León Sedov: hijo, amigo, luchador[1]
20 de febrero de 1938
Mientras
escribo estas líneas con la madre de León Sedov a mi lado, continúan llegando
de distintos países los telegramas de condolencia. Y para nosotros cada telegrama
suscita la misma pregunta aterradora: “¿será posible que nuestros amigos de
Francia, Holanda, Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Sudáfrica y acá en México
acepten como consumado el hecho de que Sedov ya no existe?” Cada telegrama es
una nueva señal de que él murió, pero nosotros aún no lo podemos creer. Y no es
sólo porque fue nuestro hijo, fiel, abnegado, amante, sino, y sobre todas las
cosas, porque él, más que nadie en la tierra, se había convertido en parte de
nuestra vida, entrelazado con todas sus raíces, nuestro camarada partidario,
nuestro colaborador, nuestro guardián, nuestro consejero, nuestro amigo.
De aquella
generación más vieja, en cuyas filas ingresamos, hacia el final del siglo
pasado, camino a la revolución, todos, sin excepción, han sido barridos de la
faz de la tierra. Aquello que no lograron las condenas a trabajos forzados y
los duros exilios zaristas, las penurias de la emigración, la Guerra Civil y la
peste, en los últimos años lo ha logrado Stalin, el peor azote que castigó
jamás a la revolución. Después de haber destruido a la generación más vieja, se
destruyó también al mejor sector de la siguiente, o sea, la generación que
despertó en 1917 y que se fogueó en los veinticuatro ejércitos del frente
revolucionario. También se pisoteó y anuló a lo mejor de la juventud, los
contemporáneos de León. El mismo sobrevivió por un milagro, debido a que nos
acompañó al exilio y luego a Turquía. Durante los años de nuestra última
emigración hicimos nuevos amigos, muchos de los cuales han penetrado
íntimamente en nuestras vidas, convirtiéndose prácticamente en miembros de
nuestra familia. Pero a todos ellos los conocimos por primera vez en estos
últimos años, cuando ya la vejez se nos venía encima. León era el único que nos
conoció cuando éramos jóvenes; él formó parte de nuestras vidas desde el
primerísimo momento de su nacimiento. A pesar de su juventud parecía nuestro
contemporáneo. Junto con nosotros pasó por nuestra segunda emigración: Viena,
Zurich, París, Barcelona, Nueva York, Amherst (un campo de concentración en
Canadá) y finalmente Petrogrado.
Cuando no era
sino un niño - estaba por cumplir los doce años - había, a su modo, hecho la
transición consciente de la Revolución de Febrero a la de Octubre.[2]
Su niñez transcurrió entre altas tensiones. Agregó un año a su edad para poder
ingresar más pronto al Komsomol [Juventud Comunista], que en
aquel momento hervía con toda la pasión de la juventud que despertaba. Los
jóvenes panaderos a quienes él llevaba la propaganda lo solían premiar con un
crocante pan blanco y él, feliz, lo llevaba a casa bajo el brazo que se asomaba
por la manga raída de su chaqueta. Aquellos eran años fogosos y fríos, de
grandeza y de hambre. Para no diferenciarse de los demás, León, por su propia
voluntad, abandonó el Kremlin y se fue a compartir el dormitorio de los
estudiantes proletarios. No quiso viajar en nuestro automóvil, negándose a
hacer uso de este privilegio de los burócratas. Pero sí participaba
ardientemente en todos los Sábados Rojos y otras “movilizaciones de trabajo”,
barriendo la nieve de las calles de Moscú, “liquidando” el analfabetismo,
descargando el pan y la leña de los camiones y, más adelante, como estudiante
de ingeniería, reparando las locomotoras. Si no llegó al frente de la guerra fue
sólo porque ni siquiera agregarle dos o aun tres años a su edad le hubiese
valido de nada, ya que aún no había cumplido los quince años cuando acabó la
Guerra Civil. No obstante me acompañó varias veces, recibiendo las poderosas
impresiones del frente, con plena conciencia del por qué de esta lucha
sangrienta.
Los últimos
informes de la prensa hablan de la vida de León Sedov en París “en las
condiciones más modestas” (mucho más modestas, permítaseme agregar, que las de
un obrero calificado). Incluso en Moscú, en aquellos años en que su padre y su
madre ocupaban altos puestos, él vivía en condiciones no mejores, sino peores
que las de los últimos años en París. ¿Era acaso ésta la regla entre la
juventud de la burocracia? De ningún modo. Aun entonces él era una excepción.
En este niño que iba hacia su pubertad y su adolescencia el sentido del deber y
la proeza despertó muy temprano.
En 1923 León
se lanzó de lleno al trabajo de la Oposición. Sería totalmente erróneo no ver
en esto más que la influencia paterna. Después de todo, cuando abandoné el
cómodo departamento en el Kremlin para irse a un dormitorio frío, deslucido,
donde se pasaba hambre, lo hizo contra nuestra voluntad, a pesar de que no
ofrecimos resistencia a esta decisión suya. El mismo instinto que lo obligaba a
elegir los ómnibuses atestados de gente antes que los autos de lujo del
Kremlin, determinó su orientación política. La plataforma de la Oposición
simplemente dio una expresión política a rasgos inherentes a su carácter. León
rompió totalmente con aquellos de sus compañeros de estudios a quienes sus
padres burócratas arrancaron violentamente del “trotskismo” y se reunió con sus
amigos los panaderos. Así, a los 17 años, comenzó su vida totalmente consiente
de revolucionario. Pronto comprendió el arte del trabajo conspirativo, las
reuniones ilegales y la publicación y distribución secretas de los documentos
de la Oposición. Rápidamente el Komsomol desarrolló
sus propios cuadros de dirigentes de la Oposición.
