La Trampa
Por Mercurio
Capítulo 7
Dulce Tregua
-
Sé que a veces me
he comportado de manera inconsistente – reconoció él.
Ambos
jóvenes habían dejado el comedor y se encontraban sentados frente al fuego de
uno de los salones de la casa. Ella tenía la mirada fija en la chimenea y con
disimulado nerviosismo jugaba con el anillo de brillantes en su mano izquierda.
Él la observaba de tiempo en tiempo.
-
Tal vez te he
parecido . . . distante – continuó escogiendo con lentitud sus palabras. Ella
asintió en silencio, sin mirarle – No obstante . . . la noche del estreno . .
. yo . . . me la pasé muy bien en tu compañía – ahora el anillo de Candy
daba vueltas furiosamente sobre su dedo – te habrás preguntado qué pasó
conmigo los días siguientes.
-
Sí – contestó la muchacha haciendo un
esfuerzo para que la voz no le temblara.
-
Ni yo mismo lo sé, pero te aseguro que no
deseaba hacerte sentir ignorada – repuso él comenzando a encontrar que
la luz del hogar proyectaba las más hermosas luces sobre los cabellos rubios de
la joven.
-
Yo . . . estoy muy confundida . . . con toda
esta situación, Terry – se animó ella finalmente a hablar, aún sin mirar a
los ojos del joven – Esto de vivir juntos . . . es . . . extraño . . . y el
no poder salir. . . me tiene inquieta. Es como si estuviese prisionera.
-
Te entiendo, – interpeló él y su cuerpo se
inclinó ligeramente hacia ella, la distancia entre ambos aún patente – para
mi también ha sido difícil.
-
Ayudaría entonces que al menos pudiéramos
sentirnos cómodos el uno con el otro ¿No lo crees? – dijo ella levantando al
fin los ojos, sus manos comenzando a tranquilarse sobre el fondo oscuro de su
regazo azul.
Por
su parte, incapaz de leer las inquietudes que despertaba en Candy, él se perdía
en observar en silencio las líneas afiladas de los dedos femeninos. El dorso de
la mano era tan blanco que parecía resplandecer bajo la luz del hogar ,
contrastando sobre la tela oscura de la falda. Repasó mentalmente la sensación
de aquella piel bajos sus labios, tan sólo unos minutos antes, cuando le había
besado la mano. Bastaba solamente un inocente motivo para encenderle la mente.
Mantenerse así, sentado al extremo del “loveseat”, desviando la mirada y
ocultando sus temblores internos bajo una máscara de tranquilidad era
insoportable.
-
Hubo un tiempo en
que podíamos hacer cosas juntos y disfrutar de la mutua compañía . . .
como buenos amigos – continuó ella sin saber que el movimiento de sus
labios con cada palabra tentaba los límites del autocontrol del joven.
-
Eso era cuando no estábamos riñendo –
comentó el joven con una semi sonrisa apenas dibujándose en el rostro. Candy
no pudo menos que imitar el gesto.
Imposible
resistirse a esa atracción exasperante. La muchacha podía sentir un delicioso
vértigo que le subía del vientre bajo el efecto de aquella sonrisa reticente.
- Me temo que en el colegio ni tú ni yo estábamos en el cuadro de honor por nuestra conducta dulce y reposada - añadió él sintiéndose más cómodo hablando de tiempos más felices.
-
Es verdad, pero al menos podríamos intentar
averigüar si hemos mejorado en cortesía con los años – contestó ella,
buscando desesperadamente una salida para continuar la conversación sin perder
los estribos.
-
Después de la última instancia creo que yo no
he mejorado mucho – apuntó él un tanto avergonzando.
-
A decir verdad, yo no puedo decir que mi
comportamiento haya sido mejor – respondió ella asombrada del sincero
arrepentimiento que parecía respirar en las palabras de él – Siento haber
sonado tan . . . poco agradecida después de todo lo que estás haciendo por mi.
-
No . . no, ni siquiera lo menciones –
interrumpió él frunciendo el ceño, acercándose un poco más a ella sin que
los cuerpos llegaran aún ni remotamente a rozarse.
-
Entonces hablemos solamente de las cosas
pasadas que nos traen alegría. – agregó ella percibiendo que la ansiedad
volvía a hacerse ver en el rostro del joven - Es mejor tener mala memoria
cuando se trata de cosas desagradables.
-
Estoy de acuerdo ¿Podemos entonces intentar
volver a ser amigos?- preguntó él, una pequeña luz de esperanza volviendo a
brillar en sus ojos.
-
No veo por qué no – respondió ella,
reprimiendo un suspiro de desilusión ante la petición del joven. “¿Sólo
amigos, Terry? ¿Eso es lo único que quieres de mi?” Sin embargo, no era hora
para lamentarse, sino para negociar. Haciendo una pausa la muchacha se atrevió
a hacer su propia solicitud – Aunque me gustaría que olvidáramos esa idea de
mantenerme encerrada.
Terry
se reclinó sobre el asiento del sofá. La idea no le gustaba ni siquiera un
poco. La perceptible incomidad del joven ante el rumbo que tomaba la conversación
desquebrajó de cuajo la seducción del momento .
