Ego

Relato

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Ego nació en 1975 un día después de que muriera Franco. Su padre lloró cuando lo tuvo en brazos, porque asistió al parto y recuerda aquel momento como el más bello de su existencia. La familia entera recibió aquel retoño con el corazón encendido, porque además de un vástago representaba la esperanza de toda una generación.

 

Ego iba a poder disfrutar de la libertad, de ser libre en libertad, iba a tener todas las oportunidades, se le permitiría llevar la antorcha del cambio hasta donde hiciera falta. Y Ego ya en la cuna apenas lloraba, porque se limitaba a mirar a las personas gigantes que pululaban permanentemente alrededor de su cuna, hombres con espesas barbas y olor a cigarrillo, jovencitas de largos cabellos y tacto tremendamente caluroso. La mirada de Ego contenía inteligencia y astucia, siempre acompañada de una sonrisa, y en sus ojos todos encontraban una empatía muy especial. Pero la conexión más fuerte y sincera existía entre Ego y su padre, una empatía perfecta.

 

Carlos, el padre de Ego, era uno de esos hombres fácilmente admirables. Un hombre que desde la adolescencia había dado prioridad a la honestidad y que su inmenso corazón conducía su ajetreada existencia como timón de capitán a través de los océanos. Carlos tenía una capacidad innata para actuar de forma equilibrada en todas las situaciones, para pensar y sentir al mismo tiempo, incluso para hablar y oír simultáneamente. Aunque él no lo sabía, muchas personas a su alrededor le consideraban un punto de referencia, un impulso permanente de la vida. Carlos vivía para los demás.

 

Y con el nacimiento de Ego, ahora además Carlos vivía para su hijo, al que miraba durante largos y calurosos minutos pensando en lo maravilloso que iba a ser verlo crecer, corriendo y gritando para caer y volver a levantarse para correr y gritar mucho más. Un niño. Millones de células que enfrascaban un mensaje, la herencia de la vida, que también estaba siendo transmitida a través de una mirada y una sonrisa.

 

A Carlos le gustaba recordar los días en que conoció a su mujer, María. En aquellos tiempos estudiaban en la universidad y en realidad no podían ni imaginar que sus historias eran caminos de tendencia común. En aquel entonces los jóvenes hablaban mucho de libertad y de ideas, de paz y de amor y de justicia. Carlos estuvo a punto de terminar entre rejas varias veces. En primera línea se expuso en muchas ocasiones a porras y expulsiones, y se salvó, paradójicamente, por su voluntad permanente de ayudar a una causa o unos amigos y su inexistente anhelo de protagonismo.

 

María el día que se enamoró de él se sintió absolutamente aterrorizada. Sintió terror porque sabía que aquello era sincero y que ni nada ni nadie podría cambiarlo. El pánico duró poco porque bastó una mirada y una frase de Carlos para que supiera que la honestidad y la transparencia no son virtudes que desaparezcan; el calor que la arropó aquella tarde aún la acompaña.

 

Durante los primeros diez años de su vida, Ego crece a toda velocidad a base de nutritivos yogures, libros de aventuras, fútbol y mucha televisión. Es un chico despierto, educado, y sus amigos son para él como un tesoro. Su amigo Paco, su amigo Alberto y su amigo Enrique. Las aventuras y desventuras de estos jóvenes son dignos de una novela.

 

A los quince Ego es un joven de temperamento agradable que se siente agobiado por una ráfaga de inquietudes que atraviesa permanentemente su pecho. Quiere se piloto, futbolista, físico, psicólogo, político y crítico de cine y actor y cantante. Y lo peor es que se cree capaz de sobrellevar todas estas actividades al mismo tiempo. Su padre, cuando le oye hablar del futuro con la boca llena, como si estuviera hablando delante de decenas de personas, gesticulando con los brazos y convenciendo a todos de sus posibilidades, se siente orgulloso y un poco asustado, si saber exactamente por qué.

 

En el año en que Ego cumple quince años, un amigo de Carlos muere por sobredosis de caballo en una esquina oscura. Esta desgracia provoca que Carlos se sienta desalentado y fatigado, lleno de tristeza, y se convence de que las drogas son una oscura amenaza de la que debe protegerse y proteger a sus seres queridos. Piensa en Ego y el las drogas que tarde o temprano consumirá y un escalofrío recorre su estómago.

 

 

Diez años después una conocida de la familia coge el teléfono para avisar a Carlos de algo espantoso: ha llegado a sus oídos que Ego consume cocaína permanentemente. Carlos cuelga el teléfono después de haber castigado cruelmente a la informadora. Jamás ha tolerado que nadie hable mal de su hijo.

 

Sin embargo, a pesar de no dar el más mínimo crédito a la información de la señorita, decide llamar a Ego para tomar un café y charlar un rato.

 

 

Sentados frente a frente en una cafetería oscura esperan pacientes el café reparador que dará comienzo al diálogo. En realidad Ego lleva rato hablando a su padre de un proyecto empresarial radicalmente innovador en el que está trabajando.

 

En varias ocasiones Carlos intenta preguntar a Ego acerca de su novia, porque no sabe si sigue viviendo con ella. Pero Ego no para de hablar del proyecto. Incluso se siente tentado de sacar el tema de la cocaína para que Ego reaccione y deje de hablar del maldito proyecto.

 

Después de dos horas de discurso monotemático Carlos se da cuenta de lo aburrido que se encuentra, aburrido y cansado. Ego sigue hablando de beneficios y de inversiones y de ratios muy difíciles de interpretar...

 

Carlos se da cuenta de que es un buen momento para comentarle que en la última mamografía de María, la madre de Ego, han encontrado unos bultos, pero que no debe preocuparse porque son benignos y se los van a quitar y ya está. Quiere hacer ver a Ego que su madre necesita un poco de cariño porque está muy asustada.

 

Justo cuando Carlos se decide a hablar, Ego le pide, con una frase, veinte millones a su padre para llevar a cabo el proyecto empresarial del que lleva hablando toda la tarde. Las cabezas de ambos flotan sobre las tazas de café vacías iluminadas por una lámpara que pende baja desde el techo.

 

Carlos siente como todas las arterias de su cuello se dilatan y la rabia se apodera de sus sienes. No recuerda la última vez que le gritó a su hijo pero sabe que lo va a hacer y le va a decir que no le va a prestar el dinero, que no puede ser, que no le pregunte por qué porque está cansado y tiene que ir a buscar a su mujer que sale de clase de italiano a las diez y cuarto de la noche.

 

Adiós Ego.

 

De camino a casa Carlos piensa en su hijo y no puede reprimir unas lágrimas amargas. Su hijo no se droga. Su hijo es un portento empresarial. Su hijo es simpático.

 

Pero no le quiere.

 

No le importa nada más que su proyecto.

 

¿Dónde están los ojos sencillos que le buscaban desde la cuna y la sonrisa de astuta serenidad?

 

¿Dónde está la empatía?

 

¿Dónde están los cálidos minutos dedicados de uno a otro?.

 

¿Dónde están los sueños y la esperanza del cambio?

 

 

Todo terminó.

 

Porque la amenaza oscura de los jóvenes no son las drogas.

 

 

 

Es el egocentrismo.

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J. Acevedo.

jacobacevedo@terra.es

 

Fecha de creación: 23/02/2002