Movimientos juveniles en Cataluña:
de los okupas a los ravers

Carles Feixa, María del Carmen Costa, Joan Pallarés

Ponencia presentada al II Fòrum d’Estudis sobre la Joventut
MOVIMIENTOS JUVENILES EN IBEROAMERICA
Universidad de Lleida, 1999

<TEXTO>


Carles Feixa, María del Carmen Costa, Joan Pallarés *

 

Este ensayo explora diversas estrategias de construcción y deconstrucción de las identidades juveniles en la Cataluña contemporánea, en relación con la emergencia de nuevas formas de participación ciudadana. Si consideramos la ciudadanía como una fórmula de construcción política de la identidad, heredera de la concepción del estado-nación surgida a lo largo del siglo XIX, el acceso de los jóvenes a la misma viene definida por su proceso de inserción social. En los albores del siglo XXI, este proceso se ha hecho cada vez más discontinuo y falto de anclajes institucionales. Por un lado, el ámbito tradicional de la ciudadanía (el estado-nación) se difumina con la emergencia de identidades micronacionales y paneuropeas. Al mismo tiempo, surgen nuevas formas de participación asociadas a las culturas juveniles de carácter transnacional. El ensayo se centra en tres movimientos juveniles que han acaparado la atención ciudadana en Cataluña durante la última década: okupes, makiners y pelats. Los okupes (versión local del movimiento squatter) se expanden a lo largo de los años 90 estrechamente vinculados a los nuevos movimientos urbanos y a la problemática de la falta de vivienda por parte de los jóvenes. Los makiners (versión local del movimiento techno o raver) surgen en la misma época asociados a las rutas de ocio del fin de semana y al consumo de nuevas drogas sintéticas. Los pelats (versión local del movimiento skinhead) experimentan un revival asociados a las nuevas formas de xenofobia y fundamentalismo cultural. En los tres casos se trata de subculturas juveniles “espectaculares”, originadas en otro tiempo y lugar, pero que son adaptadas a las condiciones sociales y a las imágenes culturales de los jóvenes catalanes de los 90. En los tres casos la alarma social se ha combinado con intentos de captación institucional. El articulo intenta mostrar cómo estos movimientos expresan nuevas fórmulas de construcción de la identidad y de participación juvenil, que quizá prefiguren nuevas formas de ciudadanía características de la sociedad emergente.

 Prólogo

Verano de 1999: el fantasma de las “tribus urbanas” recorre Cataluña. La radio, la prensa, la televisión e internet se hacen eco de un extraño fenómeno. Al anochecer, en diversos lugares del país, jóvenes de edades diversas, que visten llamativos atuendos, escuchan raros sonidos, y gritan extrañas consignas, celebran exóticos rituales que pronto atraen las miradas adultas. Estas miradas son una mezcla de fascinación y alarma: los jóvenes que participan en estos ritos son vistos, sucesiva y alternativamente, como gamberros violentos, consumistas inofensivos, rebeldes peligrosos y prefiguración del futuro. Pero la alarma social se extiende, los emblemas se convierten en estigmas y la incomprensión aumenta. ¿Qué se esconde tras esta presencia fantasmagórica?

Escena 1: En Barcelona, una manifestación de jóvenes okupas y simpatizantes del movimiento alternativo recorren las calles del centro protestando contra la violencia policial (el recuerdo de los desalojos, las detenciones y los enfrentamientos con las fuerzas del orden está cercano). Tras la reforma del código penal, la ocupación de casas abandonadas pasó de ser una falta a clasificarse como delito, y lugares como el cine Princesa, la Vakería y la Hamsa se convirtieron de repente en nombres míticos para el movimiento alternativo barcelonés. En uno de los muchos reportajes aparecidos, se afirmaba: “El fuego okupa sigue encendido en Cataluña, cuando en el resto de Europa apenas quedan ya rescoldos” (La Vanguardia, 1-2-99).

Escena 2: En Punta Milà, una zona militar abandonada en Torroella de Montgrí (costa Brava), los mossos de esquadra (cuerpo policial catalán) desalojan sin contemplaciones una fiesta tecno que no tenía permiso y que en los últimos días había reunido a más de un millar de jóvenes franceses, catalanes y de otros países europeos, convocados a través de internet, retratados por los medios de comunicación como una extraña mezcla de okupas, cibernéticos, grunge y makineros. Las fuerzas del orden requisan los equipos electrónicos traídos expresamente para la ocasión y desalojan por la fuerza a los participantes en este rave de una noche de verano. Según los periódicos, “el festival congregó un millar de tecnoadictos que celebraron un supuesto e inminente fin del mundo (...) Los asistentes han montado sus tiendas de campaña alrededor de un complejo de decenas de carpas donde se puede bailar la música tecno que varios ‘disc-jockeys’ pinchan a todo volumen durante el día. Los participantes, convocados a través de internet, tienen la oportunidad de consumir bebidas alcohólicas” (La Vanguardia, 8-7-99).

Escena 3: En en barrio de Ca n’Anglada, en Terrassa, un centenar de muchachos pelados al rape recorren las calles gritando consignas racistas, jaleados por algunos vecinos. Tras una pelea entre bandas que acabó con el apuñalamiento a un joven magrebí, un clima de prógromo recorre este vecindario obrero, famoso durante la dictadura como foco del movimiento antifranquista. Las manifestaciones democráticas han sido sustituidas por expresiones de carácter xenófobo, en boca de muchachos airados, pero también de respetables padres de familia. Al cabo de unos días, los periódicos informan de la detención de 11 jóvenes de estética skinhead: “Tras las agresiones de los cabezas rapadas, los apedreamientos de comercios magrebís y las airadas declaraciones xenófobas de los vecinos, una calma relativa ha vuelto al barrio” (El País, 19-7-99). Pero el brote se extiende: los periódicos atribuyen también a jóvenes “radicales” los incendios provocados a casas de emigrantes Banyoles y a la mezquita de Girona: “La violencia racista crece espectacularmente en España de la mano de unos cabezas rapadas que son cada vez más jóvenes... Las recientes agresiones racistas de Terrassa y Banyoles han puesto de nuevo de actualidad este tipo de violencia” (La Vanguardia, 5-8-99).

 Okupas, ravers y skinheads: tres sujetos colectivos juveniles emergentes, síntoma y metáfora de formas relativamente nuevas de sociabilidad, conflictividad y ciudadanía. Tres colectivos con raíces históricas, sociales, estéticas e ideológicas muy distintas, que sin embargo han sido objeto de campañas convergentes de estigmatización y pánico moral por parte de los medios de comunicación y de las instituciones adultas. Movimientos que no siempre se mueven en una dirección precisa o que lo hacen hacia la introspección o el revival; movimientos ubicados en los no lugares y en los no acontecimientos de los que nos habla Balardini;[1] movimientos basados más en escenas que en actores, más en espacios virtuales que en tiempos reales; movimientos que sin embargo esbozan nuevas fórmulas de construcción identitaria, aunque éstas sean sectoriales, ideológicamente contradictorias y políticamente difusas. ¿Precursores, quizá, de nuevos tipos de movimiento social y participación ciudadana que surgen con la postmodernidad?

En un libro reciente, Ted Polhemus (1999) habla del estilo surf para caracterizar la cultura juvenil contemporánea: a diferencia de generaciones anteriores (como teds, hippies y punks), que participaban en los movimientos sociales haciendo olas (es decir, provocando cambios culturales significativos que periódicamente iban llegando a la playa social), los jóvenes actuales se deslizarían sobre las olas a toda pastilla, saltando de una a otra sin miedo a la contradicción. Según este autor, que se inspira en la teoría del caos, no se trata de movimientos alternativos, sino de estilos expresivos necesariamente híbridos que prefiguran algunas tendencias de la sociedad futura (nuevas formas de relación entre lo público y lo privado, en el caso de los okupas; nuevos usos de la tecnología, en el caso de los ravers; nuevas formas de exclusión social, en el caso de los skinheads). Por supuesto, como veremos al referirnos a cada estilo, estas afirmaciones deben ser matizadas: los okupas no habrían renunciado a “hacer olas”, aunque su proyecto alternativo no se formule según modelos tradicionales; los skins tampoco podrían etiquetarse de híbridos, aunque en su interior convivan distintas tendencias ideológicas; los ravers son los que más facilmente entrarían en esta categorización, aunque su expresividad no se exprese en términos políticos. Quizá sea la común vocación de construir una nueva socialidad lo que permita comparar a las tres tendencias. Pues como sugería Maffesoli (1999) en su contribución al I Fòrum d’Estudis sobre la Joventut, la socialidad posmoderna se basa más en el afecto que en el contrato, más en lo colectivo que en lo individual, más en la expresión que en la acción, más en la emoción que en la razón, más en el cuerpo que en el verbo. Este artículo explora los antecedentes y problemática actual de los tres movimientos juveniles señalados, situándolos en su contexto histórico de origen y en sus adaptaciones recientes a la sociedad catalana.