-
Candy, entiendo cómo
te sientes, pero no creo que sea pertinente . . – inició él a explicar sus
objeciones intentando controlarse.- Estoy
arrepentido por la manera en qué reaccioné la otra noche, pero aún pienso que
es demasiado riesgoso que salgas sola a trabajar todos los días. Si algo te
pasara, yo no me lo perdonaría. Aunque este matrimonio sea una comedia, me
siento responsable por tu seguridad.
La
joven hubiese querido poder leer a través de las palabras de Terry ¿Debía
entender que la preocupación de él transpiraba un sentimiento más allá de la
amistad?¿O era solamente consencuencia del sentido que él tenía sobre el
deber y el honor?
-
¿Terry, te has
puesto a pensar que posiblemente, después de que este matrimonio esté
disuelto, los riesgos aún estén presentes? Tú no vas a estar ahí entonces y
yo no puedo detener mi vida, ni ahora ni nunca por miedo a lo que Neil pueda
hacer – repuso ella, preguntándose internamente si sus palabras tendrían algún
efecto en el joven.
“Cuando
este matrimonio esté disuelto. No olvidas el trato, Candy, ¿no es así? Todo
lo contrario, debes estar contando los días para no tener que estar más a mi
lado,” pensó el joven endureciendo la expresión y la muchacha sintió que la
sangre se le helaba al ver su reacción.
-
Comprendo tu punto.
Tal vez tengas razón. – dijo él, después de un instante, desviando la
mirada. Internamente buscó en su memoria las palabras de Albert que lo habían
animado a intentar un nuevo acercamiento ¿Sería esta una causa perdida aún
antes de iniciada? – Sin embargo,- continuó él- si estás tan decidida a
volver a trabajar durante lo que resta de este año te pediría que al menos
buscaras empleo en el área de Manhattan ¿Estarías de acuerdo con eso al
menos?
-
Trato hecho – contestó la joven tratando de
animarse.
Terry
solamente asintió para demostrar su acuerdo. En el fondo se prometió que haría
todo lo que estuviese en su poder para proteger a la muchacha aún a costa de
ella misma. Sin decir nada, ambos jóvenes permanecieron unos minutos más en la
habitación, observando el fuego y luchando por dominar el pensamiento.
Cuando
los oídos de Candy comenzaron de nuevo a percibir el leve sonido de la
respiración de Terry como si se
tratase de la propia, la joven supo que no podía exponerse más al influjo de
la presencia del hombre y por lo tanto se levantó de su asiento para despedirse
y retirarse a sus habitaciones.
Terry
se quedó en el salón hasta tarde, imaginando la sensación de los encajes
debajo de la falda de Candy que hacían ruido al rozar la alfombra.
Las
cosas cambiaron lentamente en los días que siguieron. Siendo ave nocturna por
naturaleza Terry se levantaba tarde para tomar el desayuno en el solarium de
cristal que daba de lleno al jardín interior de la casa. El otoño había teñido
de dorado los árboles que continuamente llovían hojas sobre el follaje seco
mientras el joven sorbía lentamente el té y miraba de reojo a la mujer rubia
que compartía su mesa.
Ambos
conversaban informalmente de esas naderías cotidianas. Para los sirvientes era
obvio que las tensiones de las semanas anteriores eran cosa de la historia. La
señora sonreía de nuevo abiertamente y el señor la miraba intensamente entre
platillo y platillo. Aún más, entre ellos parecía haber una corriente fresca,
suelta y relajada que no había existido antes. Cosa extraña, la risa del patrón
empezó a hacerse oir en la casa de vez en cuando.
Después
de la primera comida del día Candy se dedicaba a sus quehaceres cotidianos y
Terry se retiraba a su estudio para atender sus asuntos. A veces el joven
observaba con disimulo por la ventana, esperando la ocasión en que Candy saldría
a buscar empleo. La salida se dio
repetidamente los martes y los viernes, pero por más de un mes no pareció dar
resultados positivos. Terry le agradecía secretamente al cielo que así fuese,
en parte por la seguridad de ella y en parte por puro egoísmo. El delicioso
encanto de escuchar los pasos de Candy en la casa era un lujo del que no le
gustaba prescindir. Después de todo, el placer podía ser tan breve. . .
El
almuerzo era ligero, pero igualmente les daba oportunidad de estar juntos,
embromarse y pasarla bien. Las tardes eran tranquilas y languidecían con
lentitud hasta que Terry dejaba la casa para ir al teatro. A veces ella le
acompañaba. Magnífica excusa para
colgarse del brazo de él y caminar a su lado sintiendo su perfume y palpando la
dureza de sus músculos bajo el saco.
La
noche volaba y las cenas era siempre largas después de las funciones. El clima
se tornaba cada vez más frío haciendo que el calor del hogar fuera más y más
anhelado. Delicia de cerrar la puerta tras de sí para hundirse en la calidez de
una mirada verde. Sin embargo . . . al llegar la hora del retiro nocturno la
soledad de la alcoba y la frialdad de las sábanas continuaban inmutables.
