El único camino [1]
Prefacio
La decadencia del capitalismo
promete ser todavía más turbulenta, dramática y sangrienta que su ascenso. El
capitalismo alemán no resultará seguramente ninguna excepción. Si su agonía se
prolonga demasiado, la culpa reside ‑debemos de decir la verdad‑ en
los partidos del proletariado.
El capitalismo alemán apareció tarde
en escena, y fue privado de los privilegios del primogénito. El desarrollo de
Rusia la situó en algún lugar entre Inglaterra y la India; Alemania, en un
esquema semejante, tendría que ocupar el lugar entre Inglaterra y Rusia, no
obstante sin las enormes colonias ultramarinas de Gran Bretaña ni las «colonias
interiores» de la Rusia zarista. Alemania, comprimida en el corazón de Europa,
se vio enfrentada ‑en una época en que el mundo entero ya había sido
repartido‑ a la necesidad de conquistar mercados exteriores y de volver a
repartir colonias que ya habían sido repartidas.
El capitalismo alemán no estuvo
destinado a nadar contra corriente, a entregarse al libre juego de las fuerzas.
Sólo Gran Bretaña pudo permitirse este lujo, y sólo durante un período
histórico limitado, que ha finalizado recientemente ante nuestros ojos. El
capitalismo alemán no pudo siquiera permitirse el «sentido de la moderación»
del capitalismo francés, atrincherado dentro de sus límites y provisto además
de ricas posesiones coloniales como reserva.
La
burguesía alemana, oportunista de pies a cabeza en el terreno de la política
interior, tuvo que elevarse al colmo de la audacia y de la ligereza en el de
la economía y la política mundial; tuvo que expander inconmensurablemente su producción para
alcanzar a las naciones más antiguas, blandir la espada y lanzarse a la guerra.
La extrema racionalización de la industria alemana después de la guerra resultó
asimismo de la necesidad de superar las condiciones desfavorables de retraso histórico,
de situación geográfica y de derrota militar.
Si los males económicos de nuestra
época son resultado, en último análisis, del hecho de que las fuerzas
productivas de la humanidad son incompatibles con la propiedad privada de los
medios de producción así como con las fronteras nacionales, el capitalismo
alemán está atravesando las convulsiones más dolorosas precisamente porque es
el capitalismo más moderno, más avanzado y más dinámico del continente europeo.
Los médicos del capitalismo alemán
se dividen en tres escuelas: liberalismo, economía planificada y autarquía.
El liberalismo querría restaurar
las leyes «naturales» del mercado. Pero el infeliz destino político del
liberalismo solamente refleja el hecho de que el capitalismo alemán nunca pudo
basarse en el manchesterismo,[2]
sino que fue, a través del proteccionismo, hasta los trusts y los monopolios.
La economía alemana no puede ser devuelta a un pasado «saludable» que nunca
existió.
El «nacionalsocialismo» promete
revisar a su manera la labor de Versalles, es decir, llevar más lejos la
ofensiva del imperialismo de los Hohenzollern. Al mismo tiempo, quiere llevar a
Alemania a la autarquía, es decir, al camino del localismo y de la restricción
voluntaria. El rugido del león oculta en este caso la psicología del perro
azotado. Adaptar el capitalismo alemán a sus fronteras nacionales es casi lo
mismo que curar a un enfermo cortándole la mano derecha, el pie izquierdo y
parte de su cráneo.
Curar al capitalismo por medio de
la economía planificada significaría eliminar la competencia. En tal
caso, debemos empezar por la abolición de la propiedad privada de los medios de
producción. Los reformadores burocrático‑profesorales no se atreven ni a
pensarlo. La economía alemana es, menos que nada, puramente alemana: es un
elemento integrante de la economía mundial. Un plan alemán sólo es concebible
en la perspectiva de un plan económico internacional. Un sistema planificado en
el interior de las estrechas fronteras nacionales significaría el abandono de
la economía mundial, es decir, el intento de regresar al sistema de la
autarquía.
Estos tres sistemas, con sus
disensiones mutuas, en realidad se parecen en cuanto que todos están encerrados
dentro del circulo vicioso del utopismo reaccionario. Lo que ha de salvarse no
es el capitalismo alemán, sino Alemania de su capitalismo.
En
los años de la crisis, la burguesía alemana, o al menos sus teóricos, han
pronunciado discursos de arrepentimiento; sí, habían llevado una política
demasiado arriesgada, habían recurrido con mucha ligereza a la ayuda de créditos
extranjeros, habían empujado demasiado rápidamente la modernización del
equipamiento fabril etc. En el futuro, ¡habrá, que ser más cuidadosos! En
realidad, sin embargo, a medida que se manifiesta el programa de Papen y la
actitud del capital financiero hacia él, los dirigentes de la burguesía alemana
se inclinan hoy más que nunca al aventurismo económico.
A los primeros signos de
reactivación industrial, el capitalismo alemán se mostrará tal y como su pasado
histórico lo ha conformado, y no como les gustaría configurarlo a los
moralistas liberales. Los empresarios, ávidos de beneficios, harán subir de
nuevo la presión del vapor sin prestar atención al manómetro. La persecución de
los créditos extranjeros volverá a tomar un carácter febril. ¿Son escasas las
posibilidades de expansión? Tanto más necesario el monopolizarlas. El mundo
aterrorizado verá de nuevo el cuadro del período precedente, pero en forma de
convulsiones todavía más violentas. Al mismo tiempo, el renacimiento del
militarismo alemán avanzará como si los años 1914‑1918 nunca hubiesen
existido. La burguesía alemana vuelve a situar a los barones del Este del Elba
a la cabeza de la nación. Bajo los auspicios bonapartistas, están aún más
inclinados a arriesgar la cabeza de la nación que bajo los de la monarquía
legítima.
En sus momentos lúcidos, los
dirigentes de la socialdemocracia alemana deben preguntarse por qué milagro su
partido, después de todo el daño que ha hecho, todavía dirige a millones de
obreros. Ciertamente, ha de darse una gran importancia al conservadurismo
innato a toda organización de masas. Varias generaciones del proletariado han
pasado por la socialdemocracia como escuela política; ello ha creado una gran
tradición. Sin embargo, ésa no es la razón principal de la vitalidad del
reformismo. Los obreros no pueden abandonar simplemente la socialdemocracia, a
pesar de todos los crímenes de ese partido; deben poder remplazarlo por otro
partido. Entretanto, el partido comunista alemán, en la persona de sus
dirigentes, ha hecho todo lo que estaba a su alcance para alejar a las masas o
al menos para impedirles que se agrupasen alrededor del partido comunista.
La política de capitulación de
Stalin‑Brandler en el año 1923; el zigzag ultraizquierdista de Maslow‑Ruth
Fischer, Thaelmann en 1924-1925; el arrastramiento oportunista ante la
socialdemocracia en 1926-1.928; el aventurismo del «tercer período» en 1928‑1930;
la teoría y práctica del «socialfascismo» y de la «liberación nacional» en 1930‑1932,
ésas son las partidas de la factura. El total da: Hindenburg‑Papen‑Schelicher
y Cía.
Por el camino capitalista, no hay
ninguna salida para el pueblo alemán. En eso reside la fuente de fortaleza más
importante del partido comunista. El ejemplo de la Unión Soviética muestra
mediante la experiencia que hay una salida por el camino socialista. En eso
reside la segunda fuente de fortaleza del partido comunista.
Pero, gracias a las condiciones de
desarrollo del Estado proletario aislado, allí ha tomado la dirección de la
Unión Soviética una burocracia nacional‑oportunista, que no cree en la
revolución mundial, que defiende su independencia de la revolución mundial y
mantiene a la vez una dominación ilimitada sobre la Internacional Comunista. Y
ésa es en la actualidad la mayor desgracia para el proletariado alemán e
internacional.
La situación en Alemania está
hecha como a propósito para posibilitar al partido comunista el ganar a la
mayoría de los obreros en un corto espacio de tiempo. El partido comunista debe
comprender solamente que sin embargo, en la actualidad, representa a la minoría
del proletariado, y debe caminar firmemente por el camino de la táctica de
frente único. En su lugar, el partido comunista ha hecho suya una táctica que
puede resumirse en las siguientes palabras: no dar a los obreros alemanes la
posibilidad de llevar adelante luchas económicas ni de presentar resistencia al
fascismo, ni de empuñar la herramienta de la huelga general, ni de crear
soviets; antes, que el proletariado mundial reconozca por adelantado la
dirección del partido comunista. La tarea política se convierte en un
ultimátum.
¿De dónde pudo haber provenido
este destructivo método? La respuesta a ello está en la política de la fracción
estalinista en la Unión Soviética. Allí, el aparato ha convertido la dirección
política en una autoridad administrativa. Al negarse a permitir que los obreros
discutan, o critiquen, o voten, la burocracia estalinista no les habla en otro
lenguaje que en el del ultimátum. La política de Thaelmann es un intento de
traducir el estalinismo a un mal alemán. Pero la diferencia consiste en que la
burocracia de la URSS tiene a disposición de su política de mando el poder
estatal, que recibió de las manos de la revolución de Octubre. Thaelmann, por
el contrario, sólo tiene para reforzar sus ultimátums la autoridad formal de la
Unión Soviética. Esta es una gran fuente de ayuda moral, pero, bajo las
condiciones dadas, sólo basta para cerrar la boca de los obreros comunistas,
pero no para ganarse a los obreros socialdemócratas. Sin embargo, el problema
de la revolución alemana se reduce ahora a esta última tarea.
Siguiendo las obras anteriores del
autor dedicadas a la política del proletariado alemán, este panfleto intenta
investigar las cuestiones de la política revolucionaria alemana en una nueva
fase.
1.
Bonapartismo
y fascismo
Tratemos de analizar brevemente lo
que ha ocurrido y dónde nos encontramos.
Gracias a la socialdemocracia, el
gobierno Brüning dispuso del apoyo parlamentario para gobernar con la ayuda de los
decretos de emergencia. Los dirigentes socialdemócratas dijeron: «De esta forma
bloquearemos el camino del fascismo al poder.» La burocracia estalinista dijo:
«No, el fascismo ya ha triunfado; el régimen de Brüning es el fascismo.» Ambas
afirmaciones eran falsas. Los socialdemócratas hicieron pasar una retirada
pasiva ante el fascismo como la lucha contra el fascismo. Los estalinistas
presentaron el asunto como si la victoria del fascismo ya hubiese ocurrido. La
fuerza de combate del proletariado fue minada por ambos lados y se facilitó y
aproximó el triunfo del enemigo.
En su tiempo, caracterizamos al
gobierno Brüning como bonapartismo («una caricatura de bonapartismo»), es
decir, como un régimen de dictadura político‑militar. En el momento en
que la lucha de dos estratos sociales ‑los que tienen y los que no
tienen, los explotadores y los explotados‑ alcanza su tensión más
elevada, se han creado las condiciones para la dominación de la burocracia, la
policía y la tropa. El gobierno se vuelve «independiente » de la sociedad.
Recordemos una vez más: si se clavan simétricamente dos horquillas en un
corcho, éste puede guardar el equilibrio incluso sobre la cabeza de un alfiler.
Ese es precisamente el esquema del bonapartismo. Podemos tener por seguro que semejante
gobierno no deja de ser el empleado de los propietarios. Sin embargo, el
empleado se sitúa sobre la espalda del amo, le restriega el pescuezo en carne
viva y no titubea, a veces, en limpiarse los zapatos en su cara.
Puede haberse dado por sentado que
Brüning proseguiría hasta la solución final. Sin embargo, en el transcurso de
los acontecimientos, se ha añadido otro eslabón: el gobierno Papen. Para ser
exactos, deberíamos hacer una rectificación en nuestra anterior
caracterización: el gobierno Brüning era un gobierno pre‑bonapartista.
Brüning era solamente un precursor. En una forma perfecta, el bonapartismo
entró en escena con el gobierno Papen‑Schleicher.
¿En qué consiste la diferencia? Brüning
aseguraba que no conocía mayor felicidad que «servir» a Hindenburg y al párrafo
48. HitIer «apoyaba» con su puño el flanco derecho de Brüning. Pero, con el
codo izquierdo, Brüning descansaba sobre el hombro de Wels. En el Reichstag,
Brüning encontró una mayoría que le eximía de contar con el Reichstag.
Cuanto más crecía la independencia
de Brüning respecto al parlamento, más independientes se sentían las cumbres de
la burocracia con respecto a Brüning y a los grupos políticos que se hallaban
tras él. Finalmente, sólo faltaba romper los lazos con el Reichstag. El
gobierno Papen surgió de una concepción burocrática inmaculada. Con el codo
derecho, descansa sobre el hombro de Hitler. Con el puño de la policía, se
protege del proletariado por la izquierda. En eso residen el secreto de su
«estabilidad», es decir, de que no se hunda en el momento mismo de su
formación.
El gobierno Brüning asumía un
carácter clerical‑burocrático‑policiaco. La Reichswher todavía
permanecía en reserva. El «Frente de Hierro» servía como un apoyo directo del
orden. La esencia del golpe de Estado de Hindenburg‑Papen consiste
precisamente en eliminar su dependencia del «Frente de Híerro». Los generales
pasaron automáticamente al primer lugar.
Los dirigentes socialdemócratas
resultaron ser completamente embaucados. Y eso es más que lo que les espera en
períodos de crisis social. Esos intrigantes pequeñoburgueses parecen
inteligentes sólo en aquellas condiciones en que la inteligencia no es
necesaria. Ahora, se tapan la cabeza por la noche, sudan, y esperan un milagro:
tal vez al final podamos todavía no sólo salvar nuestras cabezas. sino también
el mobiliario archiatiborrado y los pequeños ahorros inocentes. Pero ya no
habrá más milagros...
Desgraciadamente, sin embargo, el
partido comunista también ha sido completamente tomado por sorpresa por los
acontecimientos. La burocracia estalinista fue, incapaz de prever nada. Ahora,
Thaelmann, Remmele y otros hablan a cada instante del «golpe de Estado del. 20
de julio». ¿Cómo ha sido eso? Al principio, afirmaban que el fascismo ya había
llegado y que sólo los «trotskistas contrarrevolucionarios» podían hablar de
ello como algo futuro. Ahora resulta que para pasar de Brüning a Papen ‑por
el momento no a Hitler, sino sólo a Papen‑ fue necesario todo un «golpe
de Estado». Sin embargo, el contenido de clase de Severing, Brüning y Hitler,
según nos habían enseñado esos sabios, es «uno y el mismo». Entonces, ¿de qué y
para qué el golpe de Estado?
Pero la confusión no acaba aquí.
Incluso aunque la diferencia entre fascismo y bonapartismo esté ahora lo
suficientemente clara, Thaelmann, Remmele y demás hablan del golpe de Estado fascista
del 20 de julio. Al mismo tiempo, alertan a los obreros contra el peligro
inminente de un derrocamiento hitleriano, es decir, igualmente fascista. Por
último, se caracteriza a la socialdemocracia, precisamente igual que antes,
como socialfascista. De esta forma, los acontecimientos que se suceden se
reducen a que diferentes clases de fascismo tomen el poder una de otra con la
ayuda de golpes de Estado «fascistas». ¿No está claro que toda la teoría
estalinista fue elaborada sólo con el fin de agarrotar el cerebro humano?
Cuanto menos preparados estaban
los obreros, más destinada estaba la llegada del gobierno Papen a producir la
impresión de fortaleza: ignorancia completa de los partidos, nuevos decretos de
emergencia, disolución del Reichstag, represalias, estado de sitio en la
capital, abolición de la «democracia» prusiana. ¡Y con qué facilidad! A un león
se le mata de un disparo a la pulga se la aplasta entre las uñas; con los
ministros socialdemócratas se acaba de un papirotazo.
No obstante, a pesar de la
apariencia de fuerzas concentradas, el gobierno Papen como tal es más
débil todavía que su predecesor. El régimen bonapartista puede lograr un
carácter comparativamente estable y duradero sólo en el caso de que ponga fin a
una época revolucionaria; cuando la relación de fuerzas ya ha sido puesta a
prueba en batallas; cuando las clases revolucionarias ya están agotadas, pero
las clases poseedoras aun no se han librado del terror: ¿no traerá mañana
nuevas convulsiones? Sin esta condición básica, es decir, sin un agotamiento
anterior de las energías de las masas en combates, el régimen bonapartista no
está en posición de avanzar.
A través del gobierno Papen, los
barones, los magnates del capital y los banqueros han realizado un intento de
salvaguardar sus intereses mediante la policía y el ejército regular. La idea
de entregar todo el poder a Hitler, que se apoya en las bandas voraces y
desbocadas de la pequeña burguesía, está lejos de agradarles. Ellos, por
supuesto, no dudan de que a la larga Hitler será un instrumento sumiso de su
dominación. Sin embargo, esto es inseparable de convulsiones, del riesgo de una
guerra civil larga y fatigosa y de gastos enormes. El fascismo, sin duda, como
muestra el ejemplo italiano, conduce al final a una dictadura burocrático‑militar
de tipo bonapartista. Pero para eso se requieren una serie de años aun en el
caso de una victoria total: un plazo aún más largo en Alemania que en Italia.
Está claro que las clases poseedoras preferirían un camino más económico, es
decir, el camino de Schleicher y no el de Hitler, por no hablar de que el mismo
Schleicher lo prefiere de esa forma.
El que la base para la existencia
del gobierno Papen radique en la neutralización de los campos irreconciliables
no significa en modo alguno, desde luego, que las fuerzas del proletariado
revolucionario y de la pequeña burguesía reaccionaria pesen lo mismo en la
balanza de la historia. Toda la cuestión se desplaza aquí al terreno de la
política. Mediante el mecanismo del Frente de Hierro, la socialdemocracia
paraliza al proletariado. Con la política de ultimatismo insensato, la
burocracia estalinista bloquea a los obreros el camino revolucionario. Con una
correcta dirección del proletariado, el fascismo seria exterminado sin
dificultad y ni una rendija quedaría abierta para el bonapartismo.
Desgraciadamente, esa no es la situación. La fortaleza paralizada del
proletariado ha adoptado la forma engañosa de la «fortaleza» de la camarilla
bonapartista. En eso reside la fórmula política de la actualidad.
