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Lula y la nueva izquierda: ni siquiera un vulgar gatopardismo  

Osvaldo Calello

Tras los resultados de la segunda vuelta en las elecciones municipales en Brasil, la cúpula dirigente del PT decidió ampliar su sistema de alianzas hacia el centro y consolidar el gobierno de coalición, otorgando más ministerios al PMDB (Partido Movimiento Democrático Brasileño). A pesar de que el PT sacó el mayor número de votos en la segunda vuelta, las derrotas en San Pablo y en Porto Alegre, pusieron en alerta al gobierno, cuyo objetivo es la reelección de Lula en 2006. Las primeras señales de los cambios en curso fueron una serie de renuncias en la cúpula gubernamental, cuyo significado no es difícil descifrar.

Carlos Lessa presidente del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, se fue del gobierno luego de una prolongada historia de enfrentamientos con el equipo neoliberal que ocupa los mandos económicos en Brasilia. Antes de abandonar su cargo dijo, en referencia a Enrique Meirelles, ex presidente mundial del BankBoston y actual titular del Banco Central de Brasil: “las cosas que hace son una pesadilla”.

Frai Betto, vinculado al MST (Movimiento de Campesinos Sin Tierra) e inspirador del plan Hambre Cero, seguirá el mismo camino, aduciendo razones personales. Las verdaderas razones del alejamiento no son difíciles de imaginar. Tres meses atrás, mientras el gobierno festejaba los resultados del brutal ajuste fiscal, el cardenal primado, Geraldo Majella Agnelo, la más alta autoridad de la Iglesia católica brasileña declaro sin vueltas: “No veo que la recaudación record se refleje en beneficios para el pueblo. La recaudación está por los cielos, pero no hay un centavo para la parte social”. Por entonces una investigación del diario Folha de San Pablo reveló que transcurridos seis meses del año, casi la mitad de los programas de máxima prioridad social habían ejecutado menos del 10% de sus asignaciones. También renunció el presidente de la Comisión de Muertos y Desaparecidos Políticos, Joao Luiz Duboc Pinaud, denunciado que su cargo era “una farsa”, ya que no había “un ambiente favorable a nivel ministerial para una investigación rigurosa de los casos (de desaparecidos políticos)”. La respuesta del gobierno no dejó dudas. Su jefe directo, el secretario de Derechos Humanos, Nilmario Miranda, consideró que la pretensión de que los jefes militares revelaran a la justicia el destino de los desaparecidos, era “una ingenuidad”.

¿Qué es el gobierno de Lula?

A poco de asumir el Ministerio de Hacienda, su titular, Antonio Palocci, afirmó la línea dominante de la política económica heredada de gobierno de Cardoso, “Vamos a preservar la responsabilidad fiscal, el control de la inflación y el cambio libre. No vamos a reinventar principios básicos de la política económica”, dijo. Y por si alguien no hubiera entendido, explicó que la diferencia con el gobierno anterior consistía en la política social, encaminada a erradicar el hambre. Esta orientación fue aplaudida por Anne Krueger, la número dos del FMI, en un artículo publicado en la página web del organismo financiero bajo el título “Las recompensas de la virtud”. Este giro a la derecha fue justificado en los primeros meses de gobierno como una “etapa de transición”, previa a la aplicación del programa del PT.

Lo cierto es que nada de eso ha ocurrido, y que a casi dos años de gobierno se ha consolidado cada vez más el eje neoliberal que pasa por la cartera de Hacienda y los ministerios de Desarrollo, Industria y Comercio Exterior, a cargo de Luiz Fernando Furlan, dueño de la alimenticia Sadia, y el de Agricultura, dirigido por Roberto Rodríguez, dirigente del bloque terrateniente.

Los hombres del partido, en cambio, en posiciones ministeriales de menor gravitación, son necesarios para neutralizar las tensiones que esta política genera en una parte de los cuadros y en la base del partido. Simultáneamente, los opositores internos a la línea derechista del oficialismo fueron aplastados sin miramientos y colocados fuera de la organización, como en el caso de la senadora Heloisa Helena.

¿Hacia dónde va el PT?

