Capítulo 5
Cuestión de orgullo
“¿Qué
se supone que estoy haciendo?” Se preguntó Terry por la milésima vez esa mañana.
El aire otoñal le alborotaba el cabello mientras cabalgaba. La equitación
siempre había sido su deporte preferido porque le hacía sentir libre y le
despejaba los pensamientos. Sin embargo, el truco nunca había funcionado cuando
se trataba de Candy. Después de años, él ya debía de saber que sus intentos
por sacudirse toda la confusión y ansiedad que ella le inspiraba eran en vano,
pero aún así había esperado que las cosas se aclararían al trote.
Había
salido muy temprano de su casa para pasar la mañana en el Country Club y tratar
de poner en orden la maraña de sentimientos que se le agolpaban en el pecho ¡Nada!
Las cosas seguían en el mismo estado caótico.
“Lo
tenía todo bien planeado” siguió diciéndose, forzando a su caballo para que
apresurara el paso, “sería como si fuéramos dos extraños que viven
en departamentos contiguos. Ocasionalmente tendríamos que hacer cosas juntos,
pero eso no implicaba que tendría que hacer las cosas estúpidas que he
cometido últimamente ¿De qué diablos estoy hecho?”
Aquella
vez en que Terry, derrotado y sin ánimos, había visto a Candy de lejos
mientras trabajaba en la clínica del doctor Martin, el joven había perdido su
fé en el amor que ella le había tenido en el pasado.
Se había esforzado por aceptar que dadas las circunstancias el olvido
era lo mejor que le podía pasar a ambos. No obstante, la noción de que para
ella él parecía ser ya un capítulo concluído, era algo demasiado doloroso
para asimilarlo. En cambio, él tendría que vivir con la certeza de que el cariño
que llevaba dentro no moriría nunca; aunque terminara llevando al altar a otro
mujer.
Luego
las cosas habían tomado un giro demasiado bizarro. Primero Susannah lo
rechazaba regalándole una libertad que se había vuelto estéril. Más tarde,
se veía envuelto en la intriga más extraña que jamás se había imaginado ¿Cómo
reaccionar durante todo un año de convivencia con alquien que se ama pero para
quien él ya no significaba nada? Confesar sus verdaderos sentimientos era
inadmisible. Deseaba el amor de
Candy, no su lástima. Terruce Grandchester no había nacido para mendigar
afecto.
Así
pues, había decidido jugar la vieja carta de la frialdad. Después de aquella
torturante noche de bodas sin poder tocarla, se había resuelto a levantar los más
sólidos muros de distancia e indiferencia que le fueran posibles.
Había restringido el trato con ella a solamente lo más necesario, pero
a su vez, consciente de que para los intereses de Candy era necesario que el
matrimonio pareciera real ante todos, se había permitido actuar afectuosamente
en público. Esto úlitimo no había sido difícil, pero mantener un balance
entre la imagen pública de la pareja y la distancia real que él quería
mantener en la intimidad era verdaderamente el problema. Sobre todo cuando las
paredes parecían ser demasiado delgadas, el aroma de ella impregnando las
habitaciones demasiado patente . . . el deseo demasiado doloroso. Pensar que
ella dormía ajena a sus conflictos tan sólo a unos metros de él era un
constante tormento. Para colmo de males, la noche del estreno él había
terminado por perder el escaso control de la situación que aún le quedaba.
“Estaba más hermosa que nunca,” pensó sin darse cuenta de que el mero recuerdo le agitaba la respiración, “ . . . ¡Qué deseo tan axfisiante de tenerla entre mis brazos en ese mismo instante! ¿Cuándo fue que Candy dejó de ser una niña encantadora para convertirse en una mujer irresistible? ¿Dónde aprendió a seducir con tan sólo acercarse para anudarme la corbata? ¿Cómo se controla la mirada cuando uno arde de ganas de por lo menos verla a placer? ¿Por qué pareció importarle lo que yo pudiera sentir al estar Susannah presente? ”
Las
preguntas seguían encadenándose una a una, consiguiendo solamente aumentar su
inquietud. Definitivamente la cabalgata no estaba funcionando en lo absoluto.