El gobierno Papen es el punto
invisible de intersección de grandes fuerzas históricas. Su peso independiente
es casi nulo. Por tanto, no puede hacer otra cosa que sentir pánico de sus
propias gesticulaciones y tener vértigo del vacío que le rodea por todas
partes. Así, y sólo así, puede explicarse que en los actos del gobierno haya
habido hasta hoy dos partes de timidez por una de audacia. En Prusia, es decir,
con la socialdemocracia, el gobierno jugaba a ganar: sabía que esos señores no
ofrecerían resistencia. Pero después de haber disuelto el Reichstag, anunció
nuevas elecciones y no se atrevió a posponerlas. Tras proclamar la ley marcial,
se hartó de explicar: esto es sólo para facilitar la capitulación sin lucha de
los dirigentes socialdemócratas.
Sin embargo ¿no hay una
Reichswher? No somos dados a olvidarlo. Engels definía el Estado como
organismos de hombres armados, con accesorios materiales en forma de prisiones,
etc. Con respecto al actual poder gubernamental, incluso puede decirse que sólo
la Reichswher existe realmente. Pero la Reichswher no parece de ninguna manera
un instrumento sumiso y fiable en las manos del grupo de personas a cuya cabeza
se encuentra Papen. En realidad, el gobierno es más bien una especie de
comisión política de la Reichswher.
Pero a pesar de toda su
preponderancia sobre el gobierno, la Reichswher no puede sin embargo pretender
ningún papel político independiente. Cien mil soldados, no importa cuán
cohesivos y aguerridos puedan ser (lo que todavía falta por probar), no pueden
mandar a una nación de sesenta y cinco millones desgarrada por los más
profundos antagonismos sociales. La Reichswher solamente representa un elemento
en la acción de las fuerzas, y no el decisivo.
A su manera, el nuevo Reichstag
refleja mucho mejor la situación política del país que ha llevado al
experimento bonapartista. El parlamento sin una mayoría, con alas
irreconciliables, ofrece un argumento obvio e irrefutable a favor de la dictadura.
Una vez más, los límites de la democracia aparecen en toda su evidencia. Allí
donde se trata de las bases mismas de la sociedad, la aritmética parlamentaria
no es la que decide. Lo que decide es la lucha.
No intentaremos opinar desde lejos
qué camino seguirán en los próximos días los esfuerzos para formar gobierno.
Nuestras hipótesis llegarían de cualquier forma tarde, y ademáis, no son las
posibles formas y combinaciones transitorias las que resuelven el problema. Un
bloque del ala derecha con el Centro significaría la «legalización» de la toma
del poder por los nacionalsocialistas, es decir, la cobertura más apropiada
para el golpe de Estado fascista. Qué relaciones se desarrollarán al principio
entre Hitler, Schleicher y los dirigentes del Centro es más importante para
ellos que para el pueblo alemán. Políticamente, todas las combinaciones
pensables con Hitler significan la disolución de la burocracia, los tribunales,
la policía y el ejército en el interior del fascismo.
Si se admite que el Centro no
aceptará una coalición en la que tendría que pagar con la ruptura con sus
propios obreros el papel de freno a la locomotora de Hitler, en ese caso sólo
queda abierto el camino extraparlamentario. Una combinación sin el Centro
garantizaría más fácil y rápidamente el predominio de los nacionalsocialistas.
Si éstos no se unen inmediatamente con Papen y al mismo tiempo pasan de
inmediato al asalto, el carácter bonapartista del gobierno se manifestará más
agudamente: Schleicher tendría sus «cien días»... sin los años napoleónicos
anteriores.
Cien días ‑no, estamos calculando demasiado generosamente. La Reichswher no decide. Schleicher no basta. La dictadura extraparlamentaria de los junkers y los magnates del capital financiero sólo puede garantizarse mediante una guerra civil fatigosa e implacable. ¿Podrá Hitler realizar esta tarea? Eso no sólo depende de la mala voluntad del fascismo, sino también de la voluntad revolucionaria del proletariado.
2.
Burguesía,
pequeña burguesía y proletariado
Todo análisis serio de la
situación política debe tomar como punto de partida las relaciones mutuas entre
las tres clases: la burguesía, la pequeña burguesía (incluido el campesinado) y
el proletariado.
La gran burguesía, económicamente
poderosa, constituye, por sí misma, una ínfima minoría de la nación. Para
imponer su dominación, debe hacer cumplir una determinada relación mutua con la
pequeña burguesía y, por su mediación, con el proletariado.
Para comprender la dialéctica de
esas interrelaciones, debemos distinguir tres fases históricas: el comienzo del
desarrollo capitalista, en que la burguesía precisaba métodos revolucionarios
para resolver sus tareas; el periodo de florecimiento y madurez del régimen
capitalista, en que la burguesía dotó su dominación con formas democráticas,
ordenadas, pacíficas, conservadoras; por último, la decadencia del capitalismo,
en que la burguesía está obligada a recurrir a los métodos de la guerra civil
contra el proletariado para proteger su derecho a la explotación.
Los programas políticos
característicos de esas tres fases, jacobinismo, democracia reformista
(incluida la socialdemocracia) y fascismo, son esencialmente programas
de corrientes pequeñoburguesas. Este dato solo, más que ninguna otra cosa
muestra que enorme ‑mas aun, qué decisiva importancia tiene la
autodeterminación de las masas pequeñoburguesas del pueblo para todo el destino
de la sociedad burguesa.
Sin embargo, la relación entre la
burguesía y su base social fundamental, la pequeña burguesía, no descansa de
ningún modo en la confianza recíproca y en la colaboración pacifica. El grueso
de la pequeña burguesía es una clase explotada y oprimida. Mira a la burguesía
con envidia y, a menudo, con odio. La burguesía, por su parte, aun cuando
utiliza el apoyo de la pequeña burguesía, desconfía de ella, pues teme, con
razón, su tendencia a derribar las barreras impuestas desde arriba.
Aun cuando estaban arreglando y despejando
el camino al desarrollo burgués, los jacobinos chocaron a cada momento con la
burguesía. La sirvieron en un lucha intransigente contra ella. Después de
realizar su limitado papel histórico, los jacobinos cayeron, pues la dominación
del capital estaba predeterminada.
Para toda una serie de fases., la
burguesía afirmó su poder bajo la forma de la democracia parlamentaria. Pero de
nuevo, no pacífica ni voluntariamente. La burguesía temía mortalmente el
sufragio universal. Pero a la larga, con la ayuda de una combinación de
represión y concesiones, con la amenaza del hambre unida a las reformas,
consiguió subordinar en el marco de la democracia formal no sólo a la vieja
pequeña burguesía, sino, en gran medida, también al proletariado, por medio de
la nueva pequeña burguesía, la burocracia obrera. En agosto de 1914, la
burguesía imperialista pudo, por medio de la democracia parlamentaria, llevar a
millones de obreros y campesinos a la carnicería.
Pero precisamente con la guerra
empieza la clara decadencia del capitalismo y, sobre todo, de su forma
democrática de dominación. En adelante ya no se trata de nuevas reformas y
limosnas, sino de reducir y suprimir las antiguas. Con ello, la burguesía entra
en conflicto no sólo con las instituciones de la democracia proletaria
(sindicatos y partidos políticos), sino también con la democracia
parlamentaria, en cuyo marco surgieron las organizaciones obreras. De ahí, la
campaña contra el «marxismo», por un lado, y contra el parlamentarismo
democrático por el otro.
Pero igual que las cumbres de la
burguesía liberal fueron incapaces en su época, sólo con su propia fuerza, de
desprenderse del feudalismo, la monarquía y la iglesia, así los magnates del
capital financiero son incapaces, sólo con su fuerza, de enfrentarse con el
proletariado. Necesitan el apoyo de la pequeña burguesía. Para este fin, debe
ser ganada, puesta en pie, movilizada y armada. Pero este método tiene sus
riesgos. Aun cuando utiliza el fascismo, la burguesía no obstante le teme.
Pilsudski fue obligado en mayo de 1926 a salvar la sociedad burguesa mediante
un golpe de Estado dirigido contra los partidos tradicionales de la burguesía
polaca. La cosa llegó tan lejos, que el dirigente oficial del partido comunista
polaco, Warski, que pasó de Rosa Luxemburg a Stalin, y no a Lenin, tomó el
golpe de estado de Pilsudski como el camino de la dictadura democrática
revolucionaria» y llamó a los obreros a apoyar a Pi1sudski.
En la sesión de la comisión polaca
del comité ejecutivo de la Comintern del 2 de julio de 1926, el autor de estas
líneas dijo sobre los acontecimientos de Polonia:
«... el movimiento que [Pilsudski] encabezó era pequeñoburgués, una forma «plebeya» de resolver los acuciantes problemas de la sociedad capitalista en proceso de decadencia y destrucción. Se trata de un paralelo directo con el fascismo italiano...
»Esas dos corrientes tienen
indudablemente rasgos comunes: sus tropas de choque se reclutan... entre la
pequeña burguesía; tanto Pilsudski como Mussolini emplearon medios
extraparlamentarios, claramente violentos, métodos de guerra civil; ambos se
proponían salvar a la sociedad burguesa, no echarla abajo. Tras poner en pie a
las masas pequeñoburguesas, ambos chocaron abiertamente con la gran burguesía
después de llegar al poder. Involuntariamente, una generalización histórica
viene a la mente: forzoso es recordar la definición de Marx del jacobinismo
como una forma plebeya de enfrentarse con los enemigos feudales de la
burguesía. Eso fue en la época del auge de la burguesía. Hay que decir
que ahora, en la época de la decadencia de la sociedad burguesa, la
burguesía necesita de nuevo una forma «plebeya» de resolver sus problemas ‑que
ya no son progresivos, sino, más bien, completamente reaccionarios. En este
sentido, pues, el fascismo esconde una caricatura reaccionaria del jacobinismo.
»La burguesía decadente es incapaz de mantenerse en el poder con los métodos y medios creados por ella misma ‑el Estado parlamentario. Necesita el fascismo como instrumento de autodefensa, al menos en los momentos más críticos. A la burguesía no le gusta la forma “plebeya” de resolver sus problemas. Tuvo una actitud extremadamente hostil hacia el jacobinismo, que despejó en sangre el camino para el desarrollo de la sociedad burguesa. Los fascistas están infinitamente más cerca de la burguesía decadente que los jacobinos de la burguesía ascendente. Pero a la burguesía aposentada no le gusta tampoco la forma fascista de resolver sus problemas, pues los choques y disturbios, aunque en interés de la sociedad burguesa, también implican riesgos para ella. Este es el origen del antagonismo entre el fascismo y los partidos tradicionales de la burguesía...
»A la gran burguesía le disgusta
este método, casi igual que a un hombre con la mandbula tumefacta le disgusta
que le limpien los dientes. Los círculos respetables de la sociedad burguesa
veían con odio los servicios del dentista Pilsudski, pero al final cedieron
ante lo inevitable, ciertamente con amenazas de resistencia y porfiando y
regateando el precio. ¡Y he aquí al ídolo de ayer de la pequeña burguesía
convertido en gendarme del capital!» [3]
A este intento de definir el lugar
histórico del fascismo como sustituto político de la socialdemocracia, se le
contrapuso la teoría del socialfascismo. Al principio, podía parecer una
estupidez presuntuosa y desagradable, pero inofensiva. Los acontecimientos
subsiguientes han mostrado qué perniciosa influencia ejerció‑ de hecho la
teoría estalinista sobre todo el desarrollo de la Internacional Comunista [4].
¿Se deduce del papel histórico del
jacobinismo, de la democracia y del fascismo que la pequeña burguesía está
condenada a seguir siendo un instrumento en manos del capital hasta el final de
sus días? Si fuera así, la dictadura del proletariado sería imposible en una
serie de países en que la pequeña burguesía constituye la mayoría de la nación;
y más aún, la haría extremadamente difícil en otros países en que la pequeña
burguesía representa una importante minoría. Afortunadamente, no es así. La
experiencia de la Comuna de París mostró por primera vez, al menos en los
límites de una ciudad, igual que la experiencia de la revolución de Octubre lo
ha mostrado después a una escala mucho mayor y durante un período
incomparablemente más largo, que la alianza de la pequeña burguesía y la gran
burguesía no es indisoluble. Puesto que la pequeña burguesía es incapaz de una
política independiente (también por eso la «dictadura democrática»
pequeñoburguesa es irrealizable) no le queda más que optar entre la burguesía y
el proletariado.
En la época de ascenso, del
crecimiento y florecimiento del capitalismo, la pequeña burguesía, a pesar de
agudas explosiones de descontento, marchó por lo general obedientemente en el
aparejo capitalista. No podía hacer otra cosa. Pero bajo las condiciones de
desintegración capitalista y el atolladero de la situación económica, la
pequeña burguesía procura, intenta y se esfuerza por liberarse de las ataduras
de los antiguos amos y dirigentes de la sociedad. Es totalmente capaz de unir
su destino al del proletariado. Para eso sólo se necesita una cosa: la pequeña
burguesía debe adquirir confianza en la capacidad del proletariado de llevar a
la sociedad por un nuevo camino. El proletariado sólo puede inspirar esa
confianza por su fortaleza, por la firmeza de sus acciones, por una hábil
ofensiva contra el enemigo, por el éxito de su política revolucionaria.
Pero ¡ay si el partido
revolucionario no está a la altura de la situación! La lucha diaria del
proletariado agudiza la inestabilidad de la sociedad burguesa. Las huelgas y
los disturbios políticos agravan la situación económica del país. La pequeña
burguesía podría resignarse temporalmente a privaciones crecientes si a través
de su experiencia llega a la convicción de que el proletariado está en
condiciones de llevarla por un nuevo camino. Pero si el partido revolucionario,
a pesar de que la lucha de clases se acentúa incesantemente, se muestra una y
otra vez incapaz de unificar a la clase obrera tras él, si vacila, se vuelve
confuso, se contradice, entonces la pequeña burguesía pierde la paciencia y
empieza a considerar a los obreros revolucionarios como los responsables de su
propia miseria. Todos los partidos burgueses, incluida la socialdemocracia,
piensan en ello. Cuando la crisis social asume una agudeza intolerable, aparece
en escena un determinado partido con el objetivo declarado de agitar a la
pequeña burguesía hacia un blanco de ira, y de dirigir su odio y su
desesperación contra el proletariado. En Alemania, esta función histórica la
realiza el nacionalsocialismo amplia corriente cuya ideología está formada por
todos los tufos pútridos de la sociedad burguesa en descomposición.
La responsabilidad política
fundamental del crecimiento del fascismo recae, por supuesto en los hombros de
la socialdemocracia. Desde la guerra imperialista, la labor de este partido se
ha reducido a desarraigar de la conciencia del proletariado la idea de una
política independiente, para inculcarle la creencia en la eternidad del
capitalismo, y para hacerlo arrodillar una y otra vez ante la burguesía
decadente. La pequeña burguesía puede seguir a los obreros sólo si ve en él al
nuevo señor. La socialdemocracia enseña al obrero a ser un lacayo. La pequeña
burguesía no seguirá a un lacayo. La política del reformismo priva al
proletariado de la posibilidad de dirigir a las masas plebeyas de la pequeña
burguesía y, por tanto, convierte a esta última en carne de cañón para el
fascismo.
La cuestión política, sin embargo,
no se salda para nosotros con la responsabilidad de la socialdemocracia. Desde
el comienzo de la guerra, denunciamos a este partido como la agencia de la
burguesía imperialista en las filas del proletariado. De esta nueva orientación
de los marxistas revolucionarios surgió la Tercera Internacional. Su tarea
consistió en unificar al proletariado bajo la bandera de la revolución y, por
tanto, de garantizarle la influencia dirigente sobre las masas oprimidas de la
pequeña burguesía de las ciudades y del campo.
El período de posguerra, en
Alemania más que en ninguna otra parte, fue una época de desesperanza económica
y de guerra civil. Las condiciones internacionales así como las interiores
empujaron imperiosamente al país por el camino del socialismo. Cada paso de la
socialdemocracia descubría su decadencia y su impotencia, el significado
reaccionario de su política, la banalidad de sus dirigentes. ¿Qué otras
condiciones se necesitaban para el desarrollo del partido comunista? Y sin
embargo, tras los primeros años de éxitos significativos, el comunismo alemán
entró en un período de vacilaciones, de zigzags, de virajes alternativos hacia
el oportunismo y hacia el aventurismo. La burocracia centrista ha debilitado
sistemáticamente a la vanguardia proletaria y le ha quitado al proletariado en
su conjunto la posibilidad de dirigir tras él a las masas oprimidas de la
pequeña burguesía. La burocracia estalinista carga con la responsabilidad
directa e inmediata por el crecimiento del fascismo ante la vanguardia
proletaria.
3. ¿Alianza de la socialdemocracia
con el fascismo o lucha entre ellos?
Comprender la interrelación de las
clases en forma de esquema, fijado de una vez por todas, es relativamente
sencillo. La valoración de las relaciones concretas entre las clases en cada
situación dada es infinitamente más difícil.
La gran burguesía alemana
actualmente vacila ‑situación que la burguesía, en general, experimenta
muy raramente. Una parte se ha convencido definitivamente de la inevitabilidad
del camino fascista y le gustaría acelerar la operación. La otra parte espera
hacerse dueña de la situación con la ayuda de una dictadura policíaca‑militar
bonapartista. Nadie en este campo desea
volver a la «democracia» de Weimar.
La pequeña burguesía está
dividida. El nacionalsocialismo, que ha reunido bajo su bandera a la mayoría
abrumadora de las clases intermedias, quiere tomar en sus manos todo el poder.
El ala democrática de la pequeña burguesía, que todavía tiene tras de sí a
millones de obreros, quiere volver a la democracia según el modelo ebertiano.
Entre tanto, se prepara para apoyar la dictadura bonapartista, al menos
pasivamente. Los cálculos de la socialdemocracia son los siguientes: bajo la
presión de los nazis, el gobierno Papen‑Schleicher se verá obligado a
establecer un equilibrio reforzando su ala izquierda; a todo esto, tal vez
amaine la crisis; la pequeña burguesía quizá se tranquilice; la burguesía tal
vez disminuya su frenética presión sobre la clase obrera; y, con la ayuda de dios, todo volverá a estar
de nuevo en orden.
La camarilla bonapartista no
quiere, efectivamente, la victoria total del fascismo. No se opondría, de
ningún modo, a explotar el apoyo de la socialdemocracia dentro de ciertos
límites. Pero para ello, tendría que «tolerar» las organizaciones obreras, lo
cual sólo es concebible si, al menos hasta cierto punto, se permite la
existencia legal del partido comunista. Sin embargo, el apoyo de la
socialdemocracia a la dictadura militar empujaría irresistiblemente a los
obreros a las filas del comunismo. Buscando una forma de apoyo frente a la
peste parda, el gobierno se convertiría muy pronto en el blanco de los golpes
de los diablos rojos.