León tenía un
gran talento para las matemáticas. Nunca se cansaba de ayudar a muchos
obreros-estudiantes que jamás habían asistido al colegio secundario. Se dedicó
a este trabajo con todas sus energías, alentando, dirigiendo, retando a los
haraganes; el joven maestro sentía este trabajo como un servicio a su clase.
Sus propios estudios en la Academia Superior Técnica se desarrollaban muy
satisfactoriamente. Pero no ocupaban sino una parte de su jornada. La mayor
parte de su tiempo, sus fuerzas y su espíritu los dedicaba a la causa de la
revolución.
En el invierno
de 1927, cuando comenzó la masacre policíaca de la Oposición, León había
cumplido los veintidós años. En aquel tiempo le había nacido un hijo, y él lo
solía traer orgullosamente al Kremlin para mostrárnoslo. Sin un momento de
vacilación, sin embargo, León decidió separarse de sus estudios y de su joven
familia para compartir nuestro destino en Asia Central. En esto actuó no sólo
como un hijo, sino sobre todo como un compañero de ideas. Era esencial, a
cualquier precio, garantizar nuestro contacto con Moscú. Durante este año, su
trabajo en Alma Ata fue verdaderamente incomparable. Lo llamábamos nuestro
ministro de relaciones exteriores, ministro de policía y ministro de
comunicaciones. Y en el cumplimiento de todas estas funciones tuvo que depender
de un aparato ilegal. Por encargo del centro de la Oposición en Moscú, el
camarada X, muy abnegado y de mucha confianza, consiguió un carruaje y tres
caballos y trabajó como cochero independiente entre Alma Ata y la ciudad de
Frunze (Pishpek), que en aquel tiempo era la terminal del ferrocarril. Su tarea
era hacemos llegar cada dos semanas el correo secreto de Moscú y llevar
nuestras cartas y manuscritos de vuelta a Frunze, donde lo esperaba un
mensajero de Moscú. Encontrarlo no era cosa fácil. A veces llegaban también
correos especiales de Moscú. Nos alojábamos en una casa rodeada por las
instituciones de la GPU y los cuarteles de sus agentes. El contacto con el
exterior estaba enteramente en las manos de León. Solía salir de casa tarde en
las noches lluviosas o cuando nevaba mucho o, eludiendo la vigilancia de los
espías, solía esconderse de día en la biblioteca para encontrarse con el
mensajero en un baño público o entre los yuyos espesos en las afueras de la
ciudad o en la feria oriental, donde los kirghizes se amontonaban con sus
caballos, sus burros y sus mercaderías. Siempre volvía entusiasta y feliz, con
un brillo conquistador en los ojos y el precioso botín debajo de su ropa. Y
así, durante un año, eludió a todos los enemigos. Lo que es más, mantuvo sus
relaciones más “correctas”, casi “amistosas” con estos enemigos que eran los
“camaradas” de ayer, haciendo gala de un tacto y disciplina extraordinarios,
protegiéndonos cuidadosamente de toda molestia exterior.
En aquel
tiempo la vida ideológica de la Oposición hervía como una caldera. Era el año
del Sexto Congreso Mundial de la Internacional Comunista. Las encomiendas de
Moscú llegaban con decenas de cartas, de artículos, de tesis de camaradas
conocidos y desconocidos. Durante los primeros mese, antes del brusco cambio de
conducta de la GPU, hasta recibimos muchas cartas por el correo oficial desde
los diferentes lugares de exilio. Era necesario tamizar cuidadosamente este
material tan diverso. Y fue en este trabajo que tuve la oportunidad de darme
cuenta, no sin sorpresa, cómo, imperceptiblemente, había crecido este niño, qué
bien podía juzgar a la gente (conocía muchos más oposicionistas que yo), hasta
qué punto se podía confiar en su instinto revolucionario, que le permitía, sin
ninguna vacilación, distinguir lo auténtico de lo falso, la substancia de la
apariencia. Los ojos de la madre, la que mejor conocía a nuestro hijo,
brillaban de orgullo durante nuestras conversaciones.
Entre abril y
octubre recibimos aproximadamente 1.000 cartas y documentos políticos y
alrededor de 700 telegramas. Durante este mismo período enviamos 550 telegramas
y no menos de 800 cartas políticas, incluso una cantidad de trabajos
sustanciosos, tales como la crítica del Proyecto del Programa de la
Internacional Comunista, y otros.[3] Sin
mi hijo, no podría haber realizado ni
siquiera la mitad de este trabajo.
