VUELO DE MARIPOSA
Inhala, María... exhala. Lentamente... Inhala,... exhala. Profundamente... Siente como la sangre recorre cada parte de tu cuerpo, lo oxigena y lo purifica.
La mujer recuerda minuciosamente cada paso a seguir para una buena relajación. Ya no hace falta la asistencia de la enfermera para lograr que su cuerpo flote armoniosamente sobre las sábanas blancas.
Esta mañana su acompasada respiración se ve acompañada por una leve brisa estival que se filtra, de a ratos, por la ventana y delicadamente acaricia su piel cetrina y gastada.
Inhala, María... exhala. Serenamente su mente dirige la atención hacia sus miembros inferiores, al mismo tiempo que una agradable sensación de bienestar libera sus pensamientos.
-¡Corre, María! ¡Corre que tú puedes allcanzarlo! –gritaba su madre detrás de la cerca.
Mientras giraba de un lado hacia el otro, la pequeña movía con gracia su falda. Brincaba con los brazos abiertos y la risa se atropellaba en su cara.
El venadito era frágil y tierno. Su instinto de conservación hacía lo imposible por protegerlo, sin embargo la picardía de la niña pudo más que él.
-¡Ya lo tengo! ¡Es mío! ¡Yo lo atrapé! –exclamaba con alegría, al mismo tiempo que lo rodeaba fuertemente con sus brazos.
Cierto recelo invadió los rostros de los demás chiquillos, quienes se retiraron decepcionados, no por haber perdido sino porque una mujer les había ganado.
-¡Bravo, María! –exclamó su madre- Desdde ahora tienes un nuevo amigo. Acarícialo y enséñale a quererte.
Una mujer ha de saber hacerse querer...
Pausada y rítmicamente, ahora, la respiración se concentra en su pelvis y sus caderas. Un torrente de sangre parece sacudir sus zonas erógenas y una excitante sensación de placer se despliega por todo su vientre.
-María, los hombres de este pueblo dejaan su virilidad prendida en el movimiento de tus caderas.
La joven, de piel morena, tenía sus ojos negros y vivaces. Su cintura era algo estrecha y sus caderas, anchas y sensuales.
-Puedo regalarles una mirada u obsequiaarles una sonrisa pero mis besos y mi cuerpo lo reservo para aquél a quien mi corazón elija –les decía a sus aduladores mientras se dirigía al mercado, con su carretilla, para vender la cosecha del día.
Inhala, María y exhala libremente. No dejes que la guerra implante el luto en tu cuerpo. Libera por la boca tu angustia, ésa que te dejó la ausencia de aquellos que te han querido y hoy ya no los tienes. Impide que tu corazón se quiebre.
La muerte asoló la aldea y vistió a las mujeres de negro.
María crió a sus hijos con sacrificios y desvelos. Los convirtió en adultos mientras sus sienes encanecieron.
Sebastián, capitán de la milicia, partió después de su nombramiento. En la capital, los amigos del poder le ofrecían mejor sueldo.
Jimena, la hija menor, se fue tras los pasos de un aventurero, que estuvo en la aldea unos días y la sedujo con sus promesas y galanteos.
-¡María la casa te queda grande! Es connveniente que la vendas y te marches del pueblo –le decían los parroquianos cuando la veían en el mercado de la Plaza Mayor.
-Una mujer que se sabe querida nunca esstá sola -repetía ella una y otra vez-. Yo tengo por quienes vivir.
Una tarde de otoño yacía junto a la ventana con la mirada extraviada en uno de sus recuerdos. Con dos golpes en la aldaba, una joven llamó a su puerta.
-Soy huérfana, señora. Mi nombre es Mannuela. Necesito un hogar, pues el frío se aproxima. Por una cama y comida, yo le ofrezco mi trabajo y mi compañía.
La paz ya llega a sus ojos, la respiración se debilita. Inhala, María... Por favor, inhala que tal vez Manuela, esta tarde, venga de visita.
SUSANA B. GONZÁLEZ