(DE LA AGENDA SOCIAL
Comisión Pontificia de Justicia y Paz)
LA AGENDA SOCIAL
La Persona Humana
1.
La Dignidad de la Persona Humana
2. Libertad y Verdad
3. La Naturaleza Social del Hombre
4. Los Derechos Humanos
5. La Libertad Religiosa
I.
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
39.
En efecto, para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su
misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano, ya que esta
doctrina expone sus consecuencias directas en la vida de la sociedad y encuadra
incluso el trabajo cotidiano y las luchas por la justicia en el testimonio a
Cristo Salvador. Asimismo viene a ser una fuente de unidad y de paz frente a
los conflictos que surgen inevitablemente en el sector socioeconómico. De esta
manera se pueden vivir las nuevas situaciones, sin degradar la dignidad
trascendente de la persona humana ni en sí mismos ni en los adversarios, y
orientarlas hacia una recta solución.
(Centesimus Annus, n. 5)
40.
Por eso la Iglesia tiene una palabra que decir, tanto hoy como hace veinte
años, así como en el futuro, sobre la naturaleza, condiciones, exigencias y
finalidades del verdadero desarrollo y sobre los obstáculos que se oponen a él.
Al hacerlo así, cumple su misión evangelizadora, ya que da su primera
contribución a la solución del problema urgente del desarrollo cuando proclama
la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre, aplicándola a una
situación concreta (cf. Juan Pablo II, Discurso a los
Obispos de América Latina, 1979). A este fin la Iglesia utiliza como
instrumento su doctrina social. En la difícil coyuntura actual, para favorecer
tanto el planteamiento correcto de los problemas como sus soluciones mejores,
podrá ayudar mucho un conocimiento más exacto y una difusión más amplia del
"conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicios y de
directrices de acción" propuestos por su enseñanza (Libertatis
Conscientia, n. 72; Octogesima
Adveniens, n. 4). Se observará así inmediatamente,
que las cuestiones que afrontamos son ante todo morales; y que ni el análisis
del problema del Artículo Dos desarrollo como tal, ni los medios para superar
las presentes dificultades pueden prescindir de esta dimensión esencial.
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 41)
41.
En la vida del hombre la imagen de Dios vuelve a resplandecer y se manifiesta
en toda su plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne humana: "Él es
imagen de Dios invisible" (Col 1, 15), "resplandor de su gloria e
impronta de su sustancia" (Heb 1, 3). Él es la
imagen perfecta del Padre.
(Evangelium Vitae, n. 36)
42.
La dignidad de la persona manifiesta todo su fulgor cuando se consideran su
origen y su destino. Creado por Dios a su imagen y semejanza, y redimido por la
preciosísima sangre de Cristo, el hombre está llamado a ser "hijo en el
Hijo" y templo vivo del Espíritu; y está destinado a esa eterna vida de
comunión con Dios, que le llena de gozo. Por eso toda violación de la dignidad
personal del ser humano grita venganza delante de Dios, y se configura como
ofensa al Creador del hombre.
(Christifidelis Laici, n.
37)
43.
Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de
las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado
aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de
Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y
herederos de la gloria eterna.
(Pacem in Terris, n. 10)
44.
Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del incesante
cambio de opiniones que, por ejemplo, depri- men excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo
humano. No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la
libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo,
confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y proclama la libertad de los hijos
de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan, en última instancia, del
pecado (cf. Rom 8, 14-17);
respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte
sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de
la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos (cf. Mt 22, 39). Esto corresponde
a la ley fundamental de la economía cristiana. Porque, aunque el mismo Dios es
Salvador y Creador, e igualmente, también Señor de la historia humana y de la
historia de la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la
justa autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que
más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada. La
Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los
derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época
actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin
embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y
garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en
efecto, la tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son
salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma divina. Por ese
camino, la dignidad humano no se salva; por el contrario, perece.
(Gaudium et Spes, n. 41)
45.
La justicia social sólo puede obtenerse respetando la dignidad trascendente del
hombre. Pero éste no es el único ni el principal motivo. Lo que está en juego
es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido
confiadas por el Creador, y de las que son rigurosas y responsablemente
deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia.
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 47)
46.
La dignidad de la persona humana es un valor transcendente,
reconocido siempre como tal por cuantos buscan sinceramente la verdad. En
realidad, la historia entera de la humanidad se debe interpretar a la luz de
esta convicción. Toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-28), y por tanto
radicalmente orientada a su Creador, está en relación constante con los que
tienen su misma dignidad. Por eso, allí donde los derechos y deberes se
corresponden y refuerzan mutuamente, la promoción del bien del individuo se
armoniza con el servicio al bien común.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1999, n. 2)
47.
