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Tropezón de un progresista - Respuesta comunista a Eduardo Galeano

Norberto Bacher

Sumando su voz a la de otros intelectuales y políticos de izquierda que rechazaron la reciente ejecución a tres secuestradores de un embarcación costera cubana así como las penas de prisión impuestas a otros conspiradores, el escritor Eduardo Galeano intenta ubicarse como una suerte de censor progresista de la Revolución.

Lanza su proclama condenatoria de esa decisión judicial –políticamente reafirmada por la dirección revolucionaria– en nombre de la defensa del socialismo.

El socialismo cubano no necesita nuestros alegatos porque su defensa está en buenas manos: la de quienes han dado suficientes pruebas que no están dispuestos a ceder el terreno conquistado con tanto sacrificio, demostrando que lo único que “peca contra la esperanza” son las vacilaciones a la hora del combate. Una herejía que –todo indica– ni la dirección de la Revolución ni el pueblo cubano están dispuestos a cometer.

Pero hay circunstancias en las cuales es necesario contrastar viejas enseñanzas de la lucha de clases, en particular las del siglo que acaba de fenecer, con las nuevas situaciones. Porque las confusiones que Galeano introduce, por ejemplo en el problema del Estado, demuestran que esas experiencias o nunca fueron entendidas o son directamente obviadas.

En el caso de Galeano esto no tendría más importancia que la falencia personal, si no fuese porque se cobija, no sólo tras el socialismo, sino bajo la sombra luminosa de Rosa Luxemburgo, nada menos que para patear – como al descuido –experiencias que se remontan a la Comuna de París.

Un pulcro estilo literario no alcanza para ocultar una antigua trampa de la retórica política: aquella que hace corresponsable al oprimido por facilitar las acciones punitivas del opresor. Actuando bajo esta perversa lógica, a lo largo de los tiempos –y según las circunstancias– se escuchó decir a burócratas sindicales que las represalias patronales masivas son incentivadas por la intransigencia de activistas indóciles, a las agencias gubernamentales explicar la represión a movimientos sociales por el radicalismo de sus demandas y a sedicentes izquierdistas usar el argumento preferido de la derecha: el terrorismo de Estado se alimenta de la irracionalidad de las vanguardias armadas.

Puede dudarse si lo sabe Galeano, pero vale para las nuevas generaciones que tienen derecho a desconocerlo, que en su momento el ala derecha de la socialdemocracia alemana justificó su contribución al asesinato de Rosa Luxemburgo con esa misma lógica: era la tozudez revolucionaria de los espartaquistas la que facilitaba y amparaba a los vándalos del imperio prusiano. Con ese impecable argumento razonaron los reformistas de todos los tiempos.

Galeano se encolumna con aquellos que quieren hacernos caer en la emboscada del silogismo: acusar a la víctima – en este caso la Revolución –de facilitar los argumentos que esperan y necesitan los tropas imperialistas para el asalto que preparan y anuncian a los cuatro vientos.

Según el escritor la torpeza castrista le habría proporcionado al Sr Bush un motivo adicional para brindar en el festival que realiza por la carnicería iraquí.

Sin embargo está por verse aún el grado de festejo que podrá realizar Washington y sus amanuenses europeos después de la ordalía sangrienta en Irak, y si esta no devendrá en una victoria tan pírrica como fugaz.

A esta altura de los acontecimientos lo único seguro es que en la capital del norte sus estrategas han debido tomar nota que sigue intacta la disposición de combate demostrada antaño por las fuerzas revolucionarias cubanas en Playa Girón, gracias a que sus principales cuadros dirigentes no se han plegado, en estos duros años, a la moral derrotista que se adueñó de buena parte de la intelectualidad progresista.

Derechos humanos

Desde siempre el asesinato repugnó las conciencias humanas. En la muerte se conjuga como en ninguna otra esfera lo individual y lo social, lo privado y lo público. En tanto que quitar la vida estuvo penalizado en casi todas las culturas, se glorificó el asesinato como ofrenda religiosa. La utilización de la muerte como elemento de punición social es inmemorial.

Desde las tablas del Monte Sinaí el “no matarás” pasó a ser mandamiento inexcusable para buena parte de la humanidad. Esto no impidió que después de Moisés se siga matando tanto como se mataba antes. Pero esta violación del mandato no se refiere sólo al crimen individual, ocasional, sino ante todo al crimen organizado y sistemático desde el poder y por razones de poder, es decir al que tiene sus promotores en las clases dominantes y el Estado.

