por Fernando DÍaz Gallinal, especial para LasTolas
La historia es demasiado reciente como para merecer una moraleja. Los hechos se refieren a un amigo argentino que describiré como un individuo perteneciente a una subespecie apenas humanoide de la sociedad globalizada.
Retrato robot: buena familia, buen estudiante, varios idiomas, formación de posgrado en una escuela de negocios europea. A los 27 años regresó a Buenos Aires de la mano de una multinacional. Luego, años de carrera exitosa, sin sobresaltos. Gran nivel de vida, vida burguesa, including visitas a Disneylandia, que ha sustituido al British Museum en las preferencias de los adinerados. Poco tiempo para la familia.
Pero el martes pasado la realidad le salió al encuentro. Curiosamente, esta vez en forma de viaje en tren a los suburbios. Llevábamos cuatro días de fuerte temporal y las radios hablaban de árboles caídos, inundaciones y rutas cortadas. El regreso parecía difícil. Entonces, alguien le sugirió a mi amigo volver a su casa en tren. Y él, luego de una indagatoria elemental, sucumbió al exotismo de compartir un vagón con todos aquellos seres humanos a los que nunca había visto antes y con los que, presumiblemente, nada tenía en común.
En la estación de Retiro se sentó en uno de los cuatro asientos enfrentados que están en el centro del vagón. Al principio, su atención y su esfuerzo se centraron en tratar de cerrar una ventana por la que entraban el viento y la lluvia. Luego observó que le había tocado compartir asiento con un grupo familiar de aspecto indigente, una madre y sus tres hijos. Y era tan inimaginable como real que ellos y él estuvieran sentados en estado de física proximidad.
Todos ellos estaban inmensamente sucios. La madre, que lucíía muy cansada, era de edad imprecisa (quiere esto decir que probablemente aparentaba mucha más edad de la que tenía), y sujetaba en su regazo a un bebé de menos de dos años. Llevaba un carrito con rueditas, de los que se llevan para hacer compras en el supermercado, lleno de latas de gaseosas aplastadas que, según toda apariencia, vendería otro día a un chatarrero a un precio que nunca podría ser muy alto. Se veía que había estado todo el día revisando la basura, aquí y allá, con sus hijos a cuestas, bajo la lluvia, y el carrito lleno era todo el fruto de su trabajo. El bebé dormía y, al mismo tiempo, comía del pecho oscuro de su madre. En el asiento de al lado, los dos hijos más grandes: un chico de unos nueve años, de expresión muy viva y una chica de unos 12 o 13 (simpatiquísima, con una risa atractiva, contagiosa, cristalina), con síndrome de Down.
Una vez que mi amigo realizó que no estaba mirando un documental de HBO o del National Geographic, sintió alguna repugnancia. No estaba acostumbrado a ese tipo de realidad: la pobreza más extrema, la suciedad, la ausencia de cualquier tipo de belleza sensual y además, por si fuera poco, la limitación de una enfermedad como el mongolismo. Todo eso junto. ¿Se podía pensar en algo peor?
Pero sus cavilaciones muy pronto se vieron interrumpidas por un espectáculo muy sutil, contradictorio si se quiere, con su propia reacción de disgusto instintivo. Porque ni la madre ni los hijos parecían entregados a la desesperación, sino muy concentrados en más alegres ocupaciones. Evidentemente, la estrella mediática del grupo era la chica con síndrome de Down. Todo el tiempo se hacía la graciosa, ponía caras, en fin, llamaba la atención. Y sabía que el público le respondía. Mi amigo se sorprendió a sí mismo sonriendo porque, la verdad, la piba era graciosa. Pero él no era el espectador principal. Quien de verdad disfrutaba era el hermano de nueve años. Y a cada cosa que hacía su hermana, se partía de risa, si se me permite la expresión. La madre se sumaba, entonces, al festejo y cuando, con la agitación de la risa, el bebito se le soltaba de la teta, se completaba el círculo virtuoso porque, por alguna razón, este pequeño accidente hacía que la mayor se riera de modo incontenible. Y vuelta a empezar. Ver con cuánto cariño, con cuánto respeto y admiración mutua se trataban entre sí los integrantes de ese grupito familiar (sobreviviente en el borde más externo de la civilización), conmovió a mi amigo. E hizo que le viniera a la cabeza lo que ahora califica como el primer pensamiento indiscutiblemente verdadero desde que alcanzó el uso de razón: estos sí que son felices; yo soy un idiota con plata.
Acercándose al final del recorrido, como la madre se hubiera dormido al fin, llamó, con un gesto de la mano, al chiquito de nueve años como para decirle un secreto y le entregó una suma respetable de pesos con indicación de que se los diera a su mamá al despertar.
Esto pasó hace unos días. Con gente de verdad, en un tren de verdad, en Buenos Aires. Cuando un ser humano despertó a la realidad, tras años de dinero y Disneylandia, por obra de la lluvia, la risa y la pobreza.