LA
TRAMPA
Po
Capítulo 8
Error de juicio
Los ojos verdes de Candy reflejaron con asombro la
verdura misma de los follajes a su alrededor.
Con su acostumbrada capacidad para hacer una fiesta de los detalles más
simples, la joven iba devorando con la mente y la mirada la belleza inesperada
del gigantesco invernadero del Jardín Botánico del Bronx. La escasa luz otoñal
se filtraba libremente a través de los enormes cristales de la construcción
victoriana y en el interior las plantas lucían una inusual lozanía.
- Nunca pensé que existiera un lugar como este en pleno
invierno – exclamó ella mientras en el fondo pensaba que se había vuelto una
agradable costumbre el caminar del brazo de Terry siempre que estaban en público.
- Imaginé que te gustaría – contestó él complacido
al ver el entusiasmo que el lugar había despertado en ella– es como cortar un
pedazo de verano y poder llevártelo a casa para mirarlo en cualquier época del
año ¿No?
- Es lindo, en verdad muy lindo. Gracias por traerme –
añadió ella con una sonrisa apenas esbozada detrás del velo de tul de su
sombrero.
La pareja caminó a lo largo de las avenidas del
invernadero admirando las plantas hasta encontrar una banca cerca de la fronda
de un rosal de enormes proporciones. Ahí se sentaron a tomar los refrigerios
que habían llevado y a conversar animadamente. Mientras la joven acomodaba los
alimentos sobre un pequeño mantel en el asiento de la banca, una sonrisilla
asomó a sus labios, como si una idea traviesa estuviera jugueteando en su
mente.
- ¿Qué pasa?- preguntó
él intrigado y divertido a la vez- ¿Es que los cubiertos te han contado un
chiste que yo no escuché? Al menos deberían ustedes tener la decencia de
compartirlo.
- No es un chiste – rió ella, acomodando los
emparedados y la ensalada en los platos – es solamente un recuerdo de la
infancia. Alguna vez te conté que Annie y yo solíamos ir de pic-nic durante
los días de la primavera. Nos gustaba ir a recoger flores silvestres en la
Colina de Pony y hacernos guirnaldas con ellas.
- Sí, creo recordarlo, pero no le veo la gracia –
insistió él curioso mientras jugueteaba con la ensalada en su plato. La
verdad, tenía mucha más hambre de las sonrisas de Candy que de otra cosa.
- Bueno, lo que sucede es que acabo de recordar que en
una de esas ocasiones se nos ocurrió llevar con nosotros la botella de vino que
la Señorita Pony guardaba en su alacena.
- ¿Robaron el licor de esa buena señora? ¡Seguramente
debe haber sido todo idea tuya! Deberías de sentirte avergonzada – le
reconvino Terry fingiendo indignación y cruzando los brazos en señal de
desaprobación.
- Sé que no fue la mejor idea que pudo habérseme
ocurrido, pero imaginé que si la Señorita Pony lo guardaba con tanto cuidado
debería de tratarse de algo muy bueno. En cierto modo, la ocasión ameritaba
hacer algo extravagante – replicó ella sin perder la picardía en su expresión
al dar una mordida a su emparedado.
- ¿Y se puede saber qué ocasión tan importante era
esa? – indagó el joven levantando una ceja con incredulidad.
- Teníamos apenas unos seis años y
Annie pasaba uno de esos días en que se sentía más triste que de
costumbre por no tener padres, así que había que hacer algo especial para
alegrarla.
- Claro, y aunque sólo eras una chiquilla se te ocurrió
que el alcohol era buen remedio para las penas ¡Qué intuición! – comentó
él burlón.
- No tenía la menor idea de lo que la gente opinaba
sobre la bebida, pero esa misma tarde Annie y yo pudimos comprobar que si bien
el vino no sabía como la limonada, tenía efectos muy curiosos en la gente.
- Ya puedo imaginármelo, dos párvulas robando y
bebiendo a hurtadillas. Aquello debió haber sido un espectáculo muy vergonzoso
– sentenció él con fingida severidad.
- Vamos, no exageres. Yo conozco otras historias de
embriaguez que son mucho más bochornosas ¿Acaso debo recordarte cuál era tu
pasatiempo preferido en la época
del colegio, Terruce? – respondió ella siempre lista para el juego verbal.
Sin embargo, lejos de responder con su acostumbrada ironía juguetona, los ojos
de Terry perdieron el brillo y el silencio remplazó a la charla por unos
instantes.
- ¿Qué pasa, Terry? – preguntó la joven, preocupada
- ¿Dije algo malo?
- No, sólo has dicho la verdad. – respondió él
desviando la mirada, mientras dejaba el plato sobre la banca – El alcohol y yo
tenemos una historia de la cual no puedo sentirme orgulloso.
- Yo . . . yo no quise decir eso – repuso Candy
asombrada del aire distante y solemne que había adquirido la expresión en el
rostro de Terry - No puedo decir que apruebo las cosas que hacías en la época
del colegio, pero de eso ya hace mucho tiempo. Desde que dejaste Inglaterra
cambiaste mucho . . . para bien – le animó ella con el tono más dulce que
podía producir su voz.
El joven recargó la espalda sobre el respaldo del asiento y relajando el
cuerpo como en señal de cansancio dejó escapar un suspiro.
- ¿Te puedo hacer una pregunta personal, Candy? –
preguntó él finalmente después de una incómoda pausa. La joven solamente
atinó a asentir con la cabeza, tan intrigada la tenía la actitud seria y hasta
melancólica que el hombre había adquirido súbitamente – Dime por favor por
qué te obstinas siempre en ver virtudes que no existen en cada persona que te
rodea.
- No te entiendo – repuso ella aún más confundida.
- Quiero decir que tú piensas demasiado bien de los demás,
y lo peor del caso es que no te expresas así de la gente por fingir
bondad o candidez, sino porque realmente así lo sientes ¿Por qué, Candy? ¿No
te das cuenta que tarde o temprano todos acabaremos decepcionándote? –
inquirió él volviéndose a mirarla directamente a los ojos y la muchacha pudo
sentir un extraño escalofrío recorriéndole la espina dorsal.
Había en la mirada de Terry un brillo de angustia que en el contexto de
sus palabras resultaba para Candy un verdadero misterio.
- Diferentes personas ven cosas diferentes en los demás
– respondió ella en voz tan baja que Terry tuvo que inclinar la cabeza un
poco más para poder escucharla – yo . . . no soy tan buena como tú piensas.
Inclusive, he llegado a odiar a Neil y a Eliza. Es un sentimiento horrible, que
hace mucho daño y te deja un vacío helado en el pecho . . . pero la mayor
parte de las personas que he conocido no son así ¿Por qué no habría de creer
en ellos?
- Porque podemos lastimarte – contestó él
atreviéndose a tomar entre sus dedos un rizo rebelde que habiendo
conseguido escapar del peinado de la joven le acariciaba la mejilla izquierda.
- ¿Lo harías tú? ¿Crees tú que me decepcionaría de
ti? – preguntó ella tratando de encontrar una respuesta para su pregunta en
el fondo de los ojos tornasol de Terry. Solamente
pudo leer en ellos una reservada tristeza que no podía entender. “Cuánto
quisiera poder aliviar esa eterna melancolía tuya, Terry”
- Si te contara algunas cosas que hice después de . . .
– se detuvo él un segundo, no queriendo aludir directamente al recuerdo de la
separación que ambos habían decidido callar- . . . después de . . . después
de que dejé Nueva York para vagar si rumbo fijo. Si me hubieses visto entonces
seguramente te habrías avergonzado de mí. Si supieras que yo . . .
- ¡Calla! – le interrumpió Candy poniendo sus dedos
sobre los labios del joven en un impulso que la hizo olvidar la intimidad del
contacto- No tiene caso que te
atormentes. Sea lo que sea que hayas hecho con tu vida en ese tiempo es cosa del
pasado. Lo que yo veo ahora es el Terry que siempre he conocido . . . el que
tiene un corazón noble y un alma libre. Nunca podría avergonzarme de alguien
como tú.