Una
colaboración tan íntima, sin embargo, no significa que no hubo entre nosotros
disputas, o incluso choques muy fuertes. Ni en aquel momento, ni más tarde, en la
emigración, y hay que decirlo sinceramente, tuvieron mis relaciones con León un
carácter parejo y plácido. A sus juicios categóricos, que a veces eran
irrespetuosos para con los “viejos” de la Oposición, no sólo oponía yo
correcciones y reservas categóricas, sino que también tuve para con él esa
actitud pedante y exigente que había adquirido en cuestiones prácticas. Debido
a esos rasgos, que son tal vez útiles y aun indispensables en el trabajo a gran
escala, pero totalmente insoportables en una relación personal, la gente más
allegada a mí a menudo tuvo que vérselas feas. Y ya que entre todos los jóvenes
el más allegado era mi hijo, fue él quien tuvo que vérselas peor que los demás.
A un observador superficia1 hasta le podría haber parecido que nuestra relación
estaba impregnada de severidad y alejamiento. Pero debajo de esta superficie
palpitaba un profundo cariño mutuo, basado sobre algo inmensamente más fuerte
que los vínculos de la sangre: la solidaridad de opiniones y juicios, de
simpatías y antipatías, de alegrías y tristezas vividas en común, de las
grandes esperanzas que compartíamos. Y este cariño mutuo se encendía a veces
como un fogonazo y su calor compensaba mil veces las pequeñas fricciones del
trabajo diario.
Y así, a
cuatro mil kilómetros de Moscú, a doscientos cincuenta kilómetros del
ferrocarril más próximo, pasamos un año difícil e inolvidable que permanece en
nuestra memoria bajo el signo de León, o más bien Levik o Levusiatka, como lo
solíamos llamar.
En enero de
1929, el Buró Político decidió deportarme de la URSS, y nuestro destino resultó
ser Turquía. Se les otorgó a los miembros de mi familia el derecho de
acompañarme. Y otra vez, sin vacilar, León decidió compartir el exilio,
separándose para siempre de su mujer y del niño a quienes amaba tanto.
Se abría un
nuevo capítulo en nuestras vidas y sus primeras hojas estaban casi en blanco.
Había que buscar nuevos contactos, nuevos conocidos, nuevos amigos. Y una vez
más nuestro hijo lo fue todo para nosotros: nuestro vínculo con el mundo exterior,
nuestro guardián, nuestro colaborador y secretario, como en Alma Ata, pero en
una escala incomparablemente más amplia. En el tumulto de los años
revolucionarios se había olvidado casi por completo de los idiomas extranjeros
con los que se había familiarizado en su infancia más que con el ruso. Se le
hizo necesario aprenderlos de nuevo. Comenzó nuestro trabajo literario
conjunto. Mis archivos y mi biblioteca estaban totalmente en manos de León.
Conocía profundamente las obras de Marx, Engels y Lenin. Estaba muy al tanto de
mis libros y manuscritos, de la historia del Partido y de la Revolución y de la
historia de la falsificación termidoriana. En el caos de la biblioteca pública
de Alma Ata ya había estudiado los archivos de Pravda de la época de los Soviets, y reunido con infalible ingenio
las citas y referencias necesarias. Ni una sola de mis obras de los últimos
diez años hubiera sido posible sin este material precioso y sin las
investigaciones que León realizaba en los archivos y en las bibliotecas,
primero en Turquía, más tarde en Berlín y finalmente en París. Me refiero de un
modo especial a la Historia de la
Revolución Rusa. Aunque cuantitativamente importante, su colaboración no
fue de ningún modo de carácter “técnico”. Su selección independiente de hechos,
citas, caracterizaciones, frecuentemente determinaba tanto el método como las
conclusiones de mi presentación. La
revolución traicionada contiene muchas páginas que yo escribí basándome en
varias líneas de las cartas de mi hijo y en las citas de los periódicos
soviéticos que él me enviaba y que no me eran accesibles. Me suministró aun más
material para la biografía de Lenin. Este tipo de colaboración sólo fue posible
porque nuestra solidaridad ideológica se había hecha carne en nosotros. El nombre
de mi hijo, con justo derecho, debe ir al lado del mío en casi todos los libros
que escribí a partir de 1928.
Cuando todavía
estaba en Moscú le faltaba un año y medio para completar su curso de
ingeniería. Su madre y yo insistimos en que volviera a sus estudios abandonados
mientras estábamos en el extranjero. Mientras tanto, en Prinkipo se había
formado con éxito un nuevo grupo de colaboradores íntimamente relacionados con
mi hijo. León aceptó marcharse sólo por una razón de peso: que en Alemania podría
prestar a la Oposición Internacional de Izquierda servicios valiosísimos. A la
vez que recomenzaba sus estudios científicos en Berlín, León se lanzaba de
lleno a la actividad revolucionaria. Pronto se convirtió en el representante de
la sección rusa en el Secretariado Internacional. Las cartas que en aquella
época nos escribía a su madre y a mí demuestran con qué rapidez se había
aclimatado a la atmósfera política de Alemania y de Europa occidental, qué bien
juzgaba a la gente y medía las diferencias y los innumerables conflictos de
aquel primer período de nuestro movimiento. Su instinto revolucionario,
enriquecido ya por una experiencia seria, le permitía casi siempre hallar por
su cuenta el camino correcto. ¡Cuántas veces nos alegramos cuando, al abrir una
carta que acababa de llegar, encontrábamos en ellas las mismas ideas y
conclusiones a las que yo acababa de dedicar mi atención! ¡Y qué felicidad
profunda y serena la suya cuando encontraba tal coincidencia de ideas! La
colección de las cartas de León constituirá, sin duda una de las fuentes más
valiosas para el estudio de la prehistoria interna de la Cuarta Internacional.
