De entre la herrumbe y costra callejera,
y la batahola pulular por doquier,
busco la quietud de una mejor manera,
cuando camino al atardecer.
Trazo mi mirada por entre lo grisáceo,
por sobre lo mustio e infeliz,
anhelando encontrar el escarcéo,
contemplar mi cielo azur, su matiz.
Urgo desesperado, con enhiestas miradas,
sintiendo la suavidad en mis ojos,
al ver la catarsis en azul veteadas,
queriendo tomar ese cabujón en manojos.
Evitando profanar el momento,
ya no miro a entes con sus carlancas,
solo quedo en embelezo atento,
y ante tal bálsamo huyen mis lágrimas.
Un llanto interno, ahogado,
como prefacio de esa sinfonía de matices,
escucho voces en soprano,
reverberando hasta en mis cicatrices.
¡Quisiera galopar!, hacia mi bello cielo,
montado en corcel de cristal,
con espuelas plateadas,
y montura dorada.
Sentir las azules caricias en mis dedos,
el vientecillo marfil en mi rostro,
y los rayos de sol nacarados,
¡Qué frente a ellos me postro!
Serpentear sobre el verde de la Sierra Madre,
por las escarpadas murallas de la Huasteca,
tocando los picos del Cerro de las Mitras con mi fuete,
y saludando a mi fiel Cerro de la Silla.
Hasta terminar con escarcha en mis mejillas,
del aplauso de la quietud celestial,
del remanso para mis pupilas,
y la nobleza de mi caballo vitral.
Regresando luego al borrasco,
al tedioso y estulto nivel,
al demacrado y marchito concreto,
donde escurre lenta la hiel.
Esperando tan solo volver como un rey,
aunque sea una vez más,
a tocar mi cielo de Monterrey,
recogiendo invisibles plumas.
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