-
¿Te gustaría ir a
dar una vuelta en carruaje por Central Park esta mañana? Parece que por fin hoy
va a salir el sol – preguntó Terry cierto día, tratando de sostener el
diario como si lo estuviera leyendo.
-
¿No piensas ensayar como de costumbre?-
preguntó ella intrigada.
-
No. Ayer fue la representación número
treinta. Después de ese número no estudio ya más en el papel.
Me tomaré unos días libres por las mañanas antes de estudiar uno nuevo
¿Quieres salir conmigo, entonces?
-
Sí, por supuesto. Será un cambio agradable. Sólo
dame un momento para cambiarme.
Con
la misma algarabía con que recibiera la noticia de un paseo en los tiempos del
colegio la muchacha subió a toda prisa a su habitación. A Sophie le costó
trabajo complacer a su patrona en esa ocasión
-
¿El vestido de
lana rojo?
-
No,
demasiado formal.
-
¿El de crepé de seda color durazno?
-
Muy ligero y no va con ninguno de mis
sobretodos.
-
¿El traje violeta?
-
Menos. No me sienta bien en las caderas.
La
siempre paciente doncella estaba a punto de perder el aplomo, cuando por fin su
señora le dio su aprobación a un
traje de dos piezas en verde oscuro con pasamanería negra y una blusa de encaje
blanco. El resultado, sin embargo fue altamente satisfactorio para la doméstica,
que habiendo trabajado antes con Eliza Leagan, no podía evitar compararlas. La
señorita Leagan era bella, pero costaba mucho hacer resaltar sus facciones
entre el artificio de sus poses estudiadas. Su nueva patrona en cambio, era una
belleza natural, sin pretensiones. Sophie no alcanzaba a entender por qué de
repente Candy se había puesto tan nerviosa por una simple salida al parque. Se
pusiera lo que se pusiera se vería igualmente encantadora.
La franca mirada de admiración que le diera Terry al bajar las escaleras, fue la mejor recompensa para Candy, que tuvo que esconder el sonrojo de satisfacción bajo el velo de su sombrero. El joven le extendió el brazo y mientras ambos salían, se quedó pensando en los encantadores rizos rubios de la muchacha bajo el lustroso negro de aquel sombrero de plumas. Recordó entonces la noche de bodas y volvió a ver aquellos rizos luciendo libres de las horquillas que los sostenían ¡Qué ganas de verlos esparcidos sobre su lecho y enredarse en ellos!
-
¿Un carruaje
abierto? ¡Qué linda idea! – exclamó Candy al bajar del auto y ver el
carruaje que les esperaba.
-
Qué bueno que te gusta.
No hay nada como dar un paseo en Central Park de esta manera – contestó
Terry teniendo que dejar del lado sus fantasías con los rizos de Candy cuando
hubieron llegado al lugar.
La
joven se acercó a los caballos y comenzó a acariciarles bajo la suave piel de
sus guantes negros. Terry, deseando en el fondo la suerte de los equinos,
decidió que era mejor concentrarse en dar instrucciones a su chofer y
luego al cochero del carruaje si en realidad quería mantener la calma por el
resto del paseo.
-
¿Estás lista? –
preguntó él volviéndose al fin hacia ella.
-
Por supuesto – repuso Candy aceptando la mano
que él le ofrecía para ayudarla a subir al carruaje.
Eran
los primeros días de Noviembre y el frío otoñal se sentía a través de los
rayos solares aunque la mañana estaba avanzada y el cielo se veía
desusualmente despejado. Sin embargo, bajo la protección de los abrigos y las
frazadas que le cubrían el regazo Candy se sentía más que cómoda. Estando
acostumbrada a la crudeza del invierno de Illinois, un paseo al aire libre en un
día soleado de otoño era tan agradable como un día de campo en primavera,
aunque el encanto era distinto.
Los
árboles dorados parecían desmoronarse de tiempo en tiempo, cuando el viento
agitaba el follaje haciendo caer las hojas secas al suelo. Alguna pareja
caminando lentamente a lo largo de las veredas, uno que otro paseante solitario,
el vendedor de globos, los ojos luminosos de los niños y el sonido de los
cascos parecían mezclarse formando un solo espectáculo desplegándose en
colores y sonidos ante los sentidos abiertos de la joven.
-
Todo mundo parece
haber tenido la idea de salir esta mañana – comentó la joven con una alegría
que hacía que Terry olvidase momentáneamente sus preocupaciones.
-
Dios sabe cuándo volveremos a tener un día
soleado como este. El invierno se acerca, Candy, y con él las actividades al
aire libre serán cada vez más esporádicas – contestó él con simpleza.
-
Pero cuando haya nieve siempre habrá la
posibilidad de jugar con un trineo o patinar. Cuando era niña, no había quien
me ganara en las peleas con bolas de nieve – comentó ella sonriendo
abiertamente al recordar sus correrías infantiles.
-
No hay quien te gane en una pelea. Fin de la
discusión – apuntó él con un gesto terminante de su mano derecha.
