Una sola mirada al mercado lo dice todo. Los clientes caminan curiosos de un puesto a otro, descubriendo lo que vende cada uno. Este vende tabaco, pero ¿dónde habrá maíz? Ese otro tiene azúcar, pero ¿cuál tendrá azafrán? Sin embargo, no son turistas en su primer visita a Berna. Son ciudadanos de Berna. Sin embargo, ninguno puede recordar que dos días atrás compró chocolates en este puesto, o carne en este otro. Cada tienda y su especialidad tienen que descubrirse de nuevo. Muchos caminan con mapas, tratando de ubicarse en la ciudad en la que han vivido todas sus vidas, en las calles que han caminado todos los días. Muchos otros llevan libretas que les ayudan a recordar todo aquello que han escrito mientras se mantiene brevemente en sus mentes. Porque en este mundo, las personas no tienen memoria.
Al regresar a casa al final del día, cada uno saca su libreta para recordar donde vive. El carnicero, que olvidó como cortar la carne, descubre que vive a dos calles de aquí. El banquero, cuya memoria de corto plazo le ha redituado excelentes inversiones, descubre que vive dos calles más allá. Al llegar a casa, cada uno encuentra una familia esperando a la puerta, se presenta, ayuda con la cena y lee historias a sus hijos. Al finalizar la cena, los esposos no permanecen en la mesa discutiendo las actividades del día, la escuela o las deudas. En cambio, se sonríen uno al otro, sienten la sangre correr dentro de sí, aquella sensación que sintieron quince años antes cuando se conocieron. Entran a su alcoba, se recuestan sin contemplar fotografías familiares que no reconocen, y pasan la noche entera en pasión. Porque son la costumbre y la memoria las que hacen olvidar la pasión. Sin memoria, cada noche es la primera, cada mañana es la primera, cada beso y caricia son los primeros.
Un mundo sin memoria es un mundo del presente. El pasado existe solo en libros, en documentos. Para poder conocerse, cada uno carga su Libro de la Vida, el cual va llenando con la historia de su vida. Al leerlo todos los días, uno recuerda a sus padres, su niñez, su desempeño en la escuela, sus logros, sus amores. Sin su Libro de la Vida, cada uno es una fotografía, una imagen de dos dimensiones, un fantasma. A menudo se oyen por las calles los lamentos de aquel que acaba de leer que alguna vez mató a otro, los suspiros de la mujer que descubre que tiempo atrás fue cortejada por un príncipe, las presunciones de aquel que descubrió que diez años antes recibió honores en la universidad. Algunos pasan largas horas leyendo sus libros; otros escriben nuevas páginas con los relatos del día.
Con el tiempo, cada uno va llenando su libro, hasta que llega el momento en que ya no puede leerlo todo. Entonces, debe tomar una decisión. Algunos leen sus primeras páginas para conocerse de jóvenes, mientras otros leen el final para conocerse de viejos.
Sin embargo, otros simplemente han dejado de leer. Han abandonado el pasado. Han decidido que lo importante no es si alguna vez fueron ricos o pobres, sabios o ignorantes, generosos o egoistas. humildes o orgullosos, amados u odiados. Son aquellos que miran con la frente en alto. Son aquellos que caminan con el paso alegre de su juventud. Son aquellos que han aprendido a vivir en un mundo sin memoria.