Okupas

Los okupas no existen. Okupar es una forma de pensar y actuar ante las cosas. Okupar es no estar de acuerdo contra el sistema, denunciar los abusos del poder y plantear una alternativa ante lo que no gusta. Okupar es decir no a un capitalismo que excluye al que no baila al son de la música, no querer trabajar para vivir y vivir para trabajar, no querer hipotecar toda una vida para poder decir que esto es mío. Okupar es decir no a las autoridades, decir no a las jerarquías, decir vales por lo que eres y no por lo que tienes. Okupar es plantear cara a los que creen que está todo controlado.  Okupar es querer y necesitar espacios libres donde crecer, realizarse y crear. (Ajoblanco, diciembre de 1996: 42)

Varios autores definen a la juventud actual como la “Generación X”, marcada, sobre todo, por el acceso a los medios tecnológicos, a la cual se le atribuye una profunda apatía, un sin sentido y carente de utopías. No hay que olvidar que es una generación marcada por las consecuencias de la caída del muro de Berlín y la apertura del régimen soviético; acompañado de una vasta literatura pronosticando el “fin de la historia” y el “final de las ideologías”.[2] A la vez, vive la expansión de las democracias liberales y la desestructuración de los estados de bienestar, cuyas consecuencias más inmediatas han recaído en este sector de la población, siendo el desempleo creciente uno de los efectos más palpables. Todo esto nos da un panorama bastante desolador con respecto a la juventud actual y los análisis que de ello se desprenden la perciben desde una óptica bastante fatalista. Sin embargo, si consideramos que a partir de los años 60 se transformaron sustancialmente las formas de participación colectiva, habría que ubicar a las movilizaciones juveniles dentro de estos parámetros. Para ello sería conveniente trasladar los ejes tradicionales de análisis a otros espacios, que dan cabida al desarrollo de la espontaneidad y la libertad frente a las estructuras organizadas de la sociedad; en los cuales se presentan procesos intersubjetivos en los que se generan las nuevas formas de participación juvenil (Serna 1998: 43). En este sentido, los movimientos juveniles muestran algunas de las contradicciones de los tiempos actuales, al mismo tiempo que presentan un ejemplo de estas nuevas formas de participación juvenil.

El movimiento okupa, nace a finales de los 60 y principios de los 70 en Gran Bretaña con el nombre de squatters, para extenderse posteriormente a Alemania –besetzers– y a Holanda –crackers. En su origen estos movimientos estuvieron vinculados a la tradición contracultural; pretendían crear alternativas vitales en los intersticios del sistema. La ocupación de viviendas abandonadas, promovía la emancipación juvenil, así como la exploración de formas comunitarias de existencia. No es sino hasta la segunda mitad de la década de los 80 que tiene sus primeras manifestaciones en el Estado Español, en un marco político e ideológico muy distinto. El movimiento se define a sí mismo como la continuación histórica de diversas luchas sociales. En concreto en lo que se refiere a la okupación de inmuebles su referente más cercano son las ocupaciones llevadas a cabo por asociaciones vecinales en la década de los 70 y 80.[3] Aunque el colectivo okupa está conformado fundamentalmente por jóvenes resulta bastante difícil definir la composición del movimiento ya que, como una nebulosa, con contornos difusos, abarca una enorme diversidad de gente y posee infinitas formas de expresión; más que hablar de un grupo en concreto tenemos que analizar el fenómeno como un conglomerado de grupos y de redes yuxtapuestas; donde los individuos conforman identidad (o múltiples identidades) a partir de su participación en uno o más grupos. Donde las relaciones contractuales han perdido vigencia, para dar paso a relaciones espontáneas, marcadas fundamentalmente por estados afectivos, donde lo importante, parafraseando a Maffesoli (1990: 35), no es la historia que se construye contractualmente con otros individuos, sino el mito en que se participa. No obstante esto, en un primer acercamiento podríamos decir que se trata de un colectivo de jóvenes entre los 20 y 30 años que están insatisfechos por las actuales políticas económicas comunitarias, y decepcionados ante una democracia que les ha ofrecido pocas expectativas. 

Es importante mencionar que al igual que otros movimientos sociales actuales, los okupas rechazan la jerarquización y la estructura vertical tradicional de las organizaciones cívicas, propugnando una estructura asamblearia, autogestionada y autónoma. Así mismo, reivindican su autonomía rechazando de forma explícita cualquier vínculo con las diversas instituciones estatales, partidos políticos y sindicatos. Lo que es una muestra más del cambio en los esquemas tradicionales de lucha, que rompe con las grandes estructuras corporativistas, para trasladar el eje de acción al sujeto. La manifestación más visible del movimiento es la ocupación de edificios abandonados para ponerlos de nuevo en operación con dos objetivos: ser un hogar para quien carece de los medios económicos para alquilar o comprar uno y, al mismo tiempo abrirlos a la población en general como Centros Sociales donde se desarrollan, a manera de teatro medieval, las más variadas actividades culturales y lúdicas. Pero también se llevan a cabo debates públicos, discusiones sobre tomas sociales como el paro, la europeización de la economía, la migración, el conflicto de Chiapas. Donde estos espacios que, en principio, fortalecen la organización con logros inmediatos, funcionan como trincheras, a partir de los cuales se impulsa una vocación internacionalista; es decir, aunque las luchas cotidianas se desarrollan frente a interlocutores tangibles, no se deja de pensar en la sociedad global. En este sentido, cabría mencionar que el movimiento okupa español ha tejido una red de conexión mediante diversos medios, entre ellos Internet –más de 600 páginas sobre okupación en castellano– en las que los okupas españoles mantienen contacto tanto con sus homólogos en Reino Unido, Holanda, Alemania y Austria; como con movimientos internacionales como el zapatista de México.

Más allá de la ocupación de edificios con el fin de promover Centros Sociales, su planteamiento más amplio, paralelo a estos actos evidentes es el de liberar espacios del sistema dominante. En estos ”espacios liberados” se construyen tiempos y espacios distintos a los de la sociedad más amplia; la discontinuidades entre el tiempo y el espacio laborable y de ocio, el rescate del espectáculo circense como expresión cultural; la mezcla entre ocio y compromiso, la misma comunicación con diferentes latitudes del planeta, así como la creación de lugares con sus propias normas y valores, son un ejemplo de cómo se generan estos espacios y tiempos que rompen con los establecidos. En este sentido, el espacio okupado permite la puesta en marcha de ese juego social que resulta de la relación de complicidad ontológica entre las estructuras mentales y las estructuras objetivas del espacio social; son juegos “importantes, interesantes, los juegos que importan porque han sido implantados e importados en la mente, en el cuerpo” (Bourdieu 1997: 141-2) -y podríamos agregar en el espacio.

