Su Moral y la Nuestra
Índice General
1. Emanaciones de moral . . . . . . .
2. Amoralidad marxista y verdades eternas . . . . . . . .
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3. El fin justifica los medios . . . . .
4. Jesuitismo y utilitarismo . . . . . .
5. “Reglas morales universalmente válidas . . . . . . . .
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6. Crisis de la moral democrática . . .
7. El “sentido común” . . . . . . . .
8. Los moralistas y la GPU . . . . .
9. Disposición política de personajes . .
10. El stalinismo, producto de la vieja sociedad . . . . .
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11. Moral y revolución . . . . . . . .
12. La revolución y el sistema de rehenes .
13. “Moral de cafres” . . . . . . . . .
14. La “amoralidad” de Lenin . . . . . .
15. Un episodio edificante . . . . . .
16. Interdependencia dialéctica del fin y de los medios .
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1.-
Emanaciones de moral
En épocas de reacción triunfante, los señores demócratas,
socialdemócratas, anarquistas y otros representantes de la izquierda se ponen a
desprender, en doble cantidad, emanaciones de moral, del mismo modo que
transpiran doblemente las gentes cuando tienen miedo. Al repetir, a su manera,
los Diez Mandamientos o el Sermón de la Montaña, esos moralistas se dirigen no
tanto a la reacción triunfante cuanto a los revolucionarios perseguidos por
ella, quienes, con sus “excesos” y con sus principios “amorales” “provocan” a
la reacción y le proporcionan una justificación moral. Hay, sin embargo, un
medio tan sencillo y seguro de evitar la reacción: el esfuerzo interior; la
regeneración moral. En todas las redacciones interesadas se distribuyen.
gratuitamente muestras de perfección ética.
La base de clase de esta prédica falsa y ampulosa la
constituye la pequeña burguesía intelectual. La base política son la impotencia
y la desesperación ante la ofensiva reaccionaria. La base psicológica se halla
en el deseo de superar el sentimiento de la propia inconsistencia,
disfrazándose con una barba postiza de profeta.
Hitler y Mussolini, utilizando un método enteramente
semejante, demuestran que liberalismo, democracia y bolchevismo sólo son
distintas manifestaciones de un solo y mismo mal. La idea de que stalinismo y
trotskismo son “en el fondo” idénticos, encuentra hoy la más amplia aceptación.
Reúne en su rededor a liberales, demócratas, píos católicos, idealistas,
pragmatistas, anarquistas y fascistas. Si los stalinistas no están en
posibilidad de unirse a ese “frente popular”, sólo es porque ‑por
casualidad‑ se hallan ocupados en exterminar a los trotskistas.
El rasgo fundamental de esas asimilaciones e
identificaciones lo constituye el ignorar completamente la base material de las
diversas tendencias, es decir, su naturaleza de clase, y por eso mismo su papel
histórico objetivo. En lugar de eso, se valoran y clasifican las distintas
tendencias según cualquier indicio exterior y secundario; lo más a menudo,
según su actitud frente a tal o cual principio abstracto, que para el
clasificador dado tiene un valor profesional muy particular. Así, para el papa
romano, los francmasones, los darwinistas, los marxistas y los anarquistas son
gemelos, puesto que todos por igual niegan sacrílegamente la Inmaculada
Concepción. Para Hitler, liberalismo y marxismo son gemelos, puesto que ignoran
“la sangre y el honor”. Para los demócratas son el fascismo y el bolchevismo
los gemelos, puesto que no se inclinan ante el sufragio universal. Etc., etc..
Los rasgos comunes a las tendencias así comparadas son
innegables. La realidad, sin embargo,
es que el desarrollo de la especie humana no se agota ni con el sufragio
universal, ni con “la sangre y el honor”, ni con el dogma de la Inmaculada
Concepción. El proceso histórico es, ante todo, lucha de clases y acontece que
clases diferentes, en nombre de finalidades diferentes, usen medios análogos.
En el fondo, no podría ser de otro modo. Los ejércitos beligerantes son siempre
más o menos simétricos y si no hubiera nada de
común en sus métodos de lucha, no podrían lanzarse ataques uno al otro.
El campesino o el tendero rudos, si se encuentran entre
dos fuegos, sin comprender ni el origen ni el sentido de la pugna entre
proletariado y burguesía, tendrán igual odio para los dos campos en lucha; y
¿qué son todos esos moralistas demócratas? Los ideólogos de las capas medias,
caídas o temerosas de caer entre dos fuegos. Los principales rasgos de los
profetas de ese género son su alejamiento de los grandes movimientos
históricos, el conservatismo petrificado de su pensamiento, la satisfacción de
sí, en la propia mediocridad y la
cobardía política más primitiva. Los moralistas quieren, ante todo, que la
historia los deje en paz; con sus libritos, sus revistillas, sus suscriptores,
el sentido común y las normas morales. Pero la historia no los deja en paz. Tan
pronto de izquierda como de derecha, les dan de empellones. Indudablemente,
revolución y reacción, zarismo y bolchevismo, comunismo y fascismo, stalinismo
y trotskismo son todos gemelos. Que quien lo dude se tome la pena de palpar, en
el cráneo de los moralistas, las protuberancias simétricas de derecha e
izquierda.
2.- Amoralidad marxista y verdades eternas
La acusación más conocida y más impresionante dirigida
contra la “amoralidad” bolchevique se apoya en la supuesta regla jesuítica del
bolchevismo: “el fin justifica los medios”. De ahí no es difícil extraer la
conclusión siguiente: puesto que los trotskistas, como todos los bolcheviques
(o marxistas), no reconocen los principios de la moral, consecuentemente, entre
trotskismo y stalinismo no existen diferencias “principiales”. Qué es lo que se
quería demostrar.
Un semanario norteamericano, no poco vulgar y cínico,
emprendió, a propósito del bolchevismo, una pequeña encuesta que, como de
costumbre, sólo había de servir a la vez la ética y la publicidad. El
inimitable H. G. Wells[1],
cuya homérica suficiencia siempre ha sido todavía mayor que la imaginación
extraordinaria, se apresuró a solidarizarse con los snobs reaccionarios del Common
Sense. Todo esto está en el orden natural. Aquellos de entre los
participantes de la encuesta que juzgaron conveniente tomar la defensa del
bolchevismo, no lo hicieron, en la mayoría de los casos, sin tímidas reservas:
los principios del marxismo son, naturalmente,
malos; pero se encuentra uno entre los bolcheviques a hombres excelentes
(Eastman[2]).En
verdad, hay “amigos” más peligrosos que enemigos.
Si quisiéramos tomar en serio a nuestros señores censores
deberíamos preguntarles, ante todo, cuáles son sus principios de moral. He aquí
una cuestión a la cual sería dudoso que recibiéramos respuesta. Admitamos, en
efecto, que ni la finalidad personal ni la finalidad social puedan justificar
los medios. Será menester entonces buscar otros criterios fuera de la sociedad,
tal como la historia la ha hecho, y fuera de las finalidades que suscita su
desarrollo. ¿En dónde? Si no es en la tierra, habrá de ser en los cielos. Los
sacerdotes han descubierto, desde tiempo atrás, criterios infalibles de moral
en la revelación divina. Los padrecitos laicos hablan de las verdades eternas
de la moral, sin indicar su fuente primera. Tenemos, sin embargo, derecho de
concluir diciendo: si esas verdades son eternas, debieron existir no sólo antes
de la aparición del pitecántropo sobre la tierra, sino aun antes de 1a formación
del sistema solar. En realidad, ¿de dónde vienen exactamente? Sin Dios, la
teoría de la moral eterna no puede tenerse en pie.
Los moralistas de tipo anglosajón, en la medida en que no
se contentan, gracias a su utilitarismo racionalista, con la ética del tenedor
de libros burgués, resultan discípulo conscientes o inconscientes del vizconde
de Shaftesbury, quien ‑¡a principios del siglo XVIII!‑ deducía los
juicios morales de un “sentido moral” particular, dado ‑por decirlo así‑
de una vez para siempre al hombre. Situada por encima de las clases, la moral
conduce inevitablemente a la aceptación de una substancia particular, de un
“sentido moral”, de una “conciencia”, como un absoluto especial, que no es más
que un cobarde seudónimo filosófico de Dios. La moral independiente de los
“fines”, es decir, de la sociedad, ya se la deduzca d la verdad eterna, ya de
la “naturaleza humana”, sólo es, en resumidas cuentas, una forma de “teología
natural”. Los cielos siguen siendo la única posición fortificada para las
operaciones militares contra el materialismo dialéctica.
En Rusia apareció, a fines del siglo pasado, toda una
escuela de “marxistas” (Struve, Berdiaev, Bulgakov y otros) que quisieron
completar 1a enseñanza de Marx por medio de un principio moral autónomo, es
decir, colocado por encima de las clases. Esas gentes partían, claro está, de
Kant y del imperativo categórico. ¿Y cómo acabaron? Struve es ahora un antiguo
ministro del barón Wrangel y un buen hijo de la Iglesia. Bulgakov es sacerdote
ortodoxo. Berdiaev interpreta; en diversas lenguas, el Apocalipsis. Una
metamorfosis tan inesperada, a primera vista, no se explica de ningún modo por
el “alma eslava " ‑Struve, por lo demás, tiene el alma germánica
sino por la magnitud de la lucha social en Rusia. La tendencia fundamental de
esa metamorfosis es en realidad internacional.
El idealismo filosófico clásico, en la proporción en que
tendió, en su época, a secularizar la moral, es decir, a emanciparla de 1a
sanción religiosa, fue un enorme paso hacia adelante (Hegel). Pero una vez
desprendida de los cielos, la moral tuvo necesidad de raíces terrestres. El
descubrimiento de esas raíces fue una de las tareas del materialismo. Después
de Shaftesbury, Darwin; después de Hegel, Marx. Invocar hoy las “verdades eternas”
de la moral es tratar de hacer que la rueda dé vueltas al revés. El idealismo
filosófico sólo es una etapa: de la religión al materialismo o, por el
contrario, del materialismo a la religión.
3.- “El fin justifica los medios”
La orden de los jesuitas, fundada en la primera mitad del
siglo XVI para resistir al protestantismo, no enseñó jamás ‑digámoslo de
pasada- que cualquier medio, aunque fuese criminal desde el punto de vista de
la moral católica, fuera admisible, con tal de conducir al “fin”, es decir, al
triunfo del catolicismo. Esta doctrina contradictoria y psicológicamente
absurda fue malignamente atribuida a los jesuitas por sus adversarios
protestantes y a veces también católicos, quienes, por su parte, no se paraban
en escrúpulos al seleccionar medios para alcanzar sus fines. Los teólogos
jesuitas, preocupados como los de otras escuelas por el problema del libre
albedrío, enseñaban en realidad que el medio, en sí mismo, puede ser
indiferente y que la justificación o la condenación moral de un medio dado se
desprenden de su fin. Así, un disparo es por sí mismo indiferente; tirado
contra un perro rabioso que amenaza a un niño, es una buena acción; tirado para
amagar o para matar, es un crimen. Los teólogos de la orden no intentaron decir
otra cosa, más que ese lugar com×n. En
cuanto a su moral práctica, los jesuitas no fueron de ningún modo peores que
los otros monjes o que los sacerdotes católicos; por el contrario, más bien les
fueron superiores; en todo caso fueron más consecuentes, más perspicaces y más
audaces que los otros. Los jesuitas constituían una organización militante
cerrada, estrictamente centralizada, ofensiva y peligrosa no sólo para sus
enemigos, sino también para sus aliados. Por su piscología y por sus métodos de
acción, un jesuita de la época “heroica” se distinguía del cura adocenado,
tanto como un guerrero de la Iglesia de su tendero. No tenemos ninguna razón
para idealizar al uno o al otro; pero sería enteramente indigno considerar al
guerrero fanático con los ojos del tendero estúpido y perezoso.