La prensa comunista oficial afirma
que la tolerancia de Brüning por la socialdemocracia facilitó el camino a
Papen, y que la semitolerancia de Papen acelerará la llegada de Hitler. Eso es
totalmente correcto. Dentro de estos límites, no hay diferencias de opinión
entre nosotros y los stalinistas. Pero esto significa precisamente que en
épocas de crisis social la política del reformismo no sólo se vuelve contra las
masas, sino también contra el reformismo. En este proceso, acaba de llegar el
momento crítico.
Hitler tolera a Schleicher. La socialdemocracia no se opone a Papen. Si esta
situación pudiera consolidarse realmente durante un largo periodo de tiempo, la
socialdemocracia se convertiría en el ala izquierda del bonapartismo, y dejaría
al fascismo el papel de ala derecha. Teóricamente, no está desde luego excluido
que la actual crisis sin precedentes del capitalismo alemán no lleve a una
solución concluyente, es decir, que no acabe ni con la victoria del
proletariado ni con el triunfo de la contrarrevolución fascista. Si el partido
comunista prosigue su política de ultimatismo estúpido y por tanto salva a la
socialdemocracia del hundimiento inevitable; si Hitler no se decide en el futuro
inmediato, a dar un golpe de Estado y de esta forma inicia la desintegración
inevitable dentro de sus propias filas; si la coyuntura económica conoce un
ascenso antes de que caiga Schleicher, entonces la combinación bonapartista del
párrafo 48 de la Constitución de Weimar, de la Reichswher, de la
socialdemocracia semiopositora y del semiopositor fascismo, tal vez podría
mantenerse (hasta un nuevo estallido, que, en cualquier caso, debe esperarse).
Pero sobre la marcha, estamos
todavía lejos de semejante feliz cumplimiento de las condiciones que
constituyen el tema de los sueños despiertos de la socialdemocracia. Tal cosa
no está en modo alguno asegurada. Incluso los estalinistas difícilmente creen
en la durabilidad o en la fuerza de resistencia del régimen Papen‑Schleicher.
Todos los indicios apuntan a la ruptura del triángulo Wels‑Schleicher‑Hitler
incluso antes de que tome forma.
Pero ¿tal vez será sustituido por
una combinación Hitler‑Wels? Según Stalin, son «gemelos, no antípodas».
Admitamos que la socialdemocracia, sin temer a sus propios obreros, quisiera
vender su tolerancia a Hitler. Pero Hitler no necesita esta mercancía: no
necesita la tolerancia, sino la abolición de la socialdemocracia. El gobierno
Hitler sólo puede realizar su tarea aplastando la resistencia del proletariado
y eliminando todos los posibles órganos de su resistencia. En eso reside el
papel histórico del fascismo.
Los estalinistas se limitan a una
valoración puramente sicológica, o más exactamente, puramente moral de los pequeñoburgueses
cobardes y mezquinos que dirigen la socialdemocracia. ¿Podemos admitir
realmente que esos inveterados traidores se apartarán de la burguesía y se
enfrentarán a ella? Semejante método idealista tiene muy poco en común con el
marxismo, que parte no de lo que la gente piensa de sí misma o de lo que desea,
sino de las condiciones en que se encuentran y de los cambios que sufren esas
condiciones.
La socialdemocracia apoya el
régimen burgués, no por los beneficios de los magnates del carbón o del acero,
sino a causa de las ventajas que puede obtener como partido, en la forma de su
poderoso y numerosísimo aparato. Podemos tener por seguro que el fascismo no
amenaza en forma alguna al régimen burgués, para cuya defensa existe la
socialdemocracia. Pero el fascismo pone en peligro el papel que cumple la
socialdemocracia en el régimen burgués y la renta que obtiene de jugar su
papel. Aunque los estalinistas olviden este aspecto del asunto, la
socialdemocracia no pierde de vista ni por un momento el peligro mortal con que
la amenaza una victoria del fascismo ‑no a la burguesía, sino a la
socialdemocracia.
Hará unos tres años, cuando señalamos que el punto de partida de la próxima crisis política en Austria y Alemania se basaría con toda probabilidad en la incompatibilidad de la socialdemocracia y el fascismo; cuando, sobre esta base, rechazamos la teoría del socialfascismo, que no desvelaba, sino que ocultaba el conflicto que se avecinaba; cuando llamamos la atención sobre la posibilidad de que la socialdemocracia, lo mismo que una parte importante de su aparato, se vería obligada por la marcha de los acontecimientos a luchar contra el fascismo y que este sería un punto de partida favorable para el partido comunista para una ofensiva posterior, un gran número de comunistas ‑no sólo de funcionarios a sueldo, sino incluso de revolucionarios verdaderamente honestos‑ nos acusaron de... «idealizar» a la socialdemocracia. Sólo quedaba encogerse de hombros. Es difícil discutir con gente cuyo pensamiento se detiene donde para un marxista el problema no hace más que empezar.
En conversaciones, he citado a
menudo el ejemplo siguiente: la burguesía judía en la Rusia zarista
representaba una parte extremadamente asustada y desmoralizada de toda la
burguesía rusa. Y sin embargo, en la medida en que los progromos de los Cien
Negros, dirigidos principalmente contra los judíos pobres, también golpeaban a
la burguesía, ésta se vio obligada a autodefenderse. Sin duda, tampoco mostró
ningún coraje destacable en este terreno. Pero debido al peligro que pendía
sobre sus cabezas, la burguesía judía liberal, por ejemplo, recogió sumas
considerables para armar a los estudiantes y obreros revolucionarios. De esta
manera, se llegó a un acuerdo práctico temporal entre los obreros más revolucionarios,
dispuestos a luchar pistola en mano, y el grupo más asustado de la burguesía,
que estaba en un aprieto.
El año pasado escribí que en la
lucha contra el fascismo, los comunistas debían estar listos para llegar a un
acuerdo práctico no sólo con el diablo y con su abuela, sino incluso con
Grzesinsky. Esta frase corrió por toda la prensa estalinista mundial. ¿Se
necesitaba mejor prueba del «socialfascismo» de la Oposición de Izquierda?
Muchos camaradas me habían advertido de antemano: «Van a tomarla con esta
frase». Yo les contesté: «Esta frase ha sido escrita así para que la tomen con
ella. Qué se agarren a este hierro ardiendo y se quemen los dedos. Los
imbéciles deben de aprender su lección.»
El curso de la lucha ha llevado a
Papen a hacer que Grzesinsky conozca la cárcel. ¿Resultó este episodio de la
teoría del socialfascismo y de las previsiones de la burocracia stalínista? No,
sucedió en completa contradicción con ellas. Nuestra valoración de la
situación, sin embargo, tenía presente semejante eventualidad y le había
señalado un lugar determinado.
Pero la socialdemocracia, también
en esta ocasión, rehuyó el combate, objetarán algunos estalinistas. Sí, lo
rehuyó. Quienquiera espere que la socialdemocracia vaya más allá de los
argumentos de sus dirigentes, y dé comienzo a la lucha de forma independiente,
y eso en condiciones en que incluso el partido comunista se mostró incapaz de
luchar, tiene que esperar naturalmente un chasco. Nosotros no esperamos tales
milagros. Por eso nosotros no podíamos mostrarnos expuestos a ningún «chasco»
sobre la socialdemocracia.
Grzesinsky no se ha transformado
en un tigre revolucionario; eso lo podemos garantizar gustosamente. Sin
embargo, hay una gran diferencia entre una situación en que Grzesinsky,
aposentado en su fortaleza, envía destacamentos de la policía para salvaguardar
la «democracia» contra los obreros revolucionarios, y una situación en que el
salvador bonapartista del capitalismo mete al mismo Grzesinsky en la cárcel,
¿no? ¿Y no vamos a tener en cuenta políticamente esta diferencia? ¿No vamos a
sacar provecho de ella?
Volvamos al ejemplo citado antes:
no es difícil entender la diferencia entre un fabricante judío que da un
golpecito al policía zarista por aporrear a los huelguistas y el mismo
fabricante que pasa dinero a los huelguistas de ayer para obtener armas contra
los progromistas. El burgués sigue siendo un burgués. Pero del cambio en la
situación resulta un cambio en las relaciones. Los bolcheviques dirigieron la
huelga contra el fabricante. Más tarde., tomaron del mismo fabricante el dinero
para la lucha contra los progromos. Eso, naturalmente, no impidió que los
obreros, cuando llegó su hora, volvieran sus armas contra la burguesía.
¿Significa todo lo que se ha dicho
que la socialdemocracia en su conjunto luchará contra el fascismo? A esto
respondemos: parte de los funcionarios socialdemócratas se pasará
indudablemente a los fascistas; un sector considerable gateará bajo la cama a
la hora del peligro. Tampoco todas las masas obreras lucharán. Es completamente
imposible prever de antemano qué parte de los obreros socialdemócratas será
arrastrada a la lucha y cuándo, y qué parte del aparato arrastrarán con ellos.
Eso depende de muchas circunstancias, entre ellas la posición del partido.
comunista. La política del frente único tiene como misión separar a aquellos
que quieren luchar de quienes no quieren; impulsar hacia adelante a quienes
vacilan; y, por último, comprometer a los dirigentes capituladores a los ojos
de los obreros, para consolidar su capacidad de lucha.
¡Cuánto tiempo se ha perdido sin
finalidad, sin sentido, vergonzosamente! ¡Cuánto se podía haber conseguido,
incluso sólo en los dos últimos años! ¿No estaba claro de antemano que el
capital monopolista y su ejército fascista empujarían a la socialdemocracia a
puñetazos y porrazos al camino de la oposición y la autodefensa? Esta previsión
se tenia que haber expuesto ante toda la clase obrera, se tenía que haber
tomado la iniciativa a favor del frente único, y teníamos que haber conservado
en nuestras manos esta iniciativa en cada nueva fase. No era necesario gritar
ni desgañitarse; era posible jugar sencillamente con mano firme. Habría bastado
con formular con claridad y precisión la inevitabilidad de cada nuevo paso del
enemigo y levantar un programa práctico de frente único, sin exageraciones ni
regateos, pero también sin debilidad ni concesiones. ¡Qué arriba estaría el
partido comunista si hubiese asimilado el ABC de la política leninista y la
hubiese aplicado con la necesaria perseverancia!
4. Los veintiún errores de
Thaelmann
A mediados de julio apareció un
folleto con las respuestas de Thaelmann a veintiuna preguntas de obreros
socialdemócratas sobre cómo se podía crear el «frente único rojo». El folleto
empieza con las palabras: «Poderosamente, ¡el frente único antifascista
avanza!» El 20 de julio el partido comunista llamaba a los obreros a
manifestarse en una huelga política. El llamamiento no encontró respuesta. De
esta forma, en cinco días se reveló el trágico abismo entre la retórica
burocrática y la realidad política.
El partido obtuvo 5,3 millones de
votos en las elecciones de julio de 1931. Pregonando públicamente este
resultado como una enorme victoria, el partido demostró hasta qué punto las
derrotas han rebajado sus pretensiones y esperanzas. En la primera vuelta de
las elecciones presidenciales, el 13 de marzo, el partido obtuvo casi 5
millones de votos. En el curso de cuatro meses y medio ‑¡y qué meses!‑
ganó por tanto escasamente 300.000 votos. La prensa comunista repitió centenares
de veces en marzo que el número de votos habría sido incomparablemente mayor si
se hubiese tratado de unas elecciones al Reichstag: en unas elecciones
presidenciales, centenares de miles de simpatizantes consideraban superfluo
perder el tiempo en una demostración «platónica». Si se toma en consideración
este comentario de marzo ‑y lo merece‑ se deduce que el partido no
ha crecido en absoluto durante los últimos cuatro meses y medio.
En abril, la socialdemocracia
eligió a Hindenburg, quien, después de ello, llevó a cabo un golpe de Estado
dirigido directamente contra debería haber bastado para ella. Se podría pensar
que este solo hecho estremecer el edificio del reformismo hasta sus mismos
cimientos Añadamos a esto la agravación posterior de la crisis con sus
aterradoras consecuencias. Por último, el 20 de julio, once días antes de las
elecciones, la socialdemocracia se apartó con el rabo entre las piernas ante el
golpe de Estado del presidente federal que había elegido. En tales períodos,
los partidos revolucionarios crecen febrilmente. Cualquier cosa que la
socialdemocracia, clavada por un clavo de acero, emprenda, debe arrojar a los
obreros hacia la izquierda. Pero en lugar de avanzar a zancadas con botas de
siete leguas, el comunismo hace tiempo, vacila, está a la retirada y después de
cada paso adelante da medio paso hacia atrás. Alegrarse de una victoria sólo
porque el partido comunista no perdió votos el 31 de julio es perder por
completo el sentido de la realidad.
Para entender por qué y cómo el
partido revolucionario se condena a una impotencia envilecedora en condiciones
políticas excepcionalmente favorables hay que leer las respuestas de Thaelman a
los obreros socialdemócratas. Labor aburrida e ingrata, pero que puede ilustrar
sobre lo que ocurre en la cabeza de los dirigentes estalinistas.
A la pregunta «¿Cómo valoran los
comunistas el carácter del gobierno Papen»? Thaelmann da varias respuestas
mutuamente contradictorias. Empieza refiriéndose al «peligro del
establecimiento inmediato de la dictadura fascista». ¿Se deduce entonces que
todavía no existe? Habla de forma totalmente correcta de los miembros del
gobierno como «representantes del capital de los trusts, de los generales y de
los junkers». Un minuto después dice sobre el mismo gobierno: «este gabinete
fascista», y concluye su respuesta con la afirmación de que «el gobierno
Papen... se ha fijado el objetivo de establecer de inmediato la dictadura
fascista».
Prescindiendo de las diferencias
políticas y sociales entre el bonapartismo, es decir, el régimen de «paz
civil» basado en una dictadura policíaco‑militar, y el fascismo, o
sea, el régimen de guerra civil abierta contra el proletariado, Thaelmann se
priva por adelantado de la posibilidad de comprender qué ocurre ante sus
propios ojos. Si el gabinete de Papen es un gabinete fascista, entonces, ¿de
qué «peligro» fascista habla? Si los obreros creen a Thaelmann cuando dice que
Papen se ha fijado el objetivo (!) de establecer la dictadura fascista,
entonces el probable conflicto entre Hitler y Papen‑Schleicher cogerá al
partido desprevenido, igual que ocurrió en su momento con el conflicto entre
Papen y Otto Braun.
A la pregunta «¿Es sincero. el partido comunista respecto al frente único? » Thaelmann responde naturalmente con una afirmación, y como prueba se refiere al hecho de que los comunistas no se presentaron con sombrero en mano a Hindenburg y Papen. «No, nosotros planteamos el problema de la lucha, de la lucha contra todo el sistema, contra el capitalismo. Y aquí reside el meollo de la sinceridad de nuestro frente único.»
Thaelmann no comprende
evidentemente de qué se trata. Los obreros socialdemócratas siguen siendo
socialdemócratas precisamente porque todavía creen en el camino gradual,
reformista, de la transformación del capitalismo en socialismo. Puesto que no
saben que los comunistas están por el derrocamiento revolucionario del
capitalismo, los obreros socialdemócratas preguntan: «¿Nos proponéis
sinceramente el frente único?». Y a esto, Thaelmann responde: «Naturalmente,
sinceramente, para nosotros es cuestión de derrocar todo el sistema
capitalista.»
Por supuesto que nosotros no soñamos con ocultar nada de los obreros socialdemócratas. Sin embargo, hay que saber la medida de las cosas y conservar las proporciones políticas. Un propagandista hábil habría contestado: «Vosotros lo apostáis todo a la democracia; nosotros creemos que el único camino está en la revolución. Sin embargo, no podemos ni queremos hacer la revolución sin vosotros. Hitler es ahora el enemigo común. Después de vencerle, haremos el balance juntos y veremos a dónde lleva efectivamente el camino.»
El auditorio del folleto de
Thaelmann ‑tan particular como pueda parecerlo a primera vista‑
escucha con indulgencia al orador e incluso coinciden con él en varias ocasiones.
El secreto de su indulgencia, sin embargo, reside en que los interlocutores de
Thaelmann en la conversación no sólo pertenecen a la «Acción Antifascista»,
sino que también llaman a votar al partido comunista. Son antiguos
socialdemócratas que se han pasado al comunismo. Semejantes reclutas sólo
pueden ser bienvenidos. Pero lo decepcionante de todo el asunto es que una
conversación con obreros que han roto con la socialdemocracia se venda
engañosamente como una conversación con las masas socialdemócratas. Esta barata
mascarada es muy característica de toda la política actual de Thaelmann y Cía.
De cualquier forma, los antiguos
socialdemócratas plantearon cuestiones que en la actualidad inquietan a las
masas socialdemócratas. «¿Es la «Acción Antifascista» una organización frente o
se trata del partido comunista?», preguntan. Thaelmann responde: «¡No!» ¿La
prueba? La «Acción Antifascista» «no es una organización, sino un movimiento de
masas». Como si no fuera precisamente la tarea del partido comunista organizar
el movimiento de masas. Todavía mejor es el segundo argumento: la "Acción
Antifascista" es apartidista puesto que se dirige contra el Estado
capitalista: «Karl Marx, al tratar de las lecciones de la Comuna de París, ya
situó en primer plano con toda agudeza como la tarea de la clase obrera la
cuestión de destruir el aparato estatal burgués.» ¡Oh, desdichada cita! Porque
lo que los socialdemócratas quieren, prescindiendo de Marx, es perfeccionar el
Estado burgués, pero no destruirlo. Ellos no son comunistas, sino reformistas.
A pesar de sus intenciones, Thaelmann prueba justamente lo que quería refutar:
el carácter partidista de la «Acción Antifascista».
El dirigente oficial del partido
comunista no comprende obviamente ni la situación ni el pensamiento político de
los obreros socialdemócratas. No comprende para qué sirve el frente único. Con
cada una de sus frases, da armas a los dirigentes reformistas y arroja hacia
ellos a los obreros socialdemócratas.
