Solidaridad
Índice
Números Anteriores
Home
Links

Del Proceso a la devaluación duhaldista

Juan Barat 

El estallido de Diciembre de 2001 y la inmediata devaluación pusieron en crisis al bloque de poder que impuso su ley desde el Proceso, hegemonizado por el capital bancario extranjero y la oligarquía financiera nativa, que trastocó los presupuestos de la acumulación del capital, para realizarla principalmente en base a un modo que sateliza el proceso de producción de mercancías y en abierta contradicción con éste. 


La “tablita” de Martínez de Hoz y el 1 a 1 de Menem, fueron los instrumentos monetarios emblemáticos que al subvencionar importaciones condujeron a la desindustrialización, al desempleo y a la pobreza masiva.


A la vez, esta política monetaria implicó un gravamen oculto a la exportación, con lo que el desbalance comercial y el despilfarro en el exterior de millares de compradores de dólares baratos, fue en parte conjurado con el ingreso de “dinero golondrina”, atraído por ganancias financieras exorbitantes, y luego con la privatización extranjerizadora de las empresas públicas.


Pero la curva de crecimiento de la deuda externa pública –7.000 millones de dólares en los inicios del Proceso, 45.000 a la llegada del alfonsinismo, 65.000 en los comienzos de Menem, 150.000 en los finales, 180.000 al final del breve paso de De la Rúa- es demostrativa de la consistencia de un patrón de acumulación financiera que demolió la estructura productiva y dislocó el tipo de equilibrio social heredado del ciclo nacional burgués clausurado en 1955. A la masa de recursos transferidos por la economía fuertemente extranjerizada, la oligarquía y la burguesía argentinas sumaron una fuga de capitales de magnitud, que colocaron en el exterior, donde actualmente mantienen no menos de 130.000 millones de dólares, si aceptamos la estimación que admite el propio Estado y consultoras privadas.

Al sobrevenir la devaluación de 2002, inevitable en sí misma y necesaria, fue implementada de forma tal que el principal perdedor fue la clase de los trabajadores y los jubilados, es decir, el sector de ingresos fijos, que quedaron congelados por largo tiempo, y soportaron, por ende, la abrupta caída de su capacidad de compra, con el hundimiento de millones por debajo de la llamada “línea de pobreza”. Los precios mayoristas se incrementaron hasta más del 140 % y los precios minoristas hasta más del 40 %, en tanto la canasta básica de alimentos y otros productos inevitablemente imprescindibles, creció en alrededor del 100 %.

La clase media, otrora estrella del consumo, que llegó a equivaler a más de un 50 % de la población, hoy no supera el 20 %, evaluada en términos económicos, según casi unánimes estimaciones oficiales y privadas. Unos pocos consultores, quizá interesadamente optimistas, alcanzan a ver un dudoso 30 %.

En el bloque dominante la situación fue diversa. La ruptura del 1 a 1 conmovió las bases del patrón de acumulación dominante y el reparto impuesto por su eje hegemónico y desató una pugna sectorial en la que intervinieron desembozadamente Estados Unidos, el G 7 y el FMI.
El capital bancario extranjero recibió fuertes compensaciones que acentuaron la asimetría de la devaluación, en paralelo con la decisión de pagar sin quita los vencimientos de obligaciones contraídas con organismos internacionales de crédito (FMI, BID, Banco Mundial), y la de diseñar un presupuesto superavitario, base 3 % del PBI, que esteriliza moneda circulante, a la espera de un acuerdo con los bonistas privados. La deuda externa constituida inicialmente por el gobierno del Proceso, conserva así toda su potencialidad condicionante y su función de aspiradora financiera hacia el exterior.

Los exportadores, con epicentro en la oligarquía propietaria de grandes extensiones de tierra y la burguesía extranjera, apropiada del petróleo, resultaron principales ganadores, al beneficiarse directamente con la nueva paridad monetaria, e indirectamente con un período de altos precios internacionales, sobre los que pesan muy modestas retenciones, lo que anula la posibilidad de volcar un diferencial transitorio a la recomposición de la producción y del mercado interno, impulsa al alza los precios de la canasta básica y de los combustibles y acentúa la pobreza.

La polarización social sigue imprimiendo su sello a la sociedad argentina. El 10 % de la población concentra poco menos que el 40 % del ingreso, y el piso salarial está dado por los 150 pesos del Plan Jefas y Jefes, lo que coloca a sus beneficiarios, considerados como ocupados por la estadística oficial, en típica indigencia.


Que esto se corresponde con la ideología que predomina en el nivel de gobierno, lo prueba una declaración de sorprendente claridad de Patricia Vaca Narvaja, Subsecretaria de Defensa de la Competencia y el Consumidor: “Es difícil” intervenir en el proceso de formación de precios, ya que estamos en “una economía de mercado”; el límite a los aumentos que se verifican, como el de la carne, “es el bolsillo de la población”.