"Donde está el Espíritu del Señor, allí esta la libertad" (2 Cor 3, 17). Esta revelación de la libertad y, por
consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado
particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución-ya
sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad-porque los testigos de la
verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de
la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan
con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.
(Dominum et Vivificantem,
n. 60)
48.
La pregunta moral, a la que responde Cristo, no puede prescindir del problema
de la libertad, es más, lo considera central, porque no existe moral sin
libertad: "El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad"
(GS, n. 11). Pero, ¿qué libertad? El Concilio frente a aquellos contemporáneos
nuestros que "tanto defienden" la libertad y que la "buscan
ardientemente", pero que "a menudo la cultivan de mala manera, como
si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal"-presenta la
verdadera libertad: "La verdadera libertad es signo eminente de la imagen
divina en el hombre. Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de su
propia decisión" (cf. Si 15, 14), de modo que
busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la
plena y feliz perfección" (GS, n. 17). Si existe el derecho de ser
respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la
obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una
vez conocida.
(Veritatis Splendor, n. 34)
49.
La libertad en su esencia es interior al hombre, connatural a la persona
humana, signo distintivo de su naturaleza. La libertad de la persona encuentra,
en efecto, su fundamento en su dignidad transcendente:
una dignidad que le ha sido regalada por Dios, su Creador, y que le orienta
hacia Dios. El hombre, dado que ha sido creado a imagen de Dios (cf. Gn 1, 27), es inseparable de
la libertad, de esa libertad que ninguna fuerza o apremio exterior podrá jamás
arrebatar y que constituye su derecho fundamental, tanto como individuo cuanto
como miembro de la sociedad. El hombre es libre porque posee la facultad de
determinarse en función de lo verdadero y del bien.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1981, n. 5)
50.
Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra
época, con las mismas palabras: "Conoceréis la verdad y la verdad os
librará" (Jn 8, 32). Estas palabras encierran
una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de
una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica
libertad; y la advertencia, además de que se evite cualquier libertad aparente,
cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no
profundice en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo.
(Redemptor Hominis, n. 12)
51.
Pero la libertad, no es solo un derecho que se reclama para uno mismo, es un
deber que se asume cara a los otros. Para servir verdaderamente a la paz, la
libertad de cada ser humano y de cada comunidad humana debe respetar las
libertades y los derechos de los demás, individuales o colectivos. Ella
encuentra en este respeto su límite, pero además su lógica y su dignidad,
porque el hombre es por naturaleza un ser social.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1981, n. 7)
52.
El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer cualquier
cosa. Es falso concebir al hombre "sujeto de esa libertad como un
individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el
goce de los bienes terrenales" (Libertatis Conscientia, n. 13). Por otra parte, las condiciones de
orden económico y social, político y cultural, requeridas para un justo
ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y
violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y
colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra
la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia
libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se
rebela contra la verdad divina.
(CIC, n. 1740)
53.
Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden
que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres
muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo
testigo su conciencia (Rom 2, 15). Por otra parte,
¿cómo podría ser de otro modo? Todas las obras de Dios son, en efecto, reflejo
de su infinita sabiduría, y reflejo tanto más luminoso cuanto mayor es el grado
absoluto de perfección de que gozan (cf. Sal 18,
8-11).
(Pacem in Terris, n. 5)
54.
En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio
progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una
misión concreta. Desde su nacimiento, ha sido dado a todos, como un germen, un
conjunto de aptitudes y de cualidades para hacerlas fructíferas: su floración,
fruto de la educación recibida en el propio ambiente y del esfuerzo personal,
permitirá a cada uno orientarse hacia el destino, que le ha sido propuesto por
el Creador. Dotado de inteligencia y de libertad, el hombre es responsable de
su crecimiento lo mismo que de su salvación. Ayudado, y a veces estorbado, por
los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece siempre, sean lo que sean los
influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su
fracaso: por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre
puede crecer en humanidad, valer más, ser más.
(Populorum Progressio, n.
15)
55.
Finalmente, al consumar en la cruz la obra de la redención, para adquirir la
salvación y la verdadera libertad de los hombres, completó su revelación. Dio
testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le
contradecían. Pues su reino no se impone con la violencia, sino que se
establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor
con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a Sí mismo (cf. Jn 12, 32).
(Dignitatis Humanae, n. 15)
56.
Finalmente, la verdadera libertad no es promovida tampoco en la sociedad
permisiva, que confunde la libertad con la licencia de hacer cualquier opción y
que proclama, en nombre de la libertad, una especie de amoralidad general. Es
proponer una caricatura de la libertad pretender que el hombre es libre para
organizar su vida sin referencia a los valores morales y que la sociedad no
está para asegurar la protección y la promoción de los valores éticos.