La imposibilidad de toda clase de
acción común con la socialdemocracia es demostrada por Thaelmann de la
siguiente manera: «A este respecto, nosotros[?] debemos reconocer claramente
que la socialdemocracia, aun cuando hoy remeda un simulacro de oposición, en
ningún momento renunciará a sus proyectos de coalición ni a sus pactos con
la burguesía fascista.» Incluso si eso fuese cierto, seguiría siendo cuestión
no obstante de demostrárselo a los obreros socialdemócratas a través de la
experiencia. Sin embargo, es esencialmente erróneo. Si los dirigentes socialdemócratas
no quieren abandonar los pactos con la burguesía, la burguesía fascista, sin
embargo, abandona sus pactos con la socialdemocracia. Y este hecho puede
volverse decisivo para el destino de la socialdemocracia. En el paso del poder
de Papen a Hitler, la burguesía no podrá de ningún modo perdonar a la
socialdemocracia. La guerra civil tiene sus leyes. El reino del terror fascista
sólo podrá significar el aniquilamiento de la socialdemocracia. Mussolini
empezó precisamente por ahí, de manera que pudiera aplastar con el mayor
desenfreno a los obreros revolucionarios. En todo caso, los «socialfascistas»
aprecian su piel. La política comunista de frente único debe partir en la
actualidad del interés de la socialdemocracia por su propio pellejo. lisa será
la política más realista y, al mismo tiempo, la de consecuencias más
revolucionarias.
Pero si la socialdemocracia no se
separa «en ningún momento» de la burguesía fascista (aunque Matteoti «se separó»
de Mussolini), ¿no tienen que abandonar su partido los obreros socialdemócratas
que quieren formar parte de la «Acción Antifascista»? He ahí una pregunta. A
ello Thaelmann responde: «Para nosotros, comunistas, es indudable que los
obreros socialdemócratas o miembros del Reichsbanner pueden formar parte de la
"Acción Antifascista" sin tener que abandonar su partido.» Y
para mostrarse libre de sectarismo, Thaelmann añade: «Si os incorporáis a
millones, en un frente cerrado, os acogeremos con alegría, aunque todavía
exista una falta de claridad en vuestras cabezas, según nuestra opinión, sobre
ciertas cuestiones de la apreciación del Partido Socialdemócrata de Alemania.»
¡Doradas palabras! Consideramos a vuestro partido como fascista, vosotros lo
consideráis democrático, pero no discutamos sobre cuestiones insignificantes.
Basta con que vengáis «a millones», sin abandonar vuestro partido fascista. «La
falta de claridad sobre ciertas cuestiones» no puede constituir un obstáculo.
Pero, ¡ay!, la falta de claridad en las cabezas de los burócratas todopoderosos
es un obstáculo a cada momento.
Para profundizar en la cuestión,
Thaelmann sigue diciendo: «Nosotros no planteamos la cuestión entre partidos,
sino sobre una base de clase.» Igual que Seydewitz, Thaelmann está dispuesto a
renunciar a los intereses del partido en nombre de los intereses de la clase.
La desgracia reside en que para un marxista no puede haber semejante contraste.
Si su programa no fuese la formulación científica de los intereses de la clase
obrera, el partido no valdría un céntimo.
Tan sólo que, junto al craso error
de principio, las palabras de Thaelmann también contienen un absurdo práctico.
¿Cómo es posible no plantear la cuestión de las relaciones entre los partidos
cuando es ahí precisamente donde reside la verdadera esencia de la cuestión?
Millones de obreros siguen a la socialdemocracia. Otros millones, al partido
comunista. A los obreros socialdemócratas que preguntan como llegar en la
actualidad a acciones comunes contra el fascismo entre vuestro partido y
el nuestro, Thaelmann responde: «Sobre una base de clase, y no de
partido» incorporaos a nosotros por millones. ¿No es ésta la más miserable
ampulosidad?
«Nosotros, comunistas», sigue
Thaelmann, «no queremos la unidad a cualquier precio». «No podemos, en interés
de la unidad con la socialdemocracia, repudiar el contenido de clase de nuestra
política... ni renunciar a las huelgas, a las luchas de los parados, a las
acciones de los arrendatarios ni a la defensa revolucionaria de las masas.» El
acuerdo sobre acciones prácticas determinadas es mal interpretado como una
absurda unidad con la socialdemocracia. De la necesidad del asalto
revolucionario final del mañana, se deduce la inadmisibilidad en el
presente de huelgas comunes o acciones de autodefensa. Quienquiera que pueda
ver alguna rima o razón en las ideas de Thaelmann se merece un premio.
Los oyentes de Thaelmann insisten: «¿Es posible una alianza del KPD y el SPD en la lucha contra el gobierno Papen y contra el fascismo?» Thaelmann cita dos o tres hechos como evidencia de que la socialdemocracia no lucha contra el fascismo y concluye: «Todo camarada del SPD dirá que tenemos razón al decir que una alianza entre el KPD y el SPD es imposible sobre la base de esos hechos y también por razones de principio [!].» De nuevo el burócrata da por sentado lo que tendría que demostrar. El ultimatismo adquiere un carácter particularmente ridículo cuando Thaelmann responde a la pregunta sobre el frente único con organizaciones que abarcan a millones de obreros. Los socialdemócratas deben reconocer que es imposible un acuerdo con su partido porque es fascista. ¿Puede prestarse mejor servicio a Wels y Leipart?
«Nosotros, comunistas, que
rechazamos todo acuerdo con los dirigentes del SPD ... afirmamos
incansablemente que estamos dispuestos en cualquier momento a la lucha
antifascista con los camaradas socialdemócratas y de la Reichsbanner
verdaderamente combativos y con las organizaciones combativas de base [?].»
¿Dónde acaban las organizaciones de base? ¿Y qué hacer si las organizaciones de
base se someten a la disciplina de las superiores y proponen que las
negociaciones empiecen con éstas últimas? Por último, entre las organizaciones
de base y las superiores hay niveles intermedios. ¿Puede predecirse por
dónde pasará la línea divisoria entre
quienes quieren luchar y quienes eluden la lucha? Esto sólo puede determinarse
en la acción, y no con valoraciones a priori. ¿Qué sentido tiene atarse uno
mismo de pies y manos?
En Die Rote Fahne del 29 de
julio, en una información de un mitin de la Reichsbanner, se citan las notables
palabras de un dirigente de sección socialdemócrata: «En las masas existe la
voluntad de un frente único antifascista. Si los dirigentes dejan de tenerlo en
cuenta, yo me uniré al frente único por encima de sus cabezas.» El periódico
comunista reproduce estas palabras sin ningún comentario. Sin embargo, contiene
la clave de toda la táctica del frente único. El socialdemócrata quiere luchar contra los fascistas junto a
los comunistas. Pero ya duda sobre la buena voluntad de sus dirigentes. Si los
dirigentes se niegan, dice, entonces pasaré por encima de sus cabezas. Pueden
contarse por decenas, por centenares, por miles, por millones, los
socialdemócratas que se encuentran en el mismo estado de ánimo. La tarea del
partido comunista es mostrarles en realidad si los dirigentes socialdemócratas
quieren luchar o no. Esto sólo puede demostrarse mediante la experiencia, una
experiencia nueva, reciente, en una situación nueva. Esta experiencia no se
adquirirá de golpe. Los dirigentes socialdemócratas tienen que ser sometidos a
prueba: en la fábrica y el taller, en la ciudad y en el campo, en toda la
nación, en el presente y en el futuro. Debemos de repetir nuestra propuesta,
presentada de una forma nueva, desde un ángulo nuevo, adaptada a una situación
nueva.
Pero Thaelmann no tiene nada de
ello. Sobre la base de las «diferencias de principio cuya existencia hemos
mostrado entre el KPD y el SPD, rechazamos las negociaciones en la cumbre con
el SPD.» Este quebradizo argumento es repetido por Thaelmann varias veces. Pero
si no hubiese «antagonismos de principio» no habría dos partidos. Y si no
hubieran dos partidos no se plantearla la cuestión del frente único. Thaelmann
quiere demostrar mucho más. Menos, sería mejor.
¿No significa «una escisión de la
clase obrera organizada» la fundación de la RGO?, preguntan los obreros. No,
responde Thaelmann, y como prueba cita la carta de Engels de 1895 contra los
filántropos estéticosentimentales. ¿Quién le está soplando a Thaelmann tan
pérfidamente tales citas? La RGO se crea en el espíritu de la unidad, y no del
cisma. Además, el obrero no abandona en ningún caso su organización sindical
para unirse a la RGO. Por el contrario, sería mejor que los miembros de la RGO
permaneciesen en los sindicatos para llevar allí dentro una labor de oposición.
Las palabras de Thaelmann pueden sonar convincentes a los comunistas que se han
fijado la tarea de luchar contra la dirección socialdemócrata. Pero como
respuesta a los obreros socialdemócratas, preocupados por la unidad sindical,
las palabras de Thaelmann suenan a burla.
«¿Por qué habéis abandonado
nuestros sindicatos y habéis organizado los vuestros aparte?», preguntan los
obreros socialdemócratas.
«Si queréis entrar en nuestra
organización independiente para luchar contra la dirección socialdemócrata, no
os exigimos que abandonéis los sindicatos» responde Thaelmann. Una respuesta
apropiada ¡justo en el clavo!
« ¿Hay democracia en el seno del
KPD?», preguntan los obreros, pasando a otro tema. Thaelmann responde
afirmativamente. ¡Por completo! Pero de inmediato añade inesperadamente: «En la
legalidad igual que en la ilegalidad, y más especialmente en esta última, el
partido debe estar alerta contra espías, provocadores y agentes de la policía.»
Esta interpolación no es accidental. La última doctrina, pregonada por todo el
mundo en el folleto de un misterioso Büchner, justifica la estrangulación de la
democracia en interés de la lucha contra los espías. Quienquiera que proteste
contra la autocracia de la burocracia estalinista debe ser tenido al menos como
sospechoso. Los agentes de policía y provocadores de todos los países se
alborozan de entusiasmo con esta teoría. Ellos soltarán los perros contra los
oposicionistas con más escándalo que nadie: esto distraerá la atención de ellos
mismos y les permitirá pescar en aguas revueltas.
El florecimiento de la democracia
también se demuestra, según Thaelmann, por el hecho de que « los problemas se
tratan en los congresos mundiales y las conferencias del comité ejecutivo de la
Internacional Comunista». El orador se olvida de decir cuándo tuvo lugar el
último congreso mundial. Se lo recordaremos: en julio de 1928, ¡hace mas de
cuatro años! En apariencia, ninguna cuestión notable ha surgido desde entonces.
¿Por qué, preguntamos de pasada, no convoca el mismo Thaelmann un congreso
extraordinario del partido alemán para las cuestiones de las que depende el
destino del proletariado alemán? Ciertamente, no por un exceso de democracia
partidaria.
si Y así se suceden las páginas.
Thaelmann responde a veintiuna preguntas. Cada respuesta, un error. En suma
veintiún errores, sin contar los pequeños y secundarios. Y son numerosos.
Thaelmann cuenta que los
bolcheviques rompieron con los mencheviques en 1903. En realidad, la escisión
tuvo lugar en 1912. Pero incluso eso no impidió que la revolución de febrero de
1917 uniese las organizaciones bolcheviques y mencheviques en una gran parte
del país. Aún a comienzos de abril, Stalin se declaró a favor de la unificación
de los bolcheviques con el partido de Tseretelli ¡no del frente único, sino
de la fusión de los partidos! Sólo la llegada de Lenin lo impidió.
Thaelmann dice que los bolcheviques disolvieron la Asamblea Constituyente en 1917. En realidad, ocurrió a comienzos de 1918. Thaelmann no está de ningún modo familiarizado con la historia de la revolución rusa y del partido bolchevique.
Aún peor, sin embargo, es el hecho
de que no comprende las bases de la táctica bolchevique. En sus artículos
«teóricos», se atreve incluso a discutir el hecho de que los bolcheviques
concluyesen un acuerdo con los mencheviques y socialistas-revolucionarios
contra Kornilov. Como prueba, aporta citas metidas bajo su puerta por no se
sabe quién, que no tienen nada que ver con el asunto. Pero se olvida de
responder las cuestiones: ¿Hubo comités de defensa popular por todo el país
durante el putsch de Kornilov? ¿Dirigieron ellos la lucha contra Kornilov?
¿Pertenecieron a esos comités los representantes de los bolcheviques, mencheviques
y socialistas-revolucionarios? Sí, si, sí. ¿Estaban en esa época los
mencheviques y socialistas-revolucionarios en el poder? ¿Persiguieron a los
bolcheviques como agentes del estado mayor alemán? ¿Se encarceló a millares de
bolcheviques? ¿Se ocultó Lenin en la ilegalidad? Sí, sí, sí. ¿Qué citas pueden
refutar estos hechos históricos?
Que Thaelmann recorra a su gusto a
Manuilsky, Lozovsky y a Stalin mismo (si es que abre la boca). Pero que deje en
paz el leninismo y la historia de la revolución rusa: para él son libros
cerrados con siete candados.
En conclusión, hay que poner de
relieve otra cuestión todavía, importante por sí misma: se refiere a Versalles.
Los obreros socialdemócratas preguntan si el partido comunista no está haciendo
concesiones políticas al nacionalsocialismo. En su respuesta, Thaelmann sigue
defendiendo la consigna de «emancipación nacional» y la sitúa al mismo nivel
que la consigna de emancipación social. Las reparaciones ‑lo que ahora
queda de ellas‑ son igual de importantes para Thaelmann que la propiedad
privada de los medios de producción. Se podría decir que esta política fue
ingeniada únicamente para distraer la atención de los obreros del problema
fundamental, para debilitar el enfrentamiento con el capitalismo y para empujarlos
a buscar al enemigo principal y al causante de su miseria al otro lado de la
frontera. Sin embargo, ahora más que nunca anteriormente, «¡el enemigo
principal está en el propio país!» Schleicher expresó esta idea todavía más
ordinariamente: antes que nada, declaró por la radio el 26 de julio, debemos de
«¡acabar con los cerdos en el interior!» Esta fórmula de soldado es excelente.
La recogemos gustosamente. Todo comunista debe hacerla suya constantemente. Aun
cuando los nazis distraen la atención hacia Versalles, los obreros comunistas
deben replicarles con las palabras de Schleicher: no, antes que nada ¡debemos
de acabar con los cerdos en el interior!
5. La confrontación de la política
de Stalin‑Thaelmann con su propia experiencia
La táctica se pone a prueba en los
momentos más críticos y cruciales. La fuerza del bolchevismo residió en que sus
consignas y métodos encontraron su máxima confirmación en el momento en que el
curso de los acontecimientos exigió decisiones audaces. ¿Qué valor tienen los principios
a los que se tiene que renunciar tan pronto como la situación adquiere un
carácter grave?
La política realista se basa en el
desarrollo natural de la lucha de clases. La política sectaria se esfuerza por
dictar reglas artificiales a la lucha de clases. La situación revolucionaria
significa la máxima acentuación de la lucha de clases. Precisamente por eso, la
política realista del marxismo, en la situación revolucionaria, ejerce una
poderosa fuerza de atracción sobre las masas. La política sectaria, por el
contrario, se vuelve tanto más débil cuanto más vigoroso es el impulso de los
acontecimientos. Los blanquistas y proudhonistas, tomados por sorpresa por los
sucesos de la Comuna de París,, hicieron lo contrario de lo que habían
predicado incesantemente. Durante la revolución rusa, los anarquistas se vieron
obligados a reconocer a los soviets es decir, los órganos de poder. Y así
indefinidamente.
La Comintern se apoya en las masas
ganadas en el pasado por el marxismo y fundidas por la autoridad de la
revolución de Octubre. Pero la política de la fracción de Stalin, actualmente
dirigente, pretende gobernar la lucha de clases, en lugar de darle una
expresión política. Éste es el rasgo esencial del burocratismo, y en
esto coincide con el sectarismo, del
que se distingue claramente en otros aspectos. Gracias al potente aparato, a
los medios materiales del Estado soviético y a la autoridad de la revolución de
Octubre, la burocracia ha podido, en períodos relativamente tranquilos, imponer
por algún tiempo trabas artificiales a la vanguardia proletaria. Pero en la
medida en que la lucha de clases se condensa en guerra civil, las
perscripciones burocráticas chocan crecientemente con la realidad inexorable.
Enfrentada a los virajes bruscos de la situación, la burocracia orgullosa y
engreída cae fácilmente en la confusión. Si no puede gobernar, capitula. La
política del comité central de Thaelmann durante los últimos meses se estudiará
algún día como modelo de la estupidez más lastimosa y miserable.
Desde que el «tercer periodo» ha sido considerado inviolable, no puede hablarse de acuerdos con la socialdemocracia. No sólo era inadmisible tomar la iniciativa del frente único, como habían enseñando el II y III congreso mundial, sino que incluso tenían que rechazarse las propuestas de acciones comunes que proviniesen de la socialdemocracia. Los dirigentes reformistas están «suficientemente desenmascarados ». La experiencia del pasado basta. En lugar de dedicarse a la política, hay que enseñar historia a las masas. Dirigir propuestas a los reformistas significa creerles capaces de luchar. Eso solo seria socialfascismo, etc. Tal era la salmodia ensordecedora del organillo ultraizquierdista durante los últimos tres o cuatro años. Pero poco después, en el Landtag prusiano, la fracción comunista proponía el 22 de junio, para sorpresa de todo el mundo y de ellos mismos., un acuerdo con la socialdemocracia e incluso con el Centro. Lo mismo se repitió en Hesse. Frente al peligro de que la presidencia del Landtag pudiese caer en manos de los nazis, todos los principios sacrosantos fueron enviados al diablo. ¿No es esto pasmoso? ¿Y no es humillante?
Explicar estas cabriolas, sin
embargo, no es tan difícil. Como se
de sabe., muchos liberales y
radicales superficiales pasan su vida burlándose de la religión y de los
poderes celestiales sólo para llamar al cura cuando se enfrentan a la muerte o
a una enfermedad grave. Lo mismo ocurre en política. La evidencia del centrismo
es el oportunismo. Bajo la influencia de circunstancias externas (tradición,
presión de masas, competencia política) el centrismo se ve impelido a veces a
hacer alarde de radicalismo. Para ello debe sobreponerse a sí mismo, violar su
naturaleza política. Estimulándose con toda su fuerza, para con frecuencia en
el limite extremo del radicalismo formal. Pero apenas tropieza con un peligro
serio, la verdadera naturaleza del centrismo sale a la superficie. En una
cuestión tan delicada como la defensa de la Unión Soviética, la burocracia
estalinista siempre se basa mucho más en los radicales franceses que en el
movimiento revolucionario del proletariado. No bien aparece un peligro
exterior, los estalinistas sacrifican presurosamente no sólo sus frases
ultraizquierdistas, sino también los intereses vitales de la revolución
internacional, en nombre de la amistad con «amigos» tan inciertos y falsos como
abogados, escritores y simples héroes de salón. ¿Frente único por arriba? ¡Bajo
ninguna circunstancia! Al mismo tiempo, sin embargo, el Alto Comisario para Asuntos
Turbios, de nombre Münzenberg, estira los faldones de toda clase de charlatanes
liberales y de escritorzuelos radicales «para la defensa de la URSS».
