¡QUÉ LÁSTIMA! Profesores, está dulce la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar. Marcos Parada Yo no siento como Darío en mi alma el aliento de una alondra cantar, sin embargo, les voy a contar un cuento. Hace mucho, pero mucho tiempo, no recuerdo con exactitud la fecha, pero uno de esos días de entre finales de 1825 y principios de 1826, recién sacudido definitivamente en Ayacucho el yugo español que pesaba sobre la cabeza, las espaldas, las axilas y el ombligo de América del Sur, realizó Bolívar una expedición al Potosí en compañía de Sucre, Simón Rodríguez y otros más. Decreta en ese entonces, en Chuquisaca, la creación de la república del Bajo Perú, la actual Bolivia. Conociendo Bolívar la talla de aquel frondoso árbol que se llamó Simón Rodríguez, de cuya savia él mismo se había nutrido durante los dos períodos más críticos de su vida, a saber, infancia y juventud, decide encargarle a su maestro la organización del sistema educativo de la naciente república y lo nombra Director General de Educación. Era meridiana la claridad de El Libertador en cuanto a que las repúblicas no se crean por decreto. Que las repúblicas no están integradas tan sólo por las vacas y los pastos, los ríos y los cerros, o demás territorios y riquezas, como la del Potosí, que se encuentren dentro de los linderos trazados en sus mapas. Porque por encima de todas las cosas una república se constituye primero y principalmente con el conjunto de hombres y mujeres que la integran. Seres humanos que deben estar conscientes de su pertenencia a ella, y que se rigen por las mismas leyes y les alienta el objetivo de la búsqueda y la consecución del bien común. Perfectamente conocía Bolívar que en muchas circunstancias la miopía de los hombres les hace apreciar el bien común como antagónico a sus intereses personales. Sobre todo cuando esos intereses personales no están destinados solamente a la satisfacción de sus necesidades, sino también a la satisfacción de sus ambiciones desmedidas. Sus reflexiones le llevaron a la conclusión de que la única manera de temperar el egoísmo natural de los hombres, que podía dar al traste con el ideal supremo que alienta todo intento de generar una república que tenga visos de continuidad y perfeccionamiento en el tiempo y el espacio, consistía en educarlos para hacer de ellos verdaderos ciudadanos. Nadie, pues, mejor que su maestro, a quien recién había nuevamente abrazado con efusión en Lima después de cerca de 20 años de un distanciamiento impuesto por las circunstancias, para llevar adelante la descomunal tarea de la educación en la naciente república. ¿Pero qué cosa era para aquel par de quijotes educar? ¿Se trataba solamente de instruir a los hombres en el dominio de algún arte u oficio que les permitiera ganarse el pan, y ser con ello por carambola útiles a los demás? Sí, por supuesto que su noción de educación incluía esos objetivos, pero también había algo más. Y ese algo era en cierta forma más importante para su ideal de la república. A dos voces gritaban a las enhiestas y lejanas cumbres de la Cordillera Real, y sus ecos levantaban vórtices sobre el azul zafiro del lago Titicaca, que había que educar a los hombres primero y principal para que aprendieran a vivir en sociedad; para inculcarles las virtudes sociales que combatieran el individualismo y transformaran a los egoístas en seres sociales que pudieran entonces merecer el noble título de verdaderos ciudadanos. La educación debía encender las luces de la razón en el cerebro de los hombres, para que entendieran la importancia de regir sus conductas mediante reglas precisas de ética y moral. No cualquier tipo de moral, como la moral que rige el comportamiento sexual y es indispensable para el sano desarrollo de los individuos y de las familias, sino una moral social más completa orientada hacia ese ideal supremo y para nosotros todavía fantasmal del bien común. ¿Pero qué cosa era para aquel par de quijotes educar? ¿Se trataba solamente de instruir a los hombres en el dominio de algún arte u oficio que les permitiera ganarse el pan, y ser con ello por carambola útiles a los demás? Sí, por supuesto que su noción de educación incluía esos objetivos, pero también había algo más. Y ese algo era en cierta forma más importante para su ideal de la república. A dos voces gritaban a las