Pero la
cuestión rusa seguía ocupando el centro de su atención. Cuando aún vivía en
Prinkipo, se convirtió en el editor de hecho del Boletín de la Oposición Rusa desde que éste comenzó a aparecer
(mediados de 1928) y se hizo cargo totalmente de este trabajo (principios de
1931) al llegar a Berlín, adonde se trasladó inmediatamente el Boletín desde París. La última carta que
recibimos de León, escrita el 4 de febrero de 1938, doce días antes de su
muerte, comienza con las siguientes palabras: “Te envío las pruebas de galera
del Boletín, ya que el próximo barco
tardará en zarpar, y el Boletín estará
impreso recién mañana en la mañana”. La publicación de cada número era un
pequeño acontecimiento en su vida; un pequeño acontecimiento que exigía grandes
esfuerzos: armar el número, pulir la materia prima, corregir cuidadosamente las
pruebas de imprenta mantener una puntual correspondencia con amigos y
colaboradores y, no menos importante, reunir los fondos para publicarlo. ¡Pero
qué orgulloso estaba de cada número que “salió bien”!
Durante los
primeros años de la emigración mantenía una nutrida correspondencia con los
oposicionistas de la URSS. Pero para 1932 la GPU había destruido prácticamente
todos nuestros contactos. Se hizo necesario buscar nuevas informaciones por los
medios más complicados. León estaba siempre alerta, buscando ávidamente canales
de comunicación con Rusia, persiguiendo a los turistas que regresaban, a los
estudiantes soviéticos asignados al extranjero, o a funcionarios simpatizantes
en las representaciones extranjeras. Con el fin de no comprometer a sus
informantes, se pasaba horas recorriendo las calles de Berlín y más tarde las
de París para despistar a los espías de la GPU que lo seguían. En todos estos
años no hubo ni un solo caso de alguien que sufriera a causa de una
indiscreción, descuido o imprudencia por parte de León.
En los
archivos de la GPU figuraba con el apodo de “Sinok” o “hijito”. Según el
difunto Ignace Reiss, en la Lubianca [oficina principal de la GPUJ se dijo más
de una vez: “El hijito hace su trabajo astutamente. Al viejo no le resultaría
tan fácil sin él.” Era cierto. No hubiera sido fácil sin él. Será muy difícil
sin él. Y fue precisamente por eso que los agentes de la GPU, infiltrándose
incluso en las organizaciones de la Oposición, rodearon a León de una espesa
telaraña de espionaje, intrigas y complots. En los Juicios de Moscú, su nombre
invariablemente aparecía junto al mío. ¡Moscú estaba buscando medios para
deshacerse de él a toda costa!
Después de
subir Hitler al poder, el Boletín de la
Oposición Rusa quedó proscrito inmediatamente. León permaneció en Alemania
varias semanas llevando a cabo un trabajo clandestino, escondiéndose de la Gestapo en diferentes departamentos. Su
madre y yo dimos la señal de alerta, insistiendo en que se alejara de Alemania
inmediatamente. En la primavera de 1933 León finalmente decidió abandonar el
país que había llegado a conocer y amar, se trasladó a París y el Boletín lo siguió. Aquí León otra vez
reinició sus estudios. Tuvo que pasar un examen para un colegio secundario
francés, y luego, por tercera vez, empezar el primer año en la Facultad de
Física y Matemáticas de la Sorbona. En París vivía en condiciones muy
difíciles, siempre escaso de dinero, ocupándose de los estudios científicos en
la Universidad en los momentos perdidos, pero gracias a su capacidad
excepcional los completó y obtuvo su diploma. En París, aun más que en Berlín,
dedicaba sus principales esfuerzos a la revolución y a colaborar conmigo en mis
trabajos literarios. Durante los últimos años, León comenzó a escribir más
sistemáticamente para la prensa de la Cuarta Internacional. Algunas
indicaciones aisladas, especialmente las notas sobre sus recuerdos para mi
autobiografía, me hicieron sospechar ya en Prinkipo que tenía talento
literario. Pero estaba recargado de trabajo y, ya que teníamos ideas y temas
comunes, dejaba para mí el trabajo literario. Si mal no recuerdo, en Turquía
escribió un solo artículo importante: Stalin
y el Ejército Rojo o cómo se escribe la historia; utilizó el seudónimo de
N. Markin, un marinero revolucionario a quien se había ligado en la infancia,
por lazos de amistad que la admiración hacía más profunda. Este artículo fue
incluido en mi libro La escuela de
falsificación de Stalin. Posteriormente sus artículos empezaron a aparecer
cada vez más frecuentemente en las páginas del Boletín y en las otras publicaciones de la Cuarta Internacional, y
siempre los escribía presionado por la necesidad, León escribía únicamente
cuando tenía algo que decir y sabía que no había nadie que lo pudiese decir
mejor. Durante la época de nuestra vida en Noruega me pidieron, desde varios
lugares, un análisis del movimiento stajanovista que, hasta cierto punto, nos
tomó por sorpresa. Cuando se hizo evidente que mi prolongada enfermedad me
impedía cumplir esta tarea, León me envió el borrador de un artículo escrito
por él sobre el stajanovismo, con una carta muy modesta que lo acompañaba. El
trabajo me pareció excelente, tanto por lo serio y exhaustivo del análisis como
por la frescura y claridad de su exposición. ¡Me acuerdo qué contento estaba
León con mi cálida alabanza! Este artículo se publicó en varios idiomas[4]
y planteó el punto de vista correcto acerca de esta obra de arte “socialista”
bajo el látigo de la burocracia. Decenas de artículos posteriores no han
agregado nada esencial a este análisis.
