El ultimo adios

Por Rosa

 

Los aplausos enfervorecidos del público colmaron su alma de honda satisfacción. Ante la insistencia de sus compañeros, se vio obligado a salir nuevamente al escenario, esta vez solo, en respuesta a la ovación particular que los espectadores le estaban dispensando.  Pendientes de sus movimientos, los técnicos alzaron inmediatamente el telón y dirigieron el foco principal hacia él, destacando su orgullosa figura entre la oscuridad reinante.

Permaneció inmóvil, estático, suspendido en el tiempo, en un intento por grabar de forma indeleble en su memoria todos los detalles de ese instante fugaz, de ese momento único y definitivo. Su última representación. El retumbar de los aplausos, el centelleo de los focos, la extraña mezcla de aromas procedente de los palcos, los enardecidos vítores. Cerró los ojos en un intento por abstraerse del bullicio reinante.

Percibió su propio ser con mayor intensidad que nunca. Su sudor como un denso velo cubriendo su piel, su arrítmica y agitada respiración acompasada con el irregular latido de su corazón, las capas de maquillaje que empezaban a agrietarse a causa del agobiante calor, los mechones de cabello desprendiéndose de la trenza que los recogía...

Aspiró con deleite el aroma a madera y pintura procedente del decorado,  el inconfundible y ligero olor a naftalina que envolvía su oscuro traje de época. Regaló sus oídos con los sempiternos crujidos dimanantes de los viejos tablones de madera del escenario, con los leves chasquidos de los bastidores al ser descorridos, con las incómodas estridencias de las butacas al ser empujadas por sus ocupantes para incorporarse, con la tranquilizante tos del apuntador que ya había empezado a ordenar sus papeles para abandonar su puesto... Todos los pequeños detalles que había amado parecían haberse conjugado para desplegarse en ése su último adiós, llenando su corazón de regocijo.

El teatro Stratford. Fue testigo de su primera función y había deseado que lo honrara con la última. Desde sus comienzos en la profesión, había ejercido sobre él un magnetismo especial. A sus labios afloró una leve sonrisa de satisfacción. Ese teatro y su fiel público habían sido sus regulares puntales de apoyo a lo largo de toda su vida. Atrás quedaban cuatro décadas de carrera, llenas de éxito, de alguna desilusión, pero por encima de todo, plenas de amor a su profesión y espejo de su saber hacer y gran calidad técnica. La Compañía Stratford había sido su primera escuela y el motor que lo impulsara hacia la fama internacional, por eso había decidido contar para su despedida con sus actores, llevando a escena la obra que le permitió representar su primer papel protagonista: Hamlet.

Arropado por la familiaridad del entorno, se inclinó profundamente, a modo de reverencia, delante de todos los espectadores. Su humilde gesto los estimuló aún más, logrando que todos los asistentes se pusieran en pie y mantuvieran sus aplausos sin interrupción durante más de cinco minutos. Terry sumó sus palmadas a las suyas al tiempo que hacía un gesto de invitación al resto de sus compañeros para que se unieran a él sobre las tablas. En pocos minutos, toda la compañía se encontraba a su lado: los hombres dándole afectuosos apretones de manos y palmoteos en la espalda, las mujeres compartiendo con él estrechos abrazos y sensuales besos fruto de la intensidad del momento.

Cercano a los sesenta años, su figura no había perdido ni un ápice de apostura y encanto. Conservaba un porte atlético y recio, sus músculos flexibles y ágiles gracias a la férrea disciplina física y deportiva a la que se había sometido desde joven. El aura aristocrática que siempre había brillado en sus maneras, se había curtido, dotando a su persona de un natural sentido de la distinción que no empañaba sus maneras sencillas y su carácter humilde y sosegado, alejado de los excesos y el mal genio de su juventud. Se había convertido en un hombre meditativo y amante de la reflexión; su naturaleza impetuosa y visceral se manifestaba en raras ocasiones. No obstante, su compleja personalidad, que con tanto esfuerzo había logrado entender y dominar, aún encontraba  eco a veces en sus ojos. La suya era una mirada de una intensidad inusual, casi hipnótica, reveladora de un extraño entendimiento del ser humano, a la par que espejo fiel de las profundidades de su alma. Mirar a los ojos de Terrence Grandchester era como asomarse a las profundidades del río Estigio y ser testigo de una comprensión sin límites y una agonía sin fin; pero podía ser, al mismo tiempo, como adentrarse en el Paraíso y observar el reflejo de la esperanza y amor infinitos.

Mujeres de todas las edades continuaban considerándolo uno de los hombres más atractivos de Estados Unidos y se desvivían por conseguir sus atenciones a través de los más exóticos y originales planes. No obstante, si bien había resultado un hombre inasequible durante su matrimonio con la actriz Susanna Marlowe, su reciente viudedad lo había apartado aún más de la vida social de Nueva York y había hecho de él un bastión inexpugnable que las mentes más diabólicas trataban de conquistar, sin éxito.