Sorprendido por el aquel estallido de fe y afecto Terry se quedó un
instante como petrificado. Sin embargo, las suaves yemas de los dedos de Candy
presionadas apenas sobre sus labios comenzaron a quemarle la piel.
La muchacha también percibió la tensión creciente entre los dos y por
primera vez se dio cuenta de que su gesto había ido más allá de los límites
de la propiedad. En un movimiento reflejo, Candy quiso retirar su mano pero
Terry, anticipando su intención, retuvo
los dedos de la joven sobre sus labios para luego plantar un beso en la palma
blanca que le ofrecía una furtiva indulgencia sensual que ninguno de los dos
esperaba. La sensación fue breve en duración, pero dejó en ambos un delicioso
desasosiego que duró largo rato.
- Gracias – musitó él liberando la mano de Candy, no
sin lamentar la pérdida de aquel calor suave y reconfortante que le había
cubierto el rostro por unos instantes.
- No . . . no es nada . . . yo – empezó
la muchacha a balbucear, pero
fue interrumpida de seco por un cambio violento en la expresión del joven. Los
ojos del muchacho parecían haberse encontrado con algo desagradable
por encima de los hombros de Candy .
- No voltees ahora – dijo él desviando la mirada –
Con la mayor naturalidad del mundo guardemos las cosas en la canasta y volvamos
al auto.
- ¿Pero qué pasa, Terry? Parece que hubieras visto un
fantasma – preguntó ella desconcertada por las palabras del joven.
- Solamente haz lo que te digo y todo saldrá bien. Luego
te explico – contestó él y ambos se dedicaron a recoger sus pertenencias.
Aún mareada por tantas emociones contradictorias vividas una tras otra
en escasos segundos, Candy se levantó de la banca alegrándose de poder sostenerse del brazo de Terry.
Con paso lento el joven la guió por los pasillos del invernadero
pretendiendo establecer con ella una conversación vanal en la cual ella
participó con alguno que otro monosílabo.
Finalmente, después de una vuelta a lo largo del jardín que a ella le
pareció eterna, Terry decidió salir hacia el estacionamiento y abordar el
auto.
- ¿Me puedes decir ahora a qué se debió tanto
misterio? – preguntó Candy cuando los dos estuvieron ya a bordo del vehículo
y el chofer les llevaba de regreso
a Manhattan.
- Vi a uno de los individuos que frecuentemente se pasean
frente a la casa – dijo él y Candy leyó una mezcla de indignación y
preocupación en el ceño ligeramente fruncido del joven – De hecho, me di
cuenta de su presencia desde minutos antes, pero había estado dejando pasar el
tiempo para comprobar que nos seguía. No me cabe duda ahora de que alguien está
demasiado interesado en verificar cada uno de nuestros movimientos ¡Esto ya es
demasiado!
- Pero no teníamos por qué salir del jardín como si
tuviéramos miedo de ese hombre ¿Qué podría hacernos en un lugar público?
– preguntó ella que se resistía a dejarse intimidar.
- No quiero arriesgarme a nada estando tú presente,
Candy. Tú eres mi responsabilidad y no pienso descuidarla. Es todo – repuso
él tan terminantemente que ella no se animó a protestar y guardó silencio por
un buen rato.
Candy no olvidaba la vez que alguien la había estado siguiendo durante
su escapada a Queens. Era imposible no relacionar los sucesos.
- ¿Crees tú que Neil esté detrás de todo esto? –
preguntó ella al fin rompiendo el silencio. Ya sabía la respuesta, pero
necesitaba escuchar que Terry confirmara lo evidente.
- No lo creo; estoy seguro de ello- replicó él aún
visiblemente molesto- Odio tener
que actuar solamente a la defensiva con ese bastardo, pero sin pruebas no
podemos hacer nada aún.
- ¿Aún? – preguntó Candy sintiendo que Terry le
ocultaba algo.
- Quiero decir que no me doy por vencido – explicó él
tratando de parecer más tranquilo - Te juro que voy a encontrar la manera de
quitártelo del camino de manera definitiva, mientras tanto tienes que
prometerme que tendrás mucho cuidado . . . sobre todo ahora que estaré ausente
unas semanas.
Candy se quedó sin habla por un instante. La
sola idea de tener que separarse de Terry por unos días le resultaba
insufrible. Él advirtió la impresión negativa que la noticia había tenido en
la joven y brevemente atesoró una esperanza.
- Había olvidado mencionártelo. La temporada está
llegando a su fin y usualmente damos un tour de dos o tres semanas por el centro
y sur del país antes de Navidad – explicó él tratando de adivinar si su
inminente ausencia era la causa de una súbita palidez en el rostro de Candy -
¿Te importa?
- ¡No! .
. . en lo absoluto – replicó
ella intentando recobrar la compostura.
Él desvió la mirada y no dijo más. Seguramente otra vez se había equivocado . . . . sin embargo, aquella mañana se había sentido más cerca de ella que nunca antes. Tal vez, sólo tal vez . . .
Las emociones del día había sido demasiadas para
Candy que esa noche decidió irse a la cama más temprano.
Cuando Sophie se hubo retirado al terminar de ayudarla a desvestirse
Candy se llevó inconscientemente la mano al rostro. Podía aún sentir los
labios de Terry besándole la palma y causándole vértigos con su toque.
“¡Terry!” suspiró la joven adormecida, “A ratos distante . . .
a ratos dulce y cariñoso! ¿Qué es lo que realmente sientes por mi?”
Con este último pensamiento la joven se quedó dormida
profundamente y las horas de la noche comenzaron su vuelo casi imperceptible
sobre los habitantes de la casa igualmente en reposo.
Los días pasaban y Sophie se sentía cada vez más
desesperada. Todo lo que tenía eran sospechas, pero nada en concreto.
Definitivamente tenía que encontrar pruebas tangibles, la pregunta era ¿Cómo
y dónde?
Perdida en sus preocupaciones, la doncella avanzaba
lentamente por las escaleras cargando varios vestidos de Candy en una mano y una
pila de toallas y sábanas en la otra. Era la hora del crepúsculo, justo cuando
su patrona la esperaba para que ella la ayudase a vestirse antes de la cena. Tenía
que apresurarse a acomodar los trajes en el vestidor de la señora antes de que
Candy la llamara. Sin que Sophie se
percatara, unos pasos masculinos subieron las escaleras hasta alcanzarla.
- Me parece que esa es demasiada carga para una sola
persona – dijo la voz de Grandchester al tiempo que liberaba a la doncella de
más de la mitad de su carga.
- ¡Por Dios, señor, no haga eso!-
chilló la mujer escandalizada – Le aseguro que yo puedo arreglármelas
muy bien por mi sola.
- No lo dudo, pero yo necesito algo de ejercicio ¿Dónde
debo poner esto? – continuó él
con una sonrisa que hizo que Sophie se diera por vencida de inmediato.
- Sólo deje todo sobre el diván azul que está en el
vestidor de la señora – explicó la doncella – si no le importa, yo llevaré
este traje a la recámara. Su esposa debe de estar ya esperándome para
asistirla en su toilette.
El joven aceptó las instrucciones de la mucama con simpleza tomando las
prendas de su esposa. Terry nunca
había sido de los que se sentían rebajados por mostrarse amables con la
servidumbre y
bien mirado, realmente no representaba ningún esfuerzo extraordinario
haber ayudado a Sophie, pues justo se dirigía a su propia recamara para
cambiarse antes de la cena y el vestidor de Candy era precisamente la habitación
que mediaba entre las dos alcobas principales.
Terry sabía de sobra que Candy nunca usaba aquella habitación y que la
única persona que entraba en ella era Sophie para organizar el guardarropa de
su señora.