Los desplazamientos políticos

El terrorismo de Estado aplicado para imponer la alineación de la economía del país a las necesidades del capital financiero, bajo las banderas del neoliberalismo, golpeó masivamente a la clase obrera. Las fábricas se convirtieron en cárceles potenciales, los cuadros representativos fueron diezmados y la política económica dirigida por Martínez de Hoz puso en marcha la desindustrialización y recondujo la fuerza de trabajo hacia empleos de baja calificación en los servicios y al cuentapropismo de subsistencia en tareas de reparación, construcción, etc.


Directamente agredida, la masa de trabajadores se atrincheró defensivamente en el peronismo. Contrariamente, amplias franjas de clase media accedieron al dólar barato, a los productos de consumo importados y a Miami.

La “tablita” les había traído perfumes franceses, embutidos alemanes y Disney World a bajo precio.

La dictadura contó con su apoyo o neutralidad, hasta que las sucesivas devaluaciones de Sigaut y la derrota en Malvinas, la llevaron a “descubrir” los crímenes de la represión, que, por supuesto, “ni sospechaban”.

Los grandes grupos económicos que se fortalecieron mediante la especulación fomentada por la política oficial y las contrataciones leoninas con el Estado, fugaron miles de millones de dólares que desde el exterior fraguaron como préstamos, endeudando los balances empresarios y constituyendo una deuda externa privada que se sumó a la deuda pública, clave de la gestión económica de la dictadura, a través de Martínez de Hoz, Sigaut y Roberto Alemann.

En medio de la tormenta, con el dólar ajustado en 140 % en 1981, los deudores privados hallaron en Domingo Cavallo un servidor arquetípico, que desde el Banco Central les otorgó un seguro de cambio que les permitió pagar a la paridad de origen, pasando la diferencia a engrosar la deuda externa pública.

Con humor, Cavallo llamó a esta operación: “Salvataje de la industria nacional”. Culminó así la constitución de una deuda externa a la vez fraudulenta e impagable.

En estas condiciones, las franjas “procesistas” y neutrales de la clase media restauraron su “fé” en la democracia y prestaron su concurso para el ascenso del Dr. Alfonsín, enfrentando al bloque popular, carente ya a esa altura de una dirección consecuente con sus necesidades.
Alfonsín, que había prometido ir con los gerentes de los bancos a reabrir las fábricas cerradas, distinguió su gobierno con la caja PAN (Plan Alimentario Nacional), símbolo de la expansión de la pobreza y del continuismo “democrático”.

Intentó allanarse a requerimientos fundamentales de la “doctrina” de la globalización neoliberal, que ya exigía privatizaciones, valiéndose del arma de la deuda externa y del corte del crédito internacional.

Aerolíneas Argentinas fue la prueba piloto motorizada por su ministro Terragno. La resistencia sindical y el rechazo popular fue todavía suficiente para impedir transitoriamente el inicio del desguace.

Derrotado electoralmente en 1987, las fuerzas constituyentes del poder real prepararon el cambio, desataron la hiperinflación y paralizaron al gobierno.

Apoyado en la base popular, con seis meses de anticipación, llega Menem, para desarmar finalmente toda forma de resistencia nacional que pudiera aún albergar el justicialismo.
Dos gerentes de Bunge y Born y Erman González, hasta encontrar en Cavallo la sintonía justa. Devaluación a 10.0000 australes, cambio de moneda y dólar 1 a 1. Caída abrupta del salario y congelamiento indefinido.

Al apagarse la última protesta sindical, domesticada la mayoría de sus dirigentes, el bloque popular queda huérfano de expresiones políticas o reivindicativas de peso, compatibles con sus intereses.

Pero el 1 a 1 renueva fantasías de la clase media con mayor poder adquisitivo. Con la generalización del uso de la tarjeta de crédito, promovida por los bancos, no sólo vuelve a acceder a importados baratos, sino al crédito automático, que escondía una trampa que en los años “felices” menospreció : la tasa de interés más baja que esos bancos le cobraron para financiar sus consumos, con inflación tendiente a cero, fue del 25 % anual en dólares. Un negocio poco común.

El endeudamiento del sector, tanto en tarjetas de crédito como en fáciles préstamos para la compra de automóviles e inmuebles, lo hizo cómplice objetivo del milagroso 1 a 1, que, mientras tanto, liquidaba la industria, endeudaba al país y preparaba su propia ruina.
En mayo de 1995, con el 18 % de desempleo, principalmente industrial, sectores obreros y populares empezaron a abandonar al justicialismo, pero esto fue compensado con creces por la menemización de clase media, que otorgó a Menem una victoria aún mayor que en 1989.
Fue un progresivo proceso de empobrecimiento y polarización social, que concentró el ingreso en sectores minoritarios de la población, degradó el mercado interno y desembocó en recesión abierta a partir de 1988, el que impulsó un nuevo giro de la clase media, en la medida en que la alcanzó con creciente severidad en su calidad de vida.
Pasó entonces a ser lugar común el concepto “nuevos pobres”, para significar pobres de clase media, o caídos desde allí.