En noviembre de 1990 Marco Aurelio García, importante intelectual y dirigente del partido, y actual asesor de Lula, escribió en Teoría y Debate, revista de estudios del PT: “La democracia política es un fin en sí. Un valor estratégico y permanente. Si esta tesis es socialdemócrata, paciencia. Seamos socialdemócratas”. Para los defensores de esta posición, sólo a la luz de interpretaciones reduccionistas y economicistas la democracia puede ser vinculada con un contenido de clase específico. En consecuencia, la democracia no es ni burguesa ni socialista; como aspiración presente en la historia de todas la comunidades humanas ha adquirido un valor universal que interesa al conjunto de la humanidad.

“El programa de una democracia moderna en el Brasil es de una verdadera revolución”, escribió Francisco Weffort en 1984(1). De forma tal, la lucha por la democracia es el horizonte político de la clase trabajadora y de todas las fuerzas progresistas, y su conquista ha de adquirir necesariamente un contenido liberador. Al mismo tiempo la democracia constituye el terreno de confrontación, en el cual, o la burguesía o el proletariado, logran alcanzar una posición hegemónica, estableciendo la dirección ideológica y cultural sobre la sociedad civil.

Desde el punto de vista de esta izquierda aggiornada, el orden liberal imperante en los países capitalistas debe ser caracterizado como una democracia bajo hegemonía burguesa; es decir un régimen político cuyos rasgos fundamentales son el producto de una determinada (y cambiante) correlación de fuerzas sociales. Pero si lo anterior es cierto ¿qué podría impedir al proletariado y a sus aliados ganar la mayoría por la vía institucional y profundizar el contenido de las prácticas democráticas, ampliándolas incluso a los aparatos del Estado organizados para la coerción. En realidad, nada. Si se cree que la dominación de la burguesía se funda finalmente en el consenso que ha conseguido entre las más amplias masas populares (y esta convicción está, al menos implícitamente, en el argumento de la izquierda posmoderna), el Estado y sus aparatos, tanto los de carácter ideológico como los destinados a la represión, terminan por adquirir un carácter neutro. En consecuencia La crítica al programa de Gotha de Marx, o El Estado y la Revolución de Lenin, deberían ser enviados al museo de la historia junto con el hacha de piedra o el arado de madera.

Gramsci y la guerra de posición

Lo significativo del asunto es que quienes sostienen este punto de vista pretenden apoyarse teóricamente en otro marxista, Antonio Gramsci, y en su noción de guerra de posición. Gramsci elaboró la teoría de la guerra de posición desde la cárcel fascista, a la luz de los resultados desastrosos de la línea del Tercer Período puesta en práctica por la Internacional Comunista a partir de 1928.

El stalinismo, de vuelta de la política oportunista hacia la burguesía nacional en los países coloniales y semicoloniales, que llevó a la derrota de la revolución china en 1927, había llegado a la conclusión de la inminencia del derrumbe del régimen capitalista, como consecuencia de contradicciones insuperables acumuladas durante la etapa imperialista. Bajo estas condiciones el fascismo no lograría consolidarse en Italia, ni tampoco habría de hacerlo en Alemania. Por lo demás, entre el Estado del fascismo y la democracia parlamentaria de la burguesía no habría diferencias significativas, del mismo modo que tampoco las había entre los movimientos liderados por Hitler y Mussolini y la socialdemocracia.

El resultado de estos análisis fue un cerrado giro ultraizquierdista. La Internacional impulso la táctica de “clase contra clase”, identificó a los partidos y sindicatos socialdemócratas como enemigos principales, acuñó el término “socialfascismo” y liquidó de ese modo toda posibilidad de frente único proletario, facilitando la victoria de la reacción fascista.

Por entonces Gramsci tuvo en cuenta la táctica de Frente Único planteada por Lenin durante el Tercer Congreso de la Internacional en 1921. Pero fue más allá. Consideró que la línea política de avance frontal sobre el Estado zarista atribuida a los bolcheviques, a la que denominó guerra de maniobra, se correspondía a una situación por entero diferente a la que imperaba en los países del Occidente europeo, en los cuales el capitalismo había alcanzado un grado de maduración más avanzado que en Oriente.

En el antiguo imperios de los zares, en China, India y en el conjunto del mundo musulmán el Estado “era todo” ante una sociedad civil “primitiva y gelatinosa”. En cambio, en Occidente entre el Estado y la sociedad existía una relación de equilibrio. Según una imagen ya célebre, el Estado era una trinchera avanzada, detrás de la cual se erigía la estructura compleja y resistente de la sociedad civil, capaz de sobrellevar crisis y depresiones y de reconstituir, una y otra vez, las líneas defensivas.