Terry entró al cuarto y enseguida
identificó el mueble del que le había hablado Sophie. Depositó ropa y toallas
sobre el diván y cerrando los ojos
por un momento aspiró profundo. Recordó la primera vez que había entrado a
aquel lugar, justo el día en que
había comprado la casa. Desde entonces Candy había hecho algunos cambios, añadiendo
un jarrón de porcelana con flores por aquí, o unas cortinas de encaje por allá.
Sin embargo, ninguna adición era más elocuente que el aroma del agua de rosas
que ella usaba y que desde la alcoba contigua había impregnaba cada objeto del
vestidor.
El hombre alzó el rostro tratando
de sacudirse el aturdimiento y al abrir sus ojos, éstos se estrellaron de lleno
en la visión reflejada en un amplio espejo empotrado en la pared. La puerta del
vestidor estaba justo enfrente del mencionado espejo y como Sophie la había
dejado descuidadamente abierta el reflejo permitía ver hacia el interior de la
alcoba.
La respiración del hombre se
detuvo. Candy, de espaldas y ajena
a lo que pasaba en su vestidor, estaba sentada al borde de la cama, ocupada en
secarse el cabello. Algunas prendas de vestir recién planchadas estaban
extendidas sobre el lecho pero por el momento ninguna de ellas cubría el cuerpo
de la joven. El reflejo de Candy, desnuda hasta más allá de donde la espalda
perdía su nombre irrumpió como un rayo en la corriente sanguínea de Terry.
Los ojos del hombre acariciaron con
irreprimida libertad la desnudez de la mujer sobre el espejo. Sus recuerdos del
Festival de Mayo palidecían ante el irresistible nácar de aquella piel
descubierta, la delicada curva de las caderas que antes solamente había
adivinado bajo la falda y el derriere redondeado y semidescubierto.
Los deseos de entrar a la alcoba y
poseer en un sólo impulso el cuerpo de Candy se volvieron insoportables.
Visiones imaginarias de sí mismo igualmente desnudo, rodando sobre las sábanas
con Candy arqueada en sus brazos, bajo su piel, en su boca, entre sus piernas,
rendida y jadeante a la vez, irrumpieron en su mente con una fiereza nunca antes
tan intensa.
“¿No es acaso tuya ante Dios y
los hombres?” – le dijo una voz interior – “Qué pues te impide tomar lo
que te pertenece por derecho? Si tú quisieras esta misma noche podrías saciar
tus deseos y nadie sería capaz de recriminártelo.”
En ese instante los pasos de Sophie
entrando a la alcoba
hicieron que Terry cortara la línea
de sus pensamientos. En un esfuerzo por recuperar la cordura, el hombre desvió
la mirada. Sus ojos se tropezaron con la puerta por la cual había entrado. Este
gesto último lo animó al fin para moverse y salir del vestidor para refugiarse
en su habitación.
“¡Dios! ¡Si hubiese permanecido
viéndola un solo segundo más, ella
ya no sería virgen y yo no sería más un caballero!” gritó él para sus
adentros al tirarse pesadamente en la cama. Le tomó mucho rato y toda su fuerza
de voluntad aplacar los deseos y los estragos físicos que el suceso había
causado. Al final, el amor y los principios vencieron al instinto, o por lo
menos consiguieron acallarlo temporalmente.
Seis meses de convivencia diaria con
Candy, de ese exasperante juego de acercarse y alejarse, habían erosionado su
autocontrol hasta reducirlo a niveles ínfimos. Aunque tenía la impresión de
que la actitud de ella le daba algunas razones para alentar esperanza, presentía
que no debía presionar los acontecimientos o perdería en un solo instante todo
el terreno ganado. Era obvio que alejarse de la presencia de la muchacha, al
menos por unos días, estaba
convirtiéndose en una necesidad imperante para él.
Por el bien de ella y el de sí mismo tenía que poner tierra de por
medio lo más pronto posible. Como nunca antes deseó que su próxima gira
comenzara lo más pronto posible.
Esa noche Terry, sintiéndose
incapaz de ver a Candy, le dejó dicho con el mayordomo que no bajaría a
cenar. Sin embargo, ni aún esa medida lo salvó de que la lucha entre el deseo
y el deber lo siguiera atormentando hasta bien entrada la madrugada.
Después de una
exitosa temporada la Compañía Strafford se preparaba para su última función
en Broadway y la gira que le seguiría inmediatamente en el interior del país.
La última representación era una ocasión casi tan importante como el debut y
por lo tanto era siempre motivo para celebrar.
Terry había esperado que Candy lo acompañaría a la cena que organizaba
la Compañía después de la función de clausura, pero un día antes de la
fecha Candy comenzó a sentirse resfriada. Terry decidió que sería mejor no
asistir a la cena.
-
No creo que debieras cancelarlo por mi
causa, Terry – le había dicho Candy cuando él le comentó que después de la
función simplemente regresaría a casa a dormir.
-
Al contrario, a mi me parece que es lo más
prudente. Todos me preguntarán por qué no estás conmigo y tendré que
responderles que te sientes mal ¿No crees que se verá muy extraño que yo me
vaya a celebrar estando mi esposa enferma?
-
Bueno . . . un poco – admitió ella,
bajando la mirada. “¿Te importo tanto como para preocuparte?”
-
Entonces no se hable más. En cuanto
termine la función regresaré a casa – concluyó él – “Después de todo
no quiero ir a ninguna fiesta si no estás conmigo. Odio estar entre mucha gente
si tú no me acompañas.” – pensó él
mientras cerraba la puerta a sus espaldas.
En cuanto el joven hubo dejado el saloncito en que
Candy descansaba en un diván, la muchacha retiró las frazadas y se precipitó
a la ventana. Unos momentos después pudo observar cómo Grandchester salía de
la casa y abordaba el auto escoltado por su chofer.
-
No tengo tiempo que perder – se dijo la
rubia que repentinamente parecía haber recobrado la salud como por arte de
magia.
Corriendo escaleras arriba en dirección de su alcoba,
la joven llamaba frenéticamente a Sophie, la cual apareció enseguida en la
puerta del vestidor
-
¿Tienes ya todo listo, Sophie? – preguntó
la joven entrando a su recámara como un remolino.
-
Si, señora – contestó la callada Sophie
con un leve asentimiento de cabeza.
-
Entonces comencemos. Tenemos apenas media
hora antes de que Harry regrese del teatro para buscarme.
En los siguientes minutos Sophie trabajó a pasos
forzados rompiendo su propio récord. Tenía que dejar lista a su señora en la
mitad del tiempo acostumbrado. Corset
ajustado, enaguas almidonadas correctamente abotonadas, medias de seda, ligueros
de encaje, zapatos de raso negro .
. . cada prenda fue tomando su lugar con precisión.
Los rizos se ordenaron en un peinado formal, alto y con bucles adornando
las sienes. Las peinetas ornamentadas con cristales austriacos se colocaron en
su lugar y un vestido negro de satín y encaje con delicada pedrería remplazó
al sencillo vestido de popelina que la joven había traído puesto durante la
tarde. Guantes blancos largos, un
collar y unos aretes de brillantes completaron el ajuar.
-
¿Qué tal? ¿Crees que el señor se
complazca al mirarme? – preguntó Candy a su doncella, con quien empezaba a
sentir gran familiaridad a pesar de la usual reserva de la mujer.
-
Seguramente, señora – contestó Sophie,
– pero también se va a confundir al verla llegar de tan buen semblante.
-
Bueno, esa fue sólo una mentirilla blanca
para darle la sorpresa – repuso la muchacha guiñando un ojo –
Quiero obsequiarle algo por su fin de temporada cuando termine la función.
Si hubiésemos ido juntos lo habría visto antes de tiempo y se habría
perdido la emoción del momento.
Diciendo esto último la
joven abrió uno de los cajones de su tocador y extrajo de él una caja
envuelta para regalo. Candy
volvió un instante a mirarse al espejo.
“ Está bien, Albert,” se dijo en silencio, olvidándose
de la presencia de Sophie a sus espaldas, “Si tú crees que yo debo darle
ciertas señales a Terrry, entonces seguiré tu consejo. Deséame suerte,
amigo.”