Recordaba
el viaje de regreso a su casa aquella noche. Ella miraba por la ventanilla con
una tranquilidad que lo irritaba. Parecía tan serena y distante y él se moría
de ganas de besarla. Luego, al despedirse de ella frente a la puerta de su recámara
había terminado por perder el último vestigio de autocontrol. Hubiese querido
tomarla en un abrazo que se equiparara a la pasión que tenía reprimida, pero
el miedo de asustarla había sido mayor. Sin embargo, aquel breve beso en la
mejilla había sido suficiente como para no dejarle dormir a pesar de lo cansado
que estaba.
De
eso habían pasado ya tres días y en todo ese tiempo él había estado evitando
estar a solas con ella. No tenía la menor idea de qué haría de ahí en
adelante ¿Fingiría que nada había pasado
y continuaría jugando a hacerse el indiferente o se atrevería a apostar
el todo por el todo para intentar reconquistarla? Su
cobardía lo irritaba, pero aún así su indecisión no cedía.
Eran las once del día cuando Terry devolvió su caballo a los establos del Country Club. Tenía una cita para almorzar en un restaurante de Manhattan y no quería llegar tarde.
-
¿Qué te sucede,
Terry? Te veo nervioso – inquirió el hombre rubio reclinándose en el asiento
acojinado.
-
¿Qué me sucede? – repitió el joven con una
risa amarga – Sucede que mi vida es un desastre, que estoy viviendo con una
mujer que me tiene enamorado como un idiota y no sé si aguantarme las ganas de
decirle lo que siento o de plano olvidarme del asunto.
-
Pensé que no creías ya en el amor y esas
cosas – repuso Albert con su acostumbrada agudeza.
-
Pues ni yo sé ya en lo que creo. Te juro que
esto está resultando mil veces más difícil de lo que creí en un principio y
para colmo ella no está ayudando para nada en el asunto.
-
¿A qué te refieres? – preguntó de nuevo
Albert un tanto divertido al ver a su amigo poner el quinto terrón de azúcar a
su café.
-
¡Es la criatura más exasperante que he
conocido! A ratos creo que está pendiente de mi a cada instante, y luego me
hace pensar que no le importo un comino ¡Dios, este café está espantoso!-
exclamó el joven disgustado dejando el brevaje de lado.
-
Pensé que preferías el café solo – comentó
Albert sin poder aguantarse la sonrisa. Terry se sintió aún más estúpido al
percatarse de las tonterías que estaba haciendo, pero no dijo nada.
-
Terry, cuéntame algo – se animó Albert a
decir, intentando aclarar la confusión de su amigo- ¿Qué es lo que tú
quieres de ella? Es decir, ¿si las cosas pudieren ser cómo tú quisieras, qué
es lo que esperarías de Candy?
El
joven moreno se quedó en silencio por un instante. El bullicio del lugar parecía
haberse suspendido y solamente podía escuchar la voz de Albert resonándole en
los oídos.
-
Que . . . que me
amara tanto como yo a ella – dijo él al fin con apenas un hilo de voz
mientras perdía la vista en un punto indefinido de la mesa- que me dijera que
estará conmigo siempre y no solamente por un año . . .
que fuera mi mujer.
-
¿Entonces, por qué no se lo pides, así de
simple como me lo estás diciendo a mi? De todas maneras ya están casados.
Terry
se quedó mirando a su amigo con extrañeza. A veces le parecía que Albert
nunca había estado enamorado porque era capaz de hablar de cosas tan difíciles
como si se tratara de un juego de niños.
-
No es tan sencillo
– dijo al fin – Temo que ella me acepte sólo por agradecimiento. Ya
Susannah se encargó de enseñarme que las cosas del amor no funcionan así.
-
Pero Candy estuvo antes enamorada de ti –
replicó Albert.
-
Eso es cosa del
pasado.
-
Haz que sea cosa
del presente – fue la respuesta inmediata
del rubio – Si crees que ella ya no te quiere, enamórala de nuevo. No huyas
de ella. Todo lo contrario, búscala e intenta aprender ese lenguaje extraño
que hablan las mujeres. Tal vez descubras cosas que no te imaginas.
-
Hablas como si fuera todo muy fácil – se
quejó Terry removiendo la comida del plato sin comer nada.
-
Jamás dije que lo fuera ¿Por qué crees que
sigo soltero?
Ambos hombres rieron de buena gana y Terry se dijo nuevamente que era muy afortunado de que Albert hubiera decidido volver a aparecer en su vida.
