Un héroe para las nuevas generaciones
jcv Cuando las armas libertadoras triunfaron en Ayacucho, Bolívar de inmediato dispuso que se le otorgara el mariscalato al héroe mayor de la jornada, Antonio José Sucre, uno de sus comandantes favoritos y su estratega de más confianza.  Eso lo aprendemos todos los venezolanos en la escuela primaria, pero lo que no nos dicen casi nunca nuestros maestros es que ese Mariscal de Ayacucho era prácticamente un muchacho, que todavía no habla cumplido sus treinta años. O sea, según ciertos manidos principios constitucionales, que entonces no tenía edad suficiente como para poder aspirar al cargo de presidente de la república o a una simple senaduría.
Por algo sus camaradas de armas le llamaban familiarmente "Toñito", con la misma familiaridad que tiene hoy la juventud del mundo entero para llamar sencillamente "El Che" a Ernesto Guevara, también apenas un muchacho de treinta años cuando surge al lado de Fidel Castro, igual que Sucre al lado de Bolívar, como el segundo hombre de la Revolución cubana.
Son muchas, por cierto, las similitudes que podemos encontrar en las carreras revolucionarias de estos dos jóvenes héroes latinoamericanos, ambos muertos a manos de sus enemigos en lugares lejanos de su tierra de nacimiento, Sucre a los treinticinco años de edad y Guevara a los treintinueve.
Ninguno de los dos pudo ser "profeta en su tierra", pero se cubrieron de gloria inmortal luchando por otros suelos, no como conquistadores ni vencedores de otros pueblos sino como abanderados de la libertad y combatientes contra las tiranías que oprimían a pueblos hermanos.
Por curiosas circunstancias, sus nombres han quedado ligados a la historia de Bolivia para siempre. Allí llegaron, con una separación de casi siglo y medio, el héroe venezolano y el héroe argentino, pero animados tanto el uno como el otro por el común y ardiente sentimiento de la patria única, de esa América Latina unificada que soñara Bolívar.
En tierras del Altiplano vivieron ellos sus horas más dramáticas, cada uno enfrentado a sus trágicos destinos. En lo político, allá fueron derrotados ambos por una confabulación de factores adversos. Venían cargados de laureles conquistados en otras luchas y su fama les auguraba victorias, y sin embargo cayeron fácilmente en las redes de la traición y fueron víctimas de la incomprensión popular.
A Sucre le destrozaron un brazo en Chuquisaca, y a Guevara las dos piernas en La Higuera Quedaron vivos, pero sus enemigos, que eran los mismos, sabían que iban heridos de muerte. Y los remataron, sin piedad y cobardemente, utilizando asesinos a sueldo.
Pero son otras las semejanzas más significativas, y son las relativas al carácter y a la concepción ideológica.
Lo que admiran los jóvenes de todo el mundo en la figura ya de leyenda del Comandante Guevara, por encima de toda otra consideración, es la tremenda fuerza moral que emana de su personalidad revolucionaria. Lo que distingue a Sucre de la gran mayoría, y lo separa un tanto, de los demás Libertadores, creándole una falsa aureola de aristócrata que se complacen en afirmar los historiadores reaccionarios, es precisamente esa misma característica.
La lealtad política, la fidelidad al deber y a los principios, la generosidad con el adversario, la pulcritud administrativa y el desprendimiento en cuestiones de riqueza, resultaban pecados mayores en nuestros países ya en aquellos tiempos.
Asimismo, la Venezuela de hoy, la de los politiqueros y nuevos millonarios, la que no cumple la palabra empeñada y se regodea con sus chequeras repletas, no puede ni comprender a Guevara ni tampoco valorizar a Sucre.
Eso lo pueden hacer las nuevas juventudes, que están asqueadas de este país neocolonial y sometido al imperialismo.
Es necesario que la nueva generación rompa la mitificación histórica que oxida el brillo de la obra revolucionaria de Simón Bolívar. Los jóvenes venezolanos tienen que aprender a ver en Sucre no a unafortunado militar, siempre obediente a las órdenes de  Bolívar y leal a éste como un buen hijo a su padre. Esa imagen moralista y piadosa es repudiable y chocante para la juventud de hoy. Sucre, en realidad, fue un joven apasionadamente revolucionario, adepto a las ideas más avanzadas de su tiempo, que a los diecisiete años ya hizo lo que tienen que hacer en todo momento los verdaderos revolucionarios: puso en concordancia su acción con su pensamiento.
Tomó las armas no por el gusto de la guerra, sino impulsado por la convicción revolucionaria de que el progreso de Venezuela requería de la violencia para poder romper el yugo colonial. Sucre fue republicano toda su vida, inspirado en las ideas de la Revolución francesa, y por eso renunció a la presidencia vitalicia de Bolivia y tampoco aceptó gobernar allí como dictador. Supo ver en Bolívar al supremo pensador de la Revolución americana, se identificó con la estrategia bolivariana de la guerra de liberación y compartió a plenitud la idea de la unidad latinoamericana. Esta idea era en aquella época la más revolucionaria de todas las ideas expuestas por Bolívar, y sólo una pequeña vanguardia llegó a comprenderla. Grandes guerreros como San Martín o Páez no la entendieron. Por fidelidad a estas ideas políticas, Sucre siguió y fue leal a Bolívar, quien a su vez tuvo el mérito insigne de ser fiel a sus propias ideas hasta la muerte.
Esta concepción ideológica de la América Latina como una unidad destinada a concretarse en alguna fórmula confederal, quizás de un tipo similar al que dio Lenin a la URSS y acaba de cumplir con singular éxito cincuenta años de existencia, sigue siendo para los pueblos latinoamericanos una de las ideas más revolucionarias de nuestro tiempo. Tan revolucionaria que sólo el proletariado podría realizarla, pues es la única clase social que puede comprenderla.
Si examinamos la figura de "Toñito" Sucre dentro de esta perspectiva histórica, en cuyo desarrollo se inscribe sin duda el sacrificio reciente del "Che" Guevara en Bolivia, se hará cada día más evidente la gran verdad de que nuestro héroe cumanés todavía no ha sido valorizado en su dimensión más exacta.
Sucre en realidad es un héroe para las nuevas juventudes latinoamericanas, a la medida de las aspiraciones y del futuro de nuestros pueblos.
Cumaná, 1967