SOBRE LOS RELATOS DE TERROR
por Dashiell Hammett (1894-1961).
 
Escrito publicado en 1931.
Título original en inglés: «Introduction (from Creepers By Night)»

 

Para gustar todo el sabor de estas historias hay que llevar a ellas una mente preparada; hay que tener una cantidad razonable de confianza, si no en lo que llamamos leyes de la naturaleza, al menos en las costumbres que se suponen a la naturaleza. Si cree usted en la posibilidad y buena disposición de los cirujanos para transplantar cerebros de un cráneo a otro con resultados sorprendentes, estas historias tal vez le asusten, pero simplemente de un modo semejante -aunque difícilmente en la misma medida- que le asustaría respirar  éter en un hospital extraño. Si cree usted en fantasmas puede aspirar a sacar de estas historias, a lo sumo, una débil semejanza de la sensación que experimentaría si le dijeran que había un duende en el armario o que el hombre descuartizado del pueblo, envuelto en una sábana, abandonaba su escondite para salirle al paso. Si cree usted en aparecidos, encontrará poca diferencia, excepto quizás académicamente en que a la heroína se la coma uno de aquellos o sea arrojada al suelo por un Cicero superhombre verdaderamente supersticioso lo maravilloso tiene solamente un significado escocés: «algo que verdaderamente ocurre».

La eficacia de ese tipo de historias de que aquí tratamos dependerá de la creencia del lector en que ciertas cosas no pueden ocurrir y de que el escritor le haga sentir -si no realmente creer- que puede, aunque no pueden ocurrir. Si el lector siente que estas cosas han ocurrido, o no le importa que hayan ocurrido o no, entonces el autor ha sido, en el primer caso, poco convincente y, en el segundo caso, poco interesante, defectos literarios que no se limitan ni mucho menos a este tipo de novelas y que por eso no nos interesan aquí de modo especial. Si el lector siente que es interesante que estas cosas hayan ocurrido, o no tiene un sentimiento positivo, de que no debieran haber ocurrido, entonces la historia es, al menos para ese lector determinado, una fantasía y queda fuera de nuestro campo.

La tarea de hacer que el lector sienta, que lo que no pueda ocurrir puede y no debe, es una tarea enormemente difícil para el autor. Dirigiéndose a sí mismo, como suponemos debe hacerlo, el lector de mente ordenada no puede contar con la ventaja de la credulidad o superstición innatas.

Hay que utilizar el ambiente para fijar el escenario, pero pocas veces sirve de gran ayuda a partir de entonces, y en realidad es más bien un obstaculo que otra cosa.

La brutalidad, con frecuencia acompañamiento excelente y un medio para un fin, no es apropiadamente otra cosa que eso en este campo, y algunos de los mejores efectos se han logrado con los detalles más delicados. El detalle único más auténtico en «Otra Vuelta de Tuerca» -demasiado conocido al mismo tiempo que demasiado largo para incluirlo en este libro-, no es cuando la niña ve al espectro al otro lado del lago sino cuando vuelve la espalda simulando un interés por algún deshecho que tiene a sus pies para evitar que su niñera descubra que lo ha visto. Uno de mis relatos favoritos era aquel atribuido, según creo, a Thomas Bailey Aldrich:

"Una mujer está sentada sola en casa. Sabe que está sola en todo el mundo; todos los demás seres vivos han muerto. De pronto llaman a la puerta."

Ese relato tiene particularmente la reserva que es sello invariable de una historia de fantasmas lograda. Generalmente, a todo lo que un autor hábil puede aspirar es a lograr algunos estremecimientos de aprensión cuando los lectores se sienten conducidos hacia aquello que no puede ocurrir, y el estremecimiento culminante cuando comprenden que el no puede se ha convertido en un no debe. Este estremecimiento es casi momentáneo y casi nunca se repite. Muy pocas historias de fantasmas han seguido triunfantes durante mucho tiempo.

Las excepciones familiares son aquellas en que se dedica gran espacio al trabajo de preparación. El punto culminante es aquel en que lo que no puede se convierte en lo que no debe, y tanto si esta transición es aceptada como si es rechazada por el lector, el punto culminante ha pasado y el autor prudente descansa.