Semejante actitud es destructora de la libertad y de la paz.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1981, n. 7)
57.
La Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o
fundamentalismo de quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de
científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su
concepción de la verdad y del bien. No es de esta índole la verdad cristiana.
Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido
esquema la cambiante realidad socio-política y reconoce que la vida del hombre
se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La
Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la
persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad.
(Centesimus Annus, n. 46)
58.
La democracia no puede mantenerse sin un compromiso compartido con respecto a
ciertas verdades morales sobre la persona humana y la comunidad humana. La
pregunta fundamental que ha de plantearse una sociedad democrática es:
"¿Cómo debemos vivir juntos?". Al tratar de responder esta pregunta,
¿puede la sociedad excluir la verdad y el razonamiento morales?.... Cada
generación ... necesita saber que la libertad no consiste en hacer lo que nos
gusta, sino en tener el derecho de hacer lo que debemos. Cristo nos pide que
conservemos la verdad, porque, como nos prometío:
"Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32). Depositum custodi! Debemos conservar la verdad, que es la condición
de la auténtica libertad, y permite que ésta alcance su plenitud en la bondad.
Tenemos que conservar el depósito de la verdad divina, que nos han transmitido
en la Iglesia, especialmente con vistas a los desafíos que plantea la cultura
materialista y la mentalidad permisiva, que reducen la libertad a libertinaje.
(Juan Pablo II, Homilia en Baltimore, nn. 7-8)
59.
No sólo no es lícito desatender desde el punto de vista ético la naturaleza del
hombre que ha sido creado para la libertad, sino que esto ni siquiera es
posible en la práctica. Donde la sociedad se organiza reduciendo de manera
arbitraria o incluso eliminando el ámbito en que se ejercita legítimamente la
libertad, el resultado es la desorganización y la decadencia progresiva de la
vida social.
(Centesimus Annus, n. 25)
III. LA NATURALEZA SOCIAL DEL HOMBRE
60.
Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres
constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos.
Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien "hizo de uno
todo el linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra" (Hech 17, 26), y todos son llamados a un solo e idéntico
fin, esto es, Dios mismo. Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero
y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no
puede separarse del amor del prójimo: "... cualquier otro precepto en esta
sentencia se resume: Amarás al prójimo como a tí
mismo.... El amor es el cumplimiento de la ley" (Rom
13, 9-10; cf. 1 Jn. 4, 20).
Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la
creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo
creciente del mundo. Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean
uno, como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22),
abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza
entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la
verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura
terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia
plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás. La índole
social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el
crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. Porque el
principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser
la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad
de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga
accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de
servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en
todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.
(Gaudium et Spes, nn. 24-25)
61.
El principio capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre en
necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales; el
hombre, repetimos, en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un
orden sobrenatural.
(Mater et Magistra, n. 219)
62.
Algunas sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden más
inmediatamente a la naturaleza del hombre. Le son necesarias. Con el fin de
favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es
preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre
iniciativa "para fines económicos, sociales, culturales, recreativos,
deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones
como en el plano mundial" (MM, n. 60). Esta "socialización"
expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a
asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales.
Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de
iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos (GS, n. 25;
CA, n. 12).
(CIC, n. 1882)
63.
Pero cada uno d los hombres es miembro de la sociedad, pertenece a la humanidad
entera. Y no es solamente este o aquel hombre, sino que todos los hombres están
llamados a este desarrollo pleno. Las civilizaciones nacen, crecen y mueres.
Pero como las olas del mar en el flujo de la marea van avanzando, cada una un
poco más, en la arena de la playa, de la misma manera la humanidad avanza por
el camino de la Historia. Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos
del trabajo de nuestros contemporáneos, estamos obligados para con todos y no
podemos desinteresarnos de los que vendrán a aumentar todavía más el círculo de
la familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio
para todos, es también un deber.
(Populorum Progressio, n.
17)
64.
Además de la familia, desarrollan también funciones primarias y ponen en marcha
estructuras específicas de solidaridad otras sociedades intermedias.
Efectivamente, éstas maduran como verdaderas comunidades de personas y
refuerzan el tejido social, impidiendo que caiga en el anonimato y en una
masificación impersonal, bastante frecuente por desgracia en la sociedad
moderna. En medio de esa múltiple interacción de las relaciones vive la persona
y crece la "subjetividad de la sociedad". El individuo hoy día queda
sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado. En efecto,
da la impresión a veces de que existe sólo como productor y consumidor de
mercancías, o bien como objeto de la administración del Estado, mientras se
olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni
el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben
estar el Estado y el mercado. El hombre es, ante todo, un ser que busca la
verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que
implica a las generaciones pasadas y futuras.