La okupación contiene en si misma una filosofía que va más allá del reclamo al derecho de la vivienda. Hay quienes plantean que se trata más de una actitud que de una ideología, que rechaza el sistema económico que promueve el consumismo y al mismo tiempo los excluye del mercado laboral. Se puede decir que el movimiento gira alrededor de tres grandes ejes: “antifascista”, “antiracista” y “pacifista”. Su forma de actuación es de forma inmediata, frente a enemigos definidos, buscando incidir en el aquí y ahora, a través de acciones espectaculares que van más allá de la toma de inmuebles abandonados. De esta manera, las actuaciones del movimiento okupa se han ido diversificando con la intención de tener una presencia cada vez más amplia a nivel general. Para ello ha realizado actuaciones públicas que no han tenido que ver directamente con la okupación y desalojo de inmuebles. Por ejemplo, cuando en marzo de 1998 entraron en el Parlamento Catalán, cuando en julio del mismo año okuparon simbólicamente la plaza Catalunya, o bien a raíz de su participación en carnaval de Barcelona. Lo importante de estas representaciones públicas es que expresan, a manera de dramas sociales, los conflictos. En estos espacios, los grupos en cuestión ponen en marcha todo su “instrumental“ simbólico y desarrollan la parte que les corresponde dentro de este “juego social“; ya que desde el punto de vista de lo imaginario y del lenguaje, el poder debe ponerse en aquello que he llamado “puesta en escena social” (Balandier 1994). De esta manera, ciertas prácticas colectivas son mostradas a manera de drama social, en el cual se expresan y representan las relaciones explícitas e ideológicas que se viven en la sociedad. El espectáculo puede ser visto como nueva forma de manifestar el conflicto, que se expresa y se manifiesta en el orden de lo cultural. Los escenarios repletos de elementos simbólicos nos permite reconstruir a la sociedad a través de la movilización de los recursos simbólicos de los actores, creando nuevas identidades y relaciones que reconstruyen la sociedad de manera diferente.

A través de estas representaciones, de estos performances callejeros, se parodian las contradicciones sociales e invitan a la sociedad a reírse de sí misma, como una forma de reconocimiento de la descomposición social que se vive. De esta manera, transforman la vida cotidiana en espectáculos colectivos que transgreden e ironizan los ordenes institucionales. La escenificación de los conflictos, la puesta en marcha de los símbolos, las expresiones publicas culturales son elementos necesarios para comprender hoy en día el ejercicio de las relaciones políticas y de poder. Estos han pasado a ser formas de exposición simbólica del orden y de los procesos culturales; son dramatizaciones de la estructura social que las más de las veces incluye las contradicciones de ésta, ya que muchas veces ponen implícitamente de manifiesto el conflicto entre definiciones culturales de la realidad que se pueden manifestar, incluso a través del chiste, las canciones, las fiestas, etc. (Feixa 1994: 30). Muchas veces mediante la escenificación, los conflictos no pretenden resolverse, sino simplemente poner en manifiesto las contradicciones imperantes en el orden social establecido, en el sistema…, siendo la representación, por la carga simbólica que posee, el conflicto en sí mismo.

Como hemos visto, el movimiento okupa posee un contenido simbólico–cultural que difiere y desafía la ideología formal del Estado moderno, sin excluir su racionalidad económica. Es precisamente este contenido cultural y simbólico que le confiere identidad y fuerza ya que “las auténticas revoluciones simbólicas son sin duda aquellas que, más que al conformismo moral ofenden al conformismo lógico, desencadenando la despiadada represión que suscita semejante atentado contra la integridad mental” (Bourdieu 1997: 97). El movimiento okupa, se instala en el presente; estos y estas jóvenes quieren los cambios aquí y ahora, pareciera como si aquella consigna difundida en los años 60 de que “Queremos el mundo y lo queremos ahora” se hiciese realidad. Sus proyectos de futuro tienen que ver más que con sistemas claramente estructurados, con imaginarios de una sociedad anhelada que representan una determinante definición ética: ética de las relaciones con la naturaleza, de las relaciones entre los géneros, de la relación con el cuerpo, de las relaciones entre los individuos. Paralelamente se considera que la construcción de un nuevo tipo de sociedad, con ordenamientos éticos, comienza en el aquí y ahora. De esta manera, para los okupas, la utopía no es un lugar lejano en el mapa, esta en los barrios urbanos del Estado Español.

Ravers

El techno es otra de las grandes revoluciones musicales. Una música que está de acuerdo con los tiempos modernos, con los ordenadores. Tristemente, el rock ha muerto. La juventud de hoy no puede disfrutar con la música que fue de sus padres (J. Arnau, citado en Miranda 1997).

Hacia 1977 Frankie Knuckles, un DJ[4] afroamericano que había trabajado en discotecas underground y gays de Nueva York, se convierte en DJ residente del club de Chicago, The Warehouse, e impone un estilo de “pinchar” los discos innovador: en lugar de uno tras otro, empieza a combinarlos, mezclando soul con música neoyorquina, música disco europea y efectos de sonido, creando una nueva música de baile que se terminó conociendo como house (Rietveld 1977). Técnicamente se trataba de fusionar sonidos anteriores y actuales recreando nuevas formas sonoras en cada actuación. Musicalmente, consistía en un ritmo constante, repetitivo (“ruido” le llamarán algunos porque parece el eco de los latidos del corazón), entre 120 y 140 golpes por minuto, elaborado mediante instrumentos electrónicos como sintetizadores, ecualizadores, etc. Culturalmente, suponía combinar la tradición rítmica afroamericana que remonta al jazz, al soul, al gospel y al funk con nuevas músicas europeas de base electrónica como el pop y el trance. La finalidad era incentivar el cuerpo, bailar y “dejarse ir”. Los house clubs de Chicago pronto empezaron a atraer jóvenes del ambiente underground, en especial homosexuales y lesbianas, muchos de origen afroamericano y latino, que además de apasionarse por la nueva música futurista y la forma de baile se protegían del racismo y homofobia reinantes, forjando nuevas y fugaces identidades diferentes a las mantenidas durante el resto de la semana. En la primera mitad de los ochenta, el nuevo estilo se difundió con matices diferentes en otras ciudades del nordeste de Estados Unidos, como Nueva York (donde surgió el garage) y Detroit (donde se creó el tecno).

A fines de los ochenta cuando el house empezaba a declinar en Chicago, es reinventado en Gran Bretaña. Coinciden dos fenómenos, por una parte el fenómeno del acid house y la cultura del baile originada en Ibiza,[5] y por otro lado la casa Virgin que difundió el término “tecno” para promocionar un álbum de DJ afroamericanos de Detroit. El terreno estaba abonado para la nueva música: el pop-rock estaba agotado y el punk había acabado su ciclo. El tecno empezó a designar cualquier música de base electrónica, incluido el house, produciéndose entonces lo que Thornton (1997) llama “el segundo nacimiento del tecno”, que pierde cualquier referencia a su origen afroamericano y se convierte en una especie de “esperanto musical” desracializado y desclasado, apto para se adoptado por amplias capas de la población (principalmente jóvenes y blancos). A lo largo de los noventa se producirá en Gran Bretaña un renacimiento de la cultura del baile, asociado a la emergencia de diversas variantes del tecno, de las más comerciales a las más underground, de las más duras a las más suaves. Este renacimiento tiene como escenario dos tipos de espacios: por una parte los clubs, locales comerciales de ocio legales y estables, evolución de las discos de los setenta, instalados en garages o almacenes de las grandes ciudades, con una estética entre industrial y cibernética, que congregan a su alrededor microculturas juveniles apasionadas por el baile; por otra parte, los raves, fiestas más o menos espontáneas, a menudo clandestinas y sin localización fija, que tienen lugar en espacios desocupados, en la periferia urbana o al aire libre.[6]

En los noventa la cultura tecno se extiende por toda Europa, de allí retorna a América y se extiende a Asia, convirtiéndose en la música de la aldea global, con diferencias geográficas y culturales. Y aunque en algunos lugares continúa asociada al ambiente homosexual, deja de ser una música de minorías (étnicas o sexuales), y se convierte en un movimiento que causa interés comercial y de otros tipos, sobretodo a raíz de la Love Parade que consigue reunir en Berlín casi un millón de jóvenes.[7] En España la escena tecno tuvo su primer momento hacia 1988 con la emergencia del acid house, siendo una de sus bases las discotecas de Ibiza. Pero fue en Valencia a principios de los noventa donde el movimiento enraizó: algunas discotecas situadas fuera de la ciudad (Spook, Factory, Barraca) revolucionaron la tradicional escena juvenil introduciendo una música que se acabaría llamando makina o bacalao (en el argot de los DJ, tener “bacalao” fresco significava pinchar discos nuevos). Muchos jóvenes del Estado español empiezan a acudir a Valencia atraídos por unos horarios muy largos que se alargan el fin de semana. Los medios de comunicación bautizan el fenómeno como “la ruta del bakalao”, que debido a algunos accidentes automovilísticos producidos en 1993 y a algunas noticias vinculadas al consumo de éxtasis así como a peleas violentas, fue objeto de una brutal campaña satanizadora (Oleaque 1996). Progresivamente el fenómeno irá extendiéndose a Catalunya y otras zonas, principalmente del area mediterránea, creando fusiones y nuevas experimentaciones tanto en los espacios de ocio (macrodiscotecas, clubs, afterhours, etc) como en las músicas y las culturas creadas en torno a ellas. La consolidación en Barcelona de un festival dedicado a las músicas electrónicas (Sónar) constituirá un  momento importante en la conversión de una moda en movimiento cultural de vanguardia, principalmente –aunque no exclusivamente- juvenil. 