Con una última inhalación de aire para darse ánimo, la joven salió de su habitación. En la planta baja Harry la estaba ya esperando.
Ferdinand, después de haber trabajado arduamente
para ganar el amor de Miranda, le prometía al padre de ella que a pesar de su
gran pasión, no la tocaría hasta que entre ellos se concertaran los contratos
matrimoniales. La voz de Terry resonaba elocuente en todo el teatro, acariciando
los oídos de Candy, que junto a Harry, veía de nuevo la obra desde la galería.
Emocionada una vez más por la historia, la muchacha seguía con interés el
esperado desenlace en el cual el amor que había surgido entre los hijos,
terminaba por vencer el odio y el resentimiento de los padres. Aquella historia
era, en cierto modo, opuesta a Romeo y Julieta. Candy se animó pensando que no
todas las historias terminaban trágicamente.
Minutos más tarde la última ovación se elevaba cerrando así la
temporada y el corazón de Candy se detenía por un instante mientras apretaba
en sus manos la caja que ella misma había decorado. Se preguntaba por centésima
vez cuál sería la reacción de Terry al verla.
El teatro se fue vaciando lentamente. Habituada como estaba a las rutinas
de Terry, Candy esperó un buen rato antes de bajar hasta los camerinos. Además,
no quería que la gente de Hathaway se diera cuenta de su presencia. Si sus cálculos
no le fallaban, todos saldrían lo antes posible para festejar y Terry se quedaría
en su camerino un rato más antes de regresar a casa.
Minutos más tarde la muchacha y el
chofer dejaron la galería y con pasos reticentes se encaminaron hacia el fondo
del teatro por los pasillos que Candy había aprendido a transitar con
familiaridad a fuerza de visitarlos. Una vez abajo, solamente uno que otro
tramoyista rezagado alcanzó a verles. La muchacha se dirigió directamente
hacia el camerino del actor pero antes de tocar en la puerta la voz de un
anciano la detuvo.
-
No está ahí todavía, señora – dijo
Hopkins, el viejo encargado del vestuario
– Hoy es noche de última representación, así que está en su ritual.
-
¿Su ritual? –preguntó la joven
divertida y curiosa al mismo tiempo.
-
Suele quedarse a solas en el escenario un
buen rato antes de irse. Regularmente no admite que nadie lo interrumpa, pero
siendo usted, no creo que tenga inconveniente, – explicó el anciano con un
guiño que la muchacha respondió con una sonrisa.
Después de agradecer a Hopkins por la información, la
joven pidió a Harry que fuera a buscar su abrigo y los esperara en la puerta
trasera del teatro. Con el corazón latiendo cada vez con más fuerza, la
muchacha se dirigió hacia el escenario. Abriéndose paso entre las bambalinas,
pronto pudo distinguir la figura del joven aún portando el traje de la última
escena, sentado sobre uno de los muebles de utilería y mirando hacia el
terciopelo del telón.
Parecía una estampa medieval,
quieto y meditabundo. Candy temió sacar al joven de aquella contemplación casi
mística y prefirió guardar silencio por
unos instantes. La muchacha se dejó engolosinar con la vista del hombre que era
capaz de acelerarle el corazón con el leve movimento de su pestañeo. Repasó
el ángulo amplio de los hombros del joven y la línea decidida de su perfil añorando
poder alargar el momento sin que él notara su presencia. Sin embargo, aunque
hubiese querido pasar desapercibida, el ruido involuntario de los refajos debajo
de su vestido terminó delatándola.
-
¡Candy! – exclamó el joven poniéndose
inmediatamente de pie al percatarse de la presencia de la muchacha sobre el
escenario desierto - ¿Qué haces aquí?
-
Me sentí bien de repente y decidí venir
– contestó ella recobrando el
coraje y esbozando una sonrisa pícara que en un segundo delató la mentira del
resfrío – Justo cuando pensé que no podías ya hacerlo mejor, me sorprendes
de nuevo con una actuación aún más hermosa – continuó ella acercándose más
y manteniendo ambas manos ocultas detrás de su espalda.
-
¿Estuviste durante la función? –
preguntó de nuevo él, aún sin entender el comportamiento de la joven – Tu
palco estuvo vacío todo el tiempo.
-
Lo vi todo desde allá – explicó ella
apuntando hacia la galería con su mano enguantada – Una vez te vi hacer el
rey de Francia desde ese lugar del teatro. Era un papel pequeño pero tú lo hacías
brillar aún desde lejos. Ahora, haciendo a Ferdinand, hay mucho más que
apreciar. Me gusta mucho tu versión
de La Tempestad.
-
Gracias – masculló Terry con voz apenas
imperceptible, aún sin recuperarse de la sorpresa. La vista de Candy en el
vestido negro de pedrería era un regalo que no se esperaba en lo más mínimo,
mucho menos las palabras de sincera alabanza de su parte - ¿Estás segura de
que te sientes bien? – preguntó él sin ocurrírsele algo más que decir para
evitar el silencio.
-
Nunca me sentí mal, – confesó ella
mordiéndose un labio sin darse cuenta de los estragos que su simple gesto hacía
en el autocontrol del joven.
-
Me engañaste, entonces – repuso él
alzando ambas cejas. En el pecho el corazón empezó a latirle con fuerza al
percibir que ella seguía acercándose a él.
-
Digamos que quería darte una sorpresa que
espero sea agradable – respondió ella sonriendo. Él advirtió por primera
vez que un ligero rubor teñía las mejillas de la joven, indiscutible señal
que la presencia de él también le afectaba.
-
Solamente espero que no se te haya ocurrido
venir sola – apuntó él sin olvidar su papel de protector.
-
En lo absoluto. Harry y yo estábamos de
acuerdo en que él regresaría a buscarme una vez que te dejara en el teatro –
explicó ella sintiéndose como niña a quien pillan en medio de una travesura.
-
Así que Harry estaba envuelto en el asunto
y supongo que esa mucamita tuya también era tu cómplice – apuntó él
admonitivo.
-
Digamos que cooperaron de buen grado –
contestó ella desviando la mirada. Si Terry volvía a plegar la boca de esa
manera mostrando su hoyuelo en la mejilla izquierda no estaba segura de poder
guardar la compostura - ¿No estarás enojado?
El joven calló por unos instantes y ella no supo cómo
interpretar su silencio. Por un momento su rostro se tornó grave y ella temió
que él estaba realmente disgustado.
-
No, de ningún modo – contestó Terry al
advertir que la muchacha había dejado de acercarse a él, en espera de su
respuesta – Pero me gustaría saber el motivo de todo este juego.
-
Ya te lo dije – respondió ella alentándose
nuevamente – quería darte una sorpresa . . .
como forma de agradecimiento.
-
¿Agradecimiento? – preguntó él sin
entender el significado de las palabras de Candy.
-
Por lo bien que te has portado conmigo últimamente,
– explicó ella sin atreverse a mirarlo a los ojos – Por el paseo en
carruaje, el pic nic en el jardín botánico y por llevarme a ver a Albert. . .
la he pasado . . .muy bien contigo, – explicó la joven casi balbuceando,
- . . . además, quería
darte un regalo cuando terminara la función – y diciendo esto último la
joven finalmente dejó ver su manos, las cuales había mantenido ocultas tras la
espalda. Terry pudo entonces ver que ella le extendía una pequeña caja
cuadrada cuidadosamente envuelta y atada con un lazo azul oscuro.
-
¿Qué es esto? – preguntó sin entender
la situación completamente, su mente aún nublada por el encanto de escuchar la
voz de Candy hablándole con las inflexiones más dulces que él jamás le había
escuchado.
-
Tu regalo, tonto. Es . . .
digamos . . . algo para celebrar tu cierre de temporada – contestó ella
con una risita mal reprimida. Ver a
un hombre como Terry, usualmente tan seguro de sí mismo, titubear en medio de
la confusión y hasta de la timidez, era algo verdadera irresistible para la
joven. – Ábrelo y dime si te gusta – agregó ella luego, colocando la caja
en las manos del joven.