Si nos quedamos en el terreno de las comparaciones
puramente formales o psicológicas, pues sí podrá decirse que los bolcheviques
son a los demócratas y socialdemócratas de cualquier matiz lo que los jesuitas
eran a la apacible jerarquía eclesiástica. Comparados con los marxistas
revolucionarios, los socialdemócratas y los centristas resultan unos atrasados
mentales o, comparados con los médicos, unos curanderos: no hay cuestión alguna
que ellos profundicen completamente; creen en la virtud de los exorcismos y
eluden cobardemente cualquier dificultad, esperanzados con un milagro. Los
oportunistas son los pacíficos tenderos de la idea socialista, mientras que los
bolcheviques son sus combatientes convencidos. De ahí el odio para los bolcheviques,
y las calumnias en su contra, de parte de quienes tienen en exceso los mismos
defectos que ellos, condicionados por la historia, y ninguna de sus cualidades.
Sin embargo, la comparación de los bolcheviques con los
jesuitas sigue siendo, a pesar de todo, absolutamente unilateral y superficial;
más literaria que histórica. Por el carácter y por los intereses de clase en
que se apoyaban, los jesuitas representaban la reacción, los protestantes el
progreso. El carácter limitado de ese “progreso” encontraba, a su vez,
expresión inmediata en la moral de los protestantes. Así, la doctrina de
Cristo, “purificada” por ellos, no impidió en modo alguno al burgués citadino
que era Lutero, clamar por el exterminio de los campesinos rebelados, esos
“perros rabiosos”. El doctor don Martín consideraba sin duda que “el fin
justifica los medios”, antes de que esa regla fuese atribuida a los jesuitas. A
su vez, los jesuitas, rivalizando con los protestantes, se adaptaron cada día
más al espíritu de la sociedad burguesa, y de los tres votos ‑pobreza,
castidad y obediencia‑ no conservaron sino el último, por lo demás, en
una forma extremadamente suavizada. Desde el punto de vista del ideal
cristiano, la moral de los jesuitas cayó tanto más bajo cuanto más cesaron
éstos de ser jesuitas. Los guerreros de la Iglesia se volvieron sus burócratas
y, como todos los burócratas, unos pillos redomados.
4.- Jesuitismo y utilitarismo
Esas breves observaciones bastan sin duda ;para mostrar
cuánta ignorancia y cuánta cortedad se necesitan para tomar en serio la
oposición entre el principio “jesuítico”: “el fin justifica los medios”, y el
otro, inspirado por supuesto en una moral más elevada, según el cual cada
“medio” lleva su pequeño marbete moral, lo mismo que 1as mercancías en los
almacenes de precio fijo. Es notable que el sentido común del filisteo
anglosajón consiga indignarse contra el principio “jesuítico”, mientras él
mismo se inspira en la moral del utilitarismo, tan característico de la
filosofía británica. Sin embargo, el criterio de Bentham, John Mill ‑“la
mayor felicidad posible para el mayor número posible"‑ significa:
morales son los medios que conducen al bien general, fin supremo. Bajo su
enunciado filosófico general, el utilitarismo anglosajón coincide así
plenamente con el principio “jesuítico”: “el fin justifica los medios”. El
empirismo ‑como vemos‑ existe en este mundo para libertar a las
gentes de la necesidad de juntar los dos cabos del razonamiento.
Herbert Spencer, a cuyo empirismo Darwin había inoculado
la idea de “evolución” del mismo modo que se vacuna contra la viruela, enseñaba
que en el dominio de la moral, la evolución parte de las “sensaciones”, para
llegar hasta las “ideas”. Las sensaciones imponen criterios de satisfacción
inmediata, mientras que las ideas permiten guiarse conforme a un criterio de
satisfacción futura, más durable y más elevada. El criterio de la moral es así, aquí
también, la “satisfacción” o la “felicidad”. Pero el contenido de este criterio
se ensancha y profundiza según el nivel de la “evolución”. Así, hasta Herbert
Spencer, por los métodos de su utilitarismo “evolucionista” ha mostrado que el
principio: “el fin justifica los medios” no encierra, en sí mismo, nada
inmoral.
Sería, sin embargo, ingenuo esperar de este “principio”
abstracto una respuesta a la cuestión práctica: ¿Qué se puede y qué no se puede
hacer? Además, el principio: “el fin justifica los medios” suscita naturalmente
la cuestión: ¿Y qué justifica el fin? En la vida práctica, como en el
movimiento de la historia, el fin y el medio cambian sin cesar de sitio. La
máquina en construcción es el “fin” de la producción, para convertirse, una vez
instalada en una fábrica, en un “medio”, de esa producción. La democracia es, en
ciertas épocas, el “fin” de la lucha de clases, para cambiarse después en su
“medio”. Sin encerrar en sí nada inmoral, el principio atribuido a los jesuitas
no resuelve, sin embargo, el problema de la moral.
El utilitarismo “evolucionista” de Spencer nos deja
igualmente sin respuesta a medio camino, pues siguiendo las huellas de Darwin
intenta resorber la moral histórica concreta en las necesidades biológicas o en
los “instintos sociales” propios de la vida animal gregaria, mientras que el
concepto mismo de moral surge sólo en un medio dividido por antagonismos, es
decir, en una sociedad dividida en clases.
El evolucionismo burgués se detiene impotente en el umbral
de la sociedad histórica, pues no quiere reconocer el principal resorte de la
evolución de las formas sociales: la lucha de clases. La moral sólo es
una de las funciones ideológicas de esa lucha. La clase dominante impone a la
sociedad sus fines y la acostumbra a considerar como inmorales los medios que
contradicen esos fines. Tal es la función principal de la moral social.
Persigue “la mayor felicidad posible”, no para la mayoría, sino para una exigua
minoría, por lo demás, sin cesar decreciente. Un régimen semejante no podría
mantenerse ni una semana por la sola coacción. Tiene necesidad del cemento de
la moral. La elaboración de ese cemento constituye la profesión de teóricos y
moralistas pequeño‑burgueses. Que manipulen todos los colores del arco
iris; a pesar de ello siguen siendo, en resumidas cuentas, los apóstoles de la
esclavitud y de la sumisión.
5.- “Reglas morales universalmente válidas”
Quien no quiera retornar ni a Moisés ni a Cristo ni a
Mahoma, ni contentarse con una mezcolanza ecléctica, debe reconocer que la
moral es producto del desarrollo social; que no encierra nada invariable; que
se halla al servicio de los intereses sociales; que esos intereses son contra
torios; que la moral posee, más que cualquier a forma ideológica, un carácter
de clase.
Sin embargo, ¿es
que no existen reglas elementales de moral, elaboradas por el desarrollo de la
humanidad en tanto que totalidad, y necesarias para la vida de la colectividad
entera? Existen, sin duda; pero la virtud de su acción es extremadamente
limitada e inestable. Las normas “universalmente válidas” son tanto menos
actuantes cuanto más agudo es el carácter que toma la lucha de clases. La forma
suprema de ésta es la guerra civil;
ella provoca la explosión todos los lazos morales entre las clases enemigas
En condiciones “normales”, el hombre “normal” observa el
mandamiento: “¡No matarás!”; si mata en condiciones excepcionales de legítima
defensa, los jueces lo absuelven. Si, por el Contrario, cae víctima de un
asesino, éste será quien muera, por decisión del tribunal. La necesidad de
tribunales, lo mismo que la de la legítima defensa, se desprende del
antagonismo de intereses. En lo que concierne al Estado, éste se limita, en
tiempo de paz, a legalizar la ejecución de individuos, para cambiar, en tiempo
de guerra, el mandamiento “universalmente válido” “¡no matarás!” en su
contrario. Los gobiernos más “humanos” que, en tiempo de paz “odian” la guerra,
convierten, en tiempo de guerra, en deber supremo de sus ejércitos el
exterminio de la mayor parte posible de la humanidad.
Las supuestas reglas “generalmente reconocidas” de la
moral conservan en el fondo un carácter algebraico, es decir, indeterminado.
Expresan únicamente el hecho de que el hombre, en su conducta individual, se
encuentra ligado por ciertas normas generales, que se desprenden de su
pertenencia a una sociedad. El “imperativo categórico” de Kant es la más
elevada generalización de esas normas. A despecho, sin embargo, de la alta
situación que ocupa en el Olimpo de la filosofía, ese imperativo no encierra en
sí absolutamente nada de categórico, puesto que no posee nada de concreto. Es
una forma sin contenido.
La causa de la vacuidad de las normas universalmente
validas se encuentra en el hecho de que en todas las cuestiones decisivas, los
hombres sienten su pertenencia a una clase, mucho más profunda e inmediatamente
que su pertenencia a una “sociedad”. Las normas “universalmente validas” de la
moral se cargan, en realidad, con un contenido de clase, es decir, antagónico.
La norma moral se vuelve tanto más categórica cuanto menos “universal” es. La
solidaridad obrera, sobre todo durante las huelgas o tras las barricadas, es
infinitamente más “categórica” que la solidaridad humana en general.
La burguesía, que sobrepasa en mucho al proletariado por
lo acabado e intransigente de su conciencia de clase, tiene un interés vital en
imponer su moral a las clases explotadas. Precisamente por eso, las
normas concretas del catecismo burgués se cubren con abstracciones morales que
colocan bajo la égida de la religión, de la filosofía o de esa cosa hibrida que
se llama “sentido común”. El invocar las normas abstractas no es error
filosófico desinteresado, sino un elemento necesario en la mecánica de la
engañifa de clase. La divulgación de esa engañifa, que tiene tras de una
tradición milenaria, es el primer deber del revolucionario proletario.
6.- Crisis de la moral democrática
Para asegurar el triunfo de sus intereses en grandes
cuestiones, las clases dominantes se obligadas a hacer concesiones en las
cuestiones secundarias; claro que hasta la medida en esas concesiones quepan
dentro de su contabilidad. En la época del ascenso capitalista, sobre todo
durante las últimas decenas de años anteriores a la guerra, esas concesiones,
por lo menos en lo que concierne a las capas superiores del proletariado,
tuvieron un carácter enteramente real. La industria de esas épocas progresaba
sin cesar. El bienestar de las naciones civilizadas, parcialmente también el de
las masas obreras, se acrecentaba. La democracia parecía inquebrantable. Las
organizaciones obreras crecían. A1 mismo tiempo que ellas, crecían también las
tendencias reformistas. Las relaciones entre las clases, por lo menos
exteriormente, se suavizaban. Así se establecían en las relaciones sociales,
junto a las normas de la democracia y a los hábitos de paz social, ciertas
reglas elementales de moral. Se forjaba la impresión de una sociedad cada día
más libre, justa y humana. La curva ascendente del progreso parecía infinita al
“sentido común”.