A partir del renacimiento en Inglaterra del house, tecno, clubs y raves a finales de los ochenta, se produce la asociación de estos estilos musicales, de baile y de fiesta con determinadas drogas sintéticas. De las diferentes drogas utilizadas siempre ha habido algunas más relacionadas con la fiesta que otras. Respecto a los ambientes juveniles de  música y ocio además del alcohol y tabaco, a partir de los setenta aparecen en escena primero cánnabis, luego alucinógenos, y en los ochenta anfetaminas, cocaína y speed. Quizás lo novedoso de los últimos años está siendo la rapidez en que se han difundido las nuevas músicas y las “nuevas drogas” y la extensión del “éxtasis” (MDMA) y substancias análogas con pautas de consumos muy parecidas en la aldea global. Los primeros consumidores de drogas de síntesis hasta avanzados los ochenta eran pocos, en círculos de consumo minoritarios y elitistas, influenciados por una mezcla de componentes místicos y/o terapéuticos. Desde 1992 se están produciendo una serie de cambios con las pautas anteriores de consumo de estas substancias y una divulgación y vulgarización creciente, de forma que de las distintas funcionalidades y efectos se ha priorizado uno: el festivo.

El uso de estas substancias se está desvinculando de los contenidos “subculturales” iniciales. Es un consumo grupal, en espacios de fiesta, combinado con otras substancias (policonsumo): alcohol, tabaco, cocaína, speed, alucinógenos. Se está convirtiendo en un elemento más de consumo, cada vez más convencional y funcional a los nuevos espacios de ocio. Éxtasis y análogas, combinadas con otras drogas no tan recientes, parecen el ingrediente perfecto para articular las nuevas ceremonias grupales de tiempo libre: discotecas, raves, baile, tecno. Se trata de aguantar durante muchas horas bailando, bajo la catarsis de los cuerpos poseídos por las variantes del tecno, en espacios postindustriales ornamentados por luces y artilugios sonoros de nuevas tecnologías. Relacionado con ciertas estéticas juveniles, publicidad y nuevos canales de información (Internet, flyers, cadenas de televisión musicales...) por lo cual cualquier receptor mediático puede utilizar fragmentos de estos universos de referencia sin necesidad de conocer la globalidad de los significados que manejan las élites de las nuevas músicas y drogas, puesto que hay una alta compatibilidad o ósmosis entre los diferentes universos musicales, espaciales y perceptivos, siendo la fiesta el calidoscopio de las mezclas. Comas (1997) ha señalado que para entender las nuevas substancias hay que considerar la relevancia del efecto generacional, partiendo de la evidencia que la realidad del consumo ha evolucionado de forma global y que ha afectado al conjunto de la sociedad al margen de la dinámica generacional. Por eso proponer estudiar los siguientes aspectos: los relacionados con la socialización; los efectos del ambiente social y las consecuencias generacionales. Creemos que todos estos elementos habría que integrarlos en las tendencias generales de la sociedad urbana que afectan particularmente a la juventud: a) Cambios en el mundo del trabajo, retraso en la edad de incorporación al mismo, precariedad (especialmente en los jóvenes) e inseguridad en las representaciones sociales respecto a lo laboral; b) Retraso en la edad de abandonar el domicilio familiar y necesidad de experimentar espacios y tiempos alejados de la cultura adulta; c) Incidencia de los medios de comunicación y de los nuevos lenguajes comunicativos, que aceleran la rápida difusión de estos universos simbólicos.[8]

La cultura rave tiene una dimensión festiva se expresa mediante un lenguaje plenamente postmoderno (Maffesoli 1990). Implica la plena incorporación dentro de la cultura juvenil de la tecnología postindustrial, filtrándola mediante los llamados “micromedia” (Thornton 1997), o bien humanizándola mediante la atribución de valores “mágicos” (Reguillo 1998). También se ha hablado de cultura “cibernética”, “digital” o “futurista” por el hecho de tratarse del primer estilo juvenil en explotar las formas y técnicas de la era digital (Richard y Kruger 1998: 161). El término popularizado en el estado español -música “máquina”- hace referencia a esta base tecnológica: música hecha mediante máquinas, sintetizadores, ordenadores, mezcladores, etc. En correspondencia también al entorno “ecológico" (luces, decorados, ambientación), a las redes de comunicación (flyers, vídeo, internet, etc), y a los elementos consumidos (ropas, bebidas “inteligentes”, drogas de síntesis) que responden a este modelo. Este fenómeno tiene como decíamos carácter global y aunque haya sucedido anteriormente con otras drogas y estilos, la novedad radica en la rapidez de la extensión y una cierta base cultural y estética que se repite en ámbitos juveniles muy distanciados. Como han señalado Mahajan y Muller (1994) el mercado global está asociado a la difusión de nuevas ideas, productos y tecnologías, gracias al desarrollo de los viajes y de la tecnología de la información. En el caso de la industria del ocio, se ha beneficiado particularmente de este desarrollo, por lo cual los jóvenes están rápidamente informados de la emergencia de subculturas juveniles que se extienden sin importar de donde son originarias. Es un universo simbólico en constante creación y vulgarización, que va más allá de ser un efecto generacional puesto que se enraíza en una dinámica histórica más general fruto de las profundas transformaciones de las sociedades urbanas contemporáneas. En cierta forma, podemos considerar la cultura de clubs y raves como una especie de “profecía futurista” que se expresa mediante un sentido reencontrado de la fiesta, tal vez como una moderna forma de carnavalización en un mundo de cuaresma.[9] En cualquier caso, parece evidente que los ravers, desde 1992, han ido perdiendo su capacidad de mensaje (tanto a nivel ideológico, como a nivel musical y químico). Como sugiere Reynolds:

Estoy convencido de que los aspectos intransitivos, de ir a ninguna parte, de la cultura ravera, se encuentran casi químicamente programados en la droga. Entre todos ellos, el éxtasis incita a una especie de fervor flotante, un deseo de creer, al que se debe que el riff más estupido del sintetizador parezca lleno de un radiante significado. Pero al final de la noche más maravillosa puede existir un sentido de desencanto y de futilidad: toda la energía y el idealismo movilizados para nada. Desde otro punto de vista, el rave puede ser visto como la experiencia postmoderna definitiva (cultura sin contenido, sin referente externo). O como un culto sacrificial batailleano de gasto sin recompensa, rituales que utilizan energía y recursos para nada (Reynolds 1999: 27). 

Skinheads

Estamos totalmente en contra de la llegada masiva de inmigrantes de color a nuestro país [...] Gente de diferente cultura que intenta endosarnos sus propias costumbres tribales. En definitiva, gente que va a distribuir droga y por tanto es culpable del envenenamiento de nuestra juventud (Zyclon B, fanzine skin, Barcelona, 1988).