Por primera vez Terry se quedó sin palabras y se limitó
simplemente a abrir la caja que ella le ofrecía. El papel y el lazo cayeron al
suelo dejando al descubierto un juego de pañuelos con las iniciales T G
bordadas con un fino punto y entrelazadas en un estilizado diseño con la fecha
1916.
-
Una vez tú me prestaste uno de tus pañuelos
para curarme una herida ¿Recuerdas? – dijo ella rompiendo el silencio
mientras Terry aún mantenía la mirada fija en su regalo – Debo confesar que
me porté mal porque nunca te lo devolví y lamentablemente después de un
tiempo lo perdí. Fue precisamente la noche que fuiste a Chicago a
. . .
-
Presentarme con la obra El Rey Lear –
interrumpió él alzando la mirada para cubrir con ella a la joven que estaba
frente a él. Candy sintió que los ojos de Terry la recorrían de pies a cabeza
como nunca antes. Una alarma se encendió con voz casi imperceptible en su
interior.
-
¿Cómo lo sabes?– dijo ella sintiendo
que su respiración empezaba a acelerarse conforme él se acercaba
-
Tú
me lo debes de haber contado antes – mintió él acercándose más a ella. Podía
haberle dicho que él tenía aquel viejo pañuelo en su poder,
pero en esos instantes ningún detalle parecía importar. La única
certeza relevante era que ella estaba junto a él y que sus ojos verdes le
observaban con un brillo que le quemaba la piel sólo de mirarlos.
-
¿Ya te lo había contado? Yo . . . lo he
olvidado . . . de todos modos . . . bordé
éstos para ti . . . espero que te gusten – balbuceó Candy mientras la sombra
de Terry se proyectaba sobre ella cubriéndola por completo.
-
Me gustan. . pero me gustan más estas
manos – dijo él dejando la caja en la mesa a sus espaldas para tomar las
manos de la joven entre las suyas y besarlas.
Cuando los labios de Terry tocaron
la piel de Candy, la intoxicación que había comenzado con un inocente regalo
se desató en toda su fuerza. Aquellos sencillos pañuelos eran para él una
confesión amorosa hecha sin palabras. En
ese lenguaje tácito que los hombres usan no había necesidad de mayores
aclaraciones. Por si fuera poco, ella vestía de negro aquella noche y él
estaba seguro de haberle mencionado alguna vez que ese era su color preferido ¿Habría
sido su elección de atuendo mera
coincidencia o una forma más de decirle eso que él tanto había esperado? Fue
muy fácil concluir que sí cuando la suavidad de la mano de Candy le llegó a
los labios y él pudo percibir que la muchacha temblaba ligeramente.
El contacto entre los dos fue irremediablemente
intencionado. No era un roce de cortesía, era un claro toque íntimo, aunque
fuese casto. Era el inicio de un rito, la liberación de fuerzas reprimidas por
mucho tiempo. Candy también pudo sentir que había dado un paso hacia un
terreno desconocido. La sensación la emocionaba, pero también le asustaba. Por
una parte su corazón le decía que la mirada de Terry hablaba de sentimientos
profundos; por otra, se preguntaba aún si no estaría solamente exponiéndose a
ser mero juguete de los caprichos del joven ¿Debía dar marcha atrás?
-
Hay obsequios que nunca se olvidan ¿Sabes?
– preguntó él con la vista clavada en los ojos de la joven. Algo en su fondo
le decía a gritos que era el momento de avanzar sin temor –Tú me has dado ya
tres de esos regalos memorables.
-
¿Tres? – preguntó ella en casi un
suspiro. Sentía claramente que el aliento de él comenzaba a acariciarle la
piel. Tan cerca estaban ya el uno del otro.
-
La armónica que me diste en el colegio,
estos pañuelos . . . y un sabor en
los labios que aún no se me borra.
Un contacto firme sobre su talle
hizo que Candy se diera cuenta en ese instante que al tiempo que hablaba él se
había acercado lo suficiente como para rodearle la cintura con el brazo. Estaba
atrapada y lo más alarmante era que no deseaba soltarse. Del beso en la mano él
estaba pasando al abrazo y la mirada en sus ojos le permitía predecir
claramente lo que vendría. Ella sintió que no tenía poder para oponerse.
-
Un sabor tan delicioso que quisiera
repetirlo ahora mismo, – añadió él mientras Candy, con los ojos
semicerrados alcanzaba a sentir cómo el se inclinaba sobre ella.
“Me va a besar ¡Dios mío, Terry
me va a besar de nuevo!” gritaba ella en su interior mientras los labios de él
caían sobre los suyos en una caricia leve, apenas un contacto breve de un solo
segundo. Luego el brazo de él apretó el cuerpo de la joven contra de sí con más
fuerza y otra vez los labios del hombre se abrían sobre los labios de ella
humedeciéndolos. El contacto fue igual de suave pero más prolongada y Candy,
con los ojos cerrados ya por completo se dejó llevar por la caricia mientras él
la apretaba en el abrazo. El beso seguía y ella es rendía a él sin pensar ya
nada. La boca de Terry iba acariciando la suya con movimientos seguros que le
envolvían y mojaban los labios. Pronto el joven rindió la poca resistencia que
en ella había y penetró su boca con decisión en un beso que como nunca antes
no tenía prisa, pero sí certeza.
Candy, aún demasiado novata en el
intercambio sensual, se sentía incapaz de responder por iniciativa propia a las
caricias de él dentro de su boca, pero en cambio le ofrecía sin reservas el
placer de la entrega total que hasta entonces le había negado. Él lo percibió
inmediatamente. Una intensa alegría y un más relajado disfrute del placer
llenaron el corazón del joven de inmediato.
Fue entonces que unos pasos
resonando en la duela les advirtieron que alguien se acercaba. El primero en
reaccionar ante la inminente interrupción fue Terry que con reticencia fue
liberando los labios de la joven para luego separarse por completo. Por unos
instantes Candy se quedó inmóvil, con los ojos aún cerrados, saboreando las
sensaciones sentidas, pero una voz a sus espaldas le hizo bajar instintivamente
la cabeza y pretender prestar atención a las flores de la escenografía.
-
Señor Grandchester, disculpe – dijo la
voz del anciano encargado del guardarropa- ¿Sería usted tan amable de
cambiarse? Necesito empacar su vestuario antes de regresar a casa esta noche.
-
No, no Hopkins, usted es el que tiene que
disculparme por el atraso – contestó Terry haciendo un gran esfuerzo por
parecer sereno – voy ahora mismo a mi camerino a cambiarme ¿Vienes conmigo?
– agregó él luego dirigiéndose a la muchacha. La expresión en sus ojos y
el tono de su voz en la pregunta llevaba una carga erótica que Candy únicamente
pudo comprender, mientras que para Hopkins solamente representaron una prueba de
la familiaridad natural entre marido y mujer.
-
Voy a buscar a Harry, quedó de pasar a
buscar mi abrigo y ahora debe estar esperándonos – respondió ella defensiva,
pero lejos de desalentar a Terry con su respuesta sólo provocó en él una
traviesa sonrisa que terminó dejándola aún más abochornada.
-
Esta bien, nos vemos entonces en la salida
en unos cinco minutos – repuso él alejándose luego en compañía del anciano
Hopkins.
Una vez sola,
Candy tuvo tiempo para repasar en su mente lo que acababa de suceder. Que
Terry la deseaba no había duda ya en su cabeza. Sus besos habían sido
demasiado elocuentes como para no darse cuenta.
Recordó entonces los tremendos celos que había sentido cierta vez al
tropezarse con la foto de Terry y su entonces novia, Susannah Marlowe, en una
revista. La actriz se veía tan bella que una sensación de inferioridad y
abandono no tardó en hacerse presente en el corazón de Candy.