Partiendo de esta diferencia, Gramsci destacó la importancia del concepto de hegemonía, según el cual una determinada dirección de clase logra la unidad ideológica y cultural de un bloque social, en base a su capacidad de influir política y éticamente sobre un campo de fuerzas afines. Este proceso fue equiparado a una reforma intelectual y moral, un camino por el cual una formulación teórica (filosofía) se convierte en una religión popular, es decir en una determinada concepción del mundo con sus correspondientes normas de acción, que alcanza la fuerza de una creencia entre las más amplias masas. La intensidad con que la memoria de las revoluciones burguesas, particularmente la Revolución Francesa del siglo XVIII, está presente en este paradigma es significativa. En la Francia de 1789 se produjo la culminación política de un proceso que abarcó todo un siglo, el Siglo de las Luces, en el cual la burguesía, irradió su influencia cultural, ideológica y moral, mientras las fuerzas productivas del capitalismo emergente presionaban por transformaciones de fondo en la estructura de relaciones sociales de producción y en el régimen jurídico existente. A lo largo de cien años la burguesía libró una guerra de posición, se volvió dominante en el terreno de las ideas y adquirió la autoridad política y moral que las expresiones del antiguo régimen habían perdido.

En consecuencia, el derrocamiento de la monarquía fue el desenlace necesario de la reforma intelectual y moral que había experimentado la sociedad francesa en los siglos XVII y XVIII.

El escamoteo socialdemócrata

Gramsci murió, prisionero aún del régimen fascista, en un clínica de Roma en 1937. Las Cartas que escribió en la cárcel fueron publicadas en 1947 y los Cuadernos comenzaron a difundirse en 1948. En los años 50’ la socialdemocracia, consolidada como ala izquierda de la burguesía pretendió encontrar en esos escritos el fundamento de su estrategia reformista. Esto significaba que un movimiento socialista podía ganar la batalla cultural en la sociedad civil, cimentando ideológicamente un bloque de fuerzas populares, y en determinado momento inclinar la balanza de fuerzas dentro de los aparatos institucionales electivos, como los cuerpos legislativos y ejecutivos. Los trabajadores podrían de esta forma conquistar la hegemonía ideológico-cultural en la sociedad civil, y luego hacer valer el poder político alcanzado dentro de las estructuras del Estado.

Sin embargo esta interpretación no pasaba de ser una extrapolación arbitraria en las posiciones de Gramsci. Una clase social expropiada de los medios de producción y difusión cultural, como ocurre con los trabajadores bajo el capitalismo, no está en condiciones de alcanzar una posición hegemónica semejante a la que conquistó la burguesía francesa bajo el antiguo régimen. La respuesta que dio Gramsci a este asunto no deja lugar a dudas: “¿Puede haber una reforma cultural, es decir la elevación de los estratos deprimidos de la sociedad, sin una precedente reforma económica y un cambio en la posición social y en el mundo económico’”, se preguntó en una de los pasajes de los Cuadernos de la Cárcel.

Su respuesta dejó sin margen a las lecturas reformistas: “Una reforma intelectual y moral no puede dejar de estar ligada a un programa de reforma económica, o mejor, el programa de reforma económica es precisamente la manera concreta de presentarse de toda reforma intelectual y moral”. La transformación de la economía, es decir la subversión de las relaciones sociales de producción y de propiedad y, en consecuencia, del propio Estado, constituye la base objetiva sobre la cual la revolución socialista logrará difundir las nuevas formas ético-culturales de una sociedad liberada de los males de la explotación, la desigualdad y la discriminación. Pero esto forma parte de una batalla de importancia capital. En su momento, Lenin y Trotsky explicaron cómo aún despojada del poder, la burguesía seguirá dominando por un período en el plano de la cultura, especialmente en el dominio de las costumbres.