En lugar de eso, estalló la guerra, con su cortejo de
conmociones violentas, de crisis, de catástrofes, de epidemias, de saltos
atrás.. La vida económica de la humanidad se encontró en un callejón sin
salida. Los antagonismos de clase se exacerbaron y se manifestaron a plena luz.
Los mecanismos de seguridad de la democracia comenzaron a hacer explosión uno
tras otro. Las reglas elementales de la moral se revelaron todavía más frágiles
que las instituciones de la democracia y las ilusiones del reformismo. La
mentira, la calumnia, la venalidad, la corrupción, la violencia, el asesinato
cobraron proporciones inauditas. A los espíritus sencillos y abatidos pareció
que semejantes inconvenientes eran resultado momentáneo de la guerra. En
realidad, eran y siguen siendo manifestaciones de decadencia del imperialismo.
La putrefacción del capitalismo significa la putrefacción de la sociedad
contemporánea, con su derecho y con su moral.
La “síntesis” del horror imperialista es el fascismo,
nacido directamente de la bancarrota de la democracia burguesa ante las tareas
de la Época imperialista. Restos de democracia ya sólo se sostienen entre las
aristocracias capitalistas más ricas. Por cada “demócrata” de Inglaterra, de
Francia, de Holanda, de Bélgica, es preciso contar varios esclavos coloniales;
la democracia de los Estados Unidos está manejada por “sesenta familias”, etc.
En todas las democracias, por lo demás, crecen rápidamente elementos de
fascismo. El stalinismo es, a su vez, producto de la presión del imperialismo
sobre un Estado obrero atrasado y aislado y, a su modo, es un complemento
simétrico del fascismo.
En tanto que los filisteos idealistas ‑y,
naturalmente, los anarquistas en primer lugar- denuncian sin descanso la
“amoralidad” marxista en su prensa, los trusts norteamericanos gastan -según
palabras de John Lewis (C.I.O.)- no menos de 80 millones de dólares anuales en
la lucha práctica contra la “desmoralización” revolucionaria, es decir, gastos
de espionaje, de corrupción de obreros, de falsificaciones judiciales y de
asesinatos a mansalva. ¡El imperativo categórico sigue a veces, para triunfar,
rutas bastante sinuosas!
Observemos ‑por escrúpulo de equidad‑ que los
más sinceros y también los más limitados de los moralistas pequeño‑burgueses
viven, todavía hoy, de los recuerdos idealizados del ayer y las esperanzas de un
retorno a ese ayer. No comprenden que la moral es función de la lucha de
clases; que la moral democrática correspondía a la época del capitalismo
liberal progresista; que exacerbación de la lucha de clases, que domina en la
época reciente, ha destruido definitiva y completamente esa moral; que su sitio
ha sido tomado, de un lado por la moral del fascismo y, otro, por la moral de
la revolución proletaria.7.- El “sentido común”
La democracia y la moral “universal” no son las únicas
víctimas del imperialismo. La tercera es el sentido común, “innato en todos los
hombres”. Esta forma inferior de la inteligencia, necesaria en cualquier
condición, es también sufre en ciertas circunstancias. El capital fundamental
del sentido común se ha forjado con las conclusiones elementales extraídas de
la experiencia humana: no metáis el dedo al fuego, seguid de preferencia la
línea recta, no molestéis a los terneros bravos... etc., etc. En un medio
social estable, el sentido común resulta suficiente para practicar el comercio,
cuidar a los enfermos, escribir artículos, dirigir un sindicato, votar en el
parlamento, fundar una familia y multiplicarse. cuando el sentido común trata
de escapar a sus límites naturales, para intervenir en el terreno de generalizaciones más complejas, revélase que
sólo es el conglomerado de los prejuicios de una clase y de una Época
determinadas. Ya la simple crisis del capitalismo lo despista; mas ante
catástrofes como la revolución, la contrarrevolución y la guerra, el sentido
común sólo es un imbécil a secas. Para conocer las conmociones catastróficas
del curso “normal” de las cosa, se precisan facultades más altas de la
inteligencia, cuya expresión filosófica ha sido dada, hasta ahora, por el
materialismo dialéctico.
Max Eastman, que se esfuerza con buen éxito por dar al
“sentido común” la más seductora apariencia literaria, se ha forjado de la
lucha contra la dialéctica una especie de profesión. Eastman toma en serio las
banalidades conservadoras del sentido común, mezcladas con un estilo florido,
como si fueran la “ciencia de la revolución”. Viniendo en refuerzo de los snobs
reaccionarios del Common Sense,
con una seguridad inimitable enseña a la humanidad que si Trotsky se hubiese
guiado, no por la doctrina marxista, sino por el sentido común, no hubiera
perdido el poder. La dialéctica interna que se ha manifestado hasta ahora en la
sucesión de las etapas de todas las revoluciones, para Eastman no existe. La
sucesión de la revolución por la reacción se determina ‑según él‑
por la falta de respeto para con el sentido común. Eastman no comprende que
precisamente, en el sentido histórico, Stalin resulta ser una víctima del
sentido común, es decir, de la insuficiencia del sentido común, puesto que el
poder de que dispone sirve fines hostiles al bolchevismo. Por el contrario, a
nosotros, la doctrina marxista nos ha permitido romper oportunamente con la
burocracia thermidoriana y continuar sirviendo los fines del socialismo
internacional.
Toda ciencia, inclusive la “ciencia de la revolución”,
está sujeta a verificación experimental. Puesto que Eastman sabe cómo mantener
un poder revolucionario dentro de las condiciones de una contrarrevolución
mundial, hay que esperar que también sepa cómo conquistar el poder. Sería muy
de desearse que revelase, al fin, ese secreto. Lo mejor sería que lo hiciese en
forma de proyecto de programa de partido revolucionario, y bajo el
título de cómo conquistar y cómo conservar el poder. Tememos, sin
embargo, que precisamente el sentido común detenga a Eastman, antes de lanzarse
a empresa tan arriesgada. Y, esta vez, el sentido común tendrá razón.
La doctrina marxista que ‑¡oh, dolor!‑ Eastman
jamás ha entendido, nos ha permitido prever lo inevitable, en ciertas
condiciones históricas, del thermidor soviético, con todo su cortejo de
crímenes. La misma doctrina había predicho, con mucho tiempo de anticipación,
el inevitable hundimiento de la democracia burguesa y de su moral. Por el
contrario, los doctrinarios del “sentido común” se han visto cogidos de modo
revisto por el fascismo y el stalinismo. El sentido común procede a base de
magnitudes invariables en un mundo en el que sólo la variabilidad es invariable. La dialéctica, en cambio,
considera los fenómenos, las instituciones y las normas en su formación, su
desarrollo y su decadencia. La actitud dialéctica frente a la moral, producto
accesorio y transitorio de la lucha de clases, parece “inmoral” a los ojos del
sentido común. Sin embargo, ¡nada hay más duro y más limitado, más suficiente y
más cínico que la moral del sentido común!
8.- Los moralistas y la G.P.U[3].
El pretexto para la cruzada contra la “amoralidad”
bolchevique lo proporcionaron los procesos de Moscú. La cruzada, sin embargo,
no comenzó inmediatamente, ya que los moralistas, en mayoría, eran, directa o
indirectamente, amigos del Kremlin. En tanto que amigos, durante cierto tiempo
se esforzaron por disimular su estupor y hasta por simular que nada había
pasado. Sin embargo, los procesos de Moscú de ningún modo son un azar. El
servilismo y la hipocresía, el culto oficial de la mentira, la compra de
conciencias y todas las demás formas de corrupción comenzaron a abrirse con
opulencia en Moscú desde 1924‑25. Las futuras falsificaciones judiciales
se prepararon abiertamente a los ojos mundo entero. No faltaron advertencias.
Sin embargo, los “amigos” no querían notar nada. No es asombroso: la mayoría de
esos caballeros han sido enteramente hostiles a la revolución de Octubre y sólo
se aproximaron a la Unión Soviética paralelamente a la degeneración thermidoriana[4]
de ésta. La democracia pequeño‑burguesa de occidente reconoció en la
burocracia pequeño-burguesa de oriente un alma hermana. ¿Creyeron
verdaderamente esos individuos las acusaciones de Moscú?. Sólo las creyeron los
más imbéciles. Los otros, no quisieron causarse la molestia de una
verificación. ¿Valía la pena trastornar la amistad halagüeña y confortable -y a
menudo provechosa- con las embajadas soviéticas?. Por lo demás -¡oh, no lo
olvidaban!- la imprudente verdad podía perjudicar el prestigio de la U.R.S.S..
Estos hombres taparon el crimen por razones utilitarias, es decir, aplicaron
manifiestamente el principio: “el fin justifica los medios”.
El señor Pritt, consejero de S. M. Británica, que había
tenido ocasión de echar en Moscú una mirada de soslayo bajo la túnica de Temis
Staliniana y había encontrado sus intimidades en buen estado, tomó sobre sí la
tarea de desafiar la vergüenza. Romain Rolland[5],
cuya autoridad moral aprecian tanto los tenedores de libros de las editoriales
soviéticas, se apresuró a publicar uno de sus manifiestos, en los que el
lirismo melancólico se une a un cinismo senil. La Liga Francesa de los Derechos
del Hombre, que condenaban en 1917 la “amoralidad” de Lenin y de Trotsky;
cuando rompieron la alianza militar con Francia, se apresuró a tapar en 1936
los crímenes de Stalin, en interés del pacto franco‑soviético. El fin
patriótico justifica ‑como se ve‑ todos los medios. En los Estados
Unidos, The Nation y The New Republic cerraron los ojos a
las hazañas de Yagoda[6],
puesto que la “amistad” con la U.R.S.S. se había convertido en sustento de su
propia autoridad. No hace ni siquiera un año, esos señores no afirmaban que
stalinismo y trotskismo fueran idénticos. Estaban abiertamente por Stalin, por
su espíritu realista, por su justicia y por su Yagoda. En esa posición se
mantuvieron tanto tiempo como pudieron.
Hasta el momento de la ejecución de Tujachevsky[7],
de Iakir, etc. la gran burguesía de los países democráticos observó no sin
satisfacción -aunque afectando cierta repugnancia- el exterminio de
revolucionarios en la U.R.S.S. en ese sentido, The Nation, The New Republic,
para no hablar de los Duranty, Louis Fischer y otros prostituidos de la pluma,
se adelantaban a los intereses del imperialismo “democrático”. La ejecución de
los generales perturbó a la burguesía, obligándola a comprender que la muy
avanzada descomposición del aparato stalinista podría facilitar la tarea a
Hitler, a Mussolini y al Mikado. El New York Times se puso a rectificar
prudente, pero insistentemente la puntería de su Duranty. El Temps de
París dejó filtrar en sus columnas un débil rayo de luz sobre la situación en
la U.R.S.S.. En cuanto a los moralistas y a los sicofantes pequeño‑burgueses,
jamás fueron más que auxiliares de las clases capitalistas. En fin, cuando la Comisión
John Dewey formuló su veredicto, se
hizo evidente a los ojos de todo hombre, por poco que pensara, que continuar
defendiendo abiertamente a la GPU era afrontar la muerte política y moral. Sólo
a partir de ese momento fue cuando los “amigos” decidieron invocar las verdades
eternas de la moral; es decir, replegarse, atrincherándose en una segunda
línea.
