Hay una mujer sentada a la mesa. Está muerta. La habitación, manchada con sangre, es la más
amplia de un segundo piso en una casa de tres. Por la ventana resquebrajada una brisa sutil se
abre paso, con ella el hilito de luz que alcanza el plato polvoriento y los cabellos tiesos. Una
sustancia blanca descansa en el fondo del vaso de vidrio barato junto al cual hay una servilleta
bordada con hilos de colores, flores seguramente, aunque el polvo, asentado sin miramientos, no
deja distinguir con exactitud las figuras. Es la primera vez que me topo con un muerto, con un
asesinado. La reacción inmediata es una necesidad de hurgar entre sus cosas, entre todas las
cosas, hacer una autopsia del ambiente. Con dos dedos corro un poco el pelo, lo suficiente para
ver un rostro sólo comparable a uno de esos esqueletos con los que nos enseñan anatomía en la
escuela primaria. Nada de piel, nada. Las risas de los niños me sacan del estupor y me recuerdan
que si estoy ahí, es por otra cosa.
    
Los niños son catorce, todos rubios y varones. El más pequeño debe tener dos o tres años y el
mayor cerca de trece. Así como me crucé con la muerta me crucé con ellos, sólo que a ellos -que
están muy vivos- debo cuidarlos.
    
Hoy fue un día primaveral. Caminé varias cuadras al sol, sin anteojos y con bastante prisa. Me
detuve por una gaseosa fresca en un kiosco céntrico muy bien equipado, debían ser las cinco.
Cuando destapaba la lata, cuyo nivel de frío congelaba mis manos, miré al cielo por sobre los
edificios, un azul de tan puro casi artificial, inventado. Claro, un invento. En lugar del
horizonte lo que vi -azorada, temerosa- fue una gran burbuja, una gota que ocupaba todo mi campo
visual y más.
    
Los que ya se habían dado cuenta guardaban silencio y agilizaban sus pasos, pero aquello se
hacía más grande a cada segundo. Yo continué caminando al ritmo habitual que, dada mi torpeza,
no es veloz; siempre temo tropezarme, el verano pasado llegué a sacar un promedio de mis
accidentes durante las caminatas: dos por día, catorce por semana, cincuenta y seis por mes,
setecientos treinta por año.
    
La burbuja comenzó a deshacerse o dicho mejor, a transformarse, en lluvia. Todo sucedía con rapidez, a pocos minutos de la primera gota las calles empezaban a inundarse, algunos barrios ya estaban anegados. Fue entonces cuando me crucé con los niños.
    
Al parecer estaban perdidos y solos. El mayor llevaba en brazos al menor y guiaba a los otros doce. Me acerqué a ellos sólo por compasión. O al menos eso creí. Entramos a una casa cuya cerradura se había debilitado por la humedad. Los conduje por la escalera hasta el segundo piso, el primero pronto quedaría totalmente cubierto por el agua. Los niños ocuparon el living y una de las habitaciones mientras yo inspeccionaba el resto de la casa; fue cuando me crucé con la muerta.
    
Ahora, dejo el comedor y su olor a podrido antes de que alguno de ellos se acerque. Lo siguiente es aprender sus nombres, ninguno habla en español. Los acomodo en las camas y en las sillas, agrupándolas de a tres. Concilian el sueño apaciblemente, ignorando lo que yo, lamentablemente, sé: en nuestra casa han asesinado a una mujer, y fuera de ella, todos están muriendo tapados por el diluvio y el barro.
    
Es obvio que no voy a dormir, no es eso lo que me perturba, la casa -lo supe desde un principio- tiene algo familiarmente siniestro. En el baño hay unas toallas llenas de agujeros que alcanzan apenas el espesor de una hoja de papel periódico, detrás de la cortina de baño, que tiene dibujados cerca de diez cervatillos color beige, hay dos repisas, una de ellas sostiene un vaso dentro del cual hay dos cepillos de dientes. Aún no ha anochecido.
    
Encontrar lugar para que los niños duerman no fue fácil, a mí me ha tocado el suelo alfombrado. Apoyo mi cuerpo en el piso, desde mi ubicación veo a tres de los pequeños pero no recuerdo sus nombres. Un bulto se aproxima por debajo de la alfombra, lleva una velocidad escalofriante. Deseo que sea una rata. Tiene que ser una rata. Quiero gritar pero de hacerlo todos los niños se despertarían y no me parece justo. Me levanto despacio, voy a buscar un instrumento para detener los movimientos de aquello. En la casa no encuentro lo que busco, quizás sea por la penumbra o tal vez, porque nunca entendí bien cómo encontrar. Me queda sólo el comedor con la muerta adentro. La muerta, sentada a la mesa, conserva en sus manos los cubiertos, robo el tenedor de la izquierda.
    
Ajenos a la muerta, a la supuesta rata y a mí, los niños siguen durmiendo mientras yo de rodillas al lado del bulto levanto mi brazo todo lo que me es posible, haciéndolo caer luego con brutalidad sobre el montículo de la alfombra. El tenedor se quiebra. "si es una rata tiene caparazón", pienso y corro de un tirón la alfombra.