La burocracia estalinista de
Alemania, como la de cualquier otro país ‑excepto de la Unión Soviética‑
está extremadamente insatisfecha con la comprometedora dirección de Barbusse en
el asunto del Congreso contra la Guerra. En este terreno, Thaelmann, Foster y
demás prefieren ser radicales. Sin embargo, en sus propios asuntos nacionales,
cada uno de ellos actúa según el mismo modelo que las autoridades de Moscú:
ante la proximidad de un peligro serio, abandonan su radicalismo pomposo y
falsario para revelar su naturaleza auténtica, es decir, su naturaleza
oportunista.
¿Era inadmisible y falsa, la
iniciativa de la fracción comunista del Landtag como tal? No lo creemos. Los
bolcheviques propusieron más de una vez a los mencheviques y
socialistas-revolucionarios en 1917: «Tomad el poder, os apoyaremos contra la
burguesía si ofrece resistencia.» Los compromisos son admisibles y, bajo
ciertas condiciones, obligatorios. Toda la cuestión reside en cuál sea el
objetivo a que servirá, el compromiso cómo lo considerarán las masas; cuáles
son sus limites. Reducir el compromiso al Landtag o al Reichstag, considerar
como un objetivo independiente el que sea presidente un socialdemócrata o un
demócrata católico en lugar de un fascista, significa sumirse por completo en
el cretinismo parlamentario. La situación es totalmente diferente cuando el
partido se fija la tarea de una lucha planificada y sistemática para ganarse a
los obreros socialdemócratas sobre la base de la política de frente único. Un
acuerdo parlamentario contra el predominio fascista en la presidencia, etc.,
constituirla en este caso tan sólo una parte integrante del acuerdo de lucha
extraparlamentario contra el fascismo. Naturalmente, el partido comunista
preferiría resolver toda la cuestión de golpe al margen del parlamento. Pero
las preferencias solas no bastan cuando se carece de fuerzas. Los obreros socialdemócratas
han demostrado su confianza en el poder mágico del voto del 31 de julio.
Debemos partir de este hecho. Los errores anteriores del partido comunista
(referéndum prusiano, etc.) facilitaron extraordinariamente el sabotaje del
frente único realizado por los dirigentes reformistas. Un acuerdo técnico
parlamentario ‑o incluso la sola propuesta de un acuerdo semejante‑
debe ayudar a liberar al partido comunista de la acusación de que está
colaborando con los fascistas contra la socialdemocracia. Esta no es una acción
independiente, sino tan sólo la clarificación del camino para un acuerdo de
lucha o al menos para luchar por un acuerdo de lucha de las organizaciones de
masas.
La diferencia entre las dos líneas
es absolutamente evidente. La lucha conjunta con las organizaciones
socialdemócratas puede y debe, en su desarrollo, adoptar un carácter
revolucionario. La posibilidad de un acercamiento a las masas socialdemócratas
puede y debe considerarse al precio, bajo ciertas condiciones, incluso de
acuerdos parlamentarios en la cumbre. Pero para un bolchevique, éste es tan
sólo el precio de entrada.
La burocracia estalinista actúa de manera opuesta: no sólo rechaza los acuerdos de lucha, sino todavía peor, desbarata maliciosamente todo acuerdo que surja de la base. Al mismo tiempo, propone a los diputados socialdemócratas un acuerdo parlamentario. Esto significa que en el momento de peligro reconoce como inútil su propia teoría y práctica ultraizquierdista; sin embargo, no la sustituye por la política del marxismo revolucionario, sino por una combinación parlamentaria sin principios en el espíritu del «mal menor».
Se nos responderá, claro está, que
los episodios prusiano y hessiano fueron un error de los diputados, corregido
por el comité central. En primer lugar, una decisión tan importante en
principio no debía haberse tornado sin contar con el comité central: el error
recae igualmente y por completo sobre
éste; en segundo lugar: ¿cómo explicar que la política «bolchevique», «de
acero», «consecuente», después de meses de fanfarronerías y estridencias, de
difamaciones y expulsiones, da paso de pronto en el momento critico a un error»
oportunista?
Pero la cuestión no se limita al
Landtag. Thaelmann‑Remmele han renegado por completo, ellos y su escuela,
sobre una cuestión mucho más importante
y decisiva. La víspera del 20 de julio, el comité central del partido comunista
adoptaba la siguiente decisión: «El partido comunista pregunta públicamente,
ante el proletariado, si el SPD, el ADGB y el Afa‑Bund están dispuestos a
llevar adelante, junto con el partido comunista, una huelga general por las
reivindicaciones proletarias.»
Esta decisión, tan importante e
inesperada, fue hecha pública por el comité central en su carta circular del 26
de julio sin ningún comentario. ¿Puede emitirse un juicio más anonadador sobre
toda su política precedente? El acercamiento a las cumbres reformistas con la
propuesta de acciones conjuntas era considerado ayer tan sólo como
socialfascista y contrarrevolucionario. A causa de esto se expulsó a
comunistas. Sobre esta base, se llevó la lucha contra el «trotskismo». ¿Cómo
pudo el comité central entonces, de repente, de manera fulminante, la víspera
del 20 de julio, inclinarse ante lo que el día anterior había proscrito? ¡Y a
qué trágica situación ha llevado la burocracia al partido cuando el comité
central puede atreverse a presentarse ante él con su asombrosa decisión sin
explicarla ni justificarla!
La política se pone a prueba en
tales virajes. El comité central del partido comunista alemán demostró' en
realidad al mundo entero la víspera del 20 de julio: «Hasta este momento,
nuestra política no ha valido para nada.» Una concesión involuntaria, pero
totalmente correcta. Desgraciadamente, incluso la propuesta del 20 de julio,
que echaba por tierra la política anterior, no podía dar en ningún caso un
resultado positivo. Un llamamiento a las cumbres ‑independientemente de
su respuesta‑ sólo puede tener significación revolucionaria cuando ha
sido previamente preparado desde la base, es decir cuando se basa en la
totalidad de su política. Pero la burocracia estalinista repetía día a día a
los obreros socialdemócratas: «Nosotros, los comunistas, rechazamos cualquier
conexión con los dirigentes del SPID» (ver las respuestas de Thaelmann en el
apartado anterior). La propuesta improvisada, inesperada e inmotivada del 20 de
julio sólo sirvió para desenmascarar a la dirección comunista, revelando su
inconsecuencia, su falta de seriedad, su inclinación al pánico y a los
sobresaltos aventuristas.
La política de la burocracia centrista ayuda a cada paso a sus adversarios. Incluso cuando la poderosa presión de los acontecimientos empuja a cientos de miles de nuevos obreros bajo la bandera del comunismo, ello tiene lugar a pesar de la política de Stalin‑Thaelmann. Precisamente Por ello, el futuro del partido no está en forma alguna garantizado.
6. Lo que se dice en Praga sobre
el frente único
«Cuando la Internacional Comunista
constituyó un frente único con los dirigentes socialdemócratas en 1926»,
escribía el órgano central del partido comunista checoslovaco, Rude Pravo,
el 27 de febrero de 1932, al parecer en nombre de un corresponsal obrero «desde
el trabajo», «lo hizo para desenmascararlos ante las masas de seguidores, y en
esa época Trotsky se opuso ferozmente. Ahora, cuando la socialdemocracia se ha
desacreditado por sus incontables traiciones a las luchas obreras, Trotsky propne
el frente único con sus dirigentes... Trotsky está hoy contra el Comité Anglo‑Ruso
de 1926, pero a favor de cualquier clase de comité anglo‑ruso de 1932».
Estas líneas nos llevan derecho al
meollo de la cuestión. En 1926, la Comintern pretendía «desenmascarar» a los
dirigentes reformistas con la ayuda de la política de frente único, y eso era
correcto. Pero desde entonces, la socialdemocracia se ha «desacreditado ».
¿Ante quién? Todavía tiene más seguidores que el partido comunista. Esto es
lamentable, pero cierto. De esta forma, el problema de desenmascarar a los
dirigentes reformistas sigue sin resolverse. Si el método del frente único era
bueno en 1926, ¿por qué tenía que ser malo en 1932?
«Trotsky está a favor de un comité
anglo‑ruso de 1932, contra el Comité Anglo‑ruso de 1926.» En 1926,
el frente único se concluyó solamente en la cumbre, entre los dirigentes de los
sindicatos soviéticos y los sindicalistas británicos, no en nombre de acciones
prácticas precisas de las masas separadas mutuamente por fronteras estatales y
condiciones sociales, sino sobre la base de una «plataforma» amistosamente
diplomática y de carácter evasivo‑pacifista. Durante la huelga minera, y
posteriormente la huelga general, el Comité Anglo‑Ruso no pudo ni
siquiera reunirse puesto que los «aliados» tiraban en direcciones opuestas: los
sindicatos soviéticos hicieron lo posible por ayudar a los huelguistas, los
sindicalistas británicos pretendían romper la huelga. Las sustanciales
aportaciones recogidas por los obreros rusos fueron rechazadas por el consejo
general como «el maldito oro ruso». Sólo después de que la huelga hubiera sido
finalmente traicionada y rota, el Comité Anglo‑Ruso se reunió de nuevo
para celebrar un banquete e intercambiar vulgaridades. De esta forma, la
política del Comité Anglo‑ruso sirvió para ocultar a los rompehuelgas
reformistas ante las masas obreras.
En el momento actual, hablamos de
algo completamente distinto. En Alemania, los obreros socialdemócratas y
comunistas están en la misma situación, ante el mismo peligro. Están mezclados
en las fábricas, en los sindicatos, en los registros de desempleo, etc, No es
cuestión ahora de una «plataforma» verbal de los dirigentes, sino de tareas
absolutamente concretas pensadas para arrastrar a las organizaciones de masas
directamente a la lucha.
La política de frente único a
escala nacional es diez veces más difícil que a escala local. La política de
frente único a escala internacional es cien veces más difícil que a escala
nacional. Unirse con los reformistas británicos sobre una consigna tan general
como la «defensa de la URSS», o la «defensa de la revolución china» es como
escribir con humo sobre las nubes. En Alemania, por el contrario, existe el
peligro inmediato de destrucción de las organizaciones obreras, incluidas las
socialdemócratas. Esperar que la socialdemocracia luche por la defensa de la
Unión Soviética contra la burguesía alemana seria ilusorio. Sin embargo,
podemos esperar ciertamente que la socialdemocracia luche por la defensa de sus
mandatos, de sus reuniones, periódicos, erarios, y, por último, de su propia
cabeza.
Sin embargo, incluso en Alemania
no defendemos de ninguna forma una actitud fetichista hacia el frente único. Un
acuerdo es un acuerdo. Dura en tanto sirve al fin para el que se concluyó. Si
los reformistas empiezan a frenar o a sabotear el movimiento, los comunistas
deben de plantearles siempre: ¿no es ya momento de romper el acuerdo y conducir
a las masas bajo nuestra propia bandera? Semejante política no es fácil. ¿Pero
quién ha dicho que llevar al proletariado a la victoria sea una tarea sencilla?
Al contraponer el año 1926 al año 1932 Rude Pravo ha demostrado tan sólo
su incomprensión tanto de lo que pasó hace seis años como de lo que pasa
actualmente.
El «corresponsal obrero» de un
trabajo imaginario también vuelve su atención hacia el ejemplo que di sobre el
acuerdo de los bolcheviques con los mencheviques y los socialistas
revolucionarios. «En toda esa época», escribe, «Kerensky luchó realmente
durante un cierto tiempo contra Kornilov y, al mismo tiempo, ayudó al
proletariado a aplastar a Kornilov. Que en la actualidad la socialdemocracia
alemana no lucha contra el fascismo es evidente hasta para un bebé».
Thaelmann, que en modo alguno
parece un «bebé», sostiene que nunca existió un acuerdo de los bolcheviques
rusos con los mencheviques y socialistas revolucionarios. Rude Pravo,
como vemos, sigue un camino diferente. No niega el acuerdo. Pero según su
concepción, el acuerdo estaba justificado porque Kerensky luchó realmente
contra Kornilov, a diferencia de la socialdemocracia, que prepara el camino del
fascismo hacia el poder. La idealización de Kerensky es aquí completamente
asombrosa. ¿Cuándo empezó Kerensky a luchar contra Kornilov? En el momento
mismo en que blandía su sable cosaco sobre la cabeza del propio Kerensky, la
víspera del 26 de agosto de 1917. El día anterior, Kerensky todavía conspiraba
con Kornilov con el fin de aplastar conjuntamente a los obreros y soldados de
Petrogrado. Si Kerensky empezó a «luchar» contra Kornilov o, más correctamente,
a no ofrecer resistencia durante cierto tiempo a la lucha contra Kornilov, fue
solamente porque los bolcheviques no le dejaron otra alternativa. Que Kornilov
y Kerensky, ambos conspiradores, rompieran entre sí y entraran en conflicto
abierto, fue hasta cierto punto una sorpresa. Que el fascismo alemán y la
socialdemocracia entrarían en colisión podía y tenía que preverse tan sólo
sobre la base de las experiencias italiana y polaca. ¿Por qué podía concluirse
un acuerdo con Kerensky contra Kornilov y ahora se prohíbe predicar, luchar
por, defender y preparar un acuerdo con las organizaciones socialdemócratas de masas?
¿Por qué tienen que ser desbaratados tales acuerdos allí donde se han iniciado?
Así es, sin embargo, cómo actúan precisamente Thaelmann y Cía.
Rude Pravo salta ferozmente sobre mis
palabras de que un acuerdo sobre acciones de lucha puede realizarse con el
diabio, con su abuela e incluso con Noske y Grzesinsky. «Mirad, obreros
comunistas», escribe el periódico, «tenéis que llegar a un acuerdo con
Grzesinsky, que ha fusilado a tantos de vuestros camaradas de combate. Para él,
llegar a un acuerdo es luchar con vosotros contra los fascistas, con quienes él
conversa amistosamente en los banquetes y en los consejos de dirección de
bancos y fábricas». Toda la cuestión se desplaza aquí al plano de un
sentimentalismo espurio. Semejante objeción es digna de una anarquista, de un
viejo socialista revolucionario de izquierda ruso, de un «pacifista
revolucionario» o del mismo Münzenberg. En ello no hay ni un viso de marxismo.
Ante todo: ¿es correcto que
Grzesinsky es un verdugo obrero? Totalmente correcto. Pero ¿no era Kerensky un
verdugo de los obreros y campesinos en mucha mayor medida que Grzesinsky? Sin
embargo, Rude Pravo da su beneplácito después al acuerdo práctico de
Kerensky.
Apoyar al verdugo en cualquier
acción dirigida contra los obreros es un crimen, cuando no una traición: en eso
consistió precisamente la alianza de Stalin con Chiang Kai‑chek. Pero si
este mismo verdugo se encontrase mañana metido en una guerra con los
imperialistas japoneses, entonces los acuerdos prácticos de lucha de los
obreros chinos con el verdugo Chiang Kai‑chek serían completamente
tolerables e incluso obligatorios.
¿Conversa amistosamente Grzesinsky
en los banquetes con los fascistas? No lo sé, pero estoy totalmente dispuesto a
asegurarlo. Sin embargo, Grzesinsky tuvo que entrar posteriormente en la cárcel
de Berlín, no en nombre del socialismo, cierto, sino sólo porque era reacio a
ceder su cálido escaño a los bonapartistas y fascistas. Si el partido comunista
hubiese declarado francamente hace un año al menos: estamos dispuestos a luchar
conjuntamente incluso con Grzesinsky contra los asesinos fascistas; si hubiese
conferido a esta fórmula un carácter de lucha, si lo hubiese desarrollado en
discursos y artículos, si lo hubiese hecho penetrar hasta las profundidades de
las masas, Grzesinsky hubiera sido incapaz de defender ante las masas su
capitulación de julio refiriéndose al sabotaje del partido comunista. Habría
tenido que ya sea avanzar este o aquel paso activo, ya sea desenmascararse
definitivamente a los ojos de sus propios obreros. ¿No está claro?
Podemos tener por seguro que
incluso si Grzesinsky fuese arrastrado a la lucha por la lógica de la situación
y la presión de las masas, sería un aliado extremadamente inseguro,
completamente infiel. Su idea fundamental seria pasar lo más pronto posible de
la lucha o semilucha a un acuerdo con los capitalistas. Pero una vez puestas en
movimiento las masas, incluso las masas socialdemócratas, no se detienen como
sus jefes‑policía ultrajados. El acercamiento de los obreros
socialdemócratas y comunistas en el proceso de la lucha ofrecerla a los
dirigentes del partido comunista una posibilidad mucho mayor de influenciar a
los obreros socialdemócratas, especialmente frente al peligro común. Y ése es
precisamente el objetivo final del frente único.
Reducir toda la política del
proletariado a acuerdos con las organizaciones reformistas o, aun peor, a la
consigna abstracta de «unidad» es algo que sólo pueden hacer los centristas
pusilánimes del tipo del SAP. Para los marxistas, la política de frente único
es solamente uno de los métodos en el transcurso de la lucha de clases. Bajo
ciertas condiciones, este método se vuelve completamente inútil; sería absurdo
querer concluir un acuerdo con los reformistas para realizar el levantamiento
socialista. Pero existen condiciones bajo las cuales el rechazo del frente
único puede hundir al partido revolucionario durante las décadas siguientes.
Ésa es la situación en Alemania en el momento actual.
La política del frente único a
escala internacional, como hemos dicho antes, se enfrenta incluso a más
dificultades y peligros, puesto que en ella la formulación de las tareas
prácticas y la organización del control por las masas es más difícil. Es así
sobre todo en la cuestión de la lucha contra la guerra. Las perspectivas de
acciones comunes son aquí mucho más escasas, las posibilidades de escapatoria y
de fraude, mucho mayores. Desde luego que por esto no afirmamos que en este
terreno el frente único esté excluido. Por el contrario, exigimos que la
Comintern se dirija de inmediato y directamente a la Segunda Internacional y a
la Internacional de Amsterdam con la propuesta de un congreso conjunto contra
la guerra. Sería puesta tarea de la Comintern el elaborar los compromisos más
concretos posibles, aplicables a diversos países y a circunstancias diferentes.