Terrence y sus compañeros abandonaron el escenario, perseguidos aún por los últimos vítores del público que empezaba ya a abandonar la sala. A grandes pasos, aquél se dirigió a su camerino, deseoso de disfrutar de unos momentos de soledad antes de la cena de despedida que la compañía celebraría en su honor. Tomó asiento frente al espejo y comenzó a desmaquillarse. Casi podía ver enfrente de él a un Terrence mucho más joven que, con el ceño fruncido, le miraba furioso. Era casi como revivir su primera representación de Romeo y Julieta, su enfado y tristeza al saber que tenía que tomar una decisión favorable a Susanna, su despedida de Candy en aquellas vacías escaleras del hospital...

Ambos Terrence sostuvieron su mirada en el solitario espejo. Ambos preguntándose si habrían tomado la mejor decisión, si soportarían seguir viviendo en la ausencia del ser amado, si el deber compensaría traicionar al verdadero amor, si serían capaces de tolerar el remordimiento. El más joven no abandonaba su actitud retadora, furibunda, angustiada, mientras que el más viejo lo contemplaba con cariño y comprensión, con fe y aliento.

Había hecho un pacto consigo mismo en el pasado y lo había cumplido. Ahora llegaba el momento de obtener su recompensa. De recuperar su libertad.

Susanna había muerto y la vida con ella, sin ser un romance apasionado, no había estado exenta de cariño. El le había ofrecido amor y ternura, y ella había sido feliz hasta el último momento de su vida. Charles, el hijo de ambos y futuro duque de Grandchester, había sido la alegría de sus padres y el consuelo de su madre. Por su parte, su esposa le  había ayudado a encontrar el sosiego que le permitiría triunfar en su carrera como actor. Había sido una compañera fiel, entregada, generosa... además de una madre excelente.

Sin embargo, no había conseguido borrar de su corazón al amor de su vida. Candy. Los dos Terrence pronunciaron el nombre con la misma ardorosa intensidad. El más joven con la angustia de la pérdida. El más viejo con la convicción del reencuentro.

“Te prometí que habría otras vidas para nosotros, cariño. Te pedí que me esperaras, que conservaras la esperanza en nuestro amor. Y sé que lo hiciste. Aún así, fuiste la primera en marcharte. Me dejaste solo, y yo he vivido estos últimos cinco años sin ti, aguardando el momento de reencontrarte. ¿Dónde estás, mi amor? ¿Por qué no vienes por mí? No quiero seguir viviendo si tú ya no estás. No tengo por qué hacerlo cumplidas ya todas mis obligaciones en esta vida. He ganado mi libertad con sufrimiento. Soy libre para tí, amor. ¿Cuándo vendrás a buscarme? Desde que dejaste este mundo no he podido hallar ningún consuelo”.

Terrence continuó mirándose en el espejo. Podía ver su verdadero rostro. Las arrugas surcando su frente. La tristeza encerrada en sus pupilas.

“Ven a por mí, Candy. Mi vida sin ti ya no tiene objeto”.

Aún embargado por el dolor, terminó de desmaquillarse y procedió a desvestirse. Súbitamente, sintió un ligero roce en sus cabellos y un leve frescor empañando su mejilla. Se giró, pero no fue capaz de distinguir nada extraño, tan sólo la sensación de que su alma se sentía súbitamente aliviada de un insoportable peso.

Pese a todo, se sentía cansado y decidió recostarse unos minutos en el sofá para recuperar fuerzas antes de la cena. Notaba cómo los párpados se le cerraban sin dificultad y su mente se perdía en un profundo sueño.

Se notaba liviano y más feliz que nunca. Sus ojos no tardaron en divisar un paisaje. Veía una pradera inmensamente verde y a lo lejos una colina en la que aparecía tumbada una figura que le hacía señas con la mano. Él corrió en su dirección y no tardó en reconocerla. ¡Candy! La joven le sonreía y extendía los brazos hacia él. Estaba tan bella como siempre, con su larga y dorada melena cayendo en desorden sobre sus hombros, sus brillantes ojos verdes contemplándole emocionados... Cuando llegó hasta ella, se refugió entre sus brazos y comenzó a llorar como un niño.

“Candy. Candy. Candy”, sólo era capaz de repetir su nombre.

Ella acarició sus cabellos mientras le hablaba con dulzura.

“Terry. Ya estamos juntos. Como siempre quisimos. No nos separaremos jamás. Te lo prometo”.

El consiguió sonreírle al tiempo que la abrazaba con fuerza.

“Candy. Nunca jamás, amor mío. Jamás volveré a marcharme lejos de tu lado”.

(...)

Una de las ayudantes de atrezzo golpeó la puerta del camerino de Terrence.

-         Señor Grandchester... Todos le aguardan abajo. ¿Le falta mucho?

Esperó cortésmente unos instantes y al no escuchar ninguna respuesta se atrevió a entrar en la habitación. Vio al actor recostado en un sofá y le tocó con suavidad el hombro.

-         Señor Grandchester...

Sin embargo siguió sin recibir respuesta.

-         Señor Grandchester, señor Grandchester...

La joven se arrodilló a su lado y enterró el rostro en su pecho. Pese a su corta edad no le costó reconocer lo sucedido.

-         Señor Grandchester, ¿por qué? ¡No es justo! ¿Por qué nos ha abandonado?

Amargas lágrimas brotaron del rostro lleno de hoyuelos de la muchacha. Junto a ella Terrence, aparentemente dormido, parecía sereno y relajado, sus labios curvados en una sonrisa de felicidad...

 

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