Durante mis correrías en busca de caza, he recorrido los terrenos de Areños, Camasobres, Lores y Casavegas; me los sabía de derecha a izquierda y de arriba a abajo. Conocía perfectamente todos los senderos, brezales y arraspanales, donde se pudieran encontrar los bandos de perdices, como los de Caparroso, los de Llanacastrillo, Labaila, etc. En todo este tiempo me acompañó un fiel amigo. No quiero dejar pasar en estas memorias el recuerdo que de mi perro llevo en el corazón. Se llamaba Tul, era de caza, cruce de Setter con Burgalés. No había por aquellos contornos otro como él. A enorme distancia olfateaba la presa. Ha sido el mejor que he tenido. Con él cobré perdices, cordornices, liebres, corzos y hasta un jabalí.
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¡Si! Era yo un fanático de la caza, pero no solamente placer me proporcionaba ésta, que nos venían de perlas las piezas cobradas, ya que guisadas sabrosamente por mi hermana Baltasara se transformaban en ricos platillos que variaban el monótono menú consistente en garbanzos y patatas.Todo esto me llenaba de satisfacción y endulzaba aquellos años duros llenos de carencias.
Mi escopeta era Sarasqueta, cuata, calibre 16, casi siempre la llevaba conmigo y llegué a sentirla como parte integrante de mi ser, nunca fallaba, y yo volvía siempre a casa, gozoso y ufano. Me la llevaron cuando comenzó la guerra, los mineros de Areños que subieron al pueblo y confiscaron todas las armas, nunca más supe de ella y la sentí más que si me hubiesen llevado a una novia.
Un día que con varios amigos fuimos a una partida de caza, recuerdo que llevaba el brazo en cabestrillo, a causa de un sobrecallo que me había hecho conrtando cambas, y don Marcial el médico del pueblo me había abierto la palma de la mano. Aun impedido como estaba, aquil día maté dos corzos desde el mismo sitio. Ese lugar se llama Carquerosa. Ahí mismo me puse a comer un chorizo y a tomar un trago de vino. Mientras esto hacía me entretenía en golpear una piedra contra una peña, cuando de repente, salió de la misma peña un olor muy desagradable, me extrañó este fenómeno y tomando unos cuantos fragmentos como muestra, los llevé a los pocos días a analizar a Palencia. No supieron decirme que era, sólo que se trataba de un mineral desconocido.
Más tarde, en un viaje que hice a España, charlando en San Salvador sobre este incidente, me dijo Felipe Iglesias que eso era muy valioso, preguntándome en qué lugar se encontraba; yo me hice le tonto y no contesté a su pregunta. Después de muchos años, cuando en otro de mis viajes volví a España, y siempre con la misma inquietud de saber qué era aquello, fui con Carlitos, el nieto de mi hermana Baltasara y con el Sr. Frustuoso su abuelo paterno, que había sido minero, a ese lugar, y después de tantos fui directamente a él, pero las peñas ya no existían, sólo unas zanjas abiertas indicaban que ahí había habido excavaciones. Fue una gran desilusión. Luego me informaron que unos alemanes habían sacado aquel mineral y lo habían bajado con mulas por Caloca, no se el valor que aquello haya supuesto, parece que era Uranio.
Quizá si hubieran acertado en el análisis, otro hubiera sido mi destino, pero doy gracias a Dios con el que me deparó. Ya para entonces había regresado al pueblo, Mario Diez, el cual había marchado a Cuba en busca de fortuna la que, arisca, a él no le sonrió, prefiriendo entonces volver al terruño. Trajo con él a su esposa, una bella cubanita, que era la admiración de todo el pueblo, y que al poco tiempo sintiendo a su vez la nostalgia sde su cálida y bella tierra antillana, regresó a ella.