La principal
obra literaria de León fue El Libro Rojo
de los Juicios de Moscú, dedicado al Proceso de los Dieciséis (Zinoviev,
Kamenev, Smirnov y otros). Fue publicado en francés, ruso y alemán. En aquel
momento mi esposa y yo estábamos presos en Noruega, atados de pies y manos,
blanco de la difamación más monstruosa. Hay ciertas formas de parálisis que
permiten que sus víctimas oigan y comprendan todo pero no puedan mover un solo
dedo para apartar el peligro mortal. El gobierno “socialista” noruego nos
sometió precisamente a esta parálisis. ¡Qué don tan valioso fue para nosotros,
en estas circunstancias, el libro de León, la primera respuesta aplastante a
los falsificadores del Kremlin! Las primeras pocas páginas, me acuerdo, me
parecieron deslucidas. Se debía a que en ellas sólo se trataba de reafirmar una
apreciación política, ya hecha con anterioridad, sobre la situación general de
la URSS. Pero a partir del momento en que el autor se hizo cargo de un análisis
propio del juicio quedé completamente absorto. Cada capítulo que leía me
parecía mejor que el anterior. “Bien hecho, Levusiatka” decíamos mi mujer y yo. “¡Tenemos un defensor!” ¡Cómo
deben de haber brillado sus ojos cuando leía nuestra cálida alabanza!. Varios
diarios, en particular el órgano central de la socialdemocracia danesa, dijeron
que con seguridad, al parecer, a pesar de las severas condiciones de mi
arresto, yo había encontrado los medios de participar en el trabajo que
apareció firmado por Sedov. “Se siente la pluma de Trotsky...” Todo esto no es
sino una... ficción. En este libro no hay una sola línea mía. Muchos camaradas
que tendían a considerar a Sedov simplemente como el hijo de Trotsky - del
mismo modo que a Karl Liebknecht se lo consideraba, hace mucho tiempo, sólo
como el hijo de Wilhelm Liebknecht[5] - se
pudieron convencer, aunque no sea más que por este librito, de que se trataba
de una figura no sólo independiente, sino también destacada.
Así como
escribía, León hacía todo lo demás, es decir, a conciencia, estudiando,
reflexionando, revisando. Desconocía la vanidad de “ser el autor”. La
declamación agitativa no lo atraía. Al mismo tiempo, cada línea que escribía
ardía con un fuego vivo, que brotaba de su auténtico temperamento
revolucionario.
A este
temperamento lo formaron y fortalecieron los hechos de la vida personal y
familiar vinculados íntimamente a los grandes hechos políticos de nuestra
época. En 1905 su madre estaba en una cárcel de Petrogrado esperando al niño.
Un soplo de liberalismo la liberó en otoño. En febrero del año siguiente nació el
niño. Para aquel entonces yo ya estaba encarcelado. Sólo pude ver a mí hijo por
primera vez trece meses más tarde, cuando escapé de Siberia. Sus primeras
impresiones tenían el aliento de la primera revolución rusa cuya derrota nos
llevó a Austria. La guerra que nos obligó a irnos a Suiza golpeó la conciencia
del niño de ocho años. La siguiente gran lección para él fue mi deportación de
Francia. A bordo del barco él conversó, por señas, con un fogonero catalán
acerca de la revolución. La revolución significaba para él toda clase de
bondades, sobre todo el regreso a Rusia. En el viaje a América, cerca de
Halifax, el Levik de once años golpeó
a un oficial británico con el puño. Sabía a quién golpear; no a los marineros
que me sacaron del barco, sino al oficial que dio la orden. En Canadá, durante
mi encarcelamiento en el campo de concentración, aprendió a esconder las cartas
que la policía no había leído, y a colocarlas, sin ser visto, en el buzón. En
Petrogrado se vio inmediatamente sumergido en la atmósfera de provocación
contra los bolcheviques. En la escuela burguesa donde fue inscrito al
principio, los hijos de los liberales y social-revolucionarios lo golpearon
porque era el hijo de Trotsky. Una vez vino al Sindicato Maderero, donde
trabajaba su madre, con la mano toda ensangrentada. Había tenido una discusión
política en el colegio con el hijo de Kerenski.[6] En
las calles se unía a todas las manifestaciones bolcheviques, buscaba, detrás de
los portones, refugio de las fuerzas armada de lo que fue entonces el Frente
Popular (la coalición de cadetes, social-revolucionarios y mencheviques).
