Malas noches

Jorge Ibargüengoitia

(tomado de Viajes en la América ignota)

Los insomnes son gente que vive cultivando el sueño, que no toca la carne de puerco, que no prueba el café después de anochecido, que cena ligero y temprano, que procura no tener altercados después de las ocho de la noche, ni leer nada que le parezca demasiado interesante; gente que se retira a su cuarto a las diez "porque tiene que dormir a pierna suelta" y que pasa la noche en vela, entre un coro de ronquidos, dando vueltas en la cama, imaginando traiciones o inventando problemas de ajedrez.

Como es natural, de tanto sufrir algunos de ellos se vuelven geniales. Escriben novelas en las que los héroes no logran conciliar el sueño y los villanos duermen beatíficamente, o bien novelas llenas de descripciones oníricas, improbables. Otros, en las desveladas, inventan teorías que explican la mutación de la hormiga, nuevas palancas de velocidades o nuevos sistemas de cimbrado.

Pero tanto los que tienen vigilia estéril como los que la tienen productiva, se quejan de ella y dicen que no hay peor maldición que la de no poder dormir. Atribuyen la tendencia a quedarse con la boca abierta y roncando a la falta de imaginación del sujeto, pero en el fondo lo envidian.

Otra peculiaridad que tienen algunos de ellos —la más desagradable— consiste en que en vez de quedarse en un cuarto oscuro, resignados a su mal, hacen todo lo posible por quitarle el sueño a quien no lo padece.

Más de la mitad de las noches de insomnio que yo he padecido —que afortunadamente son pocas— se las debo a un insomne. Esto ocurrió hace muchos años. Vivíamos en un departamento cuyas ventanas daban a un patio al que también daban las ventanas del departamento de junto, el cual estuvo vacío durante un tiempo y después fue ocupado por una familia que consistía en un hombre gordo y calvo, su mujer, una gorda, su hija, otra gorda, su suegra, otra gorda, y un personaje de sexo indefinido que llegó envuelto en una sábana y sentado en una silla que subieron cargando por la escalera entre el hombre gordo y su suegra.

Cuando vimos este fenómeno nos pareció extraño, pero nunca hubiéramos imaginado lo que nos esperaba. Esa noche cenamos con apetito, nos lavamos los dientes y nos fuimos a dormir como de costumbre.

Para mí, la cosa empezó con una pesadilla. Alguien estaba en un páramo espantoso pidiendo ayuda. Tuve un instante de alivio al despertar y darme cuenta de que en vez de páramo espantoso estaba yo en mi cuarto y en mi cama. Sólo un instante, porque después me di cuenta de que hasta mi cuarto y hasta mi cama llegaba la voz de la pesadilla. Oírla despierto era peor que oírla dormido. Era una voz cascada y llena de gallos.

Decía:

—¡Margarita! … ¡Margarita!

Pasaba un rato y se repetían los gritos, que no produjeron más efecto que el de no dejarnos dormir, ni a mi familia, ni a mí. A la mañana siguiente nos sentamos a desayunar con los ojos redondos "¿Oíste lo que yo oí?" nos preguntamos unos a otros. Atribuimos los gritos al personaje que había llegado sentado en una silla y después tuvimos un pleito porque no logramos ponernos de acuerdo en si era hombre o mujer.

Así empezó mi temporada de insomne. El anochecer mismo me daba escalofríos, me acostaba esperando oír la voz cascada llamando a Margarita y nunca quedé defraudado, porque siempre la oí y siempre fue peor de lo que había imaginado.

Así pasaron varios meses y el episodio terminó con una carroza fúnebre en la puerta de la casa. Dos empleados de la agencia de inhumaciones bajaron el cadáver del personaje de la sábana sentado en la misma silla en que había subido unos meses antes, porque el ataúd no daba vuelta en la escalera.

Al leer la esquela se aclaró el misterio: Margarita se llamaba la muerta, Margarita la suegra, Margarita la esposa y Margarita la hija del hombre calvo y gordo. Después descubrimos que ni él, ni ninguna de las tras Margaritas más jóvenes, despertaron nunca con los gritos de la anciana, ni se entraron nunca de que ésta padeciera insomnios.

La terminación de los míos no coincidió con la defunción. Durante algún tiempo seguí pasando las noches en vela, en espera del momento en que alguna de las otras Margaritas heredara la maña y empezara a gritar su propio nombre. Afortunadamente las tres eran de muy buen dormir.