-
Quien te oiga debe pensar que soy una energúmena
que va buscando pleito por donde quiera – objetó ella frunciendo el ceño.
-
La persona que llegase a pensar eso estaría
justamente en lo cierto y no
arrugues la nariz que se te notan más las pecas – repuso él llevándose el
dedo índice a su propia nariz y plegando la comisura de los labios en una
sonrisa entre pícara y burlona.
-
Nunca cambias ¿No es así? – respondió ella
diciéndose para sus adentros que el hoyuelo que se marcaba en la mejilla
izquierda de Terry cuando sonreía era tan encantador que podía perdonarle en
ese momento cualquier cosa.
-
Genio y figura . . . – apuntó él alzando
una ceja- creo que alguna vez te dije que esa era la razón por la que me
gustaba el teatro ¿Recuerdas?
-
Porque puedes vivir muchas vidas . . .
ser príncipe o mendigo, matar con justicia . . .- contestó ella
recordando las palabras exactas del joven en aquella ocasión.
-
.
. . y también puedes enamorarte
– concluyó él asombrado de que ella recordara aquel momento con la misma
claridad que él.
Sintiendo que la mirada del joven sobre ella se volvía incómodamente intensa, Candy volvió su atención hacia el paisaje.
-
Nuestras vidas han
cambiado tanto desde aquel entonces – dijo Terry desviando los ojos hacia los
botones en el puño de su abrigo.
-
En tu caso, los cambios han sido para bien –
respondió ella con apenas un hito de voz – La otra noche, durante la fiesta
en el hotel, pude sentir que tu decisión de dejar a tu padre para seguir tus
sueños fue la mejor que pudiste haber hecho. Tú has nacido para el escenario,
para el arte, no para la Cámara
Alta. De todas formas, hubieses sido un lejislador perezoso y camorrista –
agregó al fin ella con un dejo de malicia en su acento.
-
Ya imaginaba yo que no podía esperar que tus
alabanzas llevaran a ninguna cosa buena – repuso él con socarronería.
-
Uno tiene lo que se merece- argumentó Candy,
sintiéndose mucho más cómoda con aquel giro juguetón que había tomado la
conversación.
-
Si así fuese siempre, yo ya me habría ganado
por lo menos un beso por pasearte en una mañana tan linda – repuso él con
una luz pícara en la mirada al tiempo que movía el cuerpo para estar
provocadoramente más cerca de la joven.
-
Quien pretende recibir recompensa por una gesto
amable denigra su buena obra – respondió ella moviéndose rápidamente al
extremo del asiento.
-
Y quien no demuestra agradecimiento por el
favor recibido se convierte en un ingrato – replicó él divertido con el
juego.
-
La gratitud se puede expresar en muchas formas
distintas. Es privilegio de quien la siente el demostrarla en el tiempo y el
modo que más le parezca correcto – contestó la joven cada vez más
entretenida en aquel duelo verbal.
-
¿Debo entender que me expresarás tu gratitud
tarde o temprano? – inquirió el joven alzando la ceja.
-
Exactamente, pero no deberás esperar nada en
específico– apuntó ella agitando el dedo índice en señal de negación.
-
¿Ni siquiera un beso? – insistió él
inclinando el rostro para acortar de nuevo la distancia entre ambos.
-
Yo eligiré lo que realmente mereces –
respuso Candy sintiendo que no podría resistir esa ofensiva juguetona de Terry
si no lograba cambiar la conversación pronto.
-
No creo poder confiar en tu juicio. Terminarás
regalándome un sapo- dijo Terry con un mohín de fastidio y cruzando los brazos
sobre su pecho.
-
No es mala idea. Una mascota es siempre buena
compañía.
El
joven iba a decir algo para protestar cuando el cochero les avisó que el paseo
había llegado a su fin.
Las miradas de todos los miembros del Country Club se volvían para admirar el paso ligero en un par de botas de piel oscura, los ojos verdes profundos, el sombrero de media copa adornado con una mascada de gasa blanca y la figura esbelta enmarcada por el traje de montar. Sostenida del brazo de Terry para apaciguar su imperceptible nerviosismo, Candy avanzaba por los salones del club sintiendo sobre de sí los ojos de la sociedad neoyorkina.
-
Es Terruce
Grandchester y su esposa, la millonaria de Chicago – se murmuraba entre las
tazas de té y las copas de brandy.
-
Es linda – decía algún caballero joven.
-
Pero seguramente existen varios millones de
razones más por las cuales él la desposó – comentaba un anciano financiero
detrás de una bocanada de humo de su habano.
-
Se dice que los Andley adquirieron una
ventajosa conexión con la aristocracia inglesa con ese enlace- sugirió una
dama dejando descansar su cuchara de plata sobre el plato.
-
Un enlace de conveniencia entonces, con ventaja
para ambas partes – añadió otra dama – Como debe de ser.
-
Aún sin la fortuna, la belleza de la mujer
valdría la pena – insistió el joven.
-
¿Bella? – inquirió la primera dama - ¡Qué
va! . . . Demasiado rubia.