enhiestas y lejanas cumbres de la Cordillera Real, y sus ecos levantaban vórtices sobre el azul zafiro del lago Titicaca, que había que educar a los hombres primero y principal para que aprendieran a vivir en sociedad; para inculcarles las virtudes sociales que combatieran el individualismo y transformaran a los egoístas en seres sociales que pudieran entonces merecer el noble título de verdaderos ciudadanos. La educación debía encender las luces de la razón en el cerebro de los hombres, para que entendieran la importancia de regir sus conductas mediante reglas precisas de ética y moral. No cualquier tipo de moral, como la moral que rige el comportamiento sexual y es indispensable para el sano desarrollo de los individuos y de las familias, sino una moral social más completa orientada hacia ese ideal supremo y para nosotros todavía fantasmal del bien común. En vano se desgañitaron, porque sólo fueron oídos por las llamas, las vicuñas, los guanacos y uno que otro cóndor de los Andes que en airoso vuelo descendía desde su nido en los altos riscos para planear sobre los profundos valles en busca de carroña para subsistir. Ni el mismo Sucre, primer presidente de la recién creada nación, entendió las voces claras y estentóreas de aquel par de locos y terminó retirando el apoyo al proyecto que Rodríguez ya había iniciado. Logró este último fundar una escuela piloto en Chuquisaca (la actual Sucre) que atendía a unos doscientos alumnos y tenía otros setecientos en lista de espera, y partió luego a Cochabamba a hacer lo propio en la segunda ciudad en importancia del país. Imagínense ustedes lo que hubiera significado la continuidad de aquel proyecto que los planes de Bolívar incluían extender por toda América. Pero escuchemos al mismo Rodríguez: “Expidió Bolívar un decreto para que se recogiesen los niños pobres de ambos sexos, en casas cómodas y aseadas, con piezas destinadas a talleres, y éstos surtidos de instrumentos, y dirigidos por buenos maestros. Los varones debían aprender los tres oficios principales, albañilería, carpintería y herrería porque con tierras, maderas y metales se hacen las cosas más necesarias. Las hembras aprendían los oficios propios de su sexo. Todos debían estar decentemente alojados, vestidos, alimentados, curados y recibir instrucción moral, social y religiosa. Tenían, además de los maestros de cada oficio, encargados que cuidaban de sus personas y velaban sobre su conducta, y un director que trazaba el plan de operaciones y lo hacía ejecutar.” Tiembla uno, profesores - si es que de verdad hay alguno por allí escuchando lo que escribo - de indignación, de impotencia, de lástima y tristeza ante el fracaso de planes tan egregios. Porque eso sí es una verdadera lástima, que los dientes afilados de la jauría que se opuso a Bolívar y a Rodríguez haya hecho girones sus más nobles ideales de una América grande, que hubiera contribuido en gran medida a su propio desarrollo y bienestar, y al bienestar del resto de los pueblos de la tierra. Pero no fue así, porque como continúa el mismo Don Simón. “No se niega que algunos habrán perdido en la mudanza. Los burros, los bueyes, las ovejas y gallinas pertenecerían a sus dueños. De la gente nueva no se sacaría ya sirvientes para las cocinas, ni cholitas para llevar las alfombras detrás de las señoras. Al entrar a las ciudades no se dejarían agarrar por el pescuezo, a falta de camisa, para ir a limpiar las caballerizas de los oficiales, ni a barrer plazas, ni a matar perros aunque fueran artesanos. Los caballeros de las ciudades no encargarían indiecitos a los curas, y como no vendrían los arrieros no los venderían en el camino” Eso no es más que castrocomunismo fututo, me dirán ustedes, y esas tales escuelas de Rodríguez no eran más que escuelas de guerrilleros y terroristas que lo único que buscaban era subvertir el orden social establecido. Cómo osar despojar a los señores de tal cantidad de privilegios en favor de esos indios desalmados que apenas sí sabían balbucir el quechua o el aymara. Pero continuando con el cuento, es evidente que era cierto que el brindar educación a esos pobres indios y mestizos que vivían, y aún siguen viviendo, vejados y explotados, tocaba los intereses de algunos cuantos señores que no tardaron en cerrar filas contra los promotores de tal desaguisado. Bolívar ya había partido a