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LO ATAMOS CON ALAMBRE, LO ATAMOS

Con sigilo entrás en “el recinto sagrado”. Aprovechás ese momento inapreciable en que él está durmiendo la siesta del sábado y hacés lo que hace tiempo planeaste detalle a detalle, paso a paso, calculando beneficios versus desventajas. El pestillo hace un ruido apenas perceptible, como invitándote a seguir con tu intrépida aventura. Tal como si fuese un amigo que te palmotea la espalda y te da para adelante, alentándote y facilitándote las cosas. Y entonces es cuando ponés el pie en ese espacio prohibido de un metro por un metro (a veces más, a veces menos) y prendés la luz. El espanto, el horror y la decadencia se suman a tu ya calcinado estado anímico.

 El mal llamado “tallercito” de tu marido está más abarrotado de lo que habías supuesto. En un afán de hacer un inventario flash, corroborás (sin tocar nada porque increíblemente en ese desorden terrible, el tipo se da cuenta si alguien le movió un alambre) que hay desde varios tamaños de cueritos para canilla hasta un pedal (si, si, un pedal) suelto de bicicleta. Bombitas rotas, tubos de luz (en algún momento lo escuchaste hablar con ese amigo que se cree ingeniero, y que desde hace años intenta robar señal de cable mediante un extraño mecanismo de tubos de luz viejos picados con no sé qué otro elemento, como si de una pócima mágica se tratase), marcos de ventanas en grado de deterioro y tal vez acompañada por alguna termita, trapos sucios y todo tipo de tuercas, destornilladores y pinzas que, aunque reconocés haberlo visto con ellos en mano, sabés que no tiene la más pálida idea de cómo se usan. Sin embargo no quita que el pobre no tenga la intención, y como dice el dicho (aunque te parezca tristísimo): “la intención es lo que cuenta”.

Tu esposo está lleno de intenciones bondadosas. Ya ves que guarda un pedal aunque no tengan lugar para bicicletas, pero su mente poco práctica y más soñadora, seguro planea adquirir aquella Trek con la que soñó de adolescente, almacenarla en tu casa y por si alguna vez se le rompe un pedal, tiene otro para reponerlo. Claro que vos no obviás el hecho de que un pedal Trek no podrá ser suplantado por un pedal de Ondina, pero lo que importa como dije, es la intención. El hombre piensa, de alguna forma limitada, que así está ahorrando y está previendo posibles desastres a futuro. Si, ya sé que no prevee comprar aspirinas o novemina para bajarle la fiebre al nene si le aparece de golpe, pero todo no se puede. ¡Dale un break!

 El corazón te empieza a latir desenfrenadamente y tus manos parecen cobrar vida propia. Sin que vos les ordenes que se muevan, las mismas (cual sonámbulo de dibujitos) se aproximan inexorablemente hacia los elementos allí dispuestos con el designio de lo inexcusable: ordenar el desorden. ¡Por favor, NO TE MUEVAS! Si es necesario, llevá contigo una bolsita de hielo y pasátela por los dedos para que estos se percaten de que deben obedecer a tu mente. Nada mejor que un cambio brusco de temperatura. ¡Controlate y controlalas! Recordá que el dueño de dichos elementos poco significativos está durmiendo a pocos pasos de vos, y que de saberse invadido puede armar la bifurca del siglo que será la comidilla de las chusmas del barrio que  hablan taaaan bien del matrimonio de la casita verde (o en su defecto, del apartamento octavo).

 Te preguntarás el por qué tenés que convivir con ese juntadero de basura. En primer lugar, no vayas a llamar “basura” a esa basura. Vamos a bautizarla de forma elegante: “componentes de posible uso futuro”. En segundo lugar, entendé que al hombre desde siempre le han inculcado el coleccionar: desde las figuritas de los partidos de fútbol más chotos hasta las hazañas con mujeres (la mayoría de las cuales fueron mentira, te lo juro). Entonces en ese empeño por amorralar, el bonachón se descarga juntando cosas inservibles pero que él cree de gran valor. Dejalo que se desquite así. De última lo único que perdés es un espacio de tu casa. En tercer lugar, quién te dice que algo de eso no vaya a ser útil algún día (si, ya sé que cuando tuvieron que cambiar el cuerito de la canilla, ninguna de las medidas que él tenía sirvió y encima la única que podía ajustarse estaba agrietada por el tiempo de encierro, pero es menester que continuemos viendo en positivo). En cuarto lugar, meditá algo: es un espacio sólo de él… ¿Qué qué ganás vos? ¡Mujer! ¡Que podés negociar un espacio exclusivo para vos misma! Y ahí te desquitás con tus revistas que él odia pulular en el baño, chocolates que no querés compartir porque te come las tres cuartas partes, cartas de ex novios que aún guardás pero que nunca podés releer porque no tenés tu lugar privado, aquel diario íntimo que escribiste a los dieciséis cuando fue tu primera vez (artículo cuya existencia él desconoce por completo)… ¡y puedo seguir!

Por otra parte, sé que te enfurece tanto “componente de posible uso futuro” cuando el hecho es que si le pedís que te coloque la bombita en el estar, él te responde que “si” (nunca te dice “no”) pero que lo hará “en estos días”. ¿Cómo actuar? ¿Qué decir? La respuesta será poco sutil pero efectiva: que vos harás la comida también “en estos días” (y te mantenés en tus trece, aunque tengas que recurrir al chocolate guardado en tu recinto secreto). Si eso no funciona (cosa que dudo) tenés una opción aún más drástica: buscá un momento en que la casa esté a solas y no hayan moros en la costa (es decir, nadie que le pueda buchonear lo que hiciste). Vas al televisor y le sacás alguna pieza de atrás, de esas chiquitas que no sabés para qué demonios sirven pero que de faltar, impiden ver imagen alguna. De ser posible, hacelo de un sábado para un domingo, cosa que cuando él esté aprontándose en el sofá para ver el partido o la opinión del mismo (esos programas donde se discute si la pelota sigue siendo redonda y si se la pasaron al Chino Recova o al Chengue Morales, y si el Chengue está deprimido o se “comercializó” y por eso no se empeña en el juego como antes), la televisión sea un punto muerto. Entrará en shock, su cuerpo temblará, los ojos se saldrán de sus órbitas y hasta tal vez balbucee entrecortadamente algo así como “No puede ser, no puede ser”.  No pierdas la calma. Son síntomas normales de abstinencia. Concentrate en tu objetivo: cambiar la lamparita.

Decile que vos entendés algo de televisión (te mirará de reojo, sin creerte, pero vos tendrás tu rostro serio y con un alto grado de preocupación) y que entonces pueden hacer un trato: que él te coloque la lamparita famosa mientras vos vichás la tele… ¡Y voilá! Obtendrás la lamparita funcionando donde querías y encima tu esposo (aunque jamás de los jamases lo admita) te verá como una especie de Mc Gyver femenino (guarda: si luego de esto te invita a su “tallercito” para explorar juntos los artículos allí expuestos, negate delicadamente diciéndole que ese “es su lugar propio” y que vos lo respetás como tal… ¡no sea cosa que te vea como una compañera de hazañas para futuros inventos absurdos o te pida conocer tu espacio personal!).

Eso sí, que su recinto sagrado se mantenga siempre cerrado porque tiene el poder de dañar la vista y el olfato. Poné la misma condición para tu propio lugar físico… De esa forma no encontrará jamás tus tesoros secretos, y los dos ¡salen ganando siempre!

 Nota: El truco de la tele lo podés aplicar cuantas veces quieras a lo largo de tu vida. ¡Es inimaginable lo que podés obtener de beneficios!