Mario y yo por ser vecinos, hicimos grandes migas. Recorrimos todos aquellos montes, en busca de caza, especialmente urugallos (o faisanes) como también los llamábamos. También jugábamos a las cartas ocasionando esto grandes discusiones. Siempre estábamos regañando pero siemlpre nos buscábamos la mutua compañía. Solíamos bajar a S. Salvador a la cantina a tomar el blanco; él como tantos otros ya ha marchado e el viaje sin retorno pero su recuerdo vive en mi.
En el verano del 33, pro primera y única vez volvió a España mi hermano Gerardo. Además de la inmensa alegría que su visita proporcionó a toda la familia, un acontecimiento importante se suscitó durante su estancia en Casavegas. Por entonces vivíamos en la casa de los Escudos, que era de mi tío Manuel Díez hermano mayor de mi padre. Mi hermano creyó conveniente y oportuno hacer una casa para que viviéramos en ella. Adquirió por 500 pesetas unas huertas de patatas que eran propiedad de tío Antonio y del tío Felix, y ahí se edificó una hermosa casa, que quedó situada a la salida del pueblo. La dirigió el contratista Vences muy conocido en aquellos contornos.
En su construcción ayudó toda la familia, aparte (claró está) de los albañiles, carpinteros, etc. Aún mis hermanas ayudaron guiando a los carros de vacas, y por terrenos pindios hacían el acarreo de piedra que se traía de Las Calares, y de la arena que se cogía en el Matorral de Costalavá. Duro fue aquel período, fatigoso y esforzado, pero que unió a toda la familia alrededor del mismo anhelo. Desde aquí envío mi cariño entrañable hacia esa casa, que en su soledad nos habla de recuerdos y de tiempos idos...
Cuando ya tenía diecisiete o dieciocho años y en el mes de septiembre en que ya no hay mucho trabajo, varios vecinos consideramos la conveniencia de dedicarnos un poco al comercio para ganar una pesetas. Así es que en compañía de mi tío Antonio, hermano de mi padre, Delfín y tío Matías, nos fuimos con los carros de vacas a Liébana, llegándonos en ocasiones hasta Potes; íbamos por aquellos pueblos comprando nueces, que en aquella región abundan y son muy buenas. Nos las vendían por un cuarto, medio o un saco, el acierto estaba en adquirirlas lo más barato posible; por el camino comíamos de lo que llevábamos preparado en casa y algunas latas, por la noche dormíamos bajo cualqueir tenada que encontrábamos al paso, y sobre la paja que llevábamos para pienso de los animales.
Ya de regreso, en Pernía, las vendíamos por todos los pueblos por los que íbamos pasando, algunas veces llegamos hasta Carrión de los Condes y a Saldaña. Eran doce o quince días entre ida y regreso, jornadas muy duras, largas y agotadoras tanto para nosotros como para los animales, suponían un esfuerzo muy grande, pero también era grande el tesón, y siempre regresábamos a casa con algulnso duros de ganancia.
También comerciábamos con manzanas, éstas después de comprarlas las vendíamos, o cambiábamos por harina, usando el viejo sistema del trueque (según se nos presentara el negocio. ¡Qué tiempos aquellos! Fueron días llenos de sacrificio ya lo he dicho, y gran esfuerzo. YO creo que desde entonces se despertó en mí, el gusto por el comercio, y el deseo de irme a México, como lo había hecho mi hermano Gerardo, buscando una vida menos sacrificada.
Todos estos recuerdos que he transcrito, han sido dictados por mi sinceridad. Deseo que cuando pasen los años y yo ya no exista, se me recuerde no solamente como el abuelo rico, sino como lo que fuí un hombre de trabajo tenaz y constante. Estoy orgulloso de mi pasado, de mis raíces, de mi terruño, tengo como galardón los trabajos y sacrificios que viví para abrirme paso en la vida y deseo, que cuando mis nietos y los hijos de mis nietos crezcan y vengan a conocer esta tierra hermosa y bravía, tengan una visión más real de quien fue su abuelo, de lo que fue su vida, que la final de cuentas es el principio de lo que será la suya.