Los stalinistas y semi‑stalinistas atemorizados
ocupan el último sitio entre los moralistas. Eugene Lyons convivió alegremente
durante varios años con la pandilla thermidoriana, considerándose casi un
bolchevique. Habiendo regañado con el Kremlin ‑poco nos importa saber por
qué- Lyons se encontró, de nuevo, naturalmente, en las nubes del
idealismo. Liston Oak gozaba, todavía
muy recientemente, de tal crédito cerca de la Komintern, que se le encargó
dirigir la propaganda de lengua inglesa en España. Cuando renunció a su cargo,
no tuvo el menor empacho, claro está, en renunciar también a su abecedario de
marxismo. Walter Krivitsky, habiéndose rehusado a volver .a la U.R.S.S. y
habiendo roto con la GPU, pasó inmediatamente a la democracia burguesa. Parece
también que esa es la metamorfosis del septuagenario Charles Rappoport. Una vez
echado el stalinismo por la borda, las gentes de esta clase -y son numerosas‑
no pueden abstenerse de buscar en los argumentos de la moral abstracta una
compensación a la decepción y al envilecimiento ideológico por que han
atravesado. Preguntadles por qué pasaron de la Komintern o de la GPU al campo
de la burguesía. Su respuesta está pronta: “El trotskismo no vale más que el
stalinismo”.
9.- Disposición política de personajes
“El trotskismo es romanticismo revolucionario; el
stalinismo es la política realista”. De esta ramplona antinomia, por cuyo
medio el filisteo vulgar justificaba; todavía ayer, su amistad thermidor,
contra la revolución, no queda hoy una huella. Ya no se opone trotskismo a
stalinismo en general; ya se les identifica. Se les identifica en la forma y no
en la esencia. Al batirse en retirada hasta el meridiano del “imperativo
categórico”, los demócratas continúan en realidad defendiendo a la GPU; pero
mejor disfrazados, más pérfidamente. Quien calumnia a las víctimas, labora con
los verdugos. En éste, como otros casos, la moral sirve a la política.
El filisteo
demócrata y el burócrata stalinistas , si no gemelos, son por lo menos hermanos
espirituales. Políticamente, pertenecen, en todo caso, al mismo campo. Sobre la
colaboración de stalinistas, demócratas y liberales reposa actualmente el
sistema gubernamental de Francia y, añadiendo los anarquistas, el de la España
republicana. Si el Independent Labour Party de Inglaterra ofrece una tan
pobre apariencia es porque durante años no ha salido de los brazos de la
Komintern. El Partido socialista Francés excluyó a los trotskistas en el
preciso momento en que se preparaba para la fusión con los stalinistas. Si la
fusión no se llevó a cabo no fue a causa de divergencia de principios -¿Qué
queda de ella?- sino a consecuencia del temor de los bonzos socialdemócratas de
perder sus puestos. Al volver de España, Norman Thomas[8]
declaró que los “trotskistas” ayudaban “objetivamente” a Franco, y gracias a
ese absurdo subjetivo proporcionó una ayuda “objetiva” a los verdugos de la
G.P.U. Este apóstol ha excluido a los “trotskistas” norteamericanos de su
partido, en el momento preciso en que la G.P.U. fusilaba a sus camaradas en la
U.R.S.S. y en España. En numerosos países democráticos, los stalinistas, a
despecho de su “inmoralidad”, penetran ‑no sin buen éxito‑ en el
aparato del Estado. En los sindicatos, se llevan bien con los burócratas de
cualquier matiz. Es cierto que los stalinistas tratan demasiado a la ligera el
Código Penal, cosa que aterroriza un poco, en tiempos apacibles, a sus amigos “demócratas”;
por el contrario, en circunstancias excepcionales ‑como lo muestra el
ejemplo de España‑, con ello tanto más seguramente se convierten en jefes
de la pequeña burguesía contra el proletariado.
La II Internacional y la Federación Sindical de Amsterdam[9]
no tomaron sobre ellas, claro está, la responsabilidad de las falsificaciones:
dejaron semejante tarea a la Comintern. Callaron. En conversaciones privadas,
sus representantes declaraban que desde el punto de vista moral, estaban contra
Stalin; pero que desde el punto de vista política, estaban con él. Sólo cuando
el Frente Popular de Francia reveló hendeduras irreparables, y los socialistas
franceses tuvieron que pensar en el mañana, fue cuando León Blum[10]
encontró en el fondo de su tintero las indispensables fórmulas de la
indignación moral
Si Otto Bauer[11]
censura suavemente la justicia de Vichinsky[12],
es para sostener, con tanta mayor “imparcialidad”, la política de Stalin. El
destino del socialismo -según reciente declaración de Bauer- parece estar
ligado a la suerte de la Unión Soviética. Y el destino de la Unión Soviética ‑continúa
diciendo‑ es el del stalinismo, mientras el desenvolvimiento de la Unión
Soviética misma no haya superado la fase stalinista. ¡Todo Bauer, todo el
austromarxismo, toda la mentira y toda la podredumbre de la socialdemocracia
están en esa frase magnifica! “Mientras” la burocracia stalinista sea
suficientemente fuerte para exterminar a los representantes progresistas del
“desenvolvimiento interior”, Bauer se queda con Stalin. Cuando las fuerzas
revolucionarias, a despecho de Bauer, derroquen a Stalin, entonces Bauer
reconocerá generosamente el “desenvolvimiento interior”, con un retraso de unos
diez años, cuando más.
Tras las viejas internacionales gravita el Buró de Londres[13],
de los centristas, que reúne con todo acierto los aspectos de un jardín de
niños, de escuela para adolescentes atrasados y de un asilo de inválidos. El
secretario del Buró, Fenner Brockway, comenzó por declarar que una
investigación sobre los procesos de Moscú podría “perjudicar a la U.R.S.S.”, y
en lugar de eso propuso se hiciera una averiguación sobre... la actividad
política de Trotsky, por una comisión “imparcial”, integrada por cinco
adversarios irreconciliables de Trotsky. Brandler[14]
y Lovestone[15] se
solidarizaron públicamente con Yagoda; no retrocedieron sino ante Iezhov[16].
Jacob Walcher, con un pretexto manifiestamente falso, rehusó prestar a la
Comisión John Dewey[17]
un testimonio que sólo podía ser desfavorable a Stalin. La moral podrida de
semejantes individuos sólo es producto de su política podrida.
El papel más triste, sin embargo, corresponde, sin duda, a
los anarquistas. Si el stalinismo y el trotskismo son una y la misma cosa ‑con
lo afirman ellos en cada renglón‑ ¿por qué, pues, los anarquistas
españoles ayudan a los stalinistas a aniquilar a los trotskistas, y al mismo
tiempo a los anarquistas que se mantienen revolucionarios? Los teóricos
libertarios más francos responden: es el precio del suministro soviético de
armas. En otros términos: el fin justifica losmedios.
Pero, ¿cuál es el fin de ellos: el anarquismo, el socialismo?. No, la salud de
la democracia burguesa, que ha preparado el triunfo del fascismo. A un fin
sucio corresponden sucios medios.
¡Esa es la disposición verdadera de los personajes en el
tablero de la política mundial!
10.-El stalinismo, producto de la vieja sociedad
Rusia ha dado el salto hacia adelante más grandioso de la
historia, y son las fuerzas más progresistas del país las que encontraron en él
expresión. Durante la reacción actual, cuya amplitud es proporcional a la de la
revolución, la inercia toma su desquite. El stalinismo se ha convertido en la
encarnación de esa reacción. La barbarie de la antigua Rusia, vuelta a aparecer
sobre nuevas bases sociales, resulta más repugnante aun porque ahora tiene que
emplear una hipocresía como la historia no había conocido hasta hoy.
Los liberales y los socialdemócratas de occidente, a
quienes la revolución de octubre había hecho dudar de sus añejas ideas, han
sentido sus fuerzas renacer. La gangrena moral de la burocracia soviética les
parece una rehabilitación del liberalismo. Se les ve exhibir viejos aforismos,
fuera de cuño, como estos: “toda dictadura lleva en sí los gérmenes de su
propia disolución”; “sólo la democracia puede garantizar el
desenvolvimiento de la personalidad”, etc. Esa oposición de democracia y
dictadura, que contiene, en este caso, la condenación del socialismo, en nombre
del régimen burgués , asombra desde el punto de vista teórico por su ignorancia
y su mala fe. La infección del, stalinismo en tanto que realidad histórica, es
opuesta a la democracia en tanto que abstracción suprahistórica. Sin embargo,
la democracia también ha tenido su historia, y en ella no han faltado horrores.
Para caracterizar la burocracia soviética empleamos las expresiones:
“thermidor”, y “bonapartismo”, de la historia de la democracia burguesa, ya que
‑y que los adoctrinadores retrasados del liberalismo tomen nota- la
democracia no apareció de ningún modo por la virtud de medios democráticos.
Sólo mentecatos pueden contentarse con
razonamientos sobre el bonapartismo, “hijo legítimo” del jacobinismo, castigo histórico por los atentados
cometidos contra la democracia, etc. Sin la destrucción del feudalismo por el
método jacobino, la democracia burguesa
hubiera sido inconcebible. Es tan falso oponer a las etapas históricas
concretas: jacobinismo, thermidor, bonapartismo, la abstracción idealizada de
“democracia”, como oponer el recién nacido al adulto.
El stalinismo, a su vez, no es una abstracción . de
“dictadura", sino una grandiosa reacción burocrática contra la dictadura
proletaria en un país atrasado y aislado. La revolución de octubre abolió los
privilegios, declaró la guerra a la desigualdad social, sustituyó la burocracia
por el gobierno de los trabajadores por ellos mismos, suprimió la diplomacia
secreta, se esforzó por dar un carácter de transparencia completa a todas las
relaciones sociales. El stalinismo ha restaurado las formas más ofensivas de
los privilegios, ha dado a la desigualdad un carácter provocativo, ha ahogado
la actividad espontánea de las masas por medio del absolutismo policíaco, hecho
de la administración un monopolio de la oligarquía del Kremlin y ha regenerado
el fetichismo del poder, bajo aspectos que la monarquía absoluta no se hubiese
atrevido a soñar.
La reacción social, en cualquiera de sus formas, se ve
obligada a ocultar sus fines verdaderos. Mientras más brutal sea la transición
de la revolución a la reacción, más depende la reacción de las tradiciones de
la revolución; es decir, más teme a las masas y tanto más se ve forzada a
recurrir a la mentira y a la falsificación, en la lucha contra los
representantes de la revolución. Las falsificaciones stalinistas no son fruto
de la “amoralidad” bolchevique; no, como todos los acontecimientos importantes
de la historia, son producto de una lucha social concreta; por lo demás, la más
pérfida y cruel que exista: la lucha de una nueva aristocracia contra las masas
que la han elevado al poder.