Después de las Jornadas de Julio[7],
pálido y flaco, me visitó en la cárcel de Kerenski-Seretelli.[8]
En la casa de un coronel conocido, durante la cena, León y Serguei[9]
se lanzaron, cuchillo en mano, contra un oficial que había dicho que los
bolcheviques eran agentes del Kaiser. Dieron una respuesta más o menos igual al
ingeniero Serebrovski, ahora miembro del Comité Central estalinista, cuando
éste trató de asegurarles que Lenin era... un espía alemán. Levik pronto
aprendió a apretar sus jóvenes dientes cuando leía las difamaciones en los
diarios. Pasó las Jornadas de Octubre en compañía del marino Markin, quien, en
sus momentos libres, en un sótano, lo instruía en el arte del tiro al blanco.
Así se formaba
un futuro combatiente. Para él la revolución no era una abstracción. ¡Oh, no!.
Impregné todo su ser. De ahí su actitud seria hacia el deber revolucionario que
comenzaba con los Sábados Rojos y la ayuda escolar a los estudiantes atrasados.
Es por eso que más tarde se unió con tanto fervor a la lucha contra la burocracia. En otoño de 1927 León hizo
una gira “oposicional” a los Urales en compañía de Mrajkovski y Beloborodov.[10]
Al volver, ambos hablaron con un auténtico entusiasmo de la conducta de León
durante la lucha dura y desesperada, de sus discursos intransigentes en las
reuniones de la juventud, de su coraje físico frente a las bandas de matones de
la burocracia, del coraje moral que le permitía enfrentar la derrota
manteniendo en alto su joven cabeza. Cuando regresó de los Urales, habiendo
madurado durante esas seis semanas, a mí ya me habían expulsado del Partido.
Fue necesario prepararnos para el exilio. León no era imprudente ni hacía
aludes de su valentía. Era sabio, cauteloso y calculador. Pero sabía que el
peligro era un elemento constitutivo tanto de la revolución como de la guerra.
Cada vez que era preciso, y sucedía a menudo, supo hacerle frente al peligro.
Su vida en Francia, donde la GPU tiene amigos en casi todos los pisos del
edificio gubernamental, era una cadena casi ininterrumpida de peligros. Matones
profesionales seguían sus pasos. Vivían en los departamentos próximos al suyo.
Robaban sus cartas y sus archivos y escuchaban sus conversaciones telefónicas.
Cuando después de una enfermedad pasó dos semanas a orillas del Mediterráneo -
las únicas vacaciones que tuvo en años - los agentes de la GPU se alojaron en
la misma pensión.
Una vez, hizo los
arreglos para viajar a Mulhausen a fin de conferenciar con un abogado suizo
respecto a una acción legal contra las difamaciones de la prensa stalinista; en
la estación lo esperaba toda una pandilla de agentes de la GPU. Eran los mismos
que más adelante mataron a Ignace Reiss. León evitó una muerte segura sólo
porque en vísperas de su partida se enfermó, tuvo mucha fiebre y no pudo salir
de París. Las autoridades judiciales de Francia y Suiza han verificado todos
estos hechos. ¿Y cuántos permanecen aún sin aclarar? Hace tres meses sus amigos
más íntimos nos escribieron que León corría demasiado peligro en París e
insistían en que debía ir a México. León contesto: El peligro es innegable,
pero hoy París es un puesto de batalla demasiado importante; sería un crimen
abandonarlo. No quedaba otra cosa que hacer, sino inclinar la cabeza ante este
argumento.
Era lógico
que, cuando en otoño del año pasado una serie de agentes soviéticos extranjeros
comenzaron a romper con el Kremlin y la GPU, León estuviera relacionado con
estos sucesos.
Ciertos amigos
protestaron contra esa asociación con aliados nuevos y “no probados”: era
posible que se presentara una provocación. León contestó que sin duda se corría
un riesgo, pero que no era posible desarrollar este movimiento importante si
nos quedábamos al margen. También esta vez tuvimos que aceptar a León tal como
lo formaron la naturaleza y la situación política. Como auténtico
revolucionario, le daba valor a la vida sólo en la medida en que ésta servía
para la lucha del proletariado por la liberación.
El 16 de
febrero apareció un breve comunicado en los diarios vespertinos de México;
decía que León Sedov había muerto
después de una operación quirúrgica. Absorto en un trabajo urgente, no vi estos
diarios. Por iniciativa propia, Diego Rivera verificó y confirmó por radio este
comunicado y vino a traerme la terrible noticia. Una hora más tarde le avisé a
Natalia que nuestro hijo había muerto, en el mismo mes de febrero en que, hacía
32 años, ella me trajo a la cárcel la noticia de su nacimiento. Así terminó
para nosotros el día 16 de febrero, el más negro de nuestra vida personal.