enfrentar aquellos colmillos que se enseñarían aún más en sus otrora fuertes pero ya debilitadas pantorrillas. Las nalgas de Rodríguez quedaron entonces desprotegidas, y sus carnes, no tan tiernas ya, empezaron a desgarrarse ante las voraces tarascadas de sus enemigos. Calumnias, chismes, infundios y denuestos contra él le habían precedido en su viaje a Cochabamba. Los equivalentes de Globovisión, El Nacional y el circuito radial Belford de aquellos lares y de aquel entonces, ya le habían preparado una amable recepción. Rodríguez era ateo, hereje, masón, jugador, libertino, ladrón; había recogido en su escuela de Chuquisaca a prostitutas, ladrones, jugadores y borrachos a los que mantenía comiendo y disfrutando sin hacer nada. Llegando su maledicencia a expresar que “… ese tal Rodríguez, que es un librepensador ateo, ha jurado terminar en cinco años con la religión de Jesucristo.” Semejante sarta de los más increíbles disparates no podía dejar de tener su efecto en la gente ingenua de la ciudad, que en las calles le miraba con terror como si de un monstruo se tratara. Cuando iba por la calle se cambiaban de acera para no cruzarse con él, los niños huían despavoridos a su paso, y las indias, aquellas por las cuales luchaba para mejorar su condición y asegurarles un futuro mejor a sus descendientes, se santiguaban al verlo como si fuera el mismísimo Satanás. Si no lo saben, al menos se imaginan ustedes lo que ocurrió. Vencido, y sin fuerzas ya para luchar, regresó a Chuquisaca para que Sucre le pusiera la última zancadilla a su proyecto. La escuela se cerraba, el proyecto era muy costoso, lo único importante era que se enseñara a leer, escribir y contar. Nada de formar ciudadanos libres y trabajadores para tener repúblicas sanas y fuertes. Nada de proyectos políticos. No hubo manera de que Sucre entendiera que lo que no se gastase en ese tipo de educación se gastaría más tarde en guerras y en la defensa de unos contra otros. Que el número de los ladrones y salteadores de caminos en el futuro se reduciría, si se reducía la población que eventualmente los genera, lo mismo que se reduciría el número de mendigos y borrachos. Al fin, Rodríguez comprendió su situación y que sólo había alimentado sueños de loco, porque como tal ya empezaban a tratarlo. Un pobre desquiciado consumido en la fiebre de sueños sin sentido e imposibles. La mentira, la calumnia, el chisme y la maledicencia acabaron con la esperanza de Rodríguez, y sepultaron en la oscuridad su gran proyecto de construir patrias grandes en la América Latina. Sobre nada de esto me hubiese yo enterado de no ser por Chávez. A él le agradezco el haber despertado mi motivación y el haberme abierto los ojos para que yo los orientara hacia el pasado, hacia los sueños de Bolívar. Porque los sueños de Rodríguez en materia educativa, política y moral eran los sueños del padre de la Patria, quien hasta que apareciera el zambo, como diría García Márquez sólo había servido para que a sus estatuas las cagaran las golondrinas en las plazas centrales de nuestros pueblos y ciudades. Sólo era el fetiche totémico para justificar los desfiles en las fechas memorables que conmemoran la supuesta libertad aún no completada de nuestra querida Venezuela. Para terminar, quiero decirle a Severio y a otros cuantos, que yo, como católico, no creo en la metempsicosis. Y Chávez, que yo sepa, no frecuenta Sorte. Chávez no se cree la reencarnación de Bolívar, ni los que lo escuchamos somos tan estúpidos como para pensar que sus discursos y sus alocuciones son sesiones de espiritismo dirigidas por Allan Kardec o Joaquín Trincado. Pero si ustedes dejaran de lado sus odios y sus resentimientos, que de paso, estoy seguro de que no nacen en sus almas de manera natural y espontánea, y fuesen un poco más honestos y generosos con quien lucha a brazo partido por resucitar el ideal bolivariano, comprenderían entonces y reconocerían la naturaleza del sacrificio y el esfuerzo descomunal que hace un hombre en pro de un pueblo. Tendrían entonces que aceptar que aunque no es reencarnación de nadie, sí representa en la actualidad la más genuina encarnación del espíritu que zarandeó a ese que todos hoy llamamos nuestro Libertador. En realidad sus enemigos no le permitieron que nos libertara, se cogieron ellos el coroto y lo que hicieron fue cambiarnos el yugo. |