-
Seguramente me ha olvidado ya por completo
¡Cómo no hacerlo cuando tiene a su lado una mujer mil veces más hermosa y
elegante que yo! – había pensado ella con amargura en aquella ocasión.
El aún ardiente recuerdo de la pasión
con que Terry la acababa de besar cambiaba toda aquella percepción de si misma. De repente, el saberse
deseada por el hombre que amaba la hacía sentirse dueña de un poder hasta
entonces desconocido.
Minutos después la pareja se reunió
con Harry en la parte trasera del teatro y juntos se dirigieron al auto. El
corazón de Candy latía con fuerza de tan sólo pensar que en unos segundos
más estaría viajando con Terry en la parte trasera del auto, prácticamente
a solas con él. Se sentía estremecer ante la perspectiva y la
exasperaba que él pareciera tan tranquilo y casual como si no hubiese pasado
nada entre ellos momentos antes.
Sin embargo, bastó que la
portezuela se cerrara tras de ellos para que ella se diera cuenta de que él
estaba lejos de haber olvidado lo sucedido.
-
Me parece que hace un momento fuimos
interrumpidos en medio de la conversación más interesante que hasta ahora
hemos sostenido tú y yo – dijo él tan pronto como estuvieron solos, echando
el brazo alrededor de los hombros de ella para acercarla de nuevo hacia su
pecho. Con un dedo comenzó a dibujar círculos imaginarios sobre la quijada y
el mentón de la joven, provocando
en ella unos escalofríos tan intensos que la muchacha no pudo articular palabra
para contestarle– Veamos ¿Cómo iba yo diciendo? – agregó el en un suspiro
antes de volver a cubrir la boca de Candy con la suya.
Incapaz de hacer otra cosa que no
fuera sentir, Candy solamente siguió la conversación en el mismo tono,
permitiendo que Terry se la comiera a besos durante todo el camino.
Aquello era una experiencia totalmente sui géneris para Candy. Sentirse tan
besada y acariciada, tan llena de electricidad y tan vulnerable, todo al mismo
tiempo, era algo para lo cual no estaba preparada.
Por su parte Terry parecía estar más que listo para
el momento, a juzgar por su total goce de la situación y su insaciable
insistencia en hacer que cada beso fuera seguido de otro. Uno de sus brazos
sostenía el cuerpo de Candy por los hombros y con la otra mano acariciaba el
cuello de la joven, provocando en ella estremecimientos que llegaban hasta su
vientre.
Las caricias se
fueron intensificando lentamente y Candy se sorprendía a sí misma con el total
abandono al que estaba dispuesta. Sin embargo, antes de que Terry se percatara
que en ese dorado momento la mente y el cuerpo de la joven estaban a merced de
su voluntad, ambos tuvieron que interrumpir el intercambio amoroso pues el ruido
del motor dejó de oirse, señal inequívoca de que habían llegado a su
destino. Candy sintió el desprendimiento de los labios de Terry casi
dolorosamente. En contraste con la calidez que emanaba ahora de su cuerpo, el gélido
frío del exterior le heló la sangre al abrirse la portezuela del auto. Había
comenzado la primera nevada de la temporada.
Ambos descendieron del vehículo
para encontrarse con Harry que les esperaba ya apeado. Después de recibir
algunas breves instrucciones de su patrón el hombre se despidió de la pareja y
se retiró para llevar el auto a la cochera. Candy, aún como en transe, no
atinaba a moverse de la acera hasta que sintió que la mano de Terry la acercaba
de nuevo hacia su cuerpo haciendo reposar la cabeza de la muchacha sobre su
pecho. El joven depositó un leve beso en la frente de Candy.
-
Vamos adentro – le dijo él en un susurro
y fue hasta entonces que la mente de Candy empezó a despertar del letargo en
que la pasión la había hecho entrar.
“¿Qué seguirá ahora?” pensó
ella confundida mientras él la tomaba de la mano para conducirla al interior de
la mansión. Ciertamente, después de tantas libertades como ella le había
permitido esa noche, él había dejado ya muy en claro que si algún afecto sentía
por ella, éste no era meramente platónico ¿Lamentaba entonces lo que había
pasado? Realmente no, pues había disfrutado junto con él de cada caricia que
hasta el momento habían compartido y no era tan inocente como para ignorar que
su cuerpo estaba listo para ir aún más allá. Sin embargo, había algo que
estaba faltando en todo aquello, algo que la hacía titubear a pesar de la emoción
vivida. Sin duda no era un asunto de moral porque, qué objeción podría haber
cuando el anillo de bodas en su dedo era un recordatorio constante de su condición
de mujer casada.
Al entrar a la casa, Candy se dio
cuenta de que el frío de la noche le había hecho despertar del arrobamiento
pasional, reavivando a su vez viejas aprensiones que ni el calor de la chimenea
encendida podía disipar. Todo lo contrario, su preocupación fue en aumento al
sentir la mirada de Terry sobre el escote de su espalda mientras la ayudaba a
quitarse el abrigo.
-
Supongo que mañana deberás levantarte más
temprano para estar listo a tiempo para tu partida – comentó ella, ansiosa de
aligerar la tensión creciente entre los dos, mientras se volvía para ver al
joven de frente.
-
No lo había pensado – contestó él
frunciendo la comisura izquierda en una media sonrisa – creo que he tenido
muchas distracciones esta noche. “Por favor, no respires así, que la manera
en que tu pecho se agita bajo tu escote me está volviendo loco,” pensó él
haciendo esfuerzos por mantener sus impulsos bajo control y el talante de su
rostro sereno y juguetón.
-
Pues yo . . . creo que deberías . . .
tratar de dormir lo antes posible – repuso ella tartamudeando,
visiblemente nerviosa ante la proximidad del joven. Terry, a juzgar por la
expresión divertida en su rostro, parecía disfrutar
cada segundo de aquel repentino bochorno por parte de la muchacha
- Tal vez yo . . . deba
dejarte para que descanses – continuó Candy intentando en vano sustraerse a
la mirada fija de Terry . Sabía que su cambio de actitud era caprichosamente
abrupto y hasta cierto punto injustificado, pero tenía tanto miedo de lo que
podía suceder si no se retiraba a tiempo que no atinaba a encontrar otro
remedio para su apuro. Necesitaba tiempo para ordenar sus pensamientos y no iba
a hacerlo con Terry mirándola de esa forma.
Apenas
había Candy retrocedido un paso, cuando una mano firme la tomó del brazo forzándola
a detenerse. Un segundo más tarde estaba de nuevo en brazos de Terry.
-
No tan rápido, Candy. Un hombre como yo no
está habituado a que lo dejen con la palabra en la boca – sentenció él con
esa expresión maliciosa que la joven odiaba tanto en ocasiones como aquella–
Además, justo ahora se me acaba de ocurrir cómo es que me gustaría que me
pagaras esa apuesta que me debes.
-
¿La apuesta? – preguntó Candy sintiendo
que se le ponía la carne de gallina al escuchar el tema que Terry había
elegido en medio de aquel momento tan comprometedor – ¡Ni se te ocurra pensar
que voy a lustrar tus botas! – contestó ella en un intento desesperado por
llevar la conversación al conocido y seguro terreno del antagonismo.
-
Eso es lo último que yo haría . . .
– contestó él negando con la cabeza y alzando la ceja izquierda –
Yo estaba pensando en algo que seguramente será mucho más agradable para los
dos.
-
¿Agradable? – Candy sentía que el corazón
se le subía a la garganta. Desesperadamente buscaba en su mente una forma más
ingeniosa de sortear las insinuaciones de Terry, pero simplemente era imposible
sustraerse al influjo de la mirada con la que él la cubría- ¿A qué te refieres?
-
A que me gustaría que vinieras conmigo a
la gira, – contestó Terry al fin, poniéndose serio.