En la Inglaterra de mediados de los 60, los skinheads fueron la versión “ruda” de los mods, que a su vez se oponían a los rockers. Eran sobre todo muchachos de clase obrera, cuya indumentaria y estilo imitaban el uniforme proletario y reflejaba una incisiva conciencia de clase, puesta de manifiesto en la defensa del territorio y en la pasión por el futbol. En un ensayo clásico, Phil Cohen (1972) analizó la emergencia de los skinheads en el East End londinense como una forma de "recuperación mágica" de la comunidad obrera que el proceso de desarrollo estaban empezando a descomponer. Para Hebdige (1983) los skinheads bebieron de dos fuentes aparentemente incompatibles: la cultura de la clase obrera blanca y la de los inmigrados negros provenientes de las indias occidentales. Les agresiones de skins a pakistaníes las interpreta este autor no por sus contactos con neofascistas, ni por racismo, sino por vínculos del grupo con la comunidad jamaicana, de quien toman prestada la música (el ska, precedente del reggae), parte del argot, y con quien comparten el rechazo a los valores e instituciones burguesas y a la policía. Sin embargo, en los 70 el estilo skinhead empieza a ser apropiado por grupos británicos de extrema derecha (como el National Front): tanto el uniforme (cabeza rapada, botas negras, pantalones tejanos, camiseta blanca) como la actitud latente (rudeza, agresividad, virilidad) son susceptibles de adaptarse a los valores xenófobos. Se rompe la alianza con los indooccidentales: en 1972 grupos de skins participan en ataques racistas. La música ska y el reggae son progresivamente remplazados por la música oi, más dura y cuyas letras son a veces verdaderas apologías de la violencia (Clarke 1983). 

Pero es a mediados de los 80, coincidiendo con el aumento galopante del paro juvenil y la creciente sensibilidad frente a la inmigración extracomunitaria, cuando el estilo skinhead se difunde por toda Europa occidental –y también por Estados Unidos y Canadá- como emblema de violencia y racismo, cuya máxima expresión son las oleadas de asaltos a centros de refugiados en Alemania. Aunque el movimiento se escinde en tendencias diferentes y a menudo contradictorias (como los Redskins ácratas y los Sharp antirracistas), el “núcleo duro” se identifica cada vez más con grupos de extrema derecha (etiquetados por los primeros como Bonehead –cabezas huecas). En cierta manera, el revival skinhead viene a llenar el hueco dejado por el estilo punk, hegemónico en la primera mitad de los 80: algunos de los primeros skins son punks reconvertidos, aunque la vertiente ácrata-rebelde deja pronto paso a la vertiente fascista. Ambos son estilos de raiz proletaria, y ambos utilizan símbolos nazis (aunque en el caso punk ello fuera una táctica de inversión simbólica). En el proceso, se produce también una dislocación de la base social del movimiento: ya no se integran sólo, como al principio, jóvenes de clase obrera escasamente escolarizados, sino también muchachos de clase media que no temen expresar abiertamente los miedos sociales que sus padres sólo se atreven a manifiestar de manera latente (Hubert y Claudé 1991).

Los medios de comunicación –y algunos ensayistas- han tendido a presentar los ataques skins como resultado de la actuación gregaria de vándalos irracionales y aislados, como un comportamiento inexplicable y atávico (Bulford 1992). Sin embargo, estudios más rigurosos demuestran que a menudo son el nuevo pelaje con el que se visten viejos grupos nazis y fascistas, que nunca han dejado de estar presentes en el escenario europeo. No es casualidad, en este sentido, que el movimiento aflore sobre todo en las naciones donde enraizaron los regímenes fascistas de entreguerras (Alemania e Italia). Pero también en Francia y España los skinheads se conectan con grupos vinculados al Front National y a partidos neofranquistas. Alessandra Castellani (1993) ha demostrado, a partir del caso italiano, la inserción de los skins en la tradición fascista: a diferencia de la imagen difundida por los medios de comunicación, que los presentan como "rebeldes sin causa", como un cuerpo extraño en la sociedad italiana, los datos del trabajo de campo sugieren precisamente lo contrario: los skins a quienes entrevista reconocen a menudo sus vínculos con la tradición italiana que va del Imperio Romano a la república de Saló:

Los skins estan profundamente insertos en la sociedad en que viven porque se vinculan directamente, con diversos matices (la galaxia skinhead es heterogénea) a algun periodo, a veces dramático, de la historia reciente italiana y europea (...) Los skins de hoy, adoptando el vestido proletario y militarista de finales de los 60, parecen ser epígonos tardíos de la tradición nacionalsocialista y fascista, que tiene puntos de encuentro con las formas de intolerancia contemporáneas (Castellani 1993: 1).

Como en el caso italiano, la emergencia skin en España no es un revival, sino un verdadero nacimiento, que coincide con las crecientes oleadas de xenofobia frente a los nuevos inmigrantes norteafricanos. En ambos casos la difusión del movimiento está estrechamente vinculada al escenario futbolístico. También en ambos casos el estilo es a menudo el nuevo traje con el que se presenta la vieja extrema derecha. Los skins españoles saltan a la escena pública a mediados de 1985 (Casals 1995). Al principio, sólo exhiben su potencial agresividad en su estilo “duro y silencioso”. Algunas revistas los presentan incluso como una moda que se puede comprar en los grandes almacenes (las botas Maertens y las cazadoras pueden encontrarse en El Corte Inglés). Pero a finales de la década empiezan a traducir su agresividad en hechos, sobre todo por su vinculación con grupos de “ultras” futbolísticos. Los más conocidos son los Ultra Sur, jóvenes fans del Real Madrid que a menudo han sido promocionados por los directivos como una forma de animar al club. Los Ultra Sur protagonizaron desde entonces diversos incidentes en los campos y fuera de ellos, manifestando un españolismo visceral, que a menudo se dirige contra sus supuestos enemigos étnicos (vascos y catalanes). También acostumbraban a exhibir símbolos nazis entre sus emblemas. Las autoridades futbolísticas no tomaron cartas en el asunto hasta muy tarde: posturas como las del exentrenador holandés del Valencia de solicitar la eliminación de las banderas nazis de los campos de futbol, son todavía minoritarias. Aunque la agresividad es al principio verbal y vestimentaria, pronto se traduce en agresiones reales: contra rivales étnicos; contra homosexuales; y sólo al final contra inmigrantes.

En Cataluña, los orígenes del movimiento skinhead suelen situarse a fines de los 80, aunque un joven punk que entrevistamos en 1984 ya se refería a la presencia de cabezas rapadas en la escena urbana, algunos conviviendo con punkies, pero otros asociados a grupos neofranquistas residuales (como la extinta Fuerza Joven). El mismo informante relata en tono jocoso un encuentro con un grupo neonazi, que le obligó a cantar el “Cara el Sol”, una costumbre que con el tiempo se volvería mucho más persistente y dramática (Feixa 1998). En cualquier caso, los periódicos no se harán eco de la presencia de cabezas rapadas hasta finales de la década, cuando empiezan a protagonizar actos violentos en los estadios de fútbol. Primero serán las Brigadas Blanquiazules (seguidores radicales del R.C.D. Español), liderados por el hijo de Alberto Rayuela, un conocido franquista. Y más tarde los Boixos Nois, seguidores radicales del F.C. Barcelona, en cuyo seno se amalgaman independentistas con neofascistas (Avui, 17-4-88). La conexión italiana no es gratuita: con motivo de la final de la Recopa Europea en Berna, en 1989, se relata una pelea entre ultras de la Sampdoria y Boixos Nois (La Vanguardia, 11-5-89). A principios de los 90 empiezan a proliferar noticias de agresiones protagonizadas por skins, ya fuera del escenario deportivo. Así se informa de una concentración anual se neonazis españoles y franceses en Roses, y de diversos atentados racistas en el Maresme y la costa Brava –los mismos escenarios volverán recientemente a acoger parecidos dramas (El Pais, 21-2-90; El Periódico, 15-7-90).[10]