Gramsci concebía la posición de hegemonía que podía alcanzar el proletariado en el régimen capitalista de forma diferente. Escribió en los Cuadernos: “Un grupo social es dominante sobre los grupos enemigos a los que tiende a ‘liquidar’ o a someter mediante la fuerza armada, y es dirigente respecto a los grupos afines o aliados”. La diferenciación es clara. Luego de la revolución el proletariado ejerce la dictadura sobre las antiguas minorías dominantes, y a la vez la dirección sobre el nuevo bloque histórico, cuyas relaciones internas no pueden sino corresponder a las de una democracia socialista. En este sentido los trabajadores afirman su autoridad política, moral e ideológica en uno de los dos campos en que se divide la lucha de clases, antes de dar los pasos decisivos hacia la conquista del poder estatal. En cambio, lo que hacen los intérpretes reformistas de Gramsci es circunscribir la cuestión de la hegemonía al horizonte de la guerra de posición, y enterrar definitivamente la noción de guerra de maniobra y con ella el momento de la violencia revolucionaria. El autor de los Cuadernos no se extendió entre el vínculo existente en la guerra de posición y la guerra de maniobra o de movimiento. Perry Anderson hace notar que en los escritos de la cárcel sólo hay un pasaje que alude al vínculo existente entre una y otra estrategia. Sin embargo la relación es clara: la guerra de posición es presentada en esas líneas como momento preparatorio de la guerra de movimiento. Gramsci recordó que Trotsky había planteado algo similar durante el IV Congreso de la Internacional en 1922. Por lo demás, la propia experiencia de la Revolución Francesa, tomada como modelo de estrategia política fundada en la noción de guerra de posición, desmiente a los fieles de la moderna izquierda. Fue la guerra de movimiento, llevada adelante por la energía, la pasión y hasta el fanatismo de los jacobinos, la que permitió alcanzar los objetivos de la revolución. Entre 1789 y 1793 la fracción más avanzada de la burguesía se impuso por métodos revolucionarios a los intereses corporativos de la propia burguesía, y de ese modo incorporó a las masas campesinas a la defensa de la revolución, estableciendo los fundamentos de una voluntad nacional-popular ante la cual se estrellaron sin remedio los intentos de restauración del viejo régimen.

Un viraje anunciado

Lejos de la expectativa del ala reformista de la izquierda brasileña, bajo el capitalismo la democracia es un régimen político de clase. Sus aparatos ideológicos, aún siendo un terreno de la lucha política para las clases subordinadas, funcionan en un solo sentido: el de asegurar la dominación de la burguesía. Sus organismos de coerción son a la vez el último límite defensivo del Estado y una presencia disciplinante a través de sus cuerpos judiciales. Esta condición no es tan sólo el producto de un balance de fuerzas políticas que se resuelve a través del voto popular. Es la propia práctica política de los aparatos institucionales la que al generar la ilusión de que el poder no es una relación de dominación de clase, sino la suma de determinada cantidad de voluntades individuales libremente expresadas, la que vela la naturaleza de la democracia bajo el capitalismo.

En esta perspectiva, tanto el dueño de los medios de producción como el poseedor de fuerza de trabajo son, ante el Estado, simples ciudadanos, iguales en derechos políticos y jurídicos. El consenso así establecido es un componente central de la reproducción ideológica del sistema. Gravita no sólo sobre el ciudadano de a pie, sino también sobre los cuadros políticos integrados a las prácticas de la institucionalidad democrática. La experiencia del PT es ilustrativa en este punto. Aún antes de haber alcanzado el gobierno de Brasil, el partido de Lula ya había sufrido una transformación significativa. En 2001 se reunió su conferencia nacional: el 75% de los delegados eran funcionarios de los aparatos administrativos y ejecutivos en distintos niveles del Estado, o representantes en las cámaras legislativas, mientras la presencia de las bases obreras se había debilitado y la distancia respecto a las capas más empobrecidas de la sociedad brasileña se había ampliado. Esta asimilación de los cuadros políticos a las prácticas institucionales del orden existente reviste un contenido conservador, estrecha el horizonte de las significaciones a través de las cuales un grupo político o una clase social concibe lo que es posible de realizar y lo que no, en determinada época histórica. Desde este punto de vista el giro a la derecha impreso por la dirección del PT no es táctico. Es estructural. Forma parte de un largo proceso de integración a la democracia en los términos que terminó imponiendo la burguesía a lo que en su momento fue un partido de los trabajadores, organizado para encabezar en Brasil la lucha contra toda forma de explotación y dependencia.

1) Citado por Caio Navarro Toledo en Cuadernos de Sur N° 27, octubre de 1998. Cinco años antes de que Weffort publicara ¿Por qué la democracia?, Carlos Nelson Coutinho había sostenido que en la democracia residen los fundamentos de la izquierda moderna en Brasil. El ensayo de Coutinho, publicado luego como libro en 1984, llevó por título La democracia como valor universal.

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