La Pizza

Según encuestas tan confiables como otras, la carne ya no es la comida preferida de los argentinos.  A pesar del desembarco de las potencias franchising con hamburguesas y hot dogs enigmáticos, hemos venido a saber, no sin sorpresa, que nuestro plato preferido es la pizza.

Por más que revisionistas históricos la atribuyan, lo mismo que los fideos, a antiguos gourmets chinos, para la gente del Río de la Plata el reconocimiento por ambas adquisiciones será siempre para la inmigración italiana.  Es cierto que en el Martín Fierro la pizza no se menciona, pero aparecen napolitanos.  No sería de extrañar que, en la ciudad o en las fronteras, algunos de aquellos gringos ya redondeara y entomatara algún disco de promisoria masa del pan nuestro.

Hacia los años treinta y cuarenta, Buenos Aires se volvía adicta a la pizza.  Casas como Tuñin de La Boca multiplicaban sus locales.  Las Cuartetas eran ya un hit de Corrientes, calle donde la desinencia in tiene que haber sido auspiciosa.  Allí nacieron la mítica Gerrin, una casi contigua Stevin y, luego, venida de Constitución, la legendaria Marín, fundada por Raposo, un pontevedrés devoto del mejor aceite de oliva.

Una comida canchera

Aquellas fueron también las décadas del Pizarro ambulante, de delantal blanco y mostachos poderosos.  Un italiano que acarreaba su propio negocio: la mesa tijera y una vasta bandeja con tapa Para mantener el calor.  Anunciaba, con voz de ópera, hasta cuatro variedades: las propiamente dichas: anchoas o mozzarella, fugazza, y la inefable fainá de harina de garbanzos.  Su show culminaba cuando, con aire de compadre, empujaba su gran cuchillo para cortar las porciones con precisión quirúrgica.

A la entrada de los estadios y a la salida de ellos, las ofertas se multiplicaban; en esos días pico, la mujer de cada "entrepreneur" era su apoyo tanto industrial como comercial.  Aquel producto trashumante aún sobrevive: se vende en locales cerrados con el nombre de pizza de cancha, o canchera.

Durante años, Pedrín el fainero, uno de aquellos vendedores, fue el icono aceptado del club Boca Juniors.  Había sido creado en la radio y fue trasladado al papel por un dibujante leal. la raíz italiana de La Boca hacía asociar cada una de sus derrotas en fútbol a fracaso de la pizza.  La burla de la tribuna adversaria era invariable: la pizza se quemó...

Amor y prejuicios

Pizza se asociaba también con pobreza.  Esa humildad original hacía mal visto por muchos el solo entrar en una pizzería, donde la mayoría de los asistentes compraba por porciones y consumía sus triangulitos con el único auxilio de un papelucho de estraza. Cuando la inmigración fue sólo interior, los antes payucanos pasaron a ser llamados cabecitas negras, pero tuvieron otro mote peyorativo asociado con la pizza: los veinte y veinte.  Se decía que para su festín más usual gastaban veinte centavos de pizza y veinte de vino moscato (o para un disco de Antonio Tormo en la Wurlitzer).

Cae la hora de la venganza y te amo, escribió Neruda.  Algo así sucedió  después de 1955.  El explorador del prejuicio fue un español arraigado en Vicente López.  Había advertido que la prevención no era contra la pizza, (que gustaba a todos), sino hacia un estilo de local y de parroquiano. Decoró con buen gusto un chalet de La Lucila junto al camino del Bajo y allí abrió su Pizza a Totó, nombre asociado con el de a gogó de moda.  Fue el primero en hacer servir las pizzas clásicas y exóticas a media luz con música suave y por camareros de smoking.

 

Regreso al neolítico

El innovador activó la creatividad de otros.  A poco más de un kilómetro de Totó apareció Grand Prix, dirigida ya sin timidez a los automovilistas.  Su extenso menú proponía la humilde torta chino-itálica cubierta con decenas de ingredientes y aderezos opcionales.  En los años siguientes la inventiva se desbocó por esos rumbos, incluyendo lo surreal. Muchos locales competían en sofisticación y sabores. Algunos, como Citadella en Villa Luro, asocio audazmente artesanía, taylorismo y marketing: vendió pizza por metro.

Los consumidores de Buenos Aires y de otras ciudades argentinas disponen de una cantidad de alternativas que difícilmente se ofrezcan en otros países, incluidos los Estados Unidos y la propia Italia. En los barrios porteños perduran reductos de la media masa y la canchera, auque impere la delgada y crujiente pizza a la piedra, que se anticipo por años a la moda Light.

Las variante cavernícola ha forzado a que grandes marcas de cocinas hogareñas las doten, como adelanto, de hornos con piedra. De este modo, la variedad nacida en restaurantes de moda y luego impuestos por los populares, gana también al ama de casa y gravitar en la batalla de las llamadas prepizzas.

Panorama desde el puente

Si se trata de los puestos del riachuelo, nada que ver. Ya casi nadie en Buenos Aires va a la Boca a consumir pizza con color local. La celebre Banchero ha llevado su mito al centro y al Once. Como la mayor parte de las grandes marcas porteñas, su supervivencia solo ha sido posible con formas propias del franchising, mediante intrincadas sociedades, casi siempre de gallegos y asturianos.

Sin embargo, la feroz globalización aun no alcaza al ramo y, por ahora, los comercios ya instalados desalientan a las cabezas de puente internacional de la pizza. Mientras Hut se marchitaba en Cabildo, Los Inmortales hacían pie en barrio norte y llevaban sus leyendas a la mismísima recoleta. Ni la recesión ni el efecto tequila parecieron detener la instalación de mas y mas lugares para consumo directo.

Miles y Miles de pizzas, se siguen preparando una a una en hornos de gas o de leña. La novedad incitante de la década ha sido la eclosión de juveniles pizza-men motorizados. Gracias a su audacia (y talvez a sus ángeles de la guarda). Quien desea recibir en casa la caja consabida, solo tiene que llamar por teléfono a su pizzería preferida y esperar un cuarto de hora.

Sin embargo, las estadísticas que proclaman la preeminencia de la pizza ante los demás platos   nacionales se apoyan sustancialmente en otro crecimiento descomunal: el de la oferta del disco preparado para hornear con agregados al gusto o sin ellos en la cocina de cada casa. Millones de prepizzas son despachadas cada mes a las bocas de expendio desde modernísimas plantas de panificación computarizadas. Los hipermercados poseen, por supuesto, sus propias fabricas de pizza pero, además cualquier fideera del barrio elabora sus propios disco, grandes o pizzetas individuales, con variadas calidades de cobertura o sin ninguna Incluso suelen despachar a media gestación, en estado de simple bollo para pizza.

En tiempos de carísima dependencia tecnológica, no es poca cosa ir a la cabeza siquiera en algo. La Argentina esta, al menos por el momento, en condiciones de valorizar su rica tradición en pizzas exportando equipos y asesores e, incluso, franchising propios. ¿Por qué no terminar bien lo que empezó bien?. Será cosa de que nazca aquí otro señor McDonald y, claro, que los banqueros lo apoyen.

IGNACIO XURXO

Del fascículo La Cocina era criolla, española o italiana.... hasta que llegó la hamburguesa editado por el diario LA NACIÓN.

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