(Centesimus Annus, n. 49)
65.
Por el contrario, de la concepción cristiana de la persona se sigue
necesariamente una justa visión de la sociedad. Según la Rerum
Novarum y la doctrina social de la Iglesia, la
sociabilidad del hombre no se agota en el Estado, sino que se realiza en
diversos grupos intermedios, comenzando por la familia y siguiendo por los
grupos económicos, sociales, políticos y culturales, los cuales, como provienen
de la misma naturaleza humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del
ámbito del bien común.
(Centesimus Annus, n. 13)
66.
Puestos a desarrollar, en primer término, el tema de los derechos del hombre,
observamos que éste tiene un derecho a la existencia, a la integridad corporal,
a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son,
principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la
asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensables que a cada uno
deber prestar el Estado. De lo cual se sigue que el hombre posee también el
derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad,
vejez, paro y, por último, cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa
suya, de los medios necesarios para su sustento.
(Pacem in Terris, n. 11)
67.
Después de la caída del totalitarismo comunista y de otros muchos regímenes
totalitarios y de "seguridad nacional", asistimos hoy al predominio,
no sin contrastes, del ideal democrático junto con una viva atención y
preocupación por los derechos humanos. Pero, precisamente por esto, es
necesario que los pueblos que están reformando sus ordenamientos den a la
democracia un auténtico y sólido fundamento, mediante el reconocimiento
explícito de estos derechos.
(Centesimus Annus, n. 47)
68.
En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como
fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza
dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene
por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo
de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e
inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto.
(Pacem in Terris, n. 9)
69.
Si los derechos humanos son violados en tiempo de paz, esto es particularmente
doloroso y, desde el punto de vista del progreso, representa un fenómeno
incomprensible de la lucha contra el hombre, que no puede concordarse de ningún
modo con cualquier programa que se defina "humanista".
(Redemptor Hominis, n. 17)
70.
A la persona humana corresponde también la defensa legítima de sus propios
derechos: defensa eficaz, igual para todos y regida por las normas objetivas de
la justicia, como advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII con
estas palabras: "del ordenamiento jurídico querido por Dios deriva el
inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica y, con ello, a una
esfera concreta de derecho, protegida contra todo ataque arbitrario" (Pio XII, Mensaje Navideño, 1942).
(Pacem in Terris, n. 27)
71.
El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su
dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen
a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o
negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su
propia legitimidad moral (cf. PT, n. 65). Sin este
respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para
obtener la obediencia de sus súbditos. Corresponde a la Iglesia recordar estos
derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de reivindicaciones
abusivas o falsas.
(CIC, n. 1930)
72.
Cuando la regulación jurídica del ciudadano se ordena al respeto de los
derechos y de los deberes, los hombres se abren inmediatamente al mundo de las
realidades espirituales, comprenden la esencia de la verdad, de la justicia, de
la caridad, de la libertad, y adquieren conciencia de ser miembros de tal
sociedad. Y no es esto todo, porque, movidos profundamente por estas mismas
causas, se sienten impulsados a conocer mejor al verdadero Dios, que es
superior al hombre y personal. Por todo lo cual juzgan que las relaciones que
los unen con Dios son el fundamento de su vida, de esa vida que viven en la
intimidad de su espíritu o unidos en sociedad con los demás hombres.
(Pacem in Terris, n. 45)
73.
Ahora bien, aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad civil y
sean como otras tantas partes suyas, hablando en términos generales y de por
sí, no está en poder del Estado impedir su existencia, ya que el constituir
sociedades privadas es derecho concedido al hombre por la ley natural, y la
sociedad civil ha sido constituida para garantizar el derecho natural y no para
conculcarlo; y, si prohibiera a los ciudadanos la constitución de sociedades,
puesto que tanto ella como las sociedades privadas nacen del mismo principio:
que los hombres son sociables por naturaleza.
(Rerum Novarum, n. 51)
74.
Es asimismo consecuencia de lo dicho que, en la sociedad humana, a un
determinado derecho natural de cada hombre corresponda en los demás el deber de
reconocerlo y respetarlo. Porque cualquier derecho fundamental del hombre
deriva su fuerza moral obligatoria de la ley natural, que lo confiere e impone
el correlativo deber. Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan
por completo sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los
que derriban con una mano lo que con la otra construyen.
(Pacem in Terris, n. 30)
75.