Si la socialdemocracia se viera obligada a convenir con semejante congreso, el
problema de la guerra, con una política correcta por nuestra parte, n
penetraría en sus filas como una cuña afilada.
La primera premisa para esto: la
máxima claridad, tanto política como organizativa. Se trata de un acuerdo de
organizaciones proletarias con millones de miembros, que aún hoy están
divididas por profundos antagonismos de principio. ¡Nada de intermediarios ambiguos,
nada de disfraces diplomáticos ni de fórmulas pacifistas vacías!
La Comintern, sin embargo, halló
más adecuado también esta vez actuar contra el ABC del marxismo: aun cuando se
negaba a entrar en negociaciones abiertas con las internacionales reformistas,
iniciaba negociaciones tras bastidores con Friedrich Adler por intermedio...
del señor escritor pacifista y excepcionalmente confuso, Henri Barbusse. Como
resultado de esta política, Barbusse se reunió en Amsterdam con organizaciones
y grupos criptocomunistas, «próximos» o «simpatizantes », con los mansos
pacifistas de todos los paises. Entre éstos, los más honestos y sinceros ‑y
son una minoría‑ pueden decir de sí mismos: «Yo y mi confusión.» ¿Quién
necesitaba esta mascarada, esta feria de engreimiento intelectualista, esta
münzenberguería, que convierte en franqueza la charlatanería política? [5].
Pero volvamos a Praga. Cinco meses
después de la aparición del artículo del que tratábamos antes, el mismo
periódico publicó un artículo de uno de los dirigentes del partido, Klement
Gottwald, que tiene el carácter de un llamamiento a los obreros checoslovacos
de las diferentes tendencias para realizar acuerdos de lucha. El peligro
fascista amenaza toda Europa central: la embestida de la reacción sólo puede
ser rechazada mediante la unidad del proletariado; no debe perderse tiempo;
faltan ya «cinco minutos para la hora». El llamamiento está escrito muy
apasionadamente. En vano, no obstante, Gottwald jura, siguiendo a Seydewitz y a
Thaelmann, que no defiende los intereses del partido, sino los intereses de la
clase: semejante oposición es indecorosa en boca de un marxista. Gottwald
estigmatiza el sabotaje de los dirigentes socialdemócratas. No es preciso decir
que en esto la verdad está completamente de su lado. Desgraciadamente, el autor
no dice nada claro sobre la política del comité central del partido comunista
alemán: evidentemente no está dispuesto a defenderla, pero todavía no se atreve
a criticarla. El mismo Gottwald, sin embargo, aborda la cuestión más dificil,
no resueltamente, es cierto, pero si bastante correctamente. Después de haber
llamado a los obreros de las diversas tendencias a llegar a un acuerdo en las
fábricas, Gottwald escribe: «Muchos de vosotros diréis tal vez: unios «en la
cumbre", nosotros, en la base", nos uniremos más fácilmente.»
«Nosotros creemos», prosigue el autor, «que lo más importante para los obreros
es llegar a un acuerdo "por la base". Y respecto a los dirigentes: ya
hemos dicho que nos asociamos incluso con el diablo sólo si es para ir contra
los gobernantes y en interés de los obreros. Y os lo decimos abiertamente: si
vuestros dirigentes abandonan su alianza con la burguesía aunque sea por un
solo instante, si actúan efectivamente contra los gobernantes aunque sólo sea en
una cuestión, les daremos la bienvenida y los apoyaremos en eso.»
Aquí está dicho casi todo lo
necesario, y casi en la forma en que debía de decirse. Gottwald no olvida citar
ni al diablo, cuyo nombre publicó el consejo de redacción de Rude Pravo
cinco meses antes con una indignación religiosa. En realidad, Gottwald omitió a
la abuela del diablo. Que Dios esté con ella; en consideración al frente único,
estamos dispuestos a sacrificarla. Quizá Gottwald estaría dispuesto, por su
parte, a consolar a la vieja señora, poniendo a su disposición el articulo de Rude
Pravo del 27 de febrero, junto con el tintero del «corresponsal obrero».
Las consideraciones políticas de Gottwald, esperamos, son aplicables no sólo a Checoslovaquia, sino también a Alemania. Y eso es justamente lo que tenla que haber dicho. Por otra parte, la dirección del partido no puede limitarse, ni en Berlín ni en Praga, a la simple declaración de su disposición al frente único con la socialdemocracia, sino que debe demostrar su disposición en los hechos, activamente, a la manera bolchevique, por medio de propuestas y acciones prácticas totalmente precisas. Eso es lo que nosotros pedimos.
El artículo de Gottwald, gracias a
su tono realista, y no ultimatista, halló eco al instante entre los obreros
socialdemócratas. El 31 de julio, apareció en Rude Pravo, entre otras,
una carta de un tipógrafo en paro que había vuelto hacía poco de visitar
Alemania. La carta lleva la señal de un obrero demócrata, aquejado de los
prejuicios del reformismo. Lo más importante, sin embargo, es prestar atención
a cómo se refleja la política del partido comunista alemán en su conciencia.
«Cuando en la primavera del año pasado», así escribe el tipógrafo, «el camarada
Breitscheid dirigió un llamamiento al partido comunista para iniciar acciones
conjuntas con la socialdemocracia, provocó en Die Rote Fahne una
verdadera tormenta de indignación.» De esta forma, los obreros socialdemócratas
se decían: «Ahora sabemos lo serias que
son las intenciones de los comunistas sobre el frente único.»
He aquí la auténtica voz de un
obrero. Una voz así ayuda mas a solucionar la cuestión que docenas de artículos
de plumíferos sin principios. De hecho, Breitscheid no proponía ningún frente
único. Tan sólo amedrentaba a la burguesía con la posibilidad de acciones
conjuntas con los comunistas. Si el comité central del partido comunista
hubiese planteado rápida y correctamente la cuestión en el filo de la navaja,
la dirección del partido socialdemócratas se habría visto empujada a una
posición difícil. Pero el comité central del partido comunista se apresuró,
como siempre, los a ponerse a sí mismo en una posición dificil.
En el folleto «¿Y ahora?» escribí
sobre el discurso de Breitscheid: «¿No es de sí evidente que la propuesta
equívoca y diplomática de Breitscheid tenía que haberse agarrado con ambas
manos; y que teníamos que haber presentado por nuestra parte un programa
práctico, concreto, cuidadosamente detallado ' para la lucha contra el
fascismo; y que teníamos que haber exigido reuniones conjuntas de las
ejecutivas de los dos partidos con la participación de las ejecutivas de los
Sindicatos Libres? Al mismo tiempo, se tenía que haber difundido enérgicamente
este mismo programa entre todas las capas de ambos partidos y de las masas.»
Menospreciando el globo sonda de
los dirigentes reformistas , el comité central del partido comunista convirtió,
en la mente de los obreros, la afirmación ambigua de Breitscheid en una
propuesta directa de frente único y empujó a los obreros socialdemócratas a la conclusión:
«Nuestra gente quiere acciones conjuntas, pero los comunistas las están
saboteando.» ¿Se puede imaginar una política más estúpida e inadecuada? ¿Se
podía favorecer mejor la maniobra de Breitscheid? La carta del tipógrafo de
Praga demuestra con notable claridad que, con la ayuda de Thaelman, Breitscheid
alcanzó plenamente su objetivo.
Rude Pravo se esfuerza por ver una
contradicción y confusión en el hecho de que en un caso rechacemos un acuerdo,
y en otro lo admitamos y consideremos necesario decidir de nuevo cada vez el
alcance, las consignas y los métodos del acuerdo. Rude Pravo no entiende
que en política, como en todos los otros campos serios, hay que saber bien que,
cuando, dónde y cómo. Y tampoco puede perjudicar el saber por qué.
En La Internacional Comunista
después de Lenin, escrita hace cuatro años, apuntábamos algunas reglas
elementales de la política de frente único. Consideramos que merece la pena
recordarlas aquí: «La posibilidad de traicionar está siempre presente en el
reformismo. Pero esto no quiere decir que el reformismo y la traición sean lo
mismo en todo momento. No del todo. Se puede llegar a acuerdos temporales con
los reformistas siempre que signifiquen un paso adelante. Pero mantener un
bloque con ellos, cuando, aterrorizados por el desarrollo de un movimiento, lo
traicionan, equivale a una tolerancia criminal para con los traidores y a
encubrir la traición.
»La regla más importante, la mejor
y más inalterable que hay que aplicar en cualquier maniobra es la siguiente:
nunca te arriesgues a fusionar, a mezclar o a cambiar a la organización de tu
propio partido con la de otro, por muy "amistosa" que sea en la
actualidad. No dar nunca pasos que conduzcan directa o indirectamente, abierta
o encubiertamente a la subordinación de tu partido ante otros partidos, o ante
las organizaciones de otras clases, o constriña la libertad de agitación de tu
propio partido, o te responsabilicen, aunque sólo sea parcialmente, de la línea
política de otros partidos. Nunca mezcles las banderas, y menos aun te
arrodilles ante otra bandera.»
Hoy, después de la experiencia del
congreso de Barbusse, añadiríamos todavía una regla:
«Los acuerdos sólo deben lograrse
abiertamente, a los ojos de las masas, de partido a partido, de organización a
organización. No recurras a intermediarios equívocos. No vendas engañosamente
los asuntos diplomáticos con pacifistas burgueses como un frente único
proletario.»
7. La lucha de clases a la luz de
la coyuntura
Si hemos exigido insistentemente
que se distinga entre fascismo y bonapartismo no ha sido por pedantería
teórica. Los nombres se emplean para distinguir conceptos; los conceptos, en
política, sirven a su vez para distinguir entre fuerzas reales. El
aplastamiento del fascismo no dejaría lugar para el bonapartismo 'y, así lo
esperamos, significaría la entrada directa a la revolución social.
Sin embargo, el proletariado no
está armado para la revolución. Las relaciones recíprocas entre la
socialdemocracia y el gobierno bonapartista.. por un lado, y entre el bonapartismo
y el fascismo por el otro ‑aun cuando no resuelvan las cuestiones
fundamentales‑ señalan los caminos y el ritmo en que se prepara la lucha
entre el proletariado y la contrarrevolución fascista. Las contradicciones
entre Schleicher, Hitler y Wels, en la situación dada, hacen más difícil la
victoria del fascismo, y abren al partido comunista un nuevo crédito, el más
valioso de todos, un crédito en tiempo.
«El fascismo llegará al poder por
la vía fría.» Más de una vez hemos oído esto de los teóricos estalinistas. Esta
fórmula significa que los fascistas llegarán al poder legalmente,
pacíficamente, por medio de una coalición, sin necesidad de un levantamiento
abierto. Los acontecimientos ya han refutado este pronóstico. El gobierno Papen
llegó al poder mediante un golpe de Estado, y se acabó de completar con un
golpe de Estado en Prusia. Aunque aceptásemos que una coalición entre los nazis
y el Centro derrocarla al gobierno bonapartista de Papen con métodos
«constitucionales», esto, en si y por sí mismo, no resuelve nada. Entre la toma
«pacífica» del poder por Hitler y el establecimiento del régimen fascista
todavía hay un largo trecho. Una coalición sólo facilitaría el golpe de Estado,
pero no lo sustituirla. junto a la supresión final de la Constitución de Weimar,
todavía quedarla la tarea más importante: la supresión de los órganos de
democracia proletaria. Desde este punto de vista, ¿que significa la «vía fría»?
Nada más que la ausencia de resistencia por parte de los obreros. De hecho, el
golpe de Estado bonapartista de Papen quedó sin respuesta. ¿También quedará sin
respuesta un levantamiento fascista de Hitler? Es precisamente alrededor de
esta cuestión que se vuelven, consciente o inconscientemente, las conjeturas
sobre la «vía fría».
Si el partido comunista
representase una fuerza abrumadora, y si el proletariado marchase hacia
adelante hacia la toma inmediata del poder, se borrarían temporalmente todas
las contradicciones en el campo de las clases poseedoras: fascistas,
bonapartistas y demócratas formarían un solo frente contra la revolución
proletaria. Pero no es éste el caso. La debilidad del partido comunista y la
división del proletariado permiten a las clases poseedoras y a los partidos a
su servicio exteriorizar abiertamente sus contradicciones. Sólo apoyándose en
estas contradicciones podrá reforzarse el partido comunista.
¿Pero tal vez en la altamente
industrializada Alemania el fascismo, decidiría para siempre no hacer valer sus
pretensiones de todo el poder? Indudablemente, el proletariado alemán es
incomparablemente más numeroso y potencialmente más fuerte que el italiano.
Aunque el fascismo en Alemania constituye un campo más numeroso y mejor
organizado que en Italia en el período correspondiente, todavía la tarea de
liquidar el «marxismo» debe parecer a los fascistas alemanes tanto difícil como
arriesgada. Además, no está excluido que el cenit político de Hitler ya haya
quedado atrás. El periodo de espera demasiado largo y el nuevo obstáculo en su
camino bajo la forma del bonapartismo, debilitan indudablemente al fascismo,
agudiza sus fricciones internas y pueden debilitar materialmente su empuje.
Pero aquí entramos en el terreno de tendencias que en el momento actual no
pueden calcularse de antemano. Sólo la lucha real puede responder estas cuestiones.
Construir por adelantado sobre la suposición de que el nacionalsocialismo se
detendrá inevitablemente a medio camino sería de lo más superficial.
La teoría de la «vía fría» no es,
llevada hasta su conclusión, en modo alguno mejor que la teoría del
socialfascismo; más exactamente, sólo representa su reverso. Las
contradicciones entre los componentes del campo enemigo son despreciadas por
completo en ambos casos y difuminadas las fases sucesivas del proceso. El
partido comunista queda totalmente al margen. No en vano, el teórico de la «vía
fría», Hirsch, fue al mismo tiempo el teórico del socialfascismo.
La crisis política del país se
desarrolla sobre la base de la crisis económica. Pero la economía no es
inmutable. Si ayer nos velamos obligados a decir que la crisis coyuntural tan
sólo acentúa la crisis fundamental, orgánica, del sistema capitalista, hoy
debemos recordar que la decadencia general del capitalismo no excluye las
fluctuaciones coyunturales. La crisis actual no durará eternamente. Las esperanzas
del mundo capitalista en un cambio de la crisis son extremadamente exageradas,
pero no carecen de fundamento. La cuestión de la lucha de las fuerzas políticas
debe integrarse en las perspectivas económicas. El programa de Papen hace tanto
más imposible el posponerlo cuanto que parte de la suposición de una próxima
mejoría económica.
La reanimación industrial entra en
escena para todo el mundo así que se ve que se manifiesta en la forma de
circulación creciente de mercancías, ascenso de la producción y aumento del
número de obreros empleados. Pero no empieza por ahí. La reanimación es
precedida por procesos preparatorios en el terreno de la circulación monetaria
y del crédito. El capital situado en empresas y ramas industriales irrentables
debe ser liberado y convertirse en dinero liquido que busca dónde invertirse.
El mercado, libre de sus capas de grasa, de sus excrecencias y tumefacciones,
debe mostrar una demanda real. Los empresarios deben recobrar la «confianza» en
el mercado y entre si. Por otro lado, la «confianza» de que tanto habla la
prensa mundial debe ser estimulada no sólo por factores económicos, sino
también políticos (reparaciones, deudas de guerra, desarme-rearme, etc.
Un aumento de la circulación de
mercancías, de la producción, del número de obreros empleados, no se ve todavía
por ninguna parte; por el contrario el descenso continúa. Respecto a los
procesos preparatorios para un cambio de la crisis, ya han realizado la mayor
parte de las tareas que se les asignaron. Muchos indicios nos permiten suponer
realmente que el momento del cambio de coyuntura se aproxima, si es que no es
inminente. Esta es la apreciación, vista a escala mundial.
Sin embargo, debemos de hacer una
distinción entre los países acreedores (Estados Unidos, Inglaterra, Francia) y
los países deudores, o mas exactamente, los países en bancarrota; el primer
lugar del segundo grupo lo ocupa Alemania. Alemania no tiene capital liquido.
Su economía sólo puede percibir un empuje mediante una entrada de capital desde
el exterior. Pero un país que no está en condiciones de pagar sus antiguas
deudas no obtiene ningún préstamo. En cualquier caso, antes de que los
acreedores abran sus bolsillos deben convencerse de que Alemania está de nuevo
en condiciones. de exportar más de lo que necesita importar; la diferencia
tiene que servir para cubrir las deudas. La demanda de mercancías alemanas debe
esperarse ante todo de los países agrarios, en primer lugar de la Europa del
Sur. Los países agrarios, por su parte, dependen de la demanda de los países
industriales de materias primas y productos alimenticios. Por tanto Alemania se
verá obligada a esperar; la cadena revitalizadora tendrá que atravesar primero
toda la serie de competidores capitalistas y de sus compañeros agrarios antes
de que afecte a la propia recomposición económica de Alemania.
Pero la burguesía alemana no puede
esperar. La camarilla bonapartista puede esperar aún menos. Aun cuando promete
no tocar la estabilidad de la moneda, el gobierno Papen da paso a una inflación
considerable. Junto a los discursos sobre el renacer del liberalismo económico,
adopta el método administrativo respecto al ciclo económico; en nombre de la
libertad de la iniciativa privada, subordina directamente a los contribuyentes
a los empresarios capitalistas.
El eje alrededor del cual gira el
programa del gobierno es la esperanza de un cambio inmediato en la crisis. Si
éste no tiene lugar pronto, los dos mil millones [6]
se evaporarán como dos gotas de agua sobre una plancha ardiendo. El plan de
Papen tiene un carácter inconmensurablemente más arriesgado y especulativo que
el movimiento a la alza que tiene lugar actualmente en la bolsa de Nueva York.
En cualquier caso, las consecuencias de un fracaso del juego bonapartista
serían mucho más catastróficas.
El
resultado más inmediato y tangible de la brecha existente entre los planes del
gobierno y el movimiento actual del mercado sería la caída del marco. Los males
sociales, aumentados por la inflación, adquirirán un carácter insoportable. La
bancarrota del programa económico de Papen exigirá su sustitución por otro más
efectivo. ¿Cuál? El programa del fascismo, evidentemente. Una vez fracasado el
intento de forzar la recuperación mediante la terapia bonapartista, habrá que
probar con la cirugía fascista. Entretanto, la socialdemocracia hará gestos «de
izquierda» y caerá hecha pedazos. El partido comunista, si él mismo no pone
obstáculos en su propio camino, crecerá. En conjunto, esto significará una
situación revolucionaria. La cuestión de las perspectivas de victorias bajo
estas circunstancias
es en sus tres cuartas partes una cuestión de la estrategia comunista.