El
temperamento más bondadoso tiene sus límites y Candy sentía que el suyo había
rebasado las fronteras de la paciencia. Había soportado la frialdad de Terry
durante largos y tortuosos cuatro meses, había aceptado sus fingidas atenciones
cuando estaban en público y hasta había tolerado sus coqueteos inconsistentes
durante la noche de estreno; pero aquel beso,
por muy casto y breve que hubiese sido, dado en privado y en medio de palabras
musitadas iba más allá de lo acordado. Peor aún, después de compartir un
momento tan íntimo, Terry había tenido la desfachatez de prácticamente
desaparecerse por tres días ¡Aquello era intolerable!
Candy
recordaba claramente cómo había tenido que sostener su peso sobre la puerta
cuando Terry se había inclinado hacia ella para besarla. Temía que de no haber
sido así hubiese terminado por caerse, tan débil había sentido las piernas.
Después de todas las emociones vividas aquella noche y el par de copas que había
tomado, las defensas de la joven habían estado en su punto más bajo. Candy temía
que si Terry hubiese sido más atrevido en las caricias, ella habría terminado
por abandonarse por completo a la voluntad del joven. Sin embargo, él había
elegido dejarla así, nerviosa y confundida, encerrándose en su propia habitación
sin decir más. Esa reticencia de él había resultado ser más seductora que
una ofensiva atrevida y no la había dejado dormir. Todo lo contrario, se había
pasado las horas imaginando que tal vez, después de todo, él seguía
interesado en ella. La alegría de esta posibilidad la mantuvo alerta y eufórica,
pero semejante estado de ánimo había pronto dado paso a la desilusión ante el
completo olvido al que él la relegó durante los día que la siguieron.
“¿De qué cree que estoy hecha? ¿De piedra?” se decía Candy mientras doblaba con manos nerviosas una gran pila de blancos recién planchados, “¡Ni una sola palabra, ni una explicación! ¡Ni una sola! ¡El muy cretino creerá que puede jugar conmigo diciéndome cosas dulces al oído para después ignorarme sin considerar siquiera lo que yo pueda sentir!”
La
joven, estiraba y doblaba un mantel de lino con una energía tal como si
quisiera darle una lección al lienzo. Sin darse cuenta de que tenía el ceño
fruncido y un ligero rubor de indignación le cubría las mejillas, continuaba
su tarea con frenético afán. En su mente trataba de imaginar cuál sería su
reacción la próxima vez que tuviera en frente a ese hombre insensible que
todos creían era su esposo.
“No
voy a tolerar que siga tratándome de esa forma.” se dijo con resolución. “
Ya estoy cansada de su ridículo juego del gato y el ratón. Si hemos de seguir
juntos los siguientes ocho meses tendrá que ser bajo mis propios términos y
eso incluye esa ridícula idea de permanecer encerrada en estas cuatro paredes.
Y en cuanto a esas libertades que se ha estado tomando últimamente, ya se puede
ir despidiendo ¡No voy a permitir que vuelva a tocarme!”
Sophie
se quedó de pie mirando desde la puerta . Su patrona estaba visiblemente
molesta por algo y tenía miedo de interrumpirla mientras ordenaba ella misma la
ropa de cama de las habitaciones principales. La mujer no podía entender por qué
una señora como ella insistía en hacer labores manuales como si fuera una
sirvienta. Sin embargo, intentaba al menos tolerar esos arranques de
excentricidad de su señora y la
observaba de cerca, esperando que tarde o temprano descubriría qué era eso que
la Sra. Grandchester ocultaba. No le agradaba hacer ese papel tan poco honroso,
pero hay ocasiones en que se tienen que hacer cosas desagradables para poder
sobrevivir. Por lo pronto era evidente que estaba enojada por algo ¿Podría
acaso averigüarlo?
Candy
volvió a la realidad cuando Sophie se aclaró la garganta para hacerle saber de
su presencia. Un segundo más tarde el ceño fruncido había desaparecido de la
frente de la joven.
-
¿Pasa algo Sophie?
– indagó la muchacha dejando en la mesa la sábana que estaba por doblar.
-
Señora, un mensajero llegó hace un momento y
trajo algo para usted.
-
¿Algo para mi? – preguntó Candy intrigada -
¿Dónde está?
-
Bueno, es algo grande, así que está en la
sala – explicó la mujer alzando los hombros.
Candy
dejó la habitación para inmediatamente bajar hasta el salón. No le fue muy
difícil adivinar qué era aquello que le habían traído, pues plantado en
medio de la sala había un arreglo de flores que debía medir
por lo menos metro y medio de alto, con no menos de diez docenas de rosas
rojas.