El tan mentado paradigma de los derechos humanos no puede dar respuesta a un sencillo enigma: porqué en su máxima conquista – la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada en 1948 por la Asamblea de la hoy moribunda ONU – no figura la condena explícita a la pena de muerte en ninguno de sus treinta artículos.

La explicación de este insondable misterio tiene una sola causa: ninguno de los Estados que impulsaron ese documento iba a resignar por si y anticipadamente su capacidad de coerción máxima. La pena de muerte aparece así en su más desnuda esencia: es una razón de Estado.

Por eso se dan de bruces contra este muro infranqueable de la violencia organizada como Estado aquellos que frente a las tragedias de la historia pretenden ignorar las causas que las provocan: la lucha de clases. Allí se muestra tan impotentes quienes se refugian en el solipsismo de sus conciencias como en un humanismo abstracto que se pretende al margen de los combates de cada tiempo y de las relaciones de fuerza que determinan la vida cotidiana de millones de seres.

Pero así como la Declaración se abstiene de obligar al Estado a renunciar a su elemento de máximo castigo, está estructurada desde una conceptualización que descalifica cualquier intento por superar y trascender al Estado de clases. En rigor el andamiaje conceptual de toda esa Declaración no es más que la consagración jurídica de una ficción, de una ideologización de la realidad. Y que claramente se expresa en su primer punto al consagrar una presunta igualdad del hombre y de los pueblos que no existe.

Porque la consagración de esa ficticia igualdad como estatuto no es sólo una meta, un desideratum a cumplir, sino antes que nada la negación de un derecho: el derecho a constatar y rebelarse contra la desigualdad real, la vigente, en primer lugar la de clase. Que esto no es sólo argucia literaria ni leguleya lo prueba uno de los objetivos del preámbulo: se propone que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho ( así con mayúscula, es decir absoluto) “a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la represión” .

En buen romance: la más extendida de las tiranías vigentes, la del capital, puede tener la tranquilidad que va a ser protegida por el manto sagrado de los derechos humanos contra cualquier intento de rebelión de los explotados y oprimidos en tanto una fracción dirigente no se adueñe en forma absoluta del poder y esté dispuesta a la alternancia con sus congéneres de clase. Es la vieja fórmula del Estado burgués: coerción hacia los oprimidos, consenso entre los opresores.

Para el caso azaroso que una inesperada falla en ese mecanismo de alternancia permitiese que algún infiltrado asome sus narices a los círculos áulicos del poder, abriendo compuertas a los desposeídos, como antes Salvador Allende y ahora Hugo Chávez, siempre queda el recurso supremo del golpe de Estado o la intervención correctiva de la ONU. Para eso existen los ejércitos imperialistas: alcanza con cambiarles estandartes y gallardetes. El verdadero manifiesto de los derechos humanos que trascienda la limitada concepción burguesa del hombre está por escribirse aún, y seguramente comenzará por proclamar que el derecho supremo es la rebeldía contra toda desigualdad económica y social .

Esa incomprensión profunda del problema de los derechos humanos transformado ahora en ideología del capital tiene consecuencias graves. Ocurre que en los cimbronazos que la crisis mundial actual genera en la lucha de clases, muchos humanistas que luchan contra las violaciones a esos derechos – incluso abnegadamente – quedan apresados en contradicciones insolubles que los eyecta hacia la barricada de las clases opresoras. En esos casos la dialéctica de la historia se cobra su venganza porque es sabido que no respeta curriculum para quienes deciden darle la espalda.

El Estado revolucionario

“Según el modo de ver de la socialdemocracia, que sustenta sus ideas en la teoría del socialismo científico, el paso al orden de la sociedad socialista sólo puede ser consecuencia de una fase evolutiva mas o menos larga. Esta evolución no excluye ciertamente que la transformación definitiva de la sociedad en sentido socialista solamente pueda lograrse mediante un golpe de fuerza político, o sea con lo que suele designarse como revolución. Pero esta revolución es por otra parte imposible, si antes la sociedad burguesa no ha pasado por determinadas fases evolutivas.

Eso se aplica, tanto al factor objetivo de la subversión socialista (la misma sociedad capitalista), como el factor subjetivo (la clase trabajadora).