Habíamos
esperado muchas cosas, casi cualquier cosa, pero no eso, porque no hacía mucho
que León nos había escrito sobre su intención de conseguir trabajo como obrero
en una fábrica. Simultáneamente expresaba la esperanza de escribir la historia
de la Oposición rusa para un instituto científico. Rebosaba de planes. Sólo dos
días antes de la noticia de su muerte recibimos una carta suya, con fecha del 4
de febrero, desbordante de coraje y vitalidad. Está aquí, delante mío: “Estamos
haciendo los preparativos”, escribía, “para el juicio en Suiza, donde la
situación es muy favorable tanto en lo que se refiere a la así llamada ‘opinión
pública’ como a las autoridades.” A continuación enumeraba una serie de hechos
y síntomas favorables. “En somme nous marquions des points.” La
carta irradia confianza a en el futuro, ¿De dónde salió entonces esta
enfermedad maligna y esta muerte repentina? ¿En doce días? Para nosotros un
velo de misterio envuelve toda esta cuestión. ¿Se aclarará alguna vez? La
primera suposición, y la más natural, es que lo envenenaron. Para los agentes
de Stalin no constituía una gran dificultad el llegar hasta León, su ropa, su
comida. ¿Pueden los peritos, incluso los que no estén trabados por
consideraciones “diplomáticas”, llegar a conclusiones definitivas en lo que se
refiere a este aspecto? Paralelamente con la química bélica, el arte de
envenenar ha logrado hoy día un desarrollo extraordinario. Seguramente, los
secretos de este arte no son accesibles para un mortal común. Pero los
envenenadores de la GPU tienen acceso a todo. Es perfectamente posible imaginar
un veneno que no pueda detectarse después de la muerte, ni aun con los análisis
más cuidadosos. ¿Y quién va a garantizar ese cuidado? ¿O quizás lo mataron sin
recurrir a la química? Este hombre joven, profundamente sensible y tierno tuvo
que soportar demasiado. Los largos años de una campaña de mentiras contra su
padre y los mejores de sus camaradas mayores, a quienes León estaba
acostumbrado a reverenciar y a amar desde su infancia, habían ya sacudido su
organismo moral. La larga serie de capitulaciones por parte de los miembros de
la Oposición lo golpeó con no menor dureza. Luego, en Berlín, se suicidó, mi
hija mayor, a quien Stalin había apartado de su familia, de su medio ambiente,
y lo hizo con toda perfidia, de puro revanchismo. León se encontró con el
cadáver de su hermana mayor y con su hijo de seis años, de quien hubo de hacerse
cargo. Decidió tratar de comunicarse telefónicamente con su hermano menor,
Serguei, que estaba en Moscú. Contrariamente a lo que cabía esperar, se logró
la comunicación telefónica, ya sea porque la GPU estaba momentáneamente
desconcertada ante el suicidio de Zina, o porque esperaban poder oír algunos
secretos. Así León pudo transmitirle, con su propia voz, la trágica noticia.
Así fue la última conversación entre nuestros dos muchachos, los hermanos
condenados a muerte, que se comunicaban por encima del cuerpo, caliente aún, de
su hermana. Cuando nos escribía sobre su odisea, sus cartas eran lacónicas,
magras y comedidas. Nos ahorró demasiados sufrimientos. Pero en cada línea uno
sentía una tensión moral insoportable.
León soportaba
las dificultades y privaciones materiales sin quejas, con humor, como un
verdadero proletario; pero, por supuesto, también ellas dejaron su huella. Los
efectos de las constantes torturas morales resultaban infinitamente más
angustiosos. El Juicio a los Dieciséis en Moscú, el carácter monstruoso de las
acusaciones, los testimonios de pesadilla de los acusados, entre ellos Smirnov
y Mrajkovski, a quienes León conocía y amaba tanto; el encarcelamiento
inesperado de su padre y su madre en Noruega, el período de cuatro meses sin
noticias; el robo de sus archivos; la forma misteriosa en que nos llevaron a mi
mujer y a mí a México. El segundo Juicio de Moscú, con sus acusaciones y
confesiones aun más delirantes, la desaparición de su hermano Serguei, acusado
de “envenenar a los obreros”; el fusilamiento de infinitos hombres que, o
habían sido amigos o lo siguieron siendo hasta el fin; la persecución y los
atentados por parte de la GPU en Francia, el asesinato de Reiss en Suiza, las
mentiras, la bajeza, la perfidia, las estratagemas para incriminarlo.
No;
“stalinismo” no era para León un abstracto concepto político, sino una serie de
golpes morales y heridas espirituales. Si los amos del Kremlin recurrieron a la
química, o si todo lo que ya habían hecho resultó suficiente, la conclusión es
la misma: fueron ellos los que lo mataron.
Marcaron el día de su muerte como una celebración importante en el calendario
termidoriano.
Antes de
matarlo hicieron todo lo posible por difamar y denigrar a nuestro hijo a los
ojos de sus contemporáneos y de la posteridad. Caín Dshugasvili [Stalin] y sus
verdugos trataron de hacer ver que era un agente del fascismo, un partidario
secreto de la restauración capitalista en la URSS, el organizador de
descarrilamientos de trenes y de asesinatos de obreros. Los esfuerzos de los
sinvergüenzas son vanos. Las toneladas de mugre termidoriana rebotan contra
esta joven figura sin dejar una sola mancha. León era un ser profundamente
humano, limpio, honesto, puro. Podría relatar la historia de su vida
(desgraciadamente tan breve) ante cualquier asamblea de la clase trabajadora y
relatarla día por día, tal como, brevemente, la he relatado aquí. No había nada
de que pudiera avergonzarse, nada que esconder. La nobleza moral era el rasgo
distintivo de su carácter. Porque era fiel a sí mismo, sirvió a la causa de los
oprimidos sin vacilaciones. De las manos de la naturaleza y de la historia
salió como un hombre de temple heroico. Necesitamos hombres de esa envergadura
para los tremendos acontecimientos que se aproximan. Si León hubiera vivido lo
suficiente como para participar en estos hechos hubiéramos conocido sus
verdaderas dimensiones. Pero no vivió. ¡Nuestro León, joven, hijo, luchador
heroico, ya no está!