-
¡Es increíble, señora!
¿No le parece? – dijo la cocinera que estaba parada admirando el arreglo.
Candy
no dijo nada. Se acercó al monstruoso arreglo y extrajo de entre el follaje la
tarjeta que había dejado el florista. Casi
con rabia abrió el sobre para leer el mensaje:
Te
invito a salir esta noche
“¿Eso
era todo?” pensó Candy aún más enojada. “Aquello era el colmo del
descaro”
-
Señora ¿Dónde
quiere usted que se ponga el arreglo? – preguntó Sophie.
-
En ningún lado. Tírenlo a la basura – fue
la respuesta de la joven que había enrojecido aún más del coraje.
-
¿Perdón? – preguntó la cocinera sin creer
lo que había escuchado.
-
Tírenlo a la basura. No quiero verlo en esta
casa – contestó Candy haciendo un esfuerzo para controlarse y no gritarle a
sus empleadas. Después de todo, ellas no tenían ninguna culpa de sus problemas
con Terry.
-
Pero señora . . . – repuso la cocinera
confundida
-
¿Tenías alguna otra cosa que preguntarme,
Lucy?- repuso Candy tratando de cambiar el tema.
-
Bueno . . . yo . . .
iba a preguntarle si ya tenía listo el menú para la cena –
tartamudeó la mujer.
La
joven sacó del bolsillo de su falda un papel y se lo entregó a Lucy sin decir
más. Dando un giro sobre sus tobillos Candy se encaminó hacia las escaleras,
pero de nuevo fue detenida por la cocinera. Sophie las siguió de cerca.
-
Señora, si usted
me permite, quisiera recordarle que al señor no le gusta el pastel de carne –
dijo la mujer con timidez.
-
Pero a mi sí. Por esta vez haremos las cosas a
mi modo, Lucy ¿Entendido?- respondió Candy y sin esperar respuesta subió por
las escaleras dejando a las domésticas intercambiando miradas de desconcierto.
-
¿Pero qué le
pasa? – se animó a preguntar Sophie cuando se hubieron quedado solas.
-
Es obvio que los señores
están disgustados – comentó Lucy con una risita maliciosa – Son la primera
pareja de casados que conozco que tarda tanto en tener su primera pelea ¡Ah,
las peleas de enamorados! Dan envidia sólo de pensar en la reconciliación que
le seguirá.– y diciendo esto último con un suspiro soñador se encaminó a
la cocina para continuar con su trabajo.
Sophie
pensó que todo aquello era muy extraño.
-
¿Recibiste mi
regalo? – fueron las primeras palabras de Terry al ver a su esposa esa tarde.
La
muchacha estaba sentada en su salón de té atendiendo una labor de costura con
la mayor tranquilidad del mundo. Había tenido tiempo suficiente para pensar con
calma lo que haría cuando Terry se acercara a ella antes de la cena. Dejó a un
lado el bastidor de bordado y con lentitud arregló unos rizos rebeldes que habían
escapado de su peinado.
-
Sí, lo recibí –
respondió con frialdad. Terry sintió que le echaban un balde de agua fría al
escuchar el tono de ella. Sin embargo, se animó para continuar,
después de todo, Roma no se había hecho en un día.
-
¿Entonces? ¿Te gustaron las flores? ¿Aceptas
mi invitación?- preguntó de nuevo.
Candy
se levantó de su asiento y le dirigió la mirada más dura que jamás había
lanzado en toda su vida.
-
No
-
¿No? . . . Pero . .. ¿Qué quieres decir?-
balbuceó él. Nunca antes había escuchado que Candy
expresara un enojo tan marcado con tan solo una palabra y con esa
serenidad irritante. “Paciencia, Terruce,” se animó él mismo, “Ya sabías
que no iba a ser fácil.”
-
¿Qué parte de la palabra "no" es la
que no entiendes?- indagó Candy con sarcasmo – No, no me gustaron tus flores
y no, no quiero salir contigo ni a la esquina.
-
Al menos deberías darme las gracias por la
galantería – repuso el joven herido
en su amor propio.
-
¿Galantería? ¡Qué cinismo el tuyo! –
explotó al fin Candy, reaccionando
a la dureza que se había dejado sentir en las últimas palabras de Terry - ¿Cómo
te atreves a querer comprarme con algo tan prosaico como un ramo de flores después
de lo que ha ocurrido? Si te has pensado que el trato que hay entre los dos te
va a dar el derecho de manosearme a tu antojo y luego ignorarme como si no
existiera, estás muy equivocado.