A partir de un rescate etnográfico de los ultras futbolísticos, Mila Barruti y otros (1990) distinguieron tres tendencias ideológicas entre estos grupos: 1) Skinheads “fachas” españoles: la mayoría son miembros de las Brigadas Blanquiazules, con una ideologia utraderechista que bebe del nacionalismo hispánico, que a menudo se vincula con grupos neofranquistas, como las Juntas Españolas; aunque su discurso es fuertemente xenófobo ("fuera negros y moros"), las primeras agresiones se han dirigido a sus rivales futbolísticos y a homosexuales. 2) Redskins "ácrata-comunistas" catalanes: la mayoría son miembros de los Boixos Nois, se definen como comunistas o independentistas catalanes; recuperan el pasado obrerista y antirracista del movimiento, y se quejan de su identificación con la extrema derecha, pero a menudo comparten la actitud agresiva y machistas de las otras tendencias; algunos estan vinculados al MDT (Moviment de Defensa de la Terra, pequeño grupo terrorista catalán) y provienen de sectores de clase media; 3) Skinheads “fachas” catalanes: la mayoría son miembros de los Boixos Nois, se declaran independentistas catalanes, aunque a veces mezclan la bandera independentista estrellada con símbolos nazis: hacen proclamas de "nación catalana y raza catalana"; mas que la vinculación a grupos fascistas, su ideología se manifiesta en actitudes xenófobas, que se aplican tanto a inmigrantes del sur de España como a los nuevos inmigrantes africanos; se oponen a la cultura castellana, representada por el Real Madrid (en este sentido, se dan coincidencias con el fenómeno de las Legas italianas). Entre los tres grupos se dan alianzas ideológicas y oposiciones futbolísticas, aunque en el campo se sienten unidos por la fe en unos colores. Los autores del informe subrayan, sin embargo, que más que de ideologías elaboradas se trata de discursos estereotipados de corto alcance.[11] 

La vinculación del movimiento skinhead con grupos falangistas y neonazis de diverso signo, como Cedade, Juntas Españolas y el Frente de la Juventud, se expresa sobre todo con motivo de la "fiesta de la Hispanidad", recuperada como celebración del nacionalismo hispánico. Cabe destacar, en este sentido, los incidentes sucedidos en 1991, protagonizados por 400 skins que recorrieron Barcelona apaleando a ciudadanos, y que supusieron el primer gran toque de atención frente a la peligrosidad del movimiento. Permítaseme citar in extenso la referencia periodística de los sucesos:

Los incidentes se iniciaron después de las alocuciones de la plaza de los Països Catalans, donde se celebró un acto convocado por Juntas Españolas. Unos 400 jóvenes, entre los que había grupos de skinheads, ultraderechistas y miembros de las Brigadas Blanquiazules -grupo de afición radical del Español- fueron los autores de las agresiones. Los organizadores del acto advertían, por el servicio de megafonía, que se abstuvieran de alborotar en la plaza: ‘El que quiera divertirse, el que quiera hacer algo, tiene todo Barcelona’. Las primeras palizas las propinaron en las calles adyacentes a la plaza, donde se apostaron a la espera de sus víctimas. Las primeras fueron una pareja que salía del metro (...) Los manifestantes se dirigieron luego hacia la Rambla, y durante todo el recorrido iban entonando cantos falangistas. Al desembocar en la Rambla, prácticamente corrían. Al ver un tenderete de libros de una organización pacifista, se dirigieron a él y la emprendieron a golpes con sus propietarios. Uno de ellos resultó herido en la cabeza. El grupo de ultras prosiguió bajando por La Rambla; mientras amenazaban a los extranjeros -ciudadanos árabes y negros, principalmente- que paseaban (...) Siete personas fueron heridas de distinta consideración, entre ellas un fotógrafo de prensa. Agentes de paisano del servicio de información de los Mossos de Esquadra detuvieron a seis skinheads. Por el contrario, los incidentes no fueron atajados en ningún momento por el Cuerpo Nacional de Policía, que prácticamente no hizo acto de presencia. En cambio, sí detuvieron a dos jóvenes por quemar una bandera española en la manifestación convocada por la Comissió Catalana contra la Celebració del V Centenari (El País, 13-10-91).

El acontecimiento reseñado es una magnifica teatralización del escenario que alimenta el movimiento skinhead: la celebración de la Hispanidad (el antiguo Día de la Raza); el marco institucional proporcionado por los grupos neofranquistas; la estrategia del desfile militar ("limpiar la ciudad" de enemigos étnicos e ideológicos); el papel metonímico jugado por los skins (la parte por el todo de los grupos xenóbos); la oposición a grupos radicales de signo contrario; el combate simbólico en torno a las banderas; la pasividad policial, etc. Todo ello constituyó un buen caldo de cultivo para la emergencia del imaginario skin, que desde ese momento sería visto como una metáfora del racismo. Todos estos ejemplos muestran que el fenómeno skinhead no es ni mucho menos un movimiento residual, sino que se vincula a determinados imaginarios enraizados en el pasado histórico y en nuevas formas de xenofobia presentes en sectores sociales mucho más amplios.

Mientras la presencia violenta de los skins en la escena pública ha sido ampliamente tratada, la difusión capilar de algunos elementos del estilo en la vida cotidiana de los jóvenes ha recibido mucha menos atención. Cabe señalar, en este sentido, la progresiva confluencia entre la estética skin con la estética makinera, analizada con anterioridad, puesta de manifiesto en el “uniforme” discotequero, en la difusión de un corte de pelo reducido en amplias capas de la población joven, en el consumo de drogas sintéticas, y en una recuperación de actitudes “viriles” por parte de una generación juvenil formada en la coeducación y la cultura “unisex”. Los espacios privados y el comportamiento cotidiano de estos jóvenes no ha recibido hasta el presente un tratamiento riguroso. Tampoco se ha estudiado el papel de las muchachas en el mundo skin, más allá de observaciones superficiales sobre su función subalterna o meramente decorativa. Algunas entrevistas realizadas sugieren que su “invisibilidad” no implica necesariamente “pasividad”, algo por otra parte bastante habitual en la mayor parte de subculturas juveniles.  Es interesante constatar que el tipo de racismo que se encuentra entre los skins no se funda en la ideologia decimonónica de la diferencia biológica, que coloca las razas en una escala jerárquica, sino en la convicción que las culturas son diferentes y deben estar separadas (Castellani 1993). Se trata del nuevo racismo diferencialista o cultural, emergente en la Europa de los 90, basado en la oposición al mestizaje cultural. Los skins no se declaran necesariamente contrarios a los inmigrantes ni los consideran inferiores; lo que piden es que estos se queden en sus países de origen (es una petición que comparten con muchos adultos respetables). Como recordaba hace un tiempo la antropóloga italiana Clara Gallini, mucho más preocupante que las bretoladas periódicas de algunos skins es el racismo cotidiano expresado por amplias capas de la población (incluídos presidentes de clubes de fútbol y de asociaciones de vecinos), y sobre todo el racismo institucional reflejado en las leyes de extranjería y en la actitud xenófoba de los representantes de las fuerzas del orden contra todo extranjero de tez morena. Lo que hacen los skins es expresar abiertamente, sobre todo de manera teatral (aunque la comedia acabe a veces en tragedia), actitudes que se presentan de manera latente en el seno de la cultura dominante, miedos sociales que son preocupantes en la medida en que estan enraizados en el imaginario colectivo. Es este imaginario colectivo, y la base político-legal que lo sustenta, la diana de cualquier combate en contra de cualquier manifestación racista y en defensa de la convivencia multicultural.

Epílogo

El movimiento okupa inquieta a las fuerzas de seguridad del Estado, quienes están convencidos de que los disturbios ocurridos en Barcelona el día 12 tienen estrecha relación con la lucha callejera vasca o ‘kale borroka’ (...) Los informes policiales indican que las decisiones de este tipo de colectivos se toman en una asamblea, a la que asisten muy pocas personas y después las consignas se van transmitiendo al resto de los okupas de forma verbal... En Cataluña, los movimientos okupas y nacionalistas radicales agrupan a unos 2200 jóvenes, mientras que los skins y la extrema derecha suman unos 2000 (“Los miedos que se desataron en Sants”, La Vanguardia, 17-10-99).