Terry
podía sentir la tensión de la joven a través de los dedos que Candy tenía
posados en su brazo. Instintivamente cubrió la mano de la joven con la propia
para infundirle confianza, prolongando el contacto engolosinado con la sensación
de bienestar que le producía.
“No
puedo evitarlo. Me gusta sentir cómo la miran cuando va a mi lado,” se decía
él, “En estos momentos poco importa que ella no sea mi esposa en el lecho
como en público. Por lo menos aquí, ante los ojos de todos, ella es mía . . .
y quién sabe . . . tal vez, con algo de paciencia pronto su corazón acceda
rendírseme como antes.”
-
¿Puedes decirme
ahora en qué consiste la sorpresa de la que me habías hablado? – preguntó
Candy sacando a Terry de sus cabilaciones, una vez que hubieron dejado los
salones del club y se encaminaban hacia las caballerizas.
-
Un segundo solamente. Quiero mostrarte algo
interesante – contestó él conduciéndola entre las cuadras
y llevándola hasta un caballo negro con una mancha blanca en la frente
que miraba con ojos oscuros y brillantes.
-
¡Qué lindo es! – exclamó la joven
saludando al animal con una sonrisa – Se parece un poco a la yegua de Eliza,
Cleopatra. Yo la cuidé por un tiempo y éramos las mejores amigas ¿Sabes?
-
Pues éste no es yegua. Se llama Sultán y la
sorpresa de la que te hablé se encuentra parada a tus espaldas – repuso Terry
esperando a ver la reacción de la joven.
Candy
volvió el rostro con impaciencia. Sus ojos curiosos se encontraron con una
mirada azul cielo que la observaba con una serenidad bondadosa
y una sonrisa franca que ella conocía muy bien.
-
¡Albert! –
exclamó la joven en asombro y alegría - ¡Por todos los cielos! ¡Albert! ¡En
realidad eres tú!
Desbordando
contento la muchacha echó los brazos al cuello de su amigo abrazándole con
fuerza.
-
¡Cuidado, Candy,
que vas a estrangular al hombre! Bien dicen que hay amores que matan– rió
Terry de buena gana, satisfecho de ver a Candy tan contenta.
-
Disculpa, Albert, pero es que estoy muy feliz
de volver a verte – respuso la joven soltando a su amigo.
-
Yo también estoy muy contento de volver a ver
a mi enfermera preferida – dijo Albert al fin sin perder la sonrisa
deslumbrante que le caracterizaba.
-
¿Pero qué haces aquí en Nueva York? –
preguntó Candy intrigada, mientras muchas más preguntas sobre su misterioso
amigo se le volvían a agolpar en la cabeza.
-
Ya sabes que siempre ando en busca de nuevos
aires. Por el momento estoy trabajando aquí, en las caballerizas de este club.
Los caballos son uno de mis animales preferidos.
-
Por el momento me hace el gran favor de cuidar
a mi Sultán. Nadie como Albert para ocuparse de un muchacho inquieto como él
– comentó Terry haciéndole una caricia a su caballo – Por cierto, me
imagino que ustedes dos tendrán mucho que contarse, así que los dejaré solos
mientras Sultán y yo damos una vuelta.
Diciendo
esto último el joven montó con destreza al animal que ya estaba listo para el
paseo y salió de las caballerizas dejando a los dos amigos para que conversaran
a gusto. Una vez solos, Albert y Candy caminaron a lo largo de las cuadras,
mientras el hombre le mostraba a su joven amiga todos sus “muchachos”. Parecía
como si nunca se hubieran separado, tan bien se sentían el uno con el otro.
-
Candy, quisiera
pedirte una disculpa – se atrevió a decir Albert después de un buen rato.
-
¿Por qué? – preguntó la muchacha
confundida.
-
Por haber dejado el departamento sin previo
aviso. Fuiste la mejor de las amigas durante toda mi enfermedad y me apenó muchísimo
tener que desaparecer como lo hice una vez que hube recuperado la memoria.
-
No te preocupes por eso, Albert – repuso la
joven con una sonrisa suave – Yo ya sabía que eso ocurrirían tarde o
temprano, aunque debo confesar que de inicio me sentí muy triste al verme sola
de nuevo.
-
Eso imaginé. Créeme, si las cosas hubiesen
podido ser diferentes me habría despedido de ti como Dios manda, pero cuando
recuperé mi pasado recordé que tenía que arreglar ciertos asuntos personales
que no podían esperar.
-
Yo entiendo. No tienes por qué darme
explicaciones. Después de todo, sé bien que te mantuviste al tanto de mi.
Cuando tuve necesidad de que alguien me ayudara tú volviste a presentarte, como
siempre. No olvido que fue gracias a ti que . . . ya sabes
. . . pude desembarazarme de Neil -
repuso la joven alzando los ojos y bajando la voz.