Pero el partido revolucionario también tiene que estar preparado para otra perspectiva, la de una rápida aparición de un cambio en la crisis. Aceptemos que el gobierno Schleicher‑Papen se mantenga hasta el comienzo de una reanimación del comercio y la industria. ¿Se salvaría por ello? No, el comienzo de un movimiento ascendente en los negocios significaría el final seguro del bonapartismo, y podría significar todavía más.
Las fuerzas del proletariado
alemán no están agotadas. Pero han sido minadas por los sacrificios, derrotas y
decepciones, empezando por 1914, por las traiciones sistemáticas de la
socialdemocracia, por el descrédito que el partido comunista ha acumulado sobre
si mismo. Seis o siete millones de parados son una pesada carga que cuelga de
los pies del proletariado. Los decretos de emergencia de Brüning y Papen no han
encontrado ninguna resistencia. El golpe de Estado del 20 de julio ha quedado
impune.
Podemos predecir con plena
seguridad que un cambio ascendente de la coyuntura daría un poderoso empuje a
la actividad del proletariado, actualmente en descenso. En el momento en que la
fábrica deja de despedir obreros y contrata otros nuevos, la autoconfianza de
los obreros se fortalece; son necesarios de nuevo. El resorte comprimido
empieza a distenderse nuevamente. Los obreros entran siempre más fácilmente en
la lucha para reconquistar las posiciones perdidas que para conquistar otras nuevas.
Y los obreros alemanes han perdido demasiado. Ni los decretos de emergencia ni
el empleo de la Reichswehr podrán suprimir las huelgas de masas que se
desarrollarán sobre la oleada del ascenso. El régimen bonapartista, que sólo
puede mantenerse mediante la «paz social», será la primera víctima del cambio
ascendente en la coyuntura.
Un ascenso de las luchas
huelguísticas se observa ya en diversos países (Bélgica, Inglaterra, Polonia,
en los Estados Unidos parcialmente, pero no en Alemania). Una valoración de las
huelgas de masas que ahora tienen lugar, a la luz de la coyuntura económica
mundial, no es tarea fácil. Las estadísticas son inevitablemente lentas para
reflejar las oscilaciones de la coyuntura. La reactivación debe de ser un hecho
antes de que pueda registrarse. Los obreros sienten por lo general la
reactivación de la vida económica antes que los estadísticos. Nuevos pedidos, o
incluso la expectativa de nuevos pedidos, la reorganización de las empresas
para la expansión de la producción o al menos la interrupción del despido de
obreros, aumentan inmediatamente la fuerza de resistencia y las
reivindicaciones de los obreros. La huelga defensiva de los obreros textiles de
Lancashire fue provocada indudablemente por un cierto ascenso en la industria textil.
Respecto a la huelga belga, tiene lugar evidentemente sobre la base de la
actual profundización de la crisis de la industria del carbón. El carácter
transitorio y crítico de la fase actual de la coyuntura económica mundial
corresponde a la diversidad de los impulsos económicos que se hallan en la base
de las huelgas más recientes. Pero en general, el ascenso del movimiento de
masas tiende más bien a señalar la existencia de una tendencia ascendente que
ya se vuelve casi perceptible. En cualquier caso, una reactivación real de la
actividad económica, incluso en sus primeras fases, provocará un amplio ascenso
de la lucha de masas.
Las clases dominantes de todos los
países esperan milagros del ascenso industrial; la especulación bursátil que ya
se ha desencadenado es una prueba de ello. Si el capitalismo fuese realmente a
entrar en la fase de una nueva prosperidad o incluso de un auge gradual pero
persistente, ello implicaría naturalmente la estabilización del capitalismo,
acompañada de un debilitamiento del fascismo y un reforzamiento simultáneo
del reformismo. Pero no hay la menor
base para esperar o temer que la reactivación económica, que es en sí y de si
mismo inevitable, pueda superar las
tendencias generales de decadencia de la economía mundial y de la economía europea en especial. Si el
capitalismo de la preguerra se desarrolló bajo la fórmula de una producción
ampliada de mercancías, el capitalismo actual, con todas sus fluctuaciones
cíclicas, representa una producción ampliada de miseria y de catástrofes. El
nuevo ciclo económico ocasionará el reajuste inevitable de fuerzas dentro de
los países individuales igual que dentro del campo capitalista en su conjunto,
y sobre todo entre América y Europa. Pero en un plazo de tiempo muy corto, ello confrontará al mundo capitalista con
contradicciones insolubles y lo condenará a convulsiones nuevas y todavía más
terribles.
Sin riesgo de error, podemos hacer
el pronóstico siguiente: la reactivación económica bastará para fortalecer la
autoconfianza de los obreros y darle un nuevo empuje a su lucha, pero no
bastará en modo alguno para dar al capitalismo, y en especial al capitalismo
europeo, la posibilidad de renacer.
Las conquistas prácticas que el
nuevo ascenso coyuntural del capitalismo decadente abrirá al movimiento obrero
tendrán necesariamente un carácter muy limitado. ¿Podrá el capitalismo alemán,
en el cenit de la reanimación de la actividad económica, restablecer las
condiciones de la clase obrera que existían antes de la crisis actual? Todo nos
lleva a responder de antemano «no» a esta pregunta. El movimiento de masas,
salido de su letargo, tendrá que lanzarse con la mayor rapidez por el camino de
la política.
Igualmente, el primer paso mismo
de la reactivación industrial será extremadamente peligroso para la
socialdemocracia. Los obreros se lanzarán a la lucha para volver a ganar lo que
han perdido. Los dirigentes de la socialdemocracia basarán de nuevo sus
esperanzas en el restablecimiento del. orden «normal». Su principal intención
será volver a demostrar su disposición para participar en un gobierno de
coalición. Dirigentes y masas tirarán en direcciones opuestas. Para explotar a
fondo la nueva crisis del reformismo, los comunistas precisan una orientación
correcta en los cambios coyunturales y preparar con suficiente tiempo un
programa de acción práctico, que parta ante todo de las pérdidas sufridas por
los obreros durante los años de crisis. La transición de las luchas económicas
a las políticas será un momento particularmente favorable para el acrecentamiento
de la fuerza y la influencia del partido proletario revolucionario.
Pero los éxitos, en este terreno
lo mismo que en los demás, sólo pueden lograrse bajo una condición: la
aplicación correcta de la política de frente único. Para el Partido Comunista
de Alemania esto significa, ante todo, poner fin a la política actual de
sentarse sobre dos sillas en el terreno sindical; un curso decidido hacia los
Sindicatos Libres, introduciendo a los cuadros de la RGO en sus filas; el
comienzo de una lucha sistemática por influenciar a los consejos de fábrica por
medio de los sindicatos; y la preparación de una amplia campaña bajo la
consigna del control obrero de la producción.
8. El cambio hacia el socialismo
Kautsky y Hilferding, entre otros,
han afirmado más de una vez en los últimos años que ellos nunca compartieron la
teoría del hundimiento del capitalismo, que los revisionistas va atribuyeron a
los marxistas y que los kautskistas ahora atribuyen a los comunistas.
Los bernsteinianos trazaron dos
perspectivas: una, irreal, pretendidamente «marxista» ortodoxa, según la cual,
a la larga, bajo la influencia de las contradicciones internas del capitalismo,
se suponía que tendría lugar su hundimiento mecánico; y la segunda, «realista»,
según la cual iba a realizarse una evolución gradual del capitalismo al
socialismo. Pese a que estos dos esquemas puedan parecer antitéticos a primera
vista, están unidos sin embargo por un rasgo común: la ausencia del factor
revolucionario. Aun cuando rechazaron la caricatura del hundimiento automático
del capitalismo que se les atribula, los marxistas demostraron que, bajo la
influencia de la agudización de la lucha de clases, el proletariado llevaría a
cabo la revolución mucho antes de que las contradicciones objetivas del capitalismo
pudiesen llevar a su hundimiento automático.
Este debate se desarrolló a lo
largo de finales del siglo pasado. Hay que reconocer, sin embargo, que la
realidad capitalista desde la guerra se aproximó, en cierto sentido, mucho más
a la caricatura bernsteiniana del marxismo de lo que nadie podía haber pensado,
y menos que nadie, los mismos revisionistas, puesto que ellos hablan dibujado
el fantasma del hundimiento solamente para demostrar su carácter irreal. No
obstante, el capitalismo demuestra en la actualidad que está tanto más cerca de
la putrefacción cuanto más se demora la intervención revolucionaria del
proletariado en el destino de la sociedad.
El elemento más importante de la
teoría del hundimiento era la teoría de la pauperización. Los marxistas
afirmaban, con cierta prudencia, que la agudización de las contradicciones
sociales no tenia que significar incondicionalmente una disminución absoluta
del nivel de vida de las masas. Pero en realidad, es este último proceso el que
está ocurriendo precisamente. ¿En que podía expresarse con mayor agudeza el
hundimiento del capitalismo que en un paro crónico, en la desaparición de la
seguridad social, es decir, en el rechazo del orden social a alimentar a sus
propios esclavos?
Los frenos oportunistas en la
clase obrera han demostrado ser lo bastante poderosos como para asegurar a las
fuerzas elementales del capitalismo condenado varias décadas de respiro. Como
resultado, no ha tenido lugar el idilio de la transformación pacífica del
capitalismo en socialismo, sino un estado de cosas infinitamente más cercano a
la descomposición social.
Los reformistas intentaron durante
largo tiempo descargar sobre la guerra la responsabilidad de situación actual
de la sociedad. Pero, en primer lugar, la guerra no originó las tendencias
destructivas del capitalismo, tan sólo las hizo salir a la superficie y las
precipitó; en segundo lugar, la guerra habría sido incapaz de realizar su labor
de destrucción sin el apoyo político del reformismo; en tercer lugar, las
contradicciones sin salida del capitalismo preparan, desde varios lados, nuevas
guerras. El reformismo no podrá descargarse de la responsabilidad histórica. Al
frenar y paralizar la energía revolucionaria del proletariado, la
socialdemocracia internacional reviste el proceso del hundimiento capitalista
con las formas más ciegas, desenfrenadas, catastróficas y sangrientas. Por
supuesto que no puede hablarse de una realización de la caricatura revisionista
del marxismo más que condicionalmente, al aplicarla a algún período histórico
determinado. Sin embargo, la salida del capitalismo decadente se hallará,
aunque sea con gran retraso, no por el camino del hundimiento automático, sino
por el de la revolución.
La crisis actual ha barrido con un
último escobazo los residuos de las utopías reformistas. La práctica
oportunista no dispone en la actualidad de absolutamente ninguna cobertura
teórica. Pues al fin y al cabo, a Wels, Hílferding, Grzesinsky y Noske les son
indiferentes las catástrofes que puedan caer sobre las cabezas de las masas
populares, sólo con tal de que sus propios intereses permanezcan a salvo. Sin
embargo, la situación es tal que la crisis del régimen burgués también golpea a
los dirigentes reformistas.
«¡Estado, actúa, intervén!»,
gritaba todavía hace muy poco la socialdemocracia, mientras retrocedía ante el
fascismo. Y el Estado actuó: Otto Braun
y Severing fueron arrojados a la calle. Ahora, escribía Vorwärts, todo
el mundo debe reconocer las ventajas de la democracia sobre el régimen
dictatorial. Sí, la democracia tiene ventajas sustanciales, discurría
Grzesilsky mientras conocía la cárcel por dentro.
De esta experiencia se extrajo
esta conclusión: «¡Ya es hora de pasar a la socialización!» Tarnow, todavía
ayer médico del capitalismo, decidió
repentinamente convertirse en su sepulturero. Ahora que el capitalismo
ha dejado en paro a los ministros, jefes de policía y altos funcionarios
reformistas, está manifiestamente agotado. Wels escribe un artículo
programático, «¡Ha sonado la hora del socialismo!» Sólo falta que Schleicher
prive de su sueldo a los diputados, y a los antiguos ministros de su pensión
para que Hilferding escriba un estudio sobre el papel histórico de la huelga
general. El viraje «a la izquierda» de los dirigentes socialdemócratas sobresalta
por su torpeza y su falsedad. Esto no significa de ningún modo, sin embargo,
que la maniobra esté condenada de antemano al fracaso. Este partido, cargado de
crímenes, todavía se encuentra a la cabeza de millones de obreros. No caerá por
si mismo. Hay que saber cómo derrocarlo.
El partido comunista afirmará que
el curso WeIs‑Tarnow hacia el socialismo es una nueva forma de engañar a
las masas, y tendrá razón. Explicará la historia de las «socializaciones »
socialdemócratas de los pasados catorce años, y eso será útil. Pero es
insuficiente: la historia, incluso la más reciente, no puede ocupar el lugar de
la política activa.
Tarnow intenta reducir la cuestión
de la vía reformista o revolucionaria hacia el socialismo a la simple cuestión
del «ritmo» de las transformaciones. Como teórico, no se puede caer más bajo.
El ritmo de las transformaciones socialistas depende, en realidad, del estado
de las fuerzas productivas del país, de su cultura, de la cantidad de gastos
necesarios para la defensa, etc. Pero las transformaciones socialistas, las
rápidas lo mismo que las lentas, sólo son posibles si a la cabeza de la
sociedad se halla una clase interesada en el socialismo, y a la cabeza de esta
clase se halla un partido que no engaña a los explotados, y que siempre está
listo para aplastar la resistencia de los explotadores. Debemos explicar a los
obreros que en eso consiste precisamente el régimen de la dictadura del
proletariado.
Pero eso tampoco basta. Desde el
momento en que se trata de los problemas candentes del proletariado mundial, no
se puede olvidar ‑Como hace la Comintern‑ la existencia de la Unión
Soviética. Respecto a Alemania, la tarea del momento no sería iniciar la
construcción socialista por vez primera, sino unir las fuerzas productivas de
Alemania, su cultura, su genio técnico y organizativo con la construcción
socialista ya iniciada en la Unión Soviética.
El partido comunista alemán se
limita a elogiar simplemente los éxitos soviéticos y a este respecto comete exageraciones
groseras y peligrosas. Es incapaz de ligar la construcción socialista en la
URSS, sus enormes experiencias y sus logros valiosos, con las tareas de la
revolución proletaria en Alemania. La burocracia estalinista, por su parte, es
totalmente incapaz de prestar la menor ayuda al partido comunista alemán sobre
este asunto extremadamente importante: sus perspectivas se limitan a un solo
país.
A los proyectos incoherentes y de
un capitalismo de Estado vergonzante de la socialdemocracia, hay que oponer un
plan general para la construcción socialista común de la URSS y Alemania. Nadie
exige que sea elaborado inmediatamente un plan detallado. Basta un bosquejo
preliminar. Los ejes fundamentales son necesarios. Este plan debe convertirse
en tema de discusión tan pronto como sea posible en todas las organizaciones de
la clase obrera alemana, principalmente en sus sindicatos.
Hay que hacer participar en esta
discusión a las fuerzas progresivas de entre los técnicos, estadísticos y
economistas alemanes. Los debates sobre la economía planificada, tan extendidos
en Alemania, al reflejar la desesperación del capitalismo alemán, siguen siendo
puramente académicos, burocráticos, mortecinos, pedantes. Sólo la vanguardia
comunista es capaz de hacer salir el tratamiento de la cuestión del círculo
vicioso.
La construcción del socialismo ya
está en marcha, hay que tender un puente por encima de las fronteras estatales
para que esta labor pueda proseguir. He
aquí el primer plan: ¡estudiadlo mejoradlo, concretadlo, ¡obreros, elegid
comisiones especiales para el plan! ¡Encargadles que entren en contacto con los
sindicatos y órganos económicos de los soviets! ¡Cread sobre la base de los
sindicatos alemanes, los comités de fábrica y otras organizaciones obreras una
comisión central del plan que se ponga en contacto con la Gosplan de la URSS!
¡Atraed a esta labor a los ingenieros, administradores y economistas alemanes!
Éste es el único enfoque correcto
de la cuestión de la economía planificada, hoy, en el año 1932, tras quince
años de existencia de los soviets, tras catorce años de convulsiones en la
república capitalista alemana.
Nada más fácil que ridiculizar a
la burocracia socialdemócrata, empezando por Wels, que ha entonado un Cantar de
los Cantares al socialismo. Sin embargo, no hay que olvidar que los obreros
reformistas tienen una actitud totalmente seria ante la cuestión del
socialismo. Hay que tener una actitud seria hacia los obreros reformistas. Aquí
el problema del frente único surge de nuevo en toda su amplitud.
Si la socialdemocracia se señala
como tarea (sabemos que sólo de palabra) no salvar el capitalismo, sino
construir el socialismo, debe buscar un acuerdo con los comunistas, y no con el
Centro. ¿Rechazará el partido comunista semejante acuerdo? De ningún modo. Por
el contrario, propondrá tal acuerdo, lo exigirá ante las masas como rescate por
el pagaré socialista recién firmado.
La ofensiva del partido comunista
hacia la socialdemocracia debe avanzar en el momento actual por tres frentes.
La tarea de aplastar al fascismo conserva toda su agudeza. La batalla decisiva
del proletariado contra el fascismo indicará el choque simultáneo con el
aparato estatal bonapartista. Esto convierte la huelga general en una
herramienta indispensable de combate. Hay que prepararla. Hay que elaborar un
plan especial para la huelga general, es decir, un plan para movilizar las
fuerzas que puedan realizarla. Partiendo de este plan, hay que desarrollar una
campaña de masas; sobre esta base, puede proponerse a la socialdemocracia un acuerdo
para llevar a cabo la huelga general bajo condiciones políticas perfectamente
definidas. Repetida y concretada en cada nueva fase, esta proposición llevará,
en el proceso de su desarrollo, a la creación de los soviets como los
órganos superiores del frente único.
Que el plan económico de Papen,
convertido ahora en ley, acarrea al proletariado alemán una miseria sin
precedentes lo reconocen de palabra también los dirigentes de la
socialdemocracia y de los sindicatos. En la prensa, se expresan con una
vehemencia que no había utilizado desde hacía mucho tiempo. Entre sus palabras
y sus hechos hay un abismo; nosotros lo sabemos muy bien, pero hay que
saber cómo tomarles la palabra. Hay que elaborar un conjunto de medidas de
lucha comunes contra el régimen de los decretos de emergencia y el bonapartismo.