“¿Es eso lo que él quiere? ¿Que
viaje con él?” Candy respiró aliviada, “Por lo menos tendré esta noche
para pensar bien las cosas. ¡Sí! Eso es,
mañana pensaré con más claridad y sabré cómo manejar esta situación”
-
Está bien, Terry. Iré contigo, pero ahora
déjame ir ¿Quieres? Mañana tendré que levantarme muy temprano para empacar -
pidió ella intentando soltarse del abrazo. Terry pareció complacido con
su respuesta, pero aún así no accedió a dejarla en libertad.
Antes de que Candy pudiera hacer
algo para evitarlo los labios del joven estaban de nuevo sobre los suyos. Esta
vez el beso fue apenas un rozar de piel, sorprendiendo a la joven con el
contraste entre ese encuentro amoroso y las anteriores caricias en el teatro y
en el auto.
-
De acuerdo. Lo último que quiero es llegar
tarde a la estación – replicó él desprendiéndose lentamente de los brazos
de ella. Por un segundo solamente a Candy le pareció que una sombra pasaba por
el rostro del joven, pero inmediatamente después había desaparecido para dar
lugar a la misma expresión traviesa y algo coqueta que ella conocía tan bien
-Buenas noches – se despidió él, no sin antes plantar un último beso
en la mano de la muchacha.
¡Las cosas habían ocurrido tan de improvisto! El
inesperado engaño de ella con el simple propósito de darle una sorpresa había
sido desconcertante. Luego, la revelación de aquel regalo sencillo, pero a la
vez elocuente, había terminado por derrumbar los ya desvencijados vestigios de
su autocontrol. Simplemente no había podido evitar aquel beso.
Afortunadamente para él no había nada de qué arrepentirse. Todo lo
contrario, al sentir aquella callada aceptación por parte de ella, sólo podía
lamentarse el no haberse atrevido antes a tomarla entre sus brazos y decirle con
caricias todo lo que su corazón guardaba para ella.
Dando
vueltas sin sentido en su habitación, incapaz de controlar la euforia del
momento, Terry no cabía en sí de alegría y a la vez no alcanzaba a dominar su
frustración. Apenas si podía
creer su suerte. Aún más, apenas
si podía comprender cómo es que había podido controlarse. Hubiese sido tan fácil
volver a besarla y después simplemente dejar que la seducción del momento los
llevara hasta el punto que él tanto deseaba.
Al
ir a su camerino a cambiarse había dudado un tanto al respecto de cómo actuar
cuando volviese a estar a solas con ella. Después de considerarlo por unos
instantes se había resuelto a que tan pronto como subieran al auto encontraría
la manera de explicar todas aquellas cosas que aún quedaban pendientes entre
los dos. Sabía bien que a pesar de aquel increíble momento vivido en el
escenario era necesario que entre ellos se aclarasen algunas cosas.
Desafortunadamente, sus resoluciones se esfumaron por completo al encontrarse de
nuevo envuelto en la deliciosa intimidad que les brindaba el asiento trasero del
auto. Antes de poder hacer algo racional, el corazón y el deseo habían ya dado
rienda suelta a sus impulsos. Nunca había sido fácil para él convertir los
sentimientos en confesiones amorosas . . .
¿Era acaso necesario hacerlo cuando ya los actos parecían haberlo dicho
todo?
Sin
embargo, al entrar a la casa las cosas habían cambiado. Por una de esas extrañas
razones que solamente las mujeres entienden, la confianza con que Candy se había
entregado a sus primeras caricias había desaparecido. Era evidente que algo
parecía molestarle. Posiblemente era que simplemente necesitaba tiempo . . . ¡TIEMPO!
¿Qué no habían sido suficientes seis meses?
Toda lógica
parecía seguir el mismo rumbo de sus deseos. ¿No somos acaso marido y
mujer? - se decía él sin comprender el sentir de la joven- Si después
de todo yo la quiero y ella aún me corresponde, no sé qué más necesita ella
para entregárseme ¿ Qué fue lo que la hizo dudar?
Terry
necesitó echar mano de todas sus fuerzas para no dejarse llevar por los
instintos en esos momentos. Nunca
había intentado siquiera el forzar
a mujer alguna para gozar de sus favores. No iba a empezar a hacerlo justo con
la mujer que amaba. No obstante, el creer firmemente en un principio no implica
necesariamente que sea fácil aplicarlo.
El
sólo argumento que había mantenido sus impulsos bajo control había sido su
profundo anhelo de ganar el corazón de Candy por completo. Tenerla en su
lecho no significaba nada si ella no accedía a compartir con él su alma. Tendría
que ser aún más paciente. Había conseguido que ella le prometiera acompañarlo
a la gira y eso ya era una ventaja enorme. Estaba seguro de que durante esos días
ella terminaría accediendo a ser su esposa de hecho como lo era ya de derecho.
Sin embargo, el saberla a tan sólo unos metros de distancia y tener que
aguardar a que ella se decidiera se estaba volviendo insoportable. Una cosa era
segura; sería imposible dormir esa noche.
La muchacha se detuvo en seco.
Sentado, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas extendidas, Terry parecía
dormitar sobre un sillón de piel, cerca de la chimenea. El fuego del hogar
consumía los últimos leños, proyectando dramáticos claroscuros sobre el
rostro bronceado del joven. La camisa de dormir había quedado abandonada en el
suelo, dejando al joven desnudo de la cintura para arriba.
La visión del
pecho amplio, firme y cubierto de vello
oscuro del joven cortó la respiración de la muchacha en seco.
Candy había visto más de un cuerpo
desnudo en las salas de operaciones, pero nunca
antes el corazón le había dado un vuelco como ahora.
De repente la muchacha se sorprendió a sí misma admirando la figura
masculina del joven dormido. Aunque hubiese querido desviar la mirada de aquella
visión prohibida, sus ojos se resistían a obedecerla. Sin control, continuó
su intencionada inspección desde los cabellos castaños y sedosos que caían
libres a los hombros de Terry, hasta la firmeza del abdomen y los brazos
marcados .
“Está más apuesto que nunca . .
. así. . . dormido . . .si tan sólo pudiera tocarlo . . ¡Dios mío, Candy!
Una dama no debería tener esos pensamientos!” se regañó a sí misma, pero aún
así continuó acercándose hacia el joven, como las polillas se acercan
imprudentes a la luz de la fogata.
-
No te acerques más, o no respondo por tu
virtud, Candice – rompió Terry el silencio sin abrir los ojos, ni mover un músculo.
La joven dio un salto al descubrirse sorprendida.
-
Pe . . pe . .pensé que dormías –
respondió ella balbuceando muerta de miedo y pena al descubir que él se
hubía dado cuenta de su presencia. Las insinuantes palabras de él se
perdieron en el aire pues ella estaba demasiado asustada como para escucharlas.
-
Aunque no hubieras hecho ruido al abrir la
puerta, aún así hubiese olido tu perfume –respondió él levantando la
cabeza y posando unos ojos intimidantes sobre la figura de la joven.
La bata de satín
que Candy llevaba puesta sobre el camisón cubría tanto como cualquiera de las
prendas que usaba durante el día. Sin embargo, la muchacha se sintió
repentinamente incómoda. Para Terry, después de aquel vistazo en el espejo del
vestidor de Candy, podría haberse pensado que esta visión de la joven en su
ropa de dormir no era ni la mitad de seductora. Sin embargo, el morbo nos juega
trucos extraños y de repente, el simple hecho de estar con ella a solas en la
habitación oscura era igualmente tentador que verla semidesnuda. Los sirvientes
dormían en la parte trasera de la casa y en una residencia tan grande
como aquella eso significaba que realmente estaban solos.
-
Siento haberte molestado, entonces – se
animó ella a decir apretando nerviosamente el candelabro que tenía en una mano
y llevándose la otra al pecho en un movimiento instintivo. Para su mayor
desmayo el hombre se levantó del sillón de un impulso, su alta estatura más
patente que nunca.
-
¡Por Dios, Candy! ¿Qué haces fuera de la
cama a estas horas?- preguntó él acercándose a ella, como si la inesperada
interrupción de sus batallas nocturnas hubiese resultado en una inusitada pérdida
del poco control que le quedaba.