-
Ni lo menciones – se apresuró a decir Albert
con una negación de cabeza – yo solamente tuve una idea oportuna, es Terry
quien realmente salvó la situación. Por cierto ¿Cómo encuentras tu vida al
lado de él? Espero que sobrevivan el uno al otro. . . al menos por el tiempo
que tendrán que estar juntos – añadió Albert en tono de broma, pero una
sombra en la mirada de la muchacha le confirmó lo que él ya sabía
perfectamente.
-
¡Ay, Albert! A veces ya no sé ni qué sentir
con todo esto – se animó la joven a decir con un suspiro.
-
¿Tan mal se llevan? – preguntó Albert
deteniéndose frente a la cuadra donde esperaba un caballo de un blanco
impecable.
-
Al principio las cosas fueron difíciles porque
Terry se mostraba frío y distante. Luego se mostró más amable y más
tarde frío de nuevo. Después peleamos y nos dijimos cosas horribles.
-
¡Vaya! Pensé que esos cambios de humor tan
violentos entre ustedes eran cosa del pasado, de la época en que estuvieron
enamorados. Imaginé que ahora las cosas serían distintas – comentó Albert
fingiendo sorpresa.
Candy
bajó los ojos, preguntándose si podía sincerarse con Albert sobre sus
sentimientos, como en otros tiempos.
-
¿Qué pasa, Candy?
- /span>preguntó el joven al notar el
silencio de la muchacha - ¿Es que estaba equivocado? ¿Acaso tú aún sientes
algo por él?
La
joven volvió el rostro pretendiendo mirar el pelaje blanco del caballo que la
observaba con curiosidad. Después de unos momentos pesados de silencio, la
joven asintió con la cabeza, sin
decir más.
-
¿Y él? ¿Sabes lo
que él siente por ti? – indagó Albert con un acento sereno y cariñoso que
hacía que aún en medio de la tristeza Candy recobrara un poco de la
tranquilidad que le faltaba a sus noches.
-
No lo sé – contestó ella al fin con voz
enronquecida – Últimamente las cosas han ido bien entre nosotros e inclusive,
alguien me dijo que él aún me quiere, pero yo quisiera oirlo de sus labios ¿Entiendes?
A veces pienso que este año pasará completo sin que él de señales concretas
y que al fin nos tendremos que separar como siempre.
-
Vamos, Candy, no hay que ser tan pesimista –
le animó el joven con una palmadita en el hombro – tú nunca has sido de las
que se rinden antes de dar pelea. Además, ¿Te has puesto a pensar que tal vez
él también esté esperando señales de tu parte?
La
joven levantó lentamente su cabeza rubia dirigiendo una mirada de incredulidad
a su amigo.
-
¿Tú crees? –
preguntó ella frunciendo el ceño.
-
Tal vez. Toma en cuenta que Terry vivió
una infancia muy diferente a la tuya, Candy. – repuso Albert – Aunque es irónico;
tú, creciendo en una casa para huérfanos, recibiste más cariño y atenciones
que él, a pesar de haber nacido en cuna noble. Para Terry no es fácil dejar
ver las cosas que tiene dentro. Además, debes de recordar que entre ustedes han
pasado cosas dolorosas.
-
Pero si yo nunca hice nada para lastimarlo,
fueron sólo las circunstancias – se defendió ella con vehemencia.
-
En eso estoy de acuerdo, pero ¿te has
preguntado cómo lo ve él?
Candy
iba a responder a eso último cuando el sonido de los cascos de Sultán
interrumpieron la conversación.
-
Espero que hayan
tenido tiempo suficiente para hablar mal de mi, porque lamento decirles que se
ha terminado – comentó Terry con una chispa traviesa en la mirada que
desarmaba sus palabras de su carga sarcástica y las volvía inofensivas.
-
Buscaremos otra mejor oportunidad – contestó
Albert con la misma intención juguetona, mientras Terry se apeaba.
-
Hablando de oportunidades – continuó el
joven moreno – quisiera aprovechar que tú estás presente para que funjas
como árbitro en una cuenta pendiente entre Candy y yo.
La
muchacha sorprendida por las palabras de Terry no dejó de observar una mirada
de mutuo entendimiento entre ambos hombres que le pareció por demás
sospechosa. Si Albert y Terry planeaban hacerle una mala broma, ella no estaba
dispuesta a dejarse vencer por esos dos pillos, aunque los quisiera tanto a
ambos.
-
¿De qué cuenta
pendiente, hablas, se puede saber?- indagó ella desafiante.
-
De cierta apuesta que tú misma sugeriste
volver a hacer – respondió él con una mirada que parecía decir “te atrapé”.
“Ahí
lo tienes, tú misma te lo buscaste.” Se dijo ella enojada consigo misma,
“si pensabas que Terry olvidaría el asunto estabas equivocada. Ten cuidado o
te volverá a hacer caer en otra
apuesta ventajosa.”
-
¿Una apuesta?
Me parece interesante – contestó Albert divertido al observar la carga
eléctrica que se sentía correr entre la pareja.
-
¿Y sobre qué cosa vamos a apostar?
- se animó Candy a
preguntar con desconfianza.
-
Sobre caballos, como siempre – respondió
Terry con un acento inocentón que ni Candy ni Albert le creyeron – Mi Sultán
contra el caballo que Albert mismo escoja para ti.