Se necesita, en realidad, una total indigencia intelectual
y moral para identificar la moral reaccionaria y policíaca del stalinismo con
la moral revolucionaria del bolchevismo. El partido de Lenin ha cesado de
existir desde hace mucho tiempo: se ha roto contra las dificultades interiores
y contra el imperialismo mundial. Su sitio ha sido tomado por la burocracia
stalinista, que es un mecanismo de transmisión del imperialismo. En la liza
mundial, la burocracia ha sustituido la lucha de clases por la colaboración de
clases, el internacionalismo por el socialpatriotismo. Para adaptar el partido
director a las tareas de la reacción, la burocracia ha “renovado” su
composición, por medio del exterminio de revolucionarios y el reclutamiento de
arribistas.
Toda reacción resucita, nutre, refuerza los elementos del
pasado histórico sobre el que la revolución ha descargado un golpe sin haber
logrado aniquilarlo. Los métodos del stalinismo llevan hasta el fin, hasta la
tensión más alta y, al mismo tiempo, hasta el absurdo, todos los procedimientos
de mentira, de crueldad y de bajeza que constituyen el mecanismo del poder en
toda sociedad dividida en clases, sin excluir la democracia. El stalinismo es
un conglomerado de todas las monstruosidades del Estado tal como lo ha hecho la
historia; es también su peor caricatura y su repugnante mueca. Cuando los
representantes de la antigua sociedad oponen sentenciosamente a la gangrena del
stalinismo una abstracción democrática esterilizada, tenemos excelente derecho
de recomendarles, lo mismo que a toda la vieja sociedad, que se admiren en el
espejo deformante del thermidor soviético. Ciertamente, la G.P.U. supera en
mucho todos los otros regímenes, por la franqueza de sus crímenes; pero eso es
consecuencia de la amplitud grandiosa de los acontecimientos que sacudieron a
Rusia en las condiciones de la desmoralización mundial de la era imperialista.
11. Moral y revolución
Entre liberales y radicales no faltan gentes que han
asimilado los métodos materialistas de interpretación de los acontecimientos y
que se consideran marxistas. Eso no les impide, sin embargo, seguir siendo
periodistas, profesores o políticos burgueses. El bolchevique no se concibe,
naturalmente, sin método materialista, inclusive en el dominio de la moral.
Pero ese método no sólo le sirve para interpretar los acontecimientos, sino
para crear el partido revolucionario, el partido del proletariado. Es imposible
cumplir semejante tarea sin una independencia completa ante la burguesía y su
moral. Sin embargo, la opinión pública burguesa domina perfecta y plenamente,
en el actual momento, el movimiento obrero oficial, de William Green[18]
en los Estados Unidos a García Oliver[19]
en España, pasando por Leon Blum y Maurice Thorez[20]
en Francia. El carácter reaccionario de esta Época encuentra en ese hecho su
más profunda expresión.
El marxista revolucionario no podría abordar su misión
histórica sin haber roto moralmente con la opinión pública de la burguesía y de
sus agentes en el seno del proletariado. Tal cosa exige un arrojo moral de
distinto calibre del que se necesita para gritar en las reuniones públicas:
“¡Abajo Hitler! ¡Abajo Franco!” Precisamente esa ruptura decisiva,
profundamente reflexionada, irrevocable entre los bolcheviques y la moral
conservadora de la grande y también de la pequeña burguesía, es lo que causa un
espanto mortal a los fraseadores demócratas, a los profetas de salón y héroes
de corredor. De ahí sus lamentaciones sobre la “amoralidad” de los
bolcheviques.
Su manera de identificar la moral burguesa con la moral
“en general”se observa, sin duda, del mejor modo en la extrema izquierda de la
pequeña burguesía, precisamente en los partidos centristas del llamado Buró de
Londres. Ya que esta organización “admite” el programa de la revolución
proletaria, nuestras divergencias con ella parecen a primera vista secundarias.
En realidad su “admisión”del programa revolucionario carece de todo valor, ya
que no la obliga a nada. Los centristas “admiten” la revolución proletaria como
los kantianos admiten el imperativo categórico, es decir, como un principio
sagrado, pero inaplicable en la vida de todos los días. En la esfera de la
política práctica, se unen con los peores enemigos de la revolución, los
reformistas‑stalinistas, para luchar contra nosotros. Todo su pensamiento
está impregnado de duplicidad y de falsía. Si no llegan hasta crímenes enormes
o es porque siempre se quedan en el último plano de la política: son, en cierta
forma, los carteristas de la historia. Precisamente por eso consideran los
llamados a regenerar el movimiento obrero por medio de una nueva moral. En la
extrema izquierda de esta cofradía de “izquierda” se encuentra un pequeño
grupo, totalmente insignificante en lo política, de emigrados alemanes que
publican la revista Neuer Weg (Nueva
Ruta). Inclinémonos un poco y escuchenos a esos detractores “revolucionarios”
de la amoralidad bolchevique. En tono de elogio de doble sentido, la Neuer Weg
escribe que los bolcheviques se distinguen ventajosamente de los otros partidos
por su falta de hipocresía: proclaman abiertamente lo que los demás aplican
silenciosamente en la realidad, a saber, el principio: “el fin justifica los
medios”. Pero ‑según la opinión de la Neuer Weg‑ una regla
“burguesa” de ese género es incompatible “con un movimiento socialista sano”.
“La mentira y algo peor aún no son medios permitidos en la lucha, como lo
consideraba todavía Lenin” La palabra “todavía” significa naturalmente que
Lenin no había aún conseguido deshacerse de sus ilusiones, por no haber vivido
hasta el descubrimiento de la “nueva ruta”.
En la fórmula “la mentira y algo peor aún”, el segundo
miembro significa evidentemente la violencia, el asesinato, etc., ya que,
supuesto invariable todo el resto, la violencia es peor que la mentira y el
asesinato es la forma suprema de la violencia. Llegamos así a la conclusión de
que la mentira, la violencia y el asesinato son incompatibles con “un
movimiento socialista sano”.Pero, ¿qué pasa con la revolución? La guerra civil
es la más cruel de las guerras. Es inconcebible, no sólo sin la violencia
ejercitada contra terceros, sino ‑con la técnica contemporánea‑ sin
el homicidio de ancianos y niños. ¿Es preciso recordar a España? La única
respuesta que podrían darnos los “amigos” de la España republicana sería que la
guerra civil vale más que la esclavitud fascista. Esa respuesta, enteramente
correcta, sólo significa que el fin (democracia o socialismo) justifica, en
ciertas condiciones, medios tales como la violencia y el homicidio. ¡Inútil
hablar de la mentira!. La guerra es tan inconcebible sin mentiras como la
máquina sin engrase. Con el fin único de proteger la sesión de las Cortes (lº
de febrero de 1938) contra las bombas fascistas, el gobierno de Barcelona
engañó varias veces, a sabiendas, a los periodistas y a la población ¿Podía
obrar de otro modo? Quien quiera el fin ‑la victoria contra Franco- debe
aceptar los medios, la guerra civil con su cortejo de horrores y de crímenes.
Sin embargo, la mentira y la violencia, ¿no deben
condenarse en sí mismas? Seguramente, deben condenarse, y al mismo tiempo, la
sociedad dividida en clases, que las engendra. La sociedad sin contradicciones
sociales será claro está, una sociedad sin mentira ni violencia. Sin embargo,
sólo podemos tender hasta ella un puente por virtud de métodos revolucionarios,
es decir, métodos de violencia. La revolución misma es producto de una sociedad
dividida en clases y de ello lleva necesariamente impresas las huellas. Desde
el punto de vista de las “verdades eternas”, la revolución es, naturalmente,
“inmoral”, pero eso sólo significa que la moral idealista es
contrarrevolucionaria, es decir, se halla al servicio de los explotadores.
“Pero la guerra civil ‑dirá quizás el
filósofo tomado de improviso‑ es, por decirlo así, una lamentable
excepción. En tiempo de paz, un movimiento socialista sano debe abstenerse de
la violencia y de la mentira”. Semejante respuesta sólo es una lastimosa
escapatoria. No hay fronteras infranqueables entre la lucha de clases
“pacífica” y la revolución. Cada huelga contiene en germen todos los elementos
de la guerra civil. Las dos partes se esfuerzan por darse mutuamente una idea
exagerada de su resolución de luchar y de sus recursos materiales. Gracias a su
prensa, a sus agentes y a sus espías, los capitalistas se esfuerzan por
intimidar y desmoralizar a los huelguistas. Por su lado, los piquetes de
huelga, cuando la persuasión resulta inoperante, se ven obligados a recurrir a
la fuerza. Así, “la mentira y algo peor aún” constituyen parte inseparable de
la lucha de clases, hasta en su forma más embrionaria. Queda por añadir que las
nociones de verdad y de mentira nacieron de las contradicciones
sociales.
12.-La revolución y el sistema de rehenes
Stalin manda prender y fusilar a los hijos de sus
adversarios después de haber mandado que ellos mismos sean fusilados bajo
falsas acusaciones. Las familias le sirven de rehenes para obligar a volver del
extranjero a los diplomáticos soviéticos que quisieran permitirse alguna duda
sobre la probidad de Yagoda o de Iezhov. Los moralistas de la Neuer Weg creen
necesario y oportuno recordar con este motivo que Trotsky se sirvió, “él
también”, en 1919, de una ley de rehenes. Y aquí es preciso citar textualmente:
“La aprehensión de familias inocentes por Stalin es de una barbarie
repugnante. Pero semejante cosa sigue siendo una barbarie cuando es Trotsky el
que manda (1919)”. ¡He ahí la moral idealista en toda su belleza! Estos
criterios son tan falaces como las normas de la democracia burguesa: se supone
en ambos casos la igualdad, en donde no hay ni sombra de igualdad:
No insistamos aquí en que el decreto de 1919 muy
probablemente no provocó el fusilamiento de parientes de oficiales, cuya
traición no sólo costaba pérdidas humanas innumerables, sino que amenazaba
llevar directamente la revolución a su ruina. En el fondo, no se trata de eso.
Si la revolución hubiera manifestado
desde el principio menos inútil generosidad, centenares de vidas habríanse
ahorrado en lo que siguió. Sea lo que fuere, yo asumo la entera responsabilidad
del decreto de 1919 . Fue una medida necesaria en la lucha contra los
opresores. Ese decreto, como toda la guerra civil, que podríamos también llamar
con justicia “una repugnante barbarie”, no tiene más justificación que el
objeto histórico de la lucha.
Dejemos a Emil Ludwig y a sus semejantes la tarea de
pintarnos retratos de Abraham Lincoln, adornados con alitas de color de rosa.
La importancia de Lincoln reside en que para alcanzar el gran objetivo
histórico asignado por el desarrollo del joven pueblo norteamericano, no retrocedió
ante las medidas más rigurosas, cuando ellas fueron necesarias. La cuestión ni
siquiera reside en saber cuál de los beligerantes sufrió o infligió el mayor
número de víctimas. La historia tiene
un patrón diferente para medir las crueldades de los sureños y las de los
norteños de la Guerra de Secesión. ¡Que eunucos despreciables no vengan a
sostener que el esclavista que por medio de la violencia o la astucia encadena
a un esclavo es el igual, ante la moral, del esclavo que por la astucia o la
violencia rompe sus cadenas!