Hoy, por el contrario, se ha extendido y consolidado por doquiera la convicción
de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí. Por lo
cual, las discriminaciones raciales no encuentran ya justificación alguna, a lo
menos en el plano de la razón y de la doctrina. Esto tiene una importancia
extraordinaria para lograr una convivencia humana informada por los principios
que hemos recordado. Porque cuando en un hombre surge la conciencia de los
propios derechos, es necesario que aflore también la de las propias
obligaciones; de forma que aquel que posee determinados derechos tiene
asimismo, como expresión de su dignidad, la obligación de exigirlos, mientras
los demás tienen el deber de reconocerlos y respetarlos.
(Pacem in Terris, n. 44)
76.
La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada
vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de
Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por
Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino. Es evidente que
no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las
cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación
en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por
motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser
vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable
que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la
forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el
derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que
prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a
las que se conceden al hombres. Más aún, aunque existen desigualdades justas
entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se
llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el
hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los
miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la
justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz
social e internacional. Las instituciones humanas, privadas o públicas,
esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen
con energía contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo
cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún,
estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las realidades
espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía
largo plazo de tiempo para llegar al final deseado.
(Gaudium et Spes, n. 29)
77.
La necesidad de asegurar los derechos fundamentales del hombre no puede verse
separada de la justa liberación, la cual ha surgido con la evangelización y con
esfuerzos por asegurar estructuras que salvaguarden las libertades del hombre.
Entre estos derechos fundamentales, la libertad religiosa ocupa un lugar de
primera importancia.
(Evangelii Nuntiandi, n.
39)
78.
Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la
libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de
estar inmunes de coacción, sea por parte de personas particulares como de
grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en
materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le
impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con
otros, dentro de los límites debidos.
(Dignitatis Humanae, n. 2)
79. Ciertamente, la limitación de la
libertad religiosa de las personas o de las comunidades no es sólo una
experiencia dolorosa, sino que ofende sobre todo a la dignidad misma del
hombre, independientemente de la religión profesada o de la concepción que
ellas tengan del mundo. La limitación de la libertad religiosa y su violación
contrastan con la dignidad del hombre y con sus derechos objetivos.
(Redemptor Hominis, n. 17)
80.
Ninguna autoridad humana tiene el derecho de intervenir en la conciencia de
ningún hombre. Esta es también testigo de la transcendencia
de la persona frente a la sociedad, y, en cuanto tal, es inviolable. Sin
embargo, no es algo absoluto, situado por encima de la verdad y el error; es
más, su naturaleza íntima implica una relación con la verdad objetiva,
universal e igual para todos, la cual todos pueden y deben buscar. En esta
relación con la verdad objetiva la libertad de conciencia encuentra su
justificación, como condición necesaria para la búsqueda de la verdad digna del
hombre y para la adhesión a la misma, cuando ha sido adecuadamente conocida.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1991, n. 1)
81.
Así nuestra misión, aunque es anuncio de verdad indiscutible y de salvación
necesaria, no se presentará armada con la coacción exterior, sino que solamente
por las vías legítimas de la educación humana, de la persuasión interior, de la
conversación común, ofrecerá su don de salvación, respetando siempre la
libertad personal y civil.
(Ecclesiam Suam, n. 69)
82.
Ante todo, la libertad religiosa, exigencia ineludible de la dignidad de cada
hombre, es una piedra angular del edificio de los derechos humanos y, por
tanto, es un factor insustituible del bien de las personas y de toda la
sociedad, así como de la realización personal de cada uno. De ello se deriva
que la libertad de los individuos y de las comunidades, de profesar y practicar
la propia religión, es un elemento esencial de la pacífica convivencia de los
hombres. La paz, que se construye y consolida a todos los niveles de la
convivencia humana, tiene sus propias raíces en la libertad y en la apertura de
las conciencias a la verdad.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1988, Introducción)
83.
Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en la
reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con
un problema crucial: la libertad del hombre. No hay duda de que hoy día existe
una concientización particularmente viva sobre la
libertad. "Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez
mayor de la dignidad de la persona humana", como constataba ya la
declaración conciliar Dignitatis Humanae
sobre la libertad religiosa (Dignitatis Humanae, n. 1). De ahí la reivindicación de la posibilidad
de que los hombres "actúen según su propio criterio y hagan uso de una
libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia
del deber" (Dignitatis Humanae,
n. 1). En concreto, el derecho a la libertad religiosa y al respeto de la
conciencia en su camino hacia la verdad es sentido cada vez más como fundamento
de los derechos de la persona, considerados en su conjunto (cf.
Redemptor Hominis, n. 17; Libertatis Conscientia, n. 19).
(Veritatis Splendor, n. 31)