-
¿Para mi? – preguntó ella cada vez más
segura de que las cosas iban de mal en peor.
-
Sí, una carrera corta de ida y regreso entre tú
y yo. Sugiero que Albert mismo escoja entre los caballos propiedad del Club uno
que sea rival justo para medirse con Sultán. No dudarás de nuestro amigo ¿O sí?
Candy
se volvió a ver a Albert, segura de la integridad de su amigo pero no de su
buen humor y ganas de gastarle una buena broma.
-
Por supuesto que
confío en él, pero al menos me permitirás probar al caballo antes de hacer la
carrera – dijo ella con cautela.
-
Claro que sí – aceptó Terry con naturalidad
y luego, volviéndose hacia el rubio preguntó - ¿Qué caballo propones?
-
Este mismo – dijo Albert acariciando al
caballo blanco a su lado – Su nombre es Aldebarán, como la estrella ¿No es
una belleza? Los dueños del Club lo acaban de adquirir y lo piensan vender en
una subasta.
-
¿No crees tener problemas si permites que yo
lo corra?- dijo Candy dudosa.
-
En lo absoluto. Yo lo tengo a mi cargo y debo
asegurarme de que haga ejercicio constante. Si alguien me pregunta por qué te
lo dejé montar, les diré simplemente que estás interesada en participar en la
subasta y querías probarlo.
Diciendo
esto último el joven rubio procedió a ensillar a Aladebarán bajo la mirada
insegura de Candy que aún no dejaba de pensar que Terry le estaba tendiendo una
de sus trampas traviesas. Sin embargo, la vuelta que Candy dio a lo largo del
Club sobre el caballo, al trote primero y luego a galope, le hizo ver que el
animal era magnífico y rápido. Al menos en cuanto a la elección de su montura
ella podía estar segura.
Luego
de probar inicialmente el temperamento de Aldebarán, Candy hizo un recorrido
por el circuito que Terry había sugerido para la carrera y una vez más nada
fuera de lo normal parecía dejarse ver. La única desventaja aparente radicaba
en la mayor experiencia que Terry
tenía como jinete. Sin embargo, tal parecía que ya no podía echarse
para atrás en la apuesta.
-
¿Qué opinas? ¿Te
animas a darme una justa revancha? – preguntó Terruce cuando la joven se hubo
apeado del caballo.
-
No lo sé . . . – titubeó ella mirando a
Terry de reojo – No soy muy buena amazona que digamos.
-
¡Lo sabía! Tienes miedo ¿No te lo había yo
dicho, Albert? Estaba seguro.
-
No es cobardía, es simple sentido común –
respondió la joven dejando a Albert con la palabra aún en la boca – Tú eres
mejor jinete que yo. Tienes todas las de ganar y no me parece justo.
-
Eso es relativo – intervino el hombre rubio
con su acostumbrada serenidad- Aldebarán es un caballo muy bien entrenado y
tiene un temperamento mucho más obediente que Sultán. Fue precisamente por eso
que lo elegí para ti. No tendrás problemas al montarlo.
Candy
le clavó los ojos a Albert interrogándolo con la mirada, pero una vez más no
pudo ver nada más en la expresión del joven que no fuera honestidad.
-
Está bien, siendo
las cosas como tú dices, acepto – dijo ella al fin - ¿Puedo saber en qué
tipo de apuesta estás pensando?- preguntó
luego la joven dirigiéndose a Terry.
-
Tendrá que ser algo interesante, porque debes
de saber que a pesar de lo que dice Albert, no tengo planeado perder esta
apuesta – respondió el joven con un brillo de malicia en la mirada - ¿Qué
te parece si arriesgamos un alto precio? Algo así como un cheque firmado en
blanco para cobrarlo en el momento en que deseemos.
-
¿A qué te refieres?- indagó ella intrigada,
mientras Albert mismo miraba también a su amigo con curiosidad.
-
El que gane tendrá derecho a pedir que el
perdedor le cumpla un deseo y éste tendrá que hacerlo realidad,
sea lo que sea.
-
¿Sea lo que sea? – inquirió Candy alarmada
- ¡No me gusta esa idea! Es demasiado ambiigüa.
-
Pues si no aceptas nos olvidamos del asunto.
Yo, por mi parte, no estoy interesado a apostar nada menos que eso – repuso él
con firmeza y luego con renovada ironía en la voz añadió
- Siempre supe que no te atreverías.
Horas
después, de vuelta en su habitación, Candy tuvo tiempo suficiente para
recriminarse largo rato por no haber resistido a la provocación de Terry. Él
había dicho que no estaba interesado en apostar si ella no aceptaba su
propuesta ¿No era esa una oportunidad excelente para abandonar la peligrosa
situación con dignidad? Solamente tenía que decir no.
-
¡Claro! ¡Tenía
que terminar accediendo con tal de salvar el orgullo! – se recriminó
amargamente la joven - ¿Por qué he de comportarme tan estúpidamente cuando se
trata de Terry?