El reagrupamiento estuvo centrado, esta vez, en la centro izquierda, con el FREPASO como aglutinador, y sesgado a derecha por sus dirigentes para constituir la Alianza promovida por Alfonsín. La Alianza impuso la Presidencia de De la Rúa, con un discurso anticorrupción que indicaba la absurda postura “todo está bien, salvo por unos cuantos delincuentes en el poder”, y delataba un microcefálico reformismo conservador.

Diciembre de 2001 determinó que franjas de clase media volvieran a girar, esta vez con un discurso de izquierda, democracia y horizontalidad organizativa, contenido en las que fueron “asambleas barriales, vecinales o populares”, que durante meses evidenciaron una significativa y espontánea capacidad de movilización y un consignismo exuberante.

La inexistencia de un movimiento obrero combativo, la lucha interna desatada por partidos de la izquierda tradicional, con obvio propósito de copamiento, y la propia limitación de clase de las “asambleas”, agotaron la experiencia de esta suerte de “mayo porteño”.

De las “asambleas” a Juan Carlos Blumberg

Desde la caída de De la Rúa hasta el ascenso de Néstor Kirchner, discurrió el gobierno de Duhalde.


Durante su transcurso se manifestaron características centrales de la economía post devaluación y en “default”: se generó un abultado saldo positivo en el balance comercial, la industria comenzó a producir en sustitución de importaciones, partiendo de una mayor utilización de la capacidad ya instalada, empezaron a recuperarse reservas internacionales y el presupuesto del Estado se tornó superavitario.

Todo ello en un marco social de marginalidad y desempleo que llevó a la gestación del Plan Jefas y Jefes, y de otros, provinciales y municipales, amén de ayuda alimentaria, para erigir una línea de contención y alejar el riesgo de estallidos.

En el plano específicamente político, centralmente se jugó en la interna justicialista, que llevó a la elección presidencial tres candidatos de ése origen, Menem, Kirchner, Rodríguez Saa, que cosecharon dos tercios de los votos válidos.

El fraccionamiento inusual de los resultados, impulsado por el sistema de “ballotage”, desapareció no bien fueron conocidos: fue inocultable que la derrota de Menem, por cifras abultadas, era segura. Se puede decir que sobre este único punto, el antimenemismo, se forjó un consenso general.

Sin embargo, a poco de iniciar su mandato, Kirchner logró atesorar un respaldo pasivo (de encuestas), que parece haber llegado, por momentos, a superar el 80 %.
El pánico por la crisis, la necesidad de experimentar expectativas positivas, el estilo “directo” del Presidente, el avance contra la impresentable Corte Suprema, los descabezamientos de cúpulas militares y policiales sospechadas, apelaciones reiteradas contra la corrupción y la represión, discusiones promocionadas con el FMI y los acreedores privados, la relativa tirantez con las empresas de servicios privatizadas, el aumento de la actividad económica, pese a que no altera la regresiva distribución del ingreso del “modelo”, obraron el milagro.
La clase media ha sido un componente significativo de este respaldo, que permitió al gobierno avanzar sin demasiados sobresaltos en el diseño de una política, en primer término adecuada a los intereses de las clases dominantes y del capital extranjero, pero en condiciones en que una nueva hegemonía no está aún consolidada, con lo que dispone de mayor margen de maniobra que si esta cuestión estuviera resuelta.

Es a raíz de ello que fracciones del poder actúan en el sentido de estrechar ese margen de maniobra, en especial porque un gobierno con sólo apoyo pasivo y carente de una estructura solidificada de sustento político, es menos predecible que los aparatos de la partidocracia con los que objetivamente no concilia en forma plena.

Esto explica la utilización mediática de los piqueteros, construyendo una imagen de desorden dirigida a los prejuicios de buena parte de la clase media, obviando su carácter de víctimas, y de tragedias familiares e individuales producto de delitos que prosperan gracias a la impunidad que transformó en hábito institucional la política criminal que se implantó para fijar los actuales parámetros de la Argentina semicolonial.

Estos “ nuevos miedos” colectivos han logrado instalarse socialmente, y están provocando un nuevo giro en sectores de la clase media, que claman por orden y castigo para las consecuencias de aquélla política criminal y, por extensión potencial, para las expresiones de resistencia al statu quo establecido.

Esta operación se desarrolla en dos planos.

En primer lugar, busca empujar a un gobierno en conflicto objetivo con “su” aparato, a volver al redil y hacerse así definitivamente predecible.

En segundo lugar, se pretende reconstituir una base social dispuesta a aprobar la represión, si un período de renovada lucha de clases moviliza a los trabajadores.

Y encuentra contradictoriamente un cauce, porque la clase media, en proporción mayoritaria, percibe también que la distribución del ingreso es un mito y que no sólo no se recompone numéricamente, sino que el residual económicamente subsistente continúa amenazado.
Pero también es cierto que un nuevo período de lucha de clases, con un papel político consistente de la clase trabajadora, puede modificar todo el panorama. 


Home