífico).

En última instancia a lo que apuntamos es a precisar los alcances del concepto que nos interesa con el objeto de lograr "una justicia más justa", anhelo que ha movido desde tiempo inmemorial al pueblo en general y a los juristas en particular. Pero esto no ha de lograrse a través de identificaciones parciales del fenómeno, sino que la identidad del concepto tiene que responder a una razón histórica de totalidad que, en definitiva es el centro y clave del método dialéctico.

BIBLIOGRAFIA:

BADARACCO, J.: (1957) Enciclopedia Jurídica Omeba, Bs. Aires.

BUNGE, M.: (1969) La Investigación científica. Ariel, Barcelona.

GABEL, J.: (1963) Formas de alienación. Univ. de Córdoba, 1967.

INGENIEROS, J.: (1900) Simulación de la Locura. Mar Océano, Bs. Aires, 1962.

JIMENEZ DE ASUA, L.: (1962) Tratado de derecho Penal. Losada, Bs. Aires.

MARX, C.: (1854) El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Espasa-Calpe, Madrid, 1992.

MARX, C.: (1847) La Ideología Alemana. Pueblos Unidos, Montevideo, 1958.

MAZAURIC, C.: (1989) Robespierre, Ecrits. Mesidor, París,

MERTON, R. K.: (1949) Teoría y Estructuras Sociales. Fondo de Cultura Económica, México, 1964.

PARSONS, T.: (1937) The Structure of social action. Free Press, Nueva York.

RODRIGUEZ KAUTH, A.: (1970) "Enfoque psicosocial de la anomia. Rev. de Derecho Penal y Criminología, Bs. Aires, N° 4.

RODRIGUEZ KAUTH, A.: (1972) "Análisis sociológico de los movimientos estudiantiles". Boletín Uruguayo de Sociología, Montevideo, N° 19/20.

SOLER, S.: (1951) Derecho Penal Argentino. TEA, Bs. Aires.



(*) Director del Proyecto Psicología Política en la Univ. Nac. de San Luis.

(1) Que cuenta con el privilegio de tener tres presidentes asesinados a lo largo de su historia,

(2) Se conoce con este nombre al asesinato de un personaje de prestigio o poder político y su autor o autores lo hacen con propósito políticos o religiosos para alcanzar repercusión o notoriedad pública. El episodio que históricamente marca el inicio de este estilo de asesinato se puede encontrar con la muerte de Julio César, en el Senado romano.

(3) Para ser más exactos y darle una connotación emocional más acertada a la actitud de los reprimidos, hablaremos de los amigos de la libertad.

(4) El peronismo de la primera época.

(5) Recordar la persecución de comunistas después del incendio del Parlamento alemán.

(6) Aún a costas de una redefinición de democracia.

(7) A la que generalmente adhiere la mayoría, aunque no sepa muy bien de qué se trata.

(8) Que puede tener escasa representatividad.

(9) Estado igual a autoridad paterna simbolizada.

(10) Tal como se lo utilizaba en la antigüedad, especialmente en Grecia.


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