La trampa de la arbitraria legalidad

Jesús Silva-Herzog Márquez


Ya se han acumulado muchas palabras sobre el fin del paro en la UNAM. En su mayoría han sido voces exaltadas que denuncian el retorno de Díaz Ordaz o imágenes que muestran un par de plantitas de mariguana para exhibir la desviación moral del movimiento estudiantil. La crítica: colección de arrebatos, carrera de indignaciones, torneo de superlativos. Quizá valga la pena arrojar unas cuantas palabras más a la plaza de las opiniones. Empecemos con la pregunta elemental: ¿había alternativa a la intervención de la fuerza pública en la universidad? ¿Podían dejarse las cosas como estaban? No lo creo. La tensión que se vivía era realmente inflamable. Seguir creyendo que la pomada del tiempo iba a resolver el problema era una gravísima irresponsabilidad. El aullido de la violencia privada no puede ser ignorado por el Estado. Todos sabemos que la fuerza pública es un mal. Pero muchos quieren ignorar que la ausencia de la fuerza pública es un mal mayor cuando la fuerza privada impone su dominio.

Segunda pregunta: ¿tenía posibilidades de fructificar el diálogo? ¿Alguien cree sinceramente que algún pacto podía nacer del encuentro entre autoridades y paristas? El diálogo no tenía ningún futuro. Mi impresión es que quienes responden afirmativamente a esta pregunta, lo hacen por un convencimiento de que todos los conflictos humanos pueden encontrar solución a través de la conversación. Creen que, independientemente de la actitud de los sujetos y de la naturaleza de los asuntos en conflicto, el enfrentamiento de ideales o intereses encuentra siempre un sitio para la conciliación. Pero, para que el diálogo fructifique, es indispensable escuchar al otro, estar dispuestos a ceder. Y ése no fue el caso. Sin decisión, el diálogo puede ahogarnos.

Se han levantado distintas críticas a la intervención de la fuerza pública en la Universidad Nacional. El argumento más flojo es el de la autonomía. Los fantasmas pueden imponer sus leyendas, pero los contornos de la autonomía son bastante precisos. El Estado no debe intervenir en la administración del presupuesto, en el nombramiento de las autoridades universitarias, en la definición de los planes de estudio o en la contratación de los maestros. Pero tiene, como en todo el territorio nacional, el deber de sostener la legalidad. Para eso existe: para asegurar que la ley se aplique. Hay algunos que creen que ese deber puede cumplirse cariñosamente. Rechazamos la aplicación coactiva del derecho, han dicho algunos académicos recientemente para protestar contra la intervención de la policía federal en la Universidad. Pero, ¿existe una aplicación no coactiva del derecho? ¿Puede haber un uso cordial, cariñoso, de la ley? La ley es orden, no consejo. El derecho es fuerza comprimida, fuerza regulada, domesticada si se quiere, pero fuerza al fin. Pedir que el derecho no se aplique coactivamente es una forma agraciada de pedir que el derecho no se aplique.

No debe aplicarse la ley, se dice también, porque las causas son mucho más estimables que las reglas. Cuando los motivos de la lucha social son nobles, los derechos de los demás pueden ser legítimamente aplastados. Se dirá que son los costos de estar en el lado equivocado de la historia. Quienes tienen el mérito y la determinación de defender la educación gratuita, los que se sacrifican en marchas y asambleas, quienes se desvelan en guardias adquieren el derecho de cerrar la universidad, ganan la autorización para impedir que un maestro se encuentre con un alumno en su salón de clase y obtienen el permiso para intimidar a todo aquel que esté mal informado. Tener una misión histórica es conseguir la mayor de las licencias. El argumento lo desarrollaba Carlos Monsiváis el 9 de febrero en La Jornada. Los participantes de un movimiento social bienhechor no pueden cometer delitos. "Un movimiento en defensa de la educación pública gratuita, con más de 100 mil participantes al principio, no puede convertirse, por más debilitado o dividido que esté, en una gavilla del despojo". Los "muchachos" del Consejo General de Huelga son inimputables porque son muchos y porque quieren cosas buenas.

Pero hay también un lado criticable de la acción de la fuerza pública: su tardanza. La legalidad inconstante es otra forma de la arbitrariedad. Aplicar la ley cuando conviene es práctica despótica. Eso es lo que ha pasado en este caso. Durante meses hubo, incluso, una explícita política de ilegalidad encabezada por el presidente de la República. "En una sociedad democrática, plural y tolerante -declaró hace unos meses el presidente Zedillo- la ley no puede aplicarse de manera ciega ni con criterios autoritarios como los que se aplicaron en el pasado, especialmente, cuando se trata de resolver conflictos de orden político". La ley, nos informaba el Presidente, debe aplicarse selectivamente, con criterio político. Son memorables las palabras del jefe del Estado mexicano preguntando cómo debía aplicarse el derecho en el caso de la Universidad Nacional. Tampoco puede olvidarse su declaración en el sentido de que el castigo a los "muchachos" sería el remordimiento que sentirían dentro de algunos años cuando tuvieran que enfrentar a sus hijos. El jefe del Estado mexicano convertido en predicador que suelta la ley y se mece en la silla del abuelo. No fue solamente el Presidente el que envió esas señales. También el procurador general de la República, el titular del Ministerio Público Federal, declaraba que el Estado debía, por prudencia, cerrar los ojos frente el rapto de la universidad. Jorge Madrazo declaraba ante el Senado de la República que no podía "aplicarse coactivamente" la ley en el caso de la Universidad y que era inadmisible calificar de delincuentes a los estudiantes. En este terreno la indignación por el giro gubernamental es plenamente justificada: los que un día eran interlocutores legítimos, al día siguiente se convirtieron en peligrosos delincuentes. Ahí se encuentra la razón de una necesaria amnistía. El Estado mexicano durante 10 meses predicó la conveniencia de no aplicar la ley para construir una imagen de benevolencia y tolerancia. Es por eso, porque el Estado fue apologista de la ilegalidad, porque estimuló el apartamiento de la ley, que debe dictarse una ley de amnistía.

México necesita una democracia que sea, además de representativa, exigente. Lo que encontramos en la Universidad es precisamente la hostil alianza de dos argumentos que despedazan ese proyecto de democracia exigente. Por un lado se levanta el romanticismo político, una política tan orgullosa de su misión histórica que está dispuesta a arrollar cualquier derecho que se encuentre a su paso; por el otro lado se endereza una política que a cada paso y de acuerdo con sus intereses personales decide si le conviene o no aplicar la ley. La única defensa que tenemos frente a los abusos del poder -venga éste del Estado o de los grupos sociales organizados- es defender una política de legalidad estricta.




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