Mi pueblo ha sido el mas traicionado de este tiempo. De los desiertos del salitre, de las minas soberanas del carbón, de la alturas terribles donde yace el cobre y lo extraen con trabajo inhumanos las manos de mi pueblo, surgió un movimiento liberador de magnitud grandiosa. Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile a un hombre llamado Salvador Allende para que realizara reformas y medidas de justicia inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las guerras extranjeras.
De nuestro lado, del lado de la revolución chilena, estaba la constitución y la ley, la democracia y la esperanza....
Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y
polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola
y cadena, monjes falsos y militares degradados. Unos y
otros daban vuelta en el carrusel del despacho. Iban
tomados de la mano el fascista Jarpa con sus sobrinos
de "Patria y Libertad", dispuestos a romperles la
cabeza y el alma de cuanto existe, con tal de
recuperar la gran hacienda llamada Chile. Junto con
ellos, para amenizar la farándula, danzaba un gran
banquero y bailarín, algo manchado de sangre; el
campeón de rumba Gonzáles Videla, que rumbeando
entregó hace tiempo su partido a los enemigos del
pueblo. Ahora era Frei quien ofrecía su partido
demócrata-cristiano a los enemigos del pueblo, y
bailaban al son que estos le tocaran, y bailaba además
con el coronel Viaux, de cuya fechoría fue cómplice.
Estos eran los principales artistas de la comedia.
Tenían preparados los víveres del acaparamiento, los
"miguelitos", los garrotes y las mismas balas que ayer
hirieron de muerte a nuestro pueblo en Iquique, en
Ranquin, en Salvador, en Puerto Montt, en la José
María Caro, en Frutillar, en Puerto Alto y en tantos
otros lugares. Los asesinos de Hernan Mery bailaban
con los que deberían defender su memoria. Bailaban con
naturalidad, santurronamente. Se sentían ofendidos de
que les reprocharan esos "pequeños detalles".
Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo
tres días de los hechos incalificables que llevaron a
la muerte a mi gran compañero el presidente Allende.
Tenía que aprovechar una ocasión tan bella. Había que
ametrallarlo porque jamás renunciaría a su cargo.
Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio
cualquiera. Aquel cadáver que marcho a la sepultura
acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma
todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura
muerta iba acribillada y desplazada por las balas de
las ametralladoras de los saldados de Chile, que otra
vez había traicionado a Chile.
Pablo Neruda