Partiendo del principio del socialismo científico que “la liberación de la clase obrera solo puede ser obra de la misma clase obrera”, la socialdemocracia reconoce que solamente la clase obrera como tal puede realizar la gran subversión, o sea la revolución, para ser realidad la transformación socialista....Una condición indispensable para la transformación socialista debe ser, pues, la conquista del poder político por la clase obrera y la instauración de la dictadura del proletariado, absolutamente necesaria para imponer las medidas de transición”. Fue escrito hace exactamente cien años. Cabe agregar que su autora se llamaba Rosa Luxemburgo.

Podría haberlo suscrito Lenin quince años después, en tiempos de demolición del imperio zarista, cuando gestó “El Estado y la Revolución”,

Para avalar sus posiciones actuales Galeano nuevamente usa un ardid: nos presenta una Rosa Luxemburgo postmoderna, que supuestamente luchaba por un “modelo” socialista, y que además sería opuesto al leninista.

En ese terreno ni Rosa Luxemburgo ni Lenin jamás se propusieron esquemas por fuera de la lucha concreta de las clases, como no fuese las orientaciones que resultaban de las premisas y conclusiones que se expresan en la Crítica al programa de Gotha, La Comuna de París y el Antidühring, por nombrar sólo algunos puntos nodales del pensamiento marxista en los cuales se hace mención a las distintas fases históricas que sucederán a la sociedad burguesa. No es aconsejable sustentar posiciones propias torciendo la historia: ya lo intentó el estalinismo que rescribió los acontecimientos de octubre a su medida y no pudo evitar la demolición de sus mitos.

Galeano que es un viejo buceador del pasado de este Continente, debería ser más certero al referirse a viejos debates del movimiento socialista que han dejado sus huellas en el tiempo. Aunque más no fuere en homenaje a las nuevas generaciones que tienen derecho a la verdad.

Es imposible recapitular los debates entre ambos revolucionarios a lo largo de casi quince años en pocas líneas. Alcanza con decir que en el punto donde nunca tuvieron divergencias es en el que aquí interesa: el papel del Estado como órgano de la violencia de las clases y la necesidad de la dictadura democrática revolucionaria como primer paso para la transición hacia el socialismo, necesidad que surge de la propia existencia de la violencia organizada del capitalismo mundial, no sólo por la vía militar, sino mediante el mercado mundial.

Cada acontecimiento significativo de la lucha de clases, a favor o en contra de las clases revolucionarias, de más de un siglo es una confirmación del análisis marxista del Estado, el cual los dos grandes revolucionarios – entre otros – enriquecieron con su pensamiento y su acción.

Por no tener una cabal comprensión de la concepción del Estado no sólo capitularon reformistas, sino fracasaron revolucionarios anticapitalistas en momentos cruciales. Quizás el ejemplo más dramático sea el del anarquismo obrero español en la Cataluña de 1936, cuando en sus filas contaba con intelectuales de la talla de Diego Abad de Santillán y militantes de la fibra y el coraje de Buenaventura Durruti.

Con la oleada revolucionaria de mediados de los años sesenta, en particular después del mayo francés, se desarrollaron tendencias de izquierda que trataron de superar la claudicación de los partidos comunistas oficiales volviendo su atención hacia la obra de Rosa Luxemburgo. Así hubo quienes opinaron que la evidente burocratización del Estado soviético se debía a que la necesaria dictadura de la clase revolucionaria había derivado en dictadura del partido único y en expropiación de éste por sus capas dirigentes, y que este proceso se vio facilitado por la concepción leninista del partido, a la cual Rosa Luxemburgo combatió en su momento. Ahora Galeano recurre sin decirlo a esas argumentaciones para apoyarse en el prestigio de la gran revolucionaria. Agrega confusión porque silencia lo sustancial: en esos debates nadie se deslindó de la visión marxista que afirma el necesario ejercicio de la coerción revolucionaria en la fase de tránsito al socialismo en la época de la dominación imperialista.

A la intención de mimetizarse tras algunas frases descontextuadas de Rosa Luxemburgo para propugnar como alternativa el democratismo más ramplón, sólo cabe reflexionar sobre lo que ella formuló antes y mejor que nadie: la humanidad se debate nuevamente en el dilema entre Socialismo o barbarie. Socialismo y democracia Las razones de Galeano para criticar a la forma política bajo la cual se desarrolla la experiencia revolucionaria cubana demuestra la misma inconsistencia conceptual que deja traslucir cuando enfrenta el problema de la violencia estatal y el de los derechos humanos. Galeano opone al régimen de partido único el sistema del multipartidismo. Razonando con una estricta lógica de mercado reclama poner a disposición del público cubano distintas ofertas para la comercialización de la política. Apuesta a la competencia para mejorar la calidad de los productos.