Cuando ya estuvo
ahogada en sangre la Comuna de París y la canalla reaccionaria del mundo entero
se hubo puesto a arrastrar su estandarte por el cieno, no faltaron numerosos
filisteos demócratas para difamar, al lado de la reacción a los comuneros (communards)
que habían ejecutado rehenes, empezando por el arzobispo de París. Marx no
vaciló un instante en tomar la defensa de esta acción sangrienta de la Comuna.
En una circular del Consejo General de la Internacional, en líneas por debajo
de las cuales creería uno escuchar lava que hierve, Marx recuerda que la
burguesía usó el sistema de rehenes en su lucha contra los pueblos de las
colonias y contra su propio pueblo, para referirse en seguida a las ejecuciones
sistemáticas de los comuneros prisioneros por los encarnizados reaccionarios. Y
continúa: “Para defender a sus combatientes prisioneros, la Comuna no tenía
más que la toma de rehenes, acostumbrada entre los prusianos. La vida de los
rehenes se perdió y volvió a perderse por el hecho de. que los versalleses
continuaban fusilando a sus prisioneros ¿Habría sido posible salvar a los
rehenes, después de la horrible carnicería con que marcaron su entrada a París
los pretorianos de MacMahon? ¿El último contrapeso al salvajismo implacable de los
gobiernos burgueses ‑la toma de rehenes‑ habría de reducirse a una
burla?” Así escribía Marx sobre la ejecución de rehenes, a pesar de que
tras él hubiese en el Consejo no pocos Fenner Brockway, Norman Thomas y Otto
Bauer. La indignación del proletariado mundial ante las atrocidades de los
versalleses era, sin embargo, todavía tan grande, que los confusionistas
reaccionarios prefirieron callar, esperando tiempos mejores para ellos, que ‑desgraciadamente‑
no tardaron en llegar. Sólo después del triunfo definitivo de la reacción fue
cuando los moralistas pequeñoburgueses, en unión de los burócratas sindicales y
de los fraseadores anarquistas , causaron la pérdida de la I Internacional.
Cuando la revolución de octubre se defendía
contra las fuerzas reunidas del imperialismo, en un frente de ocho mil kilómetros, los
obreros del mundo entero seguían el desarrollo de esta lucha con una simpatía
tan ardiente que hubiese sido peligroso denunciar ante ellos el sistema de rehenes
como una “repugnante barbarie”. Fue precisa la completa degeneración del Estado
soviético y el triunfo de la reacción en una serie de países para que los
moralistas salieran de sus agujeros... en ayuda de Stalin. En efecto, si las
medidas de represión tomadas para defender los privilegios de la nueva
aristocracia tienen el mismo valor moral que las medidas revolucionarias
tomadas en la lucha libertadora, entonces Stalin está plenamente justificado, a
menos que... la revolución proletaria sea condenada en masa. Al mismo tiempo
que buscan ejemplos de inmoralidades en los acontecimientos de la guerra civil
en Rusia, los señores moralistas se ven obligados a cerrar los ojos ante el
hecho de que la revolución española restableció también el sistema de rehenes,
por lo menos, durante el período en que fue una verdadera revolución de masas.
Si los detractores todavía no se han atrevido a atacar a los obreros españoles
por su “repugnante barbarie”, es únicamente porque el terreno de la península
ibérica está aún demasiado quemante para ellos. Es mucho más cómodo remontarse
a 1919. Eso es ya historia: los viejos habrán ya olvidado y los jóvenes todavía
no aprenden. Por esa misma razón, los fariseos de cualquier matiz retornan con
tanta insistencia a Kronstadt y Makhno: ¡sus emanaciones de moral pueden exhalarse
aquí libremente!
13.- “Moral de cafres”
No es posible
dejar de convenir con los moralistas en que la historia toma caminos crueles.
¿Qué conclusión sacar de ahí para la actividad práctica? León Tolstoy recomendaba
a los hombres ser más sencillos y mejores. El Mahatma Gandhi les aconseja tomar
leche de cabra. ¡Ay! Los moralistas “revolucionarios” de la Neuer Weg no están
muy lejos de esas recetas. “Debemos libertarnos ‑predican ellos‑
de esa moral de cafres para la que no hay. más mal que el que hace el enemigo”
¡Admirable consejo! “Debemos libertarnos...” Tolstoy recomendaba también
libertarse del pecado de la carne. Y sin embargo, la estadística no confirma el
buen éxito de su propaganda. Nuestros homúnculos centristas han logrado
elevarse hasta una moral por encima de las clases, dentro de una sociedad
dividida en clases. Pero si hace casi dos mil años que eso fue dicho: “Amad a
vuestros enemigos”, “Ofreced la otra mejilla”... Y sin embargo, hasta ahora, ni
el Santo Padre romano se ha “libertado” del odio para sus enemigos. ¡En verdad,
el diablo, enemigo del género humano, es muy poderoso!
Aplicar criterios diferentes a los actos de los
explotadores y de los explotados es ‑según
la opinión de los pobres homúnculos‑ ponerse a nivel de la “moral de los
cafres”. Preguntemos primero si corresponde a “socialistas” el profesar
semejante desprecio por los cafres. ¿Su moral es tan mala? . He aquí lo que
dice sobre el tema la Enciclopedia Británica:
“En sus relaciones sociales y políticas manifiestan
mucho tacto e inteligencia; son extraordinariamente valientes, belicosos y
hospitalarios y fueron honrados y veraces mientras el contacto con los blancos
no les volvió suspicaces, vengativos y ladrones y que no hubieron, además,
asimilado la mayor parte de los vicios de los europeos”. No se puede dejar
de concluir que los misioneros blancos, predicadores de la moral eterna,
contribuyeron a la corrupción de los cafres.
Si a un trabajador cafre se le refiriera que los obreros,
habiéndose rebelado en alguna parte del planeta, tomaron a sus opresores de
improviso el cafre se alegraría. Le apenaría, por el contrario, saber que los
opresores han logrado engañar a los oprimidos. El cafre a quien los misioneros
no han corrompido hasta la médula de los huesos no consentirá nunca en aplicar
las mismas normas de moral abstracta a los opresores a los oprimidos. En
cambio, comprenderá muy bien ‑si se le explica‑ que el objeto de
esas normas abstractas es precisamente el de impedir la rebelión de los oprimidos contra los
opresores.
Coincidencia edificante: para calumniar a los
bolcheviques, los misioneros de la Neuer Weg tuvieron que calumniar al mismo
tiempo a los cafres; y en ambos casos, la calumnia sigue el cauce de la mentira
oficial burguesa: contra los revolucionarios y contra las razas de color. ¡No,
nosotros preferimos los cafres a todos los misioneros, religiosos o laicos!
Sin embargo, es preciso no sobrestimar el grado de
conciencia de los moralistas de la Neuer Weg o de los otros callejones sin
salida. Las intenciones de estas gentes no son tan malas. A pesar de ellas, sin
embargo, sirven de palanca al mecanismo de la reacción: En una época como la
actual, en que los partidos pequeño‑burgueses se aferran a la burguesía
liberal o a su sombra (política de “frente popular”) paralizan al proletariado
y abren la ruta al fascismo (España, Francia...), `los bolcheviques, es decir,
los marxistas revolucionarios se convierten en personajes particularmente
odiosos a los ojos de la opinión pública burguesa. La presión política
fundamental de nuestros días se ejerce de derecha a izquierda.. En resumidas
cuentas, todo el peso de la reacción gravita sobre los hombros de una pequeña inoría
revolucionaria que se llama la IV Internacional. ¡Voilá l'ennemi! ¡He
ahí el enemigo!
El stalinismo ocupa en el mecanismo de la reacción muchas
posiciones dominantes. Todos los grupos de la sociedad burguesa, inclusive los
anarquistas, utilizan de un modo o de otro su ayuda en la lucha contra la
revolución proletaria. Al mismo tiempo, los demócratas pequeñoburgueses tratan
de echar, por lo menos en un cincuenta por ciento, lo odioso de los crímenes de
su aliado moscovita sobre la irreductible minoría revolucionaria. Esa es,
precisamente, la significación del dicho, desde ahora a la moda: “trotskismo y
stalinismo son una y la misma cosa”. Los adversarios de los bolcheviques y de
los cafres ayudan así a la reacción para calumniar el partido de la revolución.
14. La “amoralidad” de Lenin
Los “socialistas‑revolucionarios”[21]
rusos han sido siempre los hombres más morales: en el fondo, eran sólo pura
Ética. Eso no les impidió, sin embargo, engañar a los campesinos rusos durante
la revolución. En el órgano parisiense de Kerensky[22]
‑él mismo socialista ético, precursor de Stalin en la fabricación de
falsas acusaciones contra los bolcheviques‑, el viejo “socialista‑revolucionario”
Zenzinov escribe: “Lenin enseñó, como se sabe, que para alcanzar el fin que
se asignan, los bolcheviques pueden y a veces deben usar de diversas
estratagemas, del silencio y del disimulo de la verdad...” (Novaia
Rossia, 17 de febrero de 1938, pag. 3.) De ahí la conclusión ritual: el
stalinismo es hijo legítimo del leninismo.
Por desgracia, ese detractor ético no sabe ni siquiera
citar honradamente. Lenin escribió: “Es preciso saber aceptarlo todo, todos
los sacrificios, y aun ‑en caso de necesidad‑ usar de estratagemas
varias de astucia, de procedimientos ilegales, de silencio, del disimulo de la
verdad, para penetrar en los sindicatos, mantenerse en ellos, proseguir en
ellos la acción comunista”. La necesidad de estratagemas y de astucias ‑según
la Explicación de Lenin‑ era consecuencia del hecho de que la burocracia
reformista, entregando a los obreros al capital, persigue a los revolucionarios
y recurre inclusive contra ellos a la policía burguesa. La “astucia” y el
“disimulo de la verdad” no son, en este caso, más que los medios de una defensa
legitima contra la burocracia reformista y traidora.
El partido de Zenzinov mismo desarrolló, hace años, un
trabajo ilegal contra el zarismo y más tarde contra el bolchevismo. En ambos
casos, se sirvió de astucias, de estratagemas, de falsos pasaportes y de otras
formas de “disimulo de la verdad”. Todos esos medios fueron
.considerados por él no sólo “éticos”, sino hasta heroicos, puesto que
correspondían a los fines políticos de la democracia pequeño‑burguesa.
La situación, sin embargo, cambia tan pronto como los revolucionarios
proletarios se ven .obligados a recurrir a medidas conspirativas contra la
democracia pequeño‑burguesa. ¡La clave de la moral de esos señores ‑como
se ve‑ tiene carácter de clase!
El “amoralista” Lenin recomienda abiertamente, en la
prensa, servirse de astucias de guerra para con los líderes que traicionan a
los obreros. El moralista Zenzinov trunca deliberadamente una cita por sus dos
extremos, a fin de engañar a sus lectores: el detractor ético ha sabido ser,
como de costumbre, un bribón ruin. ¡No inútilmente gustaba Lenin de repetir que
es terriblemente difícil encontrar un adversario de buena fe!