A
la postre las cosas habían resultado mucho más humillantes que una retirada
prudente. Candy había terminado aceptando la apuesta de Terry y unos minutos más
tarde él le ganaba por escasos metros. Todo
había sucedido demasiado rápido. Aldebarán era efectivamente un caballo
excelente, pero la destreza de Terry en la equitación había logrado dominar la
casta de Sultán sacando el mejor partido de su rapidez. Candy sabía que había
dado buena pelea y que en más de una ocasión había estado a punto de sacar
ventaja en la carrera; pero la experiencia del joven había prevalecido en
contra del instinto de la muchacha. A fin de cuentas poco importaba haber
competido honrosamente . . . la verdad de las cosas era que había perdido y por
lo tanto estaba a merced de la malicia de Terry.
-
Está bien, no
necesitan mirarme de esa forma los dos – había amenazado ella a Albert y a
Terry al apearse del caballo cuando la carrera hubo concluído – No quiero
comentarios, solamente dime lo que tendré que hacer por ti, Terry.
-
No veo cuál es tu prisa – contestó el joven
moreno con una tranquilidad que exasperó a la muchacha – De hecho, aún no he
pensado en el deseo que me gustaría me concedieras. Déjame meditarlo por unos
días . . . tal vez semanas. Cuando esté listo te lo haré saber.
Así
habían quedado las cosas. Simplemente no podían ser peores.
Las
hojas del calendario continuaban disminuyendo lentamente, pero las ansiedades de
Candy parecían incrementarse. Irónicamente, la sensación de incomodidad que
la joven sentía desde el día de la apuesta no parecía ser del todo racional.
La verdad era que Terry le había demostrado en más de una ocasión en
los años que tenía de conocerle, que él nunca se aprovecharía de las
circunstancias para hacerle daño alguno. Bien
podía gastarle una broma o utilizar su situación de ventaja para coquetear con
ella de la manera irreverente en que él acostumbraba hacerlo; pero nunca usaría
la palabra que la muchacha había empeñado para
forzarla a hacer algo que ella no deseaba. En otras palabras, Candy había
conocido a Terry lo suficiente como para saber que él nunca olvidaría que ella
era una dama y él un caballero.
Desafortunadamente
todo lo anterior no era garantía de que en el proceso de gastarle una buena
broma Terry se colocara en posición de adivinar los sentimientos que Candy
intentaba desesperadamente de ocultar. Eso era lo que la hacía temer el momento
en que él finalmente decidiría cuál era el deseo que ella tendría que
cumplirle.
Sin
saberlo, en el complicado proceso de mantenerse a la expectativa y aparentar
indiferencia, la joven se había vuelto un tanto más callada. Este cambio en la
actitud y el trato pronto despertó la preocupación de Terry, quien se olvidó
de su juego - al menos
temporalmente- y empezó a preguntarse de qué manera podía volver a establecer
la atmósfera de tregua entre los dos.
-
He estado pensado
que esta es una época del año fabulosa para ir de pic-nic – comentó él
cierta noche después de la cena.
La
aparente incoherencia de la afirmación del joven llamó inmediatamente la
atención de Candy que dejó de observar con fijeza los patrones geométricos de
la vajilla que aún permanecía en la mesa.
-
¿Estás loco?-
preguntó ella entre extrañada y burlona –
Durante las mañanas estamos teniendo una temperatura de 5 grados, el
pasto se ha quemado totalmente y los árboles no tienen ya follaje ¿Quién
pensaría en ir de pic nic en días como estos?
-
Alguien que tiene la capacidad de ver las cosas
desde un ángulo distinto a los demás – contestó él levantándose de la
silla – Hay un lugar en el Bronx donde hay follajes verdes y la temperatura es
tan cálida como el interior de esta casa.
Es un lugar excelente para comer en un ambiente parecido al aire libre ¿Interesada?
– preguntó Terry al observar que los ojos de la joven se abrían de par en
par en señal de atención.
-
Sí, claro. Suena bien lo que dices ¿A qué
lugar te refieres?
-
Dejémoslo que sea sorpresa. Si aceptas ir
conmigo de pic-nic te llevaré a ese lugar. Después de todo, aún no olvido que
tú una vez me dijiste que querías que fuéramos a comer al campo y nunca lo
pudimos hacer¿Recuerdas?
Candy
se quedó muda por unos instantes. Por supuesto que recordaba la ocasión. Había
sido en una hermosa mañana de primavera cuando los dos hablaban sobre su
infancia a la sombra del árbol de la Segunda Colina de Pony.
La joven apenas podía creer que él recordara aquel momento.
-
Sí, lo recuerdo
bien – contestó ella al fin.
-
¿Entonces qué? ¿Aceptas?
-
Sí. Hagámoslo – respondió ella con una
ligera sonrisa y él se congratuló de haber logrado su cometido.
Esa
misma noche Candy escribía al Hogar de Pony con las usuales noticias
cotidianas, mientras recordaba su última conversación con Terry. Por su parte,
en la parte posterior de la casa, en la
sección de las habitaciones de los sirvientes, Sophie también escribía una
carta.