Su madre, que
había intimado con él más que nadie, y yo estamos viviendo estas horas
terribles recordando su imagen, rasgo por rasgo, sin poder creer que él ya no
está, y llorando porque es imposible no creerlo. ¿Cómo nos podemos acostumbrar
a la idea de que en esta tierra ya no existe este cálido ser humano, ligado a
nosotros por vínculos indisolubles de recuerdos en común, de mutuo
entendimiento y de tierno cariño? Nadie nos conoció y nadie nos conoce, con
nuestras debilidades y nuestros lados fuertes, tan bien como nos conocía él.
Era parte de nosotros, la parte joven de nosotros. Por centenares de canales,
nuestro pensamiento y nuestro sentimiento iban hacia él a París. Junto con
nuestro muchacho ha muerto lo que quedaba de joven en nosotros.
Adiós, León,
adiós querido e incomparable amigo. Tu madre y yo nunca pensamos, nunca esperamos
que el destino nos fuera a imponer esta terrible tarea de escribir tu
obituario. Vivíamos firmemente convencidos de que mucho tiempo después de que
nos hubiéramos ido serías tú el continuador de nuestra causa común. ¡Pero no
pudimos protegerte! Adiós, León. Legamos tu recuerdo irreprochable a las
generaciones más jóvenes de los obreros del mundo. Con justicia tú vivirás en
los corazones de todos aquellos que trabajan, sufren y luchan por un mundo
mejor. ¡Jóvenes revolucionarios de todos los países! ¡Aceptad de nosotros el
recuerdo de nuestro León, adoptadlo como vuestro hijo - es digno de ello - y
dejad que, a partir de ahora, participe invisible de vuestras batallas, ya que
el destino le ha negado la dicha de participar de vuestra victoria final!
México, 1938.
[1] León, Sedov, hijo, amigo, luchador. Este un folleto dedicado a la juventud proletaria, fue publicado por la Liga de Jóvenes Socialistas (internacionalistas de la Cuarta) en marzo de 1938.
[2] La Revolución de Febrero en 1917 en Rusia derrocó al zar y estableció el Gobierno Provisional burgués, el cual se mantuvo en el poder hasta que la Revolución de Octubre se lo entregó a los soviets bajo la dirección de los bolcheviques.
[3] La Crítica del proyecto de programa de la Internacional Comunista de Trotsky está incluida en La Tercera Internacional después de Lenin (Pathfinder Press, tercera edición, 1974).
[4] El artículo de Sedov sobre el stajanovismo fue publicado en la edición de febrero de 1936 de New International.
[5] Karl Liebknecht (1871-1919): socialdemócrata de izquierda alemán y antimilitarista, fue el primero en votar contra los créditos de guerra del Reichstag en 1914. Fue encarcelado por su actividad antibélica de 1916 a 1918, y en 1919 fue uno de los dirigentes del levantamiento de Berlín. En enero de 1919 murió asesinado por oficiales gubernamentales.
[6] Alexander F. Kerenski (1882-1970): uno de los dirigentes del Partido Social Revolucionario ruso. Llegó a ser vicepresidente del Soviet de Petrogrado; luego se alejó de su disciplina para asumir el ministerio de justicia en el Gobierno Provisional en marzo de 1917. En mayo asumió el cargo de ministro de guerra y marina, el cual conservó hasta cuando llegó a ser primer ministro. Más tarde se nombró a sí mismo comandante en jefe. Huyó de Petrogrado cuando los bolcheviques tomaron el poder.
[7] Las Jornadas de Julio de 1917 en Petrogrado estallaron sin dirección alguna y llevaron a encuentros sangrientos. Los bolcheviques fueron declarados responsables de los hechos; sus jefes fueron detenidos y sus periódicos clausurados.
[8] Irakli Seretelli (1882-1959): dirigente menchevique que apoyó la guerra, ocupó puestos ministeriales de marzo a agosto de 1917.
[9] Serguei Sedov (1908-1937): hijo menor de Trotsky, fue el único de ellos que no tenia interés por la política. Permaneció en Rusia cuando deportaron a Trotsky, como conferencista de asuntos técnicos hasta 1934. En 1936 fue detenido después de rehusarse a firmar, una declaración denunciando a su padre. Un informe no oficial dice que fue fusilado en 1937.
[10] Serguei Mrajkovski (1883-1936): famoso comandante de la Guerra Civil, que también organizó la insurrección en los Urales en 1917. Fue expulsado del partido como oposicionista, capituló en 1929 pero fue exiliado en 1933 y sentenciado a muerte en el primer Juicio de Moscú. Alexander Beloborodov (1891-1938): miembro del Consejo Militar Revolucionario del noveno ejército y del Comité Central. Fue otro de los oposicionistas de izquierda que arrestaron y deportaron a Siberia. Capituló pero pereció después del tercer Juicio de Moscú.