El obrero que no oculta al capitalista la “verdad” sobre
las intenciones de los huelguistas es sencillamente un traidor que sólo merece
desprecio y boicot. El soldado que comunica la “verdad” al enemigo es castigado
como espía. Kerensky mismo intentó con mala fe acusar a los bolcheviques de
haber comunicado la “verdad” al Estado Mayor de Ludendorff. Resulta así que la
“santa verdad” no es un fin en sí: Por encima de ella, existen criterios más
imperativos que, como lo demuestra el análisis, tienen un carácter de clase.
Una lucha a muerte no se concibe sin astucias de guerra;
en otras palabras, sin mentiras ni engaños. ¿Pueden los proletarios alemanes no
engañar a la policía de Hitler? ¿Los bolcheviques soviéticos obran
“amoralmente” engañando a la G.P.U.? Todo burgués honrado aplaude la habilidad
del policía que logra atrapar con astucias a un peligroso gángster.¿Y no va a
ser permitida las astucia cuando se trata de derrocar a los gangsters del
imperialismo?
Norman Thomas habla de “esa extraña amoralidad
comunista que no toma nada en cuenta, sino su partido y su poder” (Socialist
Call, 12 de marzo de 1938). Thomas coloca así en el mismo saco a la
Comintern actual, es decir, el complot de la burocracia del Kremlin contra la
clase obrera, y al partido bolchevique, que encarnaba el complot de los obreros
adelantados contra la burguesía. Hemos suficientemente refutado arriba esta
identificación enteramente desvergonzada. El stalinismo sólo se disfraza con el
culto del partido; en realidad, destruye y pisotea en el cieno el partido
mismo. Es verdad, sin embargo, que para el bolchevique el partido lo es todo.
Esta actitud del revolucionario para la revolución asombra y choca al
socialista de salón, que es sólo un burgués provisto de un “ideal” socialista.
A ojos de Norman Thomas y de sus semejantes, el partido es un instrumento
momentáneo para combinaciones electorales y demás, y sólo eso. Su vida privada,
sus intereses, sus relaciones, sus criterios de moral están fuera del partido.
Considera con un asombro hostil al bolchevique, para quien el partido es el
instrumento de la transformación revolucionaria de la sociedad, inclusive de la
moral de ésta. En el marxista revolucionario no puede existir contradicción
entre la moral personal y los intereses del partido, ya que el partido engloba,
para la conciencia de aquél, las tareas y fines más elevados de la humanidad.
Sería ingenuo creer que Thomas tiene una noción más alta de la moral que los
marxistas. Lo que ocurre es que tiene una idea mucho más Ínfima del partido.
“Todo lo que nace es digno de perecer” ‑dice el
dialéctica Goethe. La ruina del partido bolchevique ‑episodio de la
reacción mundial‑ no disminuye, sin embargo, su importancia en la
historia mundial. En la época de su ascenso revolucionario, es decir, cuando
representa verdaderamente la vanguardia proletaria, fue el partido más honrado
de la historia. Cuando pudo, claro que engañó a las clases enemigas; pero dijo
la verdad a los trabajadores, toda la verdad y sólo La verdad. Únicamente gracias
a eso fue como conquistó su confianza, más que cualquier otro partido en el
mundo.
Los dependientes de las clases dirigentes tratan al
constructor de ese partido de “amoralista”. A ojos de los obreros conscientes,
esta acusación e rinde honor. Significa que Lenin se rehusaba a reconocer las
reglas de moral establecidas por os esclavistas para los esclavos, y nunca
observadas por los esclavistas mismos; significa que Lenin incitaba al
proletariado a extender la lucha le clases inclusive al dominio de la moral.
¡Quien se incline ante las reglas establecidas por el enemigo no vencerá jamás!
La “amoralidad” de Lenin, es decir, su rechazo a admitir
una moral por encima de las clases, no le impidió conservarse durante toda su
vida fiel al mismo ideal; darse enteramente a la causa de los oprimidos; dar
pruebas de la mayor honradez en la esfera de las ideas y de la mayor intrepidez
en la esfera de la acción; no tener la menor suficiencia para con el “sencillo”
obrero, con la mujer indefensa y con el niño. ¿No parece que la “amoralidad”
sólo es, en este caso, sinónima de una más elevada moral humana?
15. Un episodio edificante
Es conveniente referir aquí un episodio que, aunque de
poca importancia en sí, ilustra bastante bien la diferencia entre su moral y la
nuestra. En 1935, en cartas a mis amigos belgas, desarrollé la idea de que el
intento de un joven partido revolucionario de crear sus “propios” sindicatos
equivaldría al suicidio. Es preciso ir a buscar a los obreros en donde están.
Pero, ¿eso significa dar cuotas para el sostenimiento de un aparato
oportunista? Claro, respondí´. Para tener derecho a desarrollar un trabajo de
zapa contra los reformistas es preciso provisionalmente pagarles tributo. Pero,
¿los reformistas nos permitirán desarrollar un trabajo de zapa contra ellos?
Claro, respondí. El trabajo de zapa exige medidas conspirativas. Los
reformistas son la policía política de la burguesía, en el seno de la clase
obrera. Es preciso saber obrar sin su autorización, y a pesar de sus prohibiciones...
En el curso de una pesquisa practicada por casualidad en casa del camarada D.,
en relación ‑si no me equivoco- con un asunto de suministro de armas a
los obreros españoles, la policía belga se apoderó de mi carta. Algunos días
más tarde fue publicada. La prensa de Vandervelde, de De Man y de Spaak no
escaseó las fulminaciones contra mi “maquiavelismo” y mi “jesuitismo”. ¿Y
quiénes eran, pues, mis censores? Presidente de la II Internacional durante
largos años, Vandervelde se había convertido desde hacía tiempo en el hombre de
confianza del capital belga. De Man, quien en una serie de tomos panzudos había
tratado de ennoblecer el socialismo, gratificándolo con una moral idealista y
aproximándose, a escondidas, a la religión, aprovechó la primera ocasión para
engañar a los obreros y convertirse en un ordinario ministro de la burguesía.
En cuanto a Spaak, la cosa es todavía más impresionante. Año y medio antes,
este caballero se encontraba en la oposición socialista de izquierda y había
venido a verme a Francia para consultarme respecto de los métodos de lucha
contra la burocracia de Vandervelde. Yo le había expuesto las ideas que más
tarde formaron el contenido de mi carta. Un año apenas después de su visita,
Spaak renunciaba a las espinas para quedarse con la rosa. Traicionando a sus
amigos de la oposición, se convertía en uno de los ministros más cínicos del
capital belga. En los sindicatos y en el partido, esos caballeros ahogan
cualquier crítica, desmoralizan y corrompen sistemáticamente a los obreros más
avanzados y excluyen también sistemáticamente a los indóciles. Se distinguen de
la G.P.U. únicamente por el hecho de no haber recurrido hasta hoy a la efusión
de sangre: como buenos patriotas que son, reservan la sangre obrera para la
próxima guerra imperialista. Está claro: ¡Es preciso ser un enviado del diablo,
un monstruo moral, un “cafre”, un bolchevique para dar a los obreros
revolucionarios el consejo de observar las reglas de la conspiración en la
lucha contra esos caballeros!
Desde el punto de vista de la legalidad belga mi carta no
centena, naturalmente, nada criminal. La policía de un país “democrático” se
hubiera sentido obligada a restituirla al destinatario con sus excusas. La
prensa del partido socialista hubiera debido protestar contra una pesquisa
dictada por el cuidado de los intereses del general Franco. Los señores
socialistas no experimentaron, sin embargo, el menor embarazo en sacar partido
del servicio indiscreto que les ofrecía la policía: sin lo cual no hubieran
gozado de la feliz ocasión de manifestar la superioridad de su moral sobre la
amoralidad de los bolcheviques.
Todo es simbólico en este episodio Los socialdemócratas
belgas me abrumaron con su indignación en el momento preciso en que sus
camaradas noruegos nos tenían, a mi mujer y : a mí, tras de la reja, para
impedirnos cualquier defensa contra las acusaciones de la G.P.U. El gobierno
noruego sabía perfectamente que las acusaciones de Moscú eran falsas: el órgano
oficial de la socialdemocracia lo escribió con todas sus letras desde el primer
día. Pero Moscú atacó el bolsillo de los armadores y los comerciantes de
pescado noruegos, y los señores socialdemócratas se pusieron inmediatamente a
cuatro patas. El jefe del partido, Martín Tranmael, es más que una autoridad en
materia moral, es un justo: no bebe ni fuma, es vegetariano y se baña en
invierno en el agua helada. Eso no le impidió, después de habernos mandado
prender, por órdenes de la G.P.U. invitar, especialmente para calumniarme, al
agente noruego de la G.P.U.; Jacob Friis, burgués sin honor ni conciencia. Pero
basta....
La moral de esos señores consiste en reglas convencionales
y procedimientos oratorios destinados a tapar sus intereses, sus apetitos y sus
terrores. En su mayor parte, están dispuestos a todas las bajezas ‑a la
renegación, a la perfidia, a la traición‑ por ambición o por lucro. En la
esfera sagrada de los intereses personales, el fin justifica, para ellos, todos
los medios. Precisamente por eso necesitan un código moral particular, práctico
y al mismo tiempo elástico, como unos buenos tirantes. Detestan a quienquiera
que revele a las masas su secreto profesional. En tiempo de “paz”, su odio se
expresa por medio de calumnias, vulgares o “filosóficas”. Cuando los conflictos
sociales se avivan, como en España, esos moralistas, estrechando la mano de la
G.P.U., exterminan a los revolucionarios. Y para justificarse, repiten que
“trotskismo y stalinismo son una y la misma cosa”
16.- Interdependencia dialéctica del fin y de los medios
El medio sólo puede ser justificado por el fin. Pero éste,
a su vez, debe ser justificado. Desde el punto de vista del marxismo, que
expresa los intereses históricos del proletariado, el fin está justificado si
conduce al acrecentamiento del poder del hombre sobre la naturaleza y a la
abolición del poder del hombre sobre el hombre.
¿Eso significa que para alcanzar tal fin todo está
permitido? ‑nos preguntará sarcásticamente el filisteo, revelando que no
ha comprendido nada. Está permitido ‑responderemos‑ todo lo que
conduce realmente a la liberación de la humanidad. Y puesto que este fin sólo
puede alcanzarse por caminos revolucionarios, la moral emancipadora del
proletariado posee ‑indispensablemente‑ un carácter revolucionario.
Se opone irreductiblemente no sólo a los dogmas de la religión, sino también a
los fetiches idealistas de toda especie, gendarmes filosóficos de la clase
dominante. Deduce las reglas de la conducta de las leyes del desarrollo de la
humanidad, y por consiguiente, ante todo, de la lucha de clases, ley de leyes.
¿Eso significa, a pesar de todo, que en la lucha de clases contra el capitalismo todos los
medios están permitidos: la mentira, la falsificación, la traición, el
asesinato, etc.? ‑insiste todavía el moralista. Sólo son admisibles y
obligatorios ‑le responderemos‑ los medios que acrecen la cohesión
revolucionaria del proletariado, inflaman su alma con un odio implacable por la
opresión, le enseñan a despreciar la moral oficial y a sus súbditos demócratas,
le impregnan con la conciencia de su misión histórica, aumentan su bravura y su
abnegación en la lucha. Precisamente de eso se desprende que no todos los
medios son permitidos. Cuando decimos que el fin justifica los medios, resulta
para nosotros la conclusión de que el gran fin revolucionario rechaza, en
cuanto medios, todos los procedimientos y métodos indignos que alzan a una
parte de la clase obrera contra las otras; o que intentan hacer la dicha de las
demás sin su propio concurso; o que reducen la confianza de las masas en ellas
mismas y en su organización, sustituyendo tal cosa por la adoración de los
“jefes”. Por encima de todo, irreductiblemente, la moral revolucionaria condena
el servilismo para con la burguesía y la altanería para con los trabajadores,
es decir, uno de los rasgos más hondos de la mentalidad de los pedantes y
moralistas pequeño‑burgueses.