Como sabe – lo dice – que los dos envoltorios de la política yanqui contienen la misma sustancia, debe deducirse que su mirada de participación democrática está encandilada por el estilo europeo del capitalismo o definitivamente enceguecida por la posibilidad del triunfo frenteamplista en las próximas elecciones uruguayas.

En los límites del capitalismo los comunistas luchamos por el derecho a la participación política de las masas en la forma más amplia tolerada por el sistema. Pero no alentamos el engaño: sabemos y decimos que no habrá democracia real sin ejercicio directo del poder por parte del pueblo, de las masas explotadas. La burguesía, en todos sus matices, por el contrario utiliza mil y un subterfugio para evitar esa democracia directa – entre otros las formas representativas y parlamentarias – desde que sintió amenazada su dominación al verse obligada a conceder el sufragio libre y universal. En esto se diferencia el programa de los comunistas del más avanzado de los reformismos.

Las formas de ejercicio del poder por asambleas, llamadas consejistas, que alumbraron las primeras experiencias históricas de ruptura del orden capitalista fueron un ensayo de esa democracia directa, frustrados posteriormente por distintas razones que no es el caso analizar.

Más allá de las formas que adquiera ese ejercicio de la democracia directa, y que será determinado por lo concreto y específico del curso de la lucha revolucionaria en cada país, hay algunas características que hacen al contenido de esa democracia real. La primera es que cada vez una mayor parte de la población se involucra en la práctica de la política, o sea tiende a disminuir la escisión histórica entre quienes toman decisiones políticas y la sociedad; la segunda es que el contenido de esa acción política es lo social en su más amplia diversidad.

Para los comunistas plantearnos estos problemas con visión crítica es una cuestión decisoria, saber cuánto avanzó o no la Revolución cubana en esa dirección. Para Galeano no: sin más recomienda abandonar el unipartidismo – que además en el caso cubano reconoce una raíz martiana – para retroceder hacia el criterio de la seudodemocracia burguesa. Con el agravante que lo hace cuando la Revolución se encuentra bajo la mira de los misiles imperialistas.

La misma actitud irresponsable adopta cuando la emprende contra el centralismo político desmedido. La exigencia de descentralización de las decisiones políticas y económicas ha sido en estos tiempos uno de los caballos de batalla favorito del imperialismo para imponer a nuestros países lo que ha dado en llamarse neoliberalismo. Valga de ejemplo la imposición del FMI sobre la “descentralización” de los bancos centrales, es decir la pérdida de control de la moneda por parte de los gobiernos. Exigirle a un pequeño país agredido como Cuba mayor descentralización en estos momentos equivale a pedirle rendición incondicional ante al enemigo.

Frente a estos dislates intelectuales resalta la profundidad del denostado viejo criterio leninista de las revoluciones, que es el de los comunistas: centralización democrática.

Para justificar su aserto que “la revolución ha ido perdiendo el viento de espontaneidad y de frescura que desde el principio la empujó” , Galeano vuelve a tender la celada intelectual de callar más que lo que escribe. Escribe sobre las dos traiciones al socialismo en el siglo pasado, la de la socialdemocracia y el desastre de los estados policiales comunistas, lo cual es de una evidencia que se demuestra sola. Pero calla lo importante: ambas expresaron – a su modo y en su momento – el triunfo de la política de conciliación con el capitalismo, la consolidación de la idea del status quo en las filas del movimiento obrero y revolucionario internacional.

La Revolución cubana no sólo nació para ser diferente como afirma Galeano, sino que demostró que sigue siendo diferente: en el acierto y en el error nadie podrá enrostrarle a los revolucionarios cubanos que han practicado y alentado la conciliación de clases. Nadie podrá testimoniar que esa dirección supeditó el impulso y el apoyo de los movimientos revolucionarios a las necesidades coyunturales del gobierno que dirige. No es sólo la opinión de un modesto militante: lo puede testificar el pueblo angoleño, Nelson Mandela y miles de luchadores sociales y políticos de nuestra América Latina, entre otros.

