El Prisionero

          Relato

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Llevaba doce años allí encerrado, y seguiría así hasta el día en que la muerte lo liberase de aquel sufrimiento. Su vida en aquel lugar, carente de ilusiones y objetivos, había caído en una profunda tristeza, en la desesperación más absoluta. La devastadora soledad que lo aplastaba, no permitía que sus pensamientos fuesen fluidos y variados, como antes, sino recurrentes y monótonos, atormentando cada minuto de su penosa existencia.

 

A veces, miraba al exterior y contemplaba a la gente disfrutar de la vida, de las cosas más sencillas; cosas cuyo placentero disfrute añoraba; cosas que en general se consideran simples sin recaer en que su sencillez radica en no tener ninguna cortina que impida contemplar lo extraordinariamente complejo de los sentimientos que logran despertar; un anochecer en la orilla del mar, una tarde lluviosa ante una chimenea, sentir el suave latir cálido del corazón de la persona amada al abrazarla..., cosas que ahora ni se imaginaba, que estaban más allá de su alcance, y con las que posiblemente nunca volvería a disfrutar.

 

Aquel lugar húmedo y sombrío no permitía el afloramiento de ningún sentimiento cálido, sino solo pensamientos de lamento, desilusión y recuerdos. Recuerdos que más que provocar alegría, lo sumían en un profundo desaliento, que lo iba destruyendo poco a poco. Comenzaba por devorar sus ilusiones, su imaginación, sus sueños, y terminaba haciendo que tareas tan sencillas como comer o dormir resultasen insoportables de afrontar.

 

Durante los doce años que duraba su cautiverio no había tenido comunicación con ninguna persona. El total aislamiento que sufría había hecho que sus sentidos fuesen perdiendo sensibilidad, hasta quedar tan traumatizados que le hubiera sido imposible utilizarlos fuera de allí aunque hubiera querido.

 

Varios de sus más preciados colegas habían intentado rescatarle, pero la fortaleza en la que se hallaba encerrado era tan inexpugnable que no habían conseguido nada. De hecho, finalmente habían decidido abandonarlo a su suerte tras muchos intentos infructuosos de rescate.

 

Se levantó y se dirigió al mueble-bar del salón, en donde se preparó otro whisky con hielo. Luego volvió a sentarse en el gran sofá de terciopelo azul situado junto a la chimenea, donde antaño lo hacía junto a ella. Todavía podía sentir en sus dedos el cálido tacto de aquella maravillosa piel suavísima que convertía las caricias en un placer más allá de lo expresable. Pero ahora no estaba junto a él; nunca la volvería a ver. La muerte se la había llevado como un huracán, avisando que se acerca pero tan devastador y violento a su paso que no da tiempo a reaccionar. Hacía doce años que Lara había muerto, dejándolo encerrado en la celda más oscura y fría de la prisión más inexpugnable; la prisión de la mente atormentada, la prisión de la soledad absoluta.

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Gerardo Ávila García

feravila@bbvnet.com

 

09/01/02