Esos criterios no dicen, naturalmente, lo que es permitido
y lo que es inadmisible en cada caso dado. Semejantes respuestas automáticas no
pueden existir. Los problemas de la moral revolucionaria se confunden con los
problemas de la estrategia y de la táctica revolucionarias. Respuesta correcta
a esos problemas, únicamente puede encontrarse en la experiencia viva del
movimiento, a la luz de la teoría.
El materialismo dialéctico desconoce el dualismo de medios
y fines. El fin se deduce naturalmente del movimiento histórico mismo. Los
medios están orgánicamente subordinados al fin. El fin inmediato se convierte
en medio del fin ulterior. En su drama, Franz von Sickingen, Ferdinand Lassalle
pone las palabras siguientes en boca de uno de sus personajes:
No muestres sólo el fin, muestra también la ruta,
Pues el fin y el camino tan unidos se hallan
Que uno en otro se cambian,
Y cada nueva ruta descubre nuevo fin.
Los versos de Lassalle son muy imperfectos. Lo que es peor
aun, en la política práctica, Lassalle se separó de la regla enunciada por él;
baste recordar que llegó hasta negociaciones secretas con Bismark.
La interdependencia del fin y de los medios, sin embargo,
está expresada, en el caso de los versos reproducidos, de modo enteramente
exacto. Es preciso sembrar un grano de trigo para cosechar una espiga de trigo.
¿El terrorismo individual, por ejemplo, es o no admisible,
desde el punto de vista de la “moral pura”? En esta forma abstracta, la
cuestión, para nosotros, carece de sentido. Los burgueses conservadores suizos,
hoy todavía, conceden honores oficiales al terrorista Guillermo Tell. Nosotros
simpatizamos enteramente con el bando de los terroristas irlandeses, rusos,
polacos, hindúes, en su lucha contra la opresión nacional y política. Kirov[23],
sátrapa brutal, no suscita ninguna compasión. Nos mantenemos neutrales frente a
quien lo mató, sólo porque ignoramos los móviles que lo guiaron. Si llagamos a
saber que Nikolaiev hirió conscientemente, para vengar a los obreros cuyos
derechos pisoteaba Kirov, nuestras simpatías estarían enteramente del lado del
terrorista. Sin embargo, lo que decide para nosotros no son los móviles
subjetivos, sino la adecuación objetiva. ¿Ese medio puede conducir realmente a
fin? En el caso del terror individual, la teoría y la experiencia atestiguan
que no. Nosotros decimos al terrorista: es imposible reemplazar a las masas;
solo dentro de un movimiento de masas podrás emplear útilmente tu heroísmo. Sin
embargo, en condiciones de guerra civil, el asesinato de ciertos opresores cesa
de ser un acto de terrorismo individual. Si, por ejemplo, un revolucionario
hubiese hecho saltar al general Franco y a su Estado Mayor, es dudoso que semejante
acto hubiera provocado una indignación moral, aun entre los eunucos de la
democracia. En tiempo de guerra civil, un acto de ese genero seria hasta
políticamente útil. Así aun en la cuestión más aguda -el asesinato del hombre
por el hombre- los absolutos morales resultan enteramente inoperantes. La
apreciación moral, lo mismo que la apreciación política, se desprende de las
necesidades internas de la lucha.
La emancipación de los trabajadores solo puede ser obra de
los trabajadores mismos. Por eso no hay mayor crimen que engañar a las masas,
que hacer pasar las derrotas por victorias, a los amigos por enemigos, que
corromper a los jefes, que fabricar leyendas, que montar procesos falsos, en
una palabra, que hacer lo que hacen los stalinistas. Esos medios solo pueden
servir un único fin: el de prolongar la dominación de una pandilla, condenada
ya por la historia. No pueden servir, sin embargo, para la emancipación de las
masas. He ahí por que la IV Internacional desarrolla contra el stalinismo una
lucha a muerte.
Las masas, naturalmente, no carecen de pecado. La
idealización de las masas nos es extraña. Las hemos visto en circunstancias
variadas, en diversas etapas, en medio de los mas grandes sacudimientos
políticos. Hemos observado su lado fuerte y su lado débil. El fuerte, la
decisión, la abnegación, el heroísmo, encontraron siempre su expresi6n mas alta
en los periodos de ascenso de la resolución. En aquellos momentos, los
bolcheviques estuvieron a la cabeza de las masas. Otro capitulo de la
historia se abrió en seguida, cuando se revelaron los lados débiles de los
oprimidos: heterogeneidad, falta de cultura, horizontes limitados. Fatigadas,
distendidas, desilusionadas, las masas perdieron confianza en ellas mismas y
cedieron su sitio a una nueva aristocracia. En este periodo los bolcheviques
(los “trotskistas”) se hallaron aislados de las masas.
Prácticamente, hemos recorrido dos de esos grandes ciclos
históricos: 1897-1905, años de ascenso; 1907-1913, anos de reflujo; 1917-1923,
anos de ascenso, sin precedente en la historia; después, un nuevo periodo de
reacci6n, que todavía hoy no ha terminado. De esos grandes acontecimientos, los
“trotskistas” han aprendido el ritmo de la historia; en otros términos, la
dialéctica de la lucha de clases. Han aprendido—y parece, hasta cierto grado,
que han acertado a subordinar a ese ritmo objetivo sus planes y sus programas
subjetivos. Han aprendido a no desesperar por-que las leyes de la historia no
dependen de nuestros gustos individuales o no se someten a nuestros criterios
morales. Han aprendido a subordinar sus gustos individuales a las leyes de la
historia. Han aprendido a no temer ni a los enemigos más poderosos si su poder
se halla en contradicción con las necesidades del desenvolvimiento histórico.
Saben nadar contra la corriente, con la honda convicción de que el nuevo flujo
histórico de poderoso impulso los llevará hasta la orilla. No todos arribarán:
muchos se ahogarán. Pero tomar parte en ese movimiento con los ojos abiertos y
con la voluntad tensa ‑¡sólo eso puede dispensar la satisfacción moral
suprema dable a un ser pensante!
Coyoacán, 16 de febrero de 1938.
P. S. ‑ ESCRIBÍA ESTAS PAGINAS SIN SABER QUE DURANTE
ESOS DÍAS MI HIJO LUCHABA CON LA MUERTE. DEDICO A SU MEMORIA ESTE CORTO TRABAJO
QUE ‑ASÍ LO ESPERO‑ HABRÍA CONSEGUIDO SU APROBACIÓN: PORQUE LEÓN
SEDOV ERA UN REVOLUCIONARIO AUTÉNTICO Y DESPRECIABA A LOS FARISEOS.
[1]
Amén de novelista y escritor brillante, adscrito al laborismo inglés, desde un
punto de vista más bien filantrópico y crítico implacable de la “barbarie” que
suponía la revolución rusa
[2] Max Eastman.
Norteamericano de izquierdas, simpatizante de Trotsky durante una etapa
[3]
Policía política de la URSS. Cambió varias veces de nombre: NKVD, KGB
[4] Undécimo
mes del calendario revolucionario francés, correspondiente a Julio-agosto. Los
días 10 y 11 de Thermidor de 1794, un golpe de estado derrocó a Robespierre y
dio inicio a la reacción en la Revolución Francesa, que culminó con la subida
al poder de Bonaparte. Trosky suele referirse al estalinismo com el Thermidor
de la URSS
[5] Escritor,
premio Nobel de literatura, durante muchos años asociado al PC francés
[6] Heinrich
Yagoda fue comisario de la NKVD. Fue depuesto en 1936 y condenado a muerte en
el 2º proceso de Moscú (1937)
[7] Tujachevsky y
Yakir fueron destacados jefes del Ejército Rojo durante la guerra civil y luego
militares de renombre. Fueron ejecutados en 1937 tras un juicio secreto en que
fueron acusado de ser agentes de Hitler.
La purga del Ejército Rojo facilitó la invasión de la URSS por Hitler
[8]
Dirigente y varias veces candidato presidencial por el Partido Socialista
norteamericano
[9] Agrupaba a los
sindicatos vinculados a la socialdemocracia
[10] Dirigente del
Partido Socialista Ffrancés (SFIO). Presidió el gobierno de Frente Popular en
Francia en los años 30
[11] Otto Bauer,
dirigente del partido socialista de Austria y del “ala izquierda” de la
socialdemocracia
[12] Vichinsky:
antiguo menchevique. Fue el fiscal de los procesos de Moscú contra la “vieja
guardia” bolchevique, distinguiéndose por la virulencia de sus discursos
[13] Agrupación de
partidos centristas, que comprendía al ILP inglés, al POUM y a la SAP alemana
[14] Brandler:
antiguo secretario del PC alemán, fue expulsado como chivo expiatorio de la
lamentable capitulación del PC ante los acontecimientos revolucionarios de
1923. Se asoció a la oposición de derechas y fundó su rama alemana, el KPO
[15] Jay Lovestone
fue secretario del PC norteamericano en 1920. Posteriormente se asoció a la
“oposición de derechas” de Bujarin, y fue expulsado del PC. Acabó de consejero
de asuntos internacionales de la dirección de la AFL-CIO durante la guerra
fría.
[16] Nikolai Yezhov.. Sucesor de
Yagoda al frente de la NKVD y organizador de la Gran Purga. Fue sucedido por
Beria
[17] La Comisión
Dewey , presidida por este profesor norteamericano, y formada por
personalidades independientes, a petición de Trotsky, estudió las “evidencias”
presentadas por la acusación en los Procesos de Moscú. Concluyó que todo se
trataba de una inmensa falsificación judicial.
[18]
Presidente del sindicato AFL
[19] Dirigente
anarquista, lo que no le impidió ser ministro del Gobierno de la República
[20] Secretario
general del PC francés
[21] Socialistas-revolucionarios
o Narodnikis. Partido ruso que predicaba una especie de socialismo “campesino”,
basado en las antiguas comunas rurales. Durante la revolución colaboraron con
el Gobierno de Kerensky. Su ala izquierda se alió a los bolcheviques y apoyó la
revolución de octubre. Durante la guerra civil apoyaron abiertamente a la
reacción y la intervención extranjera contra la URSS
[22] Kerensky fue
ministro y luego presidente del Gobierno “democrático establecido tras la
revolución de Febrero y que fue derrocado por la de Octubre. Apoyó la acusación
contra Lenin de ser “agente alemán”
[23] Serguei
Kirov era secretario del PC de Leningrado y secretario del CC del PCUS. Su
asesinato en 1934, amanos del comunista Nikolaiev -y posiblemente con la
complicidad de la GPU- abrió el periodo de terror.