El 12 de Octubre de 1999 se celebró por las calles de Barcelona la fiesta del Pilar, día de la Hispanidad. Como hemos visto, a lo largo de la última década los colectivos de ultraderecha han convertido la jornada en una ocasión para hacer visible su presencia pública. La plaza de los Països Catalans ha sido el tradicional punto de encuentro de los ultras, aunque los nostálgicos del franquismo han ido dejando paso a nuevas hornadas de jóvenes skinheads. Como cada año, parece que habrá movida. Pero en esta ocasión los protagonistas no serán sólo los skins. En el cercano barrio de Sants, diversos colectivos juveniles antifascistas han convocado una manifestación alternativa, en protesta por las agresiones de cabezas rapadas que han padecido durante los últimos meses. La prensa hablará de “unos 600 jóvenes extremistas... comunistas, okupas e independentistas radicales” (El País, 14-10-99). La  presencia de unos 250 policías antidisturbios (que oficialmente habían acudido para impedir el contacto entre ambas manifestaciones) no puede evitar una “explosión de ira” por parte de un sector de jóvenes alternativos, que se expresa en diversos actos contra el mobiliario urbano y contra algunas entidades bancarias, inmobiliarias y Empresas de Trabajo Temporal.

En los días siguientes, los medios de comunicación reproducen fielmente los atestados policiales, que hablan de graves destrozos, vandalismo, colectivos violentos organizados y tácticas de guerrilla urbana. Todos los reportajes subrayan el protagonismo del movimiento okupa, que había convocado a la mobilización, y según la policia, había dirigido la batalla desde dos de sus centros sociales emblemáticos, ubicados en Sants (la Hamsa y Can Vies). El argumento de la “alarma social” servirá a una juez para decretar prisión incondicional para 14 jóvenes, a los que acusa de asociación ilícita por banda armada, daños, lesiones, desórdenes públicos y atentado.[12] Ante semejante desmesura, surge una campaña de apoyo a los jóvenes detenidos (el rector de la UAB lamenta “la criminalización de los jóvenes críticos contra el sistema”). El 22 de octubre, los jóvenes salen en libertad con cargos. Sólo al cabo de algún tiempo algunas voces se atreverán a criticar “la creació mediàtica d’una alarma social que nega d’arrel qualsevol debat social i arriba a pressionar fins a tal punt la judicatura que provoca actuacions desproporcionades...” (Tisminetzky 1999: 7).

Los acontecimientos de Sants exploran la dramática confluencia de dos de los movimientos juveniles analizados en este ensayo. O mejor dicho: el juego de espejos mediático en los que se ha venido a reflejar su deformada sombra. Por un lado, el magma difuso de los jóvenes alternativos, liderados por los okupas, integrado por jóvenes de ambos sexos y con planteamientos de rebeldía antisistema. Por otro lado, el magma no menos difuso de los jóvenes ultras, liderados por los skinheads, composición prioritariamente masculina y planteamientos de violencia xenófoba. Sin embargo, no resulta fácil distinguir lo fantasmagórico y lo real de estas imágenes culturales y de las condiciones sociales que las sustentan. La cuestión es hasta qué punto nos referimos a sujetos sociales organizados y estables (a manera de “tribus” cuyos miembros se adscriben a identidades permanentes y con fronteras precisas), o bien a modelos ideológicos objeto de múltiples manipulaciones y apropiaciones (a manera de “actores” que representan papeles liminares y cambiantes). Pues si los jóvenes que participan de estos movimientos pueden alimentar la visión de la juventud como metáfora del cambio social, no es porque representen o dirijan ningún movimiento de revolución o reforma, fundamentado en un credo ideológico más o menos elaborado, sino porque condensan en su imaginario simbólico algunos miedos y esperanzas colectivas, que van más allá de grupos juveniles relativamente minoritarios que los personalizan, haciendo manifiestos aspectos que están presentes de manera latente en la sociedad en su conjunto.

Los tres movimientos analizados mantienen, por supuesto, muchas diferencias en cuanto a sus adscripciones ideológicas, imágenes estéticas y composición social. Sin embargo, comparten también muchas cosas: la recreación de un “estilo” como lenguaje para expresar una determinada “política de la identidad”; la búsqueda de un espacio de afectividad; el predominio de lo colectivo sobre lo individual; la reivindicación de un tiempo de ocio (arte, música, deporte) como ámbito de participación pública; la búsqueda de una cierta visibilidad social (combinada con la atracción por la “clandestinidad”); el acceso generalizado a Internet y a las nuevas tecnologías; el uso creativo de los llamados micromedia (fanzines, flyers, comics); una adscripción social difícilmente equiparable a fronteras de clase; etc. Por otra parte, hemos visto también cómo se han producido algunas confluencias estilísticas: impacto de algunos elementos de la estética skin entre los makineros; participación en fiestas rave por parte de algunos okupas; adhesión a actividades de okupación por parte de skins sharp, etc. Por supuesto, como hemos visto, cada estilo utiliza lenguajes y aborda problemáticas muy distintas: los okupas transforman la vida cotidiana en espectáculos colectivos que transgreden e ironizan los ordenes institucionales; los makineros se refugian en los no-lugares del ocio (macrodiscotecas, fiestas rave) para experimentar catarsis festivas tecnológicamente orientadas; los pelaos proyectan en sus actos públicos las violencias simbólicas o reales que las sociedades del bienestar se precian en esconder bajo sus alfombras.

Los movimientos juveniles reseñados surgieron en Gran Bretaña y otros países occidentales entre 1965 y 1985. Fue en esta época cuando el estado del bienestar empezó a entrar en crisis y las fórmulas de participación pública que le acompañaban empezaron a ser cuestionadas. ¿A qué responde su renacimiento –o más bien cabría hablar de “visibilización”- en Cataluña durante los años 90? De entrada, es preciso señalar que las llamadas “tribus urbanas” se difundieron en España entre fines de los 70 y principios de los 80, coincidiendo con el proceso de desencanto político y crisis económica que acompañó al posfranquismo: los estilos juveniles que en el mundo occidental habían sido fruto de una lenta evolución histórica desde los años 50 (teds, rockers, mods, skins, hippies, punks, etc), emergieron de golpe en la escena pública sin orden ni concierto, mezclándose modas comerciales con tendencias juveniles que respondían a necesidades genuinas. Durante los años 80, el “mercado de las subculturas” fue ampliando su oferta, al tiempo que se iba mezclando con tradiciones autóctonas y se iba especializando según ámbitos territoriales, sectores y temáticas. Con la incorporación a la Unión Europea, la frágil construcción de un estado del bienestar, el repunte de la economía y la extensión de la escolarización, la situación de los jóvenes de nuestro país se pareció cada vez más a la de sus coetáneos británicos y europeos.  Por ello, quizá no sea casual que los estilos más visibles en Cataluña durante los años 90 retomen algunos “retos” cruciales de la crisis del estado del bienestar, entre los que podemos destacar tres: el reto de lo privado, el reto del consumo y el reto del multiculturalismo.

El reto de lo privado, en primer lugar, expresa la contradicción entre la progresiva autonomía cultural y moral de los jóvenes y la creciente dependencia familiar de los mismos, que se traduce en la falta de un espacio propio. Desde esta perspectiva, lo que quizá plantean los okupas, a partir de una crítica a la privacidad tradicional, es “la liberación de espacios” personales, controlados, sistémicos... para hacerlos públicos, colectivos, alternativos. El reto del consumo, en segundo lugar, expresa la contradicción entre la creciente capacidad adquisitiva de los jóvenes y su decreciente independencia económica, lo que se proyecta en dos escenarios privilegiados: los nuevos espacios de ocio y el uso de nuevas tecnologías. Desde esta perspectiva, lo que quizá plantean los ravers es autogestionar el propio tiempo en no-lugares donde se prefiguran, lúdicamente, tendencias tecnológicas de la sociedad futura. El reto del multiculturalismo, finalmente, expresa la contradicción entre una educación cada vez más tolerante y “políticamente correcta” y la creciente “ghetización” de las sociedades urbanas, con el levantamiento de barreras invisibles que alimentan el miedo a la diferencia (que se expresan, entre otros terrenos, en el ámbito educativo). Desde esta perspectiva, lo que quizá plantean los skinheads, más que la responsabilidad casi exclusivos de un nuevo tipo de racismo, es la necesidad de encontrar vías de escape para la creciente violencia simbólica que nuestra sociedad asigna a las periferias urbanas. Ninguno de los tres “retos” señalados han sido inventados por los propios jóvenes: son las instituciones públicas las que han fomentado el encarecimiento del mercado inmobiliario, el monolitismo de las ofertas de ocio y las políticas restrictivas frente a la inmigración. Tampoco son los jóvenes quienes tienen en sus manos las herramientas para solucionar estos problemas. Lo único que pueden hacer es teatralizarlos, expresarlos mediante metáforas.