Es ese rechazo a la conciliación con el orden mundial dominante en los momentos de mayor soledad de la Revolución el que invistió a Fidel con la autoridad política suficiente para decir de cara al Papa Wojtyla lo que éste hubiese preferido que se silencie.

El socialismo imposible

Denunciar el bloqueo imperialista a Cuba implica antes que nada entender las graves consecuencias que la agresión criminal tiene para el desarrollo de la sociedad cubana.

Galeano describe a la perfección los efectos del cerco imperialista, pero retrocede a la hora de asumir las zonas oscuras que esto genera en la vida del pueblo cubano.

Su posición de intelectual bienpensante le permite pequeños placeres tales como recordarle a una ciudadela sitiada que debe relajar las reglas internas omitiendo decir cuál es el camino para romper el cerco. Un lujo que le está vedado a los responsables de garantizar condiciones mínimas de existencia cotidiana para once millones de personas.

Sin embargo desde la Revolución se ha dicho – y no de paso – cual es el camino para romper el cerco, un problema que no suscita las inquietudes de Galeano. Sabiendo que el escritor ha dedicado gran parte de su obra a la denuncia contra el imperialismo puede entenderse que esta desaprensión obedece a la ilusión – que no es exclusiva de él – que el socialismo es una empresa de cada pueblo en cada uno de sus países.

Con absoluta certeza la dirección máxima de la Revolución cubana afirma desde hace años que no se puede enfrentar a la actual globalización dirigida por el imperialismo tendiendo una muralla alrededor de cada país, sino generando otra forma de unión entre los pueblos y los países, una forma de globalización solidaria. Una propuesta alineada con la visión marxista.

Porque cuando el Manifiesto Comunista afirma que las revoluciones socialistas son nacionales por su forma e internacionales por su contenido no se refiere ni a la obvia existencia de los estados nacionales ni a una secuencia temporal en el derrumbe del capitalismo. Está diciendo que la construcción del socialismo no se puede resolver dentro de los marcos de las fronteras nacionales. Una vez más la razón debe buscarse en la necesidad del intercambio mundial para el desarrollo de las fuerzas productivas, sin lo cual no hay socialismo posible. Aún cuando no se conocía la palabra globalización la omnipresencia de un sistema de producción que no reconoce fronteras estaba presente en cada uno de los análisis de Marx.

Por experiencia y por teoría los cubanos saben de lo gravoso que para el sistema socialista es permitir el ingreso de la más poderosa arma de la cual dispone el capitalismo: la llamada economía de mercado. Una necesidad sin opciones en el caso de Cuba después de la desaparición del bloque soviético. La posibilidad de supervivencia y desarrollo de socialismo cubano, depende ante todo, no de sus fuerzas internas, sino de lo que hagamos los latinoamericanos. Depende de la disposición y la capacidad de nuestros pueblos de enfrentar la subordinación continental que el capitalismo estadounidense intenta imponer con el ALCA.

Depende en última instancia que nuestros países sepan encontrar caminos de integración, no para asegurar mayores ganancias a las mezquinas y corruptas burguesías nativas que dirigen la mayoría de nuestros países, sino para concretar la histórica y postergada tarea bolivariana de unidad plena de los pueblos, que a esta altura del desarrollo capitalista no dejará de conjugarse con la liberación social de los oprimidos. Así las condiciones políticas serán determinantes para las formas que adquieran los intentos de integración de nuestros pueblos. El futuro de Cuba no se decide fronteras adentro de la isla, sino que está indisolublemente unido a la posibilidad que en cada uno de los países latinoamericanos fuerzas nuevas, democráticas y antiimperilaistas, accedan al poder, y en conjunto conformar un sólido bloque antiimperialista continental.

Hoy con el gobierno bolivariano de Chávez y las transformaciones a las que se comprometió Lula y el PT brasileño esa posibilidad no es irreal. No hay duda que entonces el socialismo cubano tendrá más oportunidad de demostrar sus potencialidades.

En esta perspectiva el propio Galeano podría desempeñar un gran papel con todo su talento y prestigio, abogando dentro del Frente Amplio de su país para que se comprometa sin rodeos en esta perspectiva latinoamericana si el año próximo asume el gobierno en Uruguay.

La más elemental solidaridad aprendida en la lucha cotidiana deja sus enseñanzas: al compañero que tropieza se le tiende los brazos, pero al que busca caerse – con dolor – habrá que patearle los tobillos.

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