-
¿Manosearte? ¿Pero de qué diablos estás
hablando, Candy? Me he portado como un caballero contigo, y no se puede decir
que tú me estés tratando muy bien ahora – estalló él aún más que
irritado.
-
Pues no es más de lo que te mereces, y escúchame
bien Terruce Grandchester, aquí se acabó tu jueguito del encierro. Mañana
mismo voy a salir a buscar el empleo que quiero y ni tú ni nadie me lo va a
impedir.
-
Candy, no seas irracional. Sabes bien que es
peligroso. No puedes arriesgarte de esa forma – respondió él en un último
esfuerzo por dominar su enojo.
-
¡Por supuesto que puedo! – gritó Candy –
Después de todo, durante años yo sola me basté para enfrentar a Neil Leagan.
No veo por qué ahora tiene que ser diferente.
-
Pues según recuerdo, en el colegio a veces
necesitaste de algo de ayuda para quitártelo de encima – repuso él cruzando
los brazos y alzando la barbilla en un gesto de superioridad.
-
¡Tonterías! Yo sola hubiera podido con ese
idiota y sus patéticos amigos. Tú únicamente querías lucirte, como de
costumbre – respondió ella empecinada en no dejar aquella pelea como
perdedora.
-
A mi no me lo pareció y tampoco me parece que
te expongas de esa manera ¡Digo que no vas a tomar ningún empleo por el
momento y así va a ser!
-
¿De verdad? Pues ya puedes empezar atándome
porque no veo otra manera de que me impidas salir mañana a buscar el trabajo
que quiero. Candice White Andley jamás se intimida cuando se ha propuesto algo
– sentenció ella dirigiéndose hacia la puerta, decidida a dejar ahí la
discusión.
-
¡Grandchester! ¡Tú nombre es ahora Candice
Grandchester! Que no se te olvide eso, señora, y mientras lleves mi nombre . .
.
-
¡No te preocupes por eso! – le interrumpió
ella llegando al tope de su ira – Después de todo hasta ahora llevar tu
nombre ha sido solamente cosa de protocolo. Yo no te podría importar más que
cualquier mueble de esta casa.
Una
inconfesada culpabilidad le impidió a Terry responder a aquel último
argumento. Parado en medio de la habitación, sin decir nada, solamente atinó a
mantener la mirada de una Candy que de repente parecía haberse convertido en
alguna especie de amazona iracunda. Aún aturdido por el reclamo de ella, el
joven vió que la muchacha caminaba hacia él.
-
No te preocupes –
repitió la muchacha blandiendo hacia él su dedo índice en forma amenzante –
No voy a llevar el nombre de Grandchester por mucho tiempo. Eso es algo que no
debes olvidar.
Sin
esperar respuesta, la joven le dio la espalda y azotó la puerta tras de si.
Media
hora después de la pelea Terry se encontraba aún en el salón de té, sentado
en un sillón y mirando fijamente la labor de costura que Candy había dejado
abandonada. Un tímido golpe en la puerta precedió al mayordomo que entró a
hurtadillas al cuarto.
-
Señor ¿Quiere que
se disponga la mesa para cenar? – preguntó temiendo importunar a su patrón.
-
¿La señora? – preguntó él sin mirar al
sirviente.
-
Dijo que tenía dolor de cabeza y se ha
retirado a sus habitaciones, señor. Lucy quiere saber si debe servirle a usted
el pastel de carne aquí o en el comendor.
Terry
se volvió entonces para observar a Spencer con incredulidad.
-
¿Pastel de carne?
¡Qué asco! Olvídalo Spencer, de todos modos no tengo apetito. Dile a Lucy que
yo también me iré a la cama sin cenar.
Horas más tarde, cuando los sirvientes se habían ya retirado a sus habitaciones unos pasos femeninos se dejaron oir en las escaleras en dirección de una de las estancias menores. Aún vestida con su atuendo vespertino, Candy entró a la habitación percibiendo el inconfundible ruidillo de los leños que crepitan antes de que el fuego se extinga por completo.
La joven se detuvo en medio del salón observando las últimas luces del hogar hasta que éstas murieron por completo. En el aire se podía percibir un claro olor a tabaco que ella conocía bien. Por primera vez en cuatro meses era claro que el dueño de la casa había estado fumando en aquel cuarto por largo rato.