Esta lucha, impuesta al proletariado por toda la situación, no puede llevarse,
por su naturaleza misma, en el marco de la democracia. Una situación en que
Hitler dispone de un ejército de 400.000 hombres, Papen‑Schleicher, junto
a la Reichswher, disponen de un ejército semiprivado ‑la Stahlhelm‑
de 200.000 hombres, la democracia burguesa dispone del ejército semitolerado ‑la
Reichsbanner‑, el partido comunista, del ejército del Frente Rojo,
prohibido; tal situación muestra el problema del Estado como un problema de
fuerza. ¡No puede imaginarse mejor escuela revolucionaria!
El partido comunista debe decir a
la clase obrera: Schleicher no será derrocado mediante el juego parlamentario.
Si la socialdemocracia quiere proponerse actuar para derrocar al gobierno
bonapartista por otros medios, el partido comunista está dispuesto a ayudar a
la socialdemocracia con toda su fuerza. Al mismo tiempo, los comunistas se
comprometen a no emplear métodos violentos contra un gobierno socialdemócrata
en tanto este se base sobre la mayoría de la clase obrera y garantice al
partido comunista la libertad de agitación y organización. Tal forma de
plantear la cuestión será comprensible para cualquier obrero socialdemócrata o
sin partido.
El tercer frente, por último, es
la lucha por el socialismo. También en esto el hierro hay que forjarlo mientras
está al rojo, y hay que arrinconar a la socialdemocracia con un plan concreto
de colaboración con la URSS. Ya se ha dicho más arriba lo que se necesita sobre
este aspecto.
Naturalmente que estos sectores de
lucha, de diversa importancia en la perspectiva estratégica global, no están
separados unos de otros, sino más bien interrelacionados. La crisis política de
la sociedad exige la combinación de las cuestiones parciales con las generales:
en eso precisamente reside la esencia de la situación revolucionaría.
9. El Único camino
¿Puede esperarse que el comité
central del partido comunista dé por sí mismo un viraje hacia el camino
correcto? Todo su pasado demuestra que es incapaz de hacerlo.
Apenas había empezado a enmendarse
cuando se halló ante la perspectiva del «trotskismo». Si Thaelmann no lo
entendió de inmediato, se le explicó desde Moscú que la «parte» tenía que
sacrificarse por el bien del «todo», es decir, los intereses de la revolución
alemana por el bien de los intereses del aparato estalinista. Los confusos
intentos de revisar la política fueron una vez más abandonados. La reacción
burocrática triunfó de nuevo en toda la línea.
Por supuesto que no es asunto de
Thaelmann. Si la Comintern de hoy diese a sus secciones la posibilidad de
vivir, de pensar y de desarrollarse, habrían podido seleccionar, hace tiempo,
durante los últimos quince años, a sus propios cuadros dirigentes. Pero la
burocracia levantó en su lugar un sistema de nombramiento de dirigentes y de su
apoyo mediante una publicidad artificial. Thaelman es, al mismo tiempo,
producto y víctima de este sistema.
Los cuadros, paralizados en su
desarrollo, debilitan al partido. Suplen su insuficiencia mediante la
represión. Las vacilaciones e incertidumbre del partido se transmiten
inexorablemente a la clase en su conjunto. No se puede llamar a las masas a acciones audaces cuando el partido
mismo carece de determinación revolucionaria.
Incluso si Thaelmann recibiese
mañana un telegrama de Manuilsky sobre la necesidad de volver a la política de
frente único, el nuevo zigzag por arriba daría poco resultado. La dirección
está demasiado comprometida. Una política correcta exige un régimen sano. La
democracia en el partido, en la actualidad un juguete de la burocracia, debe
volver a ser una realidad. El partido debe convertirse en un partido; entonces
las masas creerán en él. En la
práctica, esto significa poner en el orden del día un congreso
extraordinario del partido y un congreso extraordinario de la Comintern.
El congreso del partido debe ser precedido, naturalmente, de una díscusión completa, Todos los obstáculos del aparato deben ser suprimidos. Cualquier organización del partido, cualquier núcleo tiene el derecho a llamar a sus reuniones a cualquier comunista, miembro del partido o expulsado de él, si lo considera necesario para formarse su opinión. La prensa debe ponerse al servicio del debate; en todos los periódicos del partido debe asignarse diariamente el espacio suficiente para los artículos críticos. Comisiones especiales de prensa, elegidas en las asambleas generales de miembros del partido, deben velar para que los periódicos sirvan al partido, y no a la burocracia.
La discusión, ciertamente, exigirá
no poco tiempo y energía. El aparato argumentará: «¿como puede permitirse el
partido «el lujo de una discusión» en un periodo tan crítico? Los salvadores
burocráticos creen que en condiciones difíciles el partido debe callarse. Los
marxistas, por el contrario, creen que cuanto más difícil es la situación, más
importante es el papel independiente del partido.
La dirección del partido
bolchevique gozaba, en 1917, de un gran prestigio. Y a pesar de ello, una serie
de profundas discusiones tuvieron lugar en el partido durante el año 1917. La
víspera de la convulsión de Octubre, todo el partido discutía apasionadamente
sobre cuál de los dos sectores del comité central tenía razón: la mayoría, que
estaba a favor del levantamiento, o la
minoría, que estaba en contra. En ninguna parte hubieron expulsiones ni
represiones en general, a pesar de la profundidad de las diferencias de
opinión. Las masas sin partido fueron atraídas a estas discusiones. En
Petrogrado una reunión de trabajadoras sin partido envió una delegación al
comité central para apoyar a la mayoría. Por descontado que la discusión exigía
tiempo. Pero a cambio, del desarrollo de la discusión abierta, sin amenazas,
mentiras ni falsificaciones, salió la certeza general e inquebrantable de la
corrección de la política, es decir, de lo único que hace posible la victoria.
¿Que curso seguirán las cosas en
Alemania? ¿Conseguirá la pequeña rueda de la oposición girar a tiempo la enorme
rueda del partido? Así está ahora la cuestión. A menudo se levantan voces
pesimistas. En los diversos grupos comunistas, en el partido mismo, así como en
su periferia, hay no pocos elementos que se dicen: sobre cada cuestión
importante, la Oposición de Izquierda tiene una posición correcta. Pero es débil.
Sus cuadros son numéricamente
débiles, y políticamente inexpertos. ¿Puede una organización semejante, con un
pequeño periódico semanario (Die Permanente Revolution), oponerse con
éxito a la poderosa máquina de la Comintern?
Las lecciones de los acontecimientos son más fuertes que la burocracia estalinista. Nosotros queremos ser, ante las masas comunistas, los intérpretes de esas lecciones. En eso reside nuestro papel histórico como fracción. Nosotros no pedimos, como Seydewitz y Cia., que el proletariado revolucionario nos dé una confianza a crédito. Nos asignamos un papel más modesto: proponemos nuestra ayuda a la vanguardia comunista en la elaboración de una línea correcta. Para esta labor, agrupamos y educamos a nuestros propios cuadros. Este estadio de preparación no puede saltarse. Cada nueva fase de la lucha empujará a nuestro lado a los elementos proletarios más conscientes y críticos.
El partido revolucionario empieza
con una idea, un programa, que se dirige contra el aparato más poderoso de la
sociedad de clases. No son los cuadros quienes crean la idea, sino la idea la
que crea los cuadros. El temor a la fuerza del aparato es uno de los rasgos más
notables del oportunismo específico que cultiva la burocracia estalinista. La
crítica marxista es mas fuerte que cualquier aparato.
Las formas organizativas que
adoptará la Oposición de Izquierda en su evolución posterior dependerán de
muchas circunstancias: el peso de los golpes históricos, el grado de fuerza de resistencia
de la burocracia estalinista, la actividad de los simples comunistas, la
energía de la oposición misma. Pero los principios y métodos por los que
luchamos han sido puestos a prueba por los mayores acontecimientos de la
historia mundial, tanto por las victorias como por las derrotas. Ellos harán su
camino.
Los éxitos de la oposición en
todos los países, incluida Alemania, son evidentes e indiscutibles. Pero se
desarrollan más lentamente de lo que muchos de nosotros esperábamos. Podemos
lamentarlo, pero no necesitamos extrañarnos. A cualquier comunista que empieza
a oír a la Oposición de Izquierda, la burocracia le plantea cínicamente esta
elección: o participar en la lucha contra el «trotskismo», o ser arrojado de
las filas del Comintern. Para el funcionario del partido, es una cuestión de
puesto y salario: el aparato estalinista sabe emplear esta llave a la
perfección. Pero son infinitamente más importantes los miles de simples
comunistas desgarrados entre su entrega a las ideas del comunismo y la amenaza
de expulsión de las filas de la Comintern. Por eso, en las filas del partido
comunista oficial existe un gran número de oposicionistas parciales, amedrentados
o escondidos.
Esta combinación extraordinaria de
condiciones históricas explica suficientemente el lento crecimiento
organizativo de la Oposición de Izquierda. Al mismo tiempo, a pesar de esta
lentitud, la vida espiritual de la Comintern gira hoy, más que nunca, alrededor
de la lucha contra el «trotskismo». Las revistas y los artículos teóricos de
los periódicos del PCUS, lo mismo que los de las demás secciones de la
Comintern, están dedicados principalmente a la lucha contra la oposición de
Izquierda, tanto cubierta como encubiertamente. Todavía más sintomática es la
significación de la furiosa persecución organizativa del aparato contra la
oposición: sabotaje de sus reuniones por métodos brutales; empleo de toda clase
de violencia física; acuerdos entre bastidores con pacifistas burgueses,
radicales franceses y francomasones contra los «trotskistas»; propagación por
el centro estalinista de calumnias envenenadas, etc.
Los estalinistas sienten más de
cerca y saben mejor que los oposicionistas en qué medida nuestras ideas están
minando los pilares de su aparato. Los métodos de autodefensa de la fracción
estalinista, no obstante, tienen un doble filo. Hasta cierto punto, tienen un
efecto intimidador. Pero al mismo tiempo, preparan una reacción de masas contra
el sistema de falsificación y de violencia.
Cuando en julio de 1917 el
gobierno de los mencheviques y socialistas revolucionarios tildaron a los
bolcheviques de agentes del estado mayor alemán, esta despreciable medida logró
ejercer al principio una gran influencia sobre los soldados., los campesinos y
los estratos atrasados de los obreros. Pero cuando todos los acontecimientos
subsiguientes confirmaron claramente cuánta razón habían tenido los
bolcheviques, las masas empezaron a decirse, se ha calumniado deliberadamente a
los leninistas, se les ha perseguido tan vilmente sólo porque tenían razón. Y
el sentimiento de recelo hacia los bolcheviques se convirtió en cálida devoción
y en amor hacia ellos. Aunque bajo diferentes condiciones, este mismo proceso
complejo tiene lugar ahora. Mediante una acumulación monstruosa de calumnias y
represiones, la burocracia estalinista ha logrado innegablemente intimidar
durante un periodo de tiempo a los simples miembros del partido; al mismo
tiempo, prepara una rehabilitación total de los bolcheviques‑leninistas a
los ojos de las masas revolucionarias. En la época actual, no puede quedar la
menor duda sobre esto.
Sí, hoy todavía somos débiles. El
partido comunista todavía tiene masas,
pero ya no tiene ni doctrina ni orientación estratégica. La Oposición de
Izquierda ya ha elaborado su orientación marxista, pero todavía no tiene masas.
Los otros grupos de la «izquierda» no tienen ni lo uno ni lo otro. El Leninbund
se consume sin esperanzas, pensando en sustituir una seria política de
principio con las fantasías y caprichos individuales de Urbahns. Los brandleristas,
a pesar de los cuadros de su aparato, descienden peldaño a peldaño; las
pequeñas recetas tácticas no pueden reemplazar una posición estratégica
revolucionaria. El SAP ha levantado su candidatura a la dirección
revolucionaria del proletariado. ¡Temeraria pretensión! Incluso los más serios
representantes de este «partido» no superan, como demuestra el último libro de
Sternberg, los límites del centrismo de izquierda. Cuanto más concienzudamente
se esfuerzan por crear una doctrina «independiente », más demuestran ser los
discípulos de Thalheimer. Pero esta escuela tiene tan poco futuro como un
cadáver. Un nuevo partido histórico no puede surgir simplemente porque unos
cuantos antiguos socialdemócratas se hayan convencido, con mucho retraso, del
carácter contrarrevolucionario de la política de Eber‑Wels. Un nuevo
partido tampoco puede ser improvisado por un grupo de comunistas que no han
hecho nada todavía para garantizar su aspiración a la dirección proletaria.
Para que surja un nuevo partido, es necesario, por una parte, que ocurran
grandes acontecimientos históricos, que rompan la espina dorsal de los viejos
partidos, y por la otra, una posición de principio elaborada y cuadros probados
en el crisol de los acontecimientos.
Aun cuando luchamos con toda nuestra
fuerza por la regeneración de la Comintern y la continuidad de su desarrollo
ulterior, no estamos de ninguna manera inclinados al fetichismo de la forma. El
destino de la revolución proletaria mundial está, para nosotros, por encima del
destino organizativo de la Comintern. Si se materializase la peor de las
variantes; si los partidos oficiales actuales, a pesar de todos nuestros
esfuerzos, fuesen llevados al hundimiento por la burocracia estalinista; si
ello significase, en cierto sentido, volver a comenzar de nuevo, la nueva
internacional encontrará su origen en las ideas y los cuadros de la Oposición
Comunista de Izquierda.
Y por eso, los criterios
inmediatos de «pesimismo» y «optimismo» no son aplicables a la labor que
estamos realizando. Está por encima de fases determinadas, de derrotas
parciales y victorias. Nuestra política es una política de largo alcance.
Posfacio
El presente folleto, cuyas
diferentes partes fueron escritas en momentos diferentes, ya estaba terminado
cuando un telegrama de Berlín trajo las noticias del conflicto de la mayoría
abrumadora del Reichstag con el gobierno Papen y, en consecuencia, con el
presidente del Reich. Esperamos seguir el desarrollo concreto de los
acontecimientos posteriores en las columnas de Díe Permanente Revolution.
Aquí sólo queremos resaltar algunas conclusiones generales, que parecían
abiertas a la crítica cuando empezamos este folleto y que, gracias al
testimonio de los hechos, se han vuelto incontestables.
1. El carácter bonapartista
del gobierno Schleiche‑Papen ha sido desvelado completamente por su
aislamiento en el Richstag. Los círculos agrarios y capitalistas que se hallan
directamente detrás del gobierno presidencial constituyen un porcentaje
incomparablemente más pequeño de la nación alemana que el porcentaje de votos
dados a Papen en el Reichstag.
2. El antagonismo entre Papen y
Hitler es el antagonismo entre la cumbre agraria y capitalista y la pequeña
burguesía reaccionaria. Lo mismo que en una ocasión la burguesía utilizó al movimiento
revolucionario de la pequeña burguesía, aunque empleó todos los medios para
impedirle tomar el poder, la burguesía monopolista se dispone a tomar a Hitler
como lacayo, pero no como amo. Sin una necesidad aplastante, no entregará todo
el poder al fascismo.
3. El que las diversas fracciones
de la gran, mediana y pequeña burguesía lleven una lucha abierta por el poder,
sin temer un conflicto extremadamente peligroso, demuestra que la burguesía no
se siente inmediatamente amenazada por el proletariado. No sólo los
nacionalsocialistas y el Centro, sino también los dirigentes de la
socialdemocracia se han atrevido a entrar en un conflicto constitucional
sólo porque tienen la firme convicción de que no se convertirá en una lucha
revolucionaria.
4. El único partido cuyo voto
contra Papen estaba dictado por objetivos revolucionarios es el partido
comunista. Pero hay un gran trecho entre los objetivos revolucionarios y los
logros revolucionarios.
5. La lógica de los acontecimientos es tal, que la lucha por el «parlamento» o la «democracia» se convierte para todo obrero socialdemócrata en una cuestión de fuerza. En esto reside el contenido fundamental de todo el conflicto desde el punto de vista de la revolución. La cuestión de la fuerza es la cuestión de la unidad revolucionaria del proletariado en la acción. Una política de frente único respecto a la socialdemocracia debe permitir, en un futuro muy cercano, sobre la base de la representación democrática proletaria, la creación de órganos de lucha de clases, es decir, de consejos obreros.
6. En vista de los favores a los
capitalistas y la ofensiva brutal contra el nivel de vida del proletariado, el
partido comunista debe avanzar la consigna de control obrero de la producción.
7. Las fracciones de las clases
poseedoras sólo pueden disputar entre sí a causa de que el partido
revolucionario es débil. El partido revolucionario podría volverse
infinitamente más fuerte si explotase correctamente las disputas entre las
clases poseedoras. Para esto es necesario saber cómo distinguir a las
diferentes fracciones según su composición social, y no meterlas a todas en el
mismo saco. La teoría del «socialfascismo», que ha quebrado completa y
definitivamente, debe ser, por último,
abandonada como chatarra inservible.
[1] Escrito el 14 de septiembre de 1932, fue publicado en forma de folleto en abril de 1933 por Pioneer Publishers.
[2] Movimiento que hacia la década de los cuarenta del siglo xix defendía el libre comercio y la abolición de los impuestos sobre el grano importado.
[3] «El fascismo polaco y los errores del PC», julio de 1926.
[4] Mientras ocultaba al partido y a la Comintern el discurso citado, la prensa estalinista emprendía una de sus campañas habituales contra él. Manuilsky escribió que yo me había atrevido a «poner en el mismo plano» a fascistas y jacobinos, quienes, después de todo, eran nuestros antepasados revolucionarios. La última observación es más o menos correcta. Desgraciadamente, esos antepasados pueden mostrar bastantes descendientes que son incapaces de utilizar sus cabezas. Un eco de la vieja disputa puede encontrarse en las últimas producciones de Münzenberg contra el «trotskismo». Pero dejemos este tema.
[5] El hecho de que los brandlerianos (ver el Tribune de Stuttgart del 27 de agosto) se separen de nosotros minuciosamente en esta cuestión también, y apoyen la mascarada de Stalin, Manuilsky, Lozovsky, Münzenberg, nos sorprende a nosotros menos que a nadie. Después de proporcionar el modelo de su política de frente único en Sajonia en 1923, Brandler‑Thalheimer apoyaron en adelante la política estalinista hacia el Kuomintang y el Comité Anglo‑Ruso. ¿Cómo pueden perderse la oportunidad de alistarse bajo la bandera de Barbusse? Si no lo hicieran, su fisonomía política no estaría completa
[6] Cifra de marcos en certificados de exacción concedidos a los capitalistas como bonificación bajo el programa de Papen