Probablemente, los teóricos de los nuevos movimientos sociales tendrían serias dificultades en incluir en su seno a los tres movimientos reseñados (Russel y otros 1992; Laraña 1994). Cabe recordar que fueron precisamente los movimientos estudiantiles y juveniles de los años 60 los que cuestionaron el paradigma de la modernidad y rechazaron explícitamente que los problemas fueran resueltos a través de intermediarios y no de forma directa, evidenciando los límites de un sistema definido en función de la participación ciudadana –a través de representaciones– en las esferas políticas y económica. Esta ruptura dio entrada a nuevos grupos que ocuparan el protagonismo del conflicto social, que por primera vez se desvinculan de la producción. Sin embargo, ninguno de los tres movimiento expuestos cumple cabalmente con las características de este nuevo sujeto histórico. Los ravers generalmente han sido vistos como un fenómeno intransitivo, sin contenido ideológico preciso, pese a la conformación de una “cultura de clubs” de carácter transnacional, con importantes implicaciones en las vanguardias artísticas y tecnológicas. Los skinheads han sido presentados como un colectivo gregario, cuya base ideológica no sería propia, sino que vendría prestada (o manipulada) por movimientos políticos anteriores (en este caso, además, cabría añadir la dificultad en comprender su naturaleza “retrógada”, que lo separa del resto de nuevos movimientos sociales, que acostumbran a definirse como “progresistas”). Los okupas serían los más facilmente homologables con los nuevos movimientos sociales, ya que de alguna manera son herederos de los movimientos contraculturales que dieron origen a este tipo de movimientos. Pese al carácter nebuloso del colectivo, cumplen con muchas de las características de ellos, siendo una de las más importantes la presencia de un discurso más o menos elaborado de participación social. Sin embargo, los teóricos ha cuestionado su poca capacidad de vinculo con otros movimientos sociales y su hermetismo hacia la sociedad más amplia, sin llegar a servir de puente a otros sectores de la sociedad civil. Esta sería su más clara y vulnerable contradicción, la búsqueda de caminos sociales alternativos globales y su repliegue en si mismo construyendo “un mundo paralelo”, sin por ello dejarlo de hacer manifiesto al resto de la sociedad.

¿Significa ello que no se trata de movimientos sociales propiamente dichos? ¿O deberíamos intentar reformular el concepto de movimiento social, para adaptarlo a las nuevas formas de ciudadanía y participación social que emergen con la posmodernidad? Si consideramos la ciudadanía como una fórmula de construcción política de la identidad, quizá puedan verse los tres movimientos analizados, con sus afinidades y sus diferencias, como intentos inestables y precarios de negociar nuevas fórmulas de identidad ciudadana. Pues desde los albores del siglo XXI el acceso de los jóvenes a la ciudadanía quizá ya no pueda basarse en un catálogo restringido de derechos y deberes formales (mayoría de edad, derecho al voto, servicio militar o civil, permiso de conducir, etc), sino en un repertorio mucho más amplio de prácticas y saberes informales (derecho a la información, educación permanente, vivienda, ocio, movilidad, usos del espacio y del tiempo, responsabilidad civil, etc). De esta manera, quizá pueda recuperarse el sentido clásico del término “ciudadanía”, no tanto como adscripción a un estado o a una nación, sino como una forma de “habitar la ciudad” y participar en la gestión del entorno inmediato. Así pues, más que una nueva concepción de movimiento social, quizá estamos presenciando la efervescencia de movimientos que exploran nuevas formas de negociación de la identidad colectiva, de gestión de espacios propios y finalmente de ejercicio de la ciudadanía.

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Notas


* Antropólogos. M.C. Costa es titulada por la Universidad Autónoma Metropolitana (México) y doctoranda en la Universitat Autónoma de Barcelona. J. Pallarés y C. Feixa son profesores de antropología social en la Universitat de Lleida.

[1] Vid. el artículo de Balardini incluído en este libro. 

[2] El final de las ideologías es un libro escrito en 1960 por D.  Bell, pero su idea básica toma fuerzas a raíz de la caída del Muro de Berlín, como evidencia tangible del hecho.

[3] Los movimientos vecinales en el Estado Español se gestaron durante la última fase del franquismo, entre 1971 y 1974;  posteriormente se expandieron entre 1974 y 1977 (Castells en Touraine 1990).

[4] Disc-Jockey: persona que pincha los discos en una discoteca.

[5] Aunque se discuta la influencia balear en la cultura del tecno hay que tener en cuenta la importancia de las discotecas de vanguardia de Ibiza, donde se inventó el llamado Balearic Beat, una forma de mezclar discos de todos los estilos que tuvo un importante impacto en la parte más comercial del acid house, gracias a los jóvenes europeos que veraneaban en las Baleares (Richard y Kruger 1998).

[6] Perseguidas en Inglaterra por la policía puesto que causaron gran alarma y pánico moral. En Cataluña se reproducen también estas campañas de pánico moral después de los éxitos de los afterhours que llevaron a la Generalitat a obligar a cerrar las discos mucho antes. Se ha conseguido con ellos, que los jóvenes se desplacen a complejos de Aragón y que surjan afterhours ilegales que van cerrando y abriendo en diferentes lugares, dependiendo de la presión.

[7] 100.000 en 1994, 500.000 en 1995, 1.000.000 en 1997.

[8] En el estado español, como en otros casos, el interés por las nuevas músicas y las nuevas drogas, asociados o no, crece con campañas informativas ¿publicitarias?, basadas en imágenes alarmantes o morbosas, especialmente respecto al éxtasis que generaron una gran atención.

[9] En otro lugar hemos analizado con mayor detalle la emergencia del movimiento tecno en Cataluña en relación con la evolución de los espacios de ocio, a partir de estudios de caso sobre dos de las macrodiscotecas más importantes de la escena: el Big-Ben de Mollerussa y el Florida 135 de Fraga (Feixa y Pallarès 1998).

[10] Existen pocos estudios fiables sobre el movimiento skinhead en Cataluña. La obra más citada –el libro Tribus Urbanas, de Costa, Pérez y Tropea (1996)- es en realidad un ensayo basado en una etnografía muy superficial y en un marco teórico desfasado, que tiende a reproducir acríticamente –mediante una jerga academizada- el contenido de informes policiales o mediáticos (en realidad, el estudio fue un encargo del Gobierno Civil de Barcelona, y los autores citan a miembros del Cuerpo Superior de Policía y al mismo Gobernador Civil como colaboradores (sic) del trabajo de campo). Semejantes críticas podrían hacerse del estudio de Aguirre y Rodríguez (1997). Mucho más rigurosa es, en cambio, la reconstrucción histórica de Casals (1995), que analiza las conexiones del movimiento skin con la tradición ultraderechista.

[11] Las interconexiones entre skinheads y ultras futbolísticos en España han sido objeto de un interesante estudio (Adán 1996). Sin embargo, la historia de las Brigadas Blanquiazules y de los Boixos Nois, llena de fusiones, fisiones y difusiones generacionales, está todavía por hacer. Pues no se trata sólo de recuperar la memoria mediática de sus alianzas y rivalidades, sino de reconstruir complejas las conexiones sociales que las han alimentado, lo que sólo es posible a través de la memoria oral de los fundadores y de sus epígonos.

[12] Paradójicamente, en los mismos días otros jueces de Balaguer y Tàrrega dejan en libertad a diversos skinheads implicados en agresiones racistas