-
Yo . .
. no podía dormir . . . recordé
que había dejado aquí un libro . .
. y . . . – contestó ella sin poder concentrarse en las palabras al ver al
hombre cada vez más cerca de ella.
-
No deberías salir de tu cuarto, pecas –
interrumpió él con una sonrisa socarrona dibujándose en los labios. Era como
si el nerviosismo de ella insitara aún más su ofensiva y lo animara a
arriesgarlo todo – Las sombras de la noche encubren secretos que te asustarían
tan sólo de imaginarlos.
-
No digas tonterías, Terry. Ya no soy una
niña que se asusta con cuentos de fantasmas – respondió ella tratando en
vano de parecer segura – y deja de llamarme pecas.
-
¿Cómo quieres que te llame entonces?
-
Por mi nombre, claro está, – repuso ella
alzando la nariz en un mohín de pretendido enojo. Él estaba ya tan cerca de
ella que era imposible no sentir de nuevo aquella horrible debilidad en las
piernas.
-
¿Juegas con fuego? – preguntó él en un
murmullo al tiempo que tomaba el candelabro de la mano de ella y lo colocaba
sobre la chimenea.
-
¿Por qué lo dices? – dijo Candy sin
fuerzas suficientes para escapar del brazo derecho de Terry que le rodeó la
cintura, atrayéndola contra de sí.
-
Porque tu nombre es Candice Grandchester, y
eso irremediablemente me recuerda que ante todos tu y yo somos marido y mujer.
No sabes las ideas prohibidas que el sólo pensarlo me provoca.
Candy no pudo
contestarle porque la boca del hombre cayó sobre la de ella en besos tan
violentos como el deseo de ambos. Aquello estaba ocurriendo demasiado rápido
como para que ella fuera capaz de saber qué hacer. Sin fuerzas para nada, Candy simplemente cedió ante la boca demadante de Terry que
exploró en la suya con una ansiedad que hacía parecer sus besos anteriores
como un mero roce de mariposas.
“¡Refrénate!” gritaban los
escasos restos de razón en la mente del joven, pero seis meses de ese juego
desquiciante entre la tentación y el honor habían sido demasiados para su
naturaleza pasional. El cuerpo de Candy se doblegaba en su abrazo axfisiante sin
ofrecer resistencia y él, sin poder considerar ya la delicadeza del momento se
dejó llevar por los instintos que le pedían entonces besar con fuerza y
penetración.
Ella, por su parte, tal vez en otro
tiempo se hubiese asustado ante la vehemencia del abrazo, pero ni aquel era el
primer beso pasional que él le daba, ni ella había pasado en vano días y días
deseándolo. Él parecía temblar en el abrazo y beber de sus labios como si la
vida dependiera de ello y de repente, esa certeza la llenaba por dentro de una
sensación de placer hasta entonces desconocida.
“Tenía razón,
Susannah tenía razón, él me quiere,” alcanzó ella a pensar en medio de la
nube de emociones que le llenaban el cuerpo, pero pronto hasta esa débil línea
se perdió en su inconsciente esfuerzo por arquear el cuerpo para permitirle a
Terry acercarse aún más. Candy no tenía ya fuerzas para resistirse y él lo
percibió al sentirla relajarse en sus brazos. Esa era la única señal
que él estaba esperando.
Los labios de él pronto no tuvieron
suficiente con la boca de ella y empezaron a cubrir en mordizcos suaves la
quijada, el lóbulo de la oreja y la sensible piel del cuello. Ella dejó
escapar un gemido apagado en medio de su respiración cada vez más agitada que
sólo contribuyó a enardecer más el fervor del hombre. Los recuerdos de
aquella tarde en que por accidente había visto la espalda desnuda de Candy
frente al espejo del vestidor y el sabor dulce de la carne de la joven en su
boca atizaron aún más la llama en su cuerpo que buscó abrirse paso hasta
descubrir el hombro derecho de la muchacha para asaltarlo a besos. La docilidad
con que ella siguió permitiendo sus avances lo volvió aún más loco. La sintió
abandonarse a la seducción y en respuesta él abrió de cuajo la violencia de
sus deseos reprimidos. El cuerpo de la joven era frágil y en el abrazo se podía
palpar la deliciosa ausencia del corset y los refajos. Bajo la bata y el camisón
se encontraba la libre desnudez que él tanto codiciaba.
“Desnuda . . . voy a hacerte mil
caricias cuando estés desnuda en mi cama . . .” balbucéo él con las voz
apagada en la piel de la joven “tantas como he venido imaginándome todas las
noche desde que te vi mientras te vestías en tu cuarto. . . Estabas tan hermosa
. . . ¡Cómo te he deseado desde
entonces! Aún desde antes . . .
desde siempre . . . por años
me he estado quemando en leña verde, lenta y angustiosamente por no poder
clavarme en ti y poseerte ¡No puedo más!”
Las palabras de Terry cayeron en los
oídos de ella como un balde de agua fría ¿Había estado él espiándola todo
este tiempo? Después de todo . . . era
solamente una cuestión de simple deseo . . .
capricho, tal vez. Candy no
supo entonces qué era más doloroso, si el desencanto o la indignación. La
mano del joven buscando su camino desde el borde del escote trasero de su camisón
hacia su espalda desnuda la hicieron reaccionar aún con más alarma.
-
No . . . no – comenzó ella a balbucear, pero Terry no escuchó su
voz en medio de la excitación desbordante y lo agitado de su propia respiración.
Candy percibió que las manos se apresuraban a despojarla de la bata. La seda se
abrió para que él sintiera que el intoxicante placer de la piel de Candy
estaba solamente al otro lado del lino del camisón. Con debilidad ella
intentó separarse del abrazo, pero sus primeros intentos fueron demasiado débiles
y él ni siquiera los percibió mientras sus labios besaban desesperadamente la
suave carne que el escote del camisón dejaba a la vista- ¡He dicho que no! –
gritó finalmente ella tomando fuerzas de su indignación para empujarlo.
Violentamente arrojado del calor del
cuerpo femenino, Terry miró a Candy sorprendido. Los ojos de la joven parecían
arder con una rabia que él había visto muy pocas veces y no alcanzaba a
entender la razón. La confusión y el azoramiento no le dejaron hacer o decir
nada.
-
¡Cómo te atreves a tratarme como si fuese
una cualquiera!- gritó ella enfurecida – Pensé que eras un caballero y que
respetarías nuestro acuerdo.
“¿Acuerdo?”
pensó Terry, su confusión empezaba a dar lugar al enojo conforme las palabras
de Candy resonaban en sus oídos, “¿Qué no todo aquello del acuerdo de un
matrimonio falso había quedado anulado esa noche desde el primer beso que se
habían dado en el escenario?¿Qué demonios le pasaba a Candy?”
-
No dices nada ¿Eh? – continuó Candy
cada vez más enojada ante el silencio del joven que parecía darle la razón tácitamente
– Si pensabas que iba a abrirte las puertas de mi alcoba sólo para que pases
un buen rato te equivocas, Terruce Grandchester. Tú y yo solamente tenemos un contrato.
-
¡Pues ahora sí que no te entiendo, Candy!
– respondió él con el enojo y la desilusión a flor de piel. Terry sabía
que una vez que la ira se apoderaba de él siempre terminaba haciendo y diciendo
cosas que no sentía, pero en esos momentos era ya demasiado tarde para
detenerse – Primero me dices avanza, luego detente, luego te entregas y al
rato me rechazas ¿De qué se trata todo esto? ¿Quieres volverme loco? ¿Acaso
solamente querías probarte si podías excitarme? ¡Pues felicidades, en verdad
lo lograste! – le gritó él a su vez, su voz resonando en la oscuridad del
salón.
-
¡Eres un sinvergüenza! – respondió la
joven también alzando la voz peligrosamente.
-
Ahora resulta que soy un sinvergüenza, tal
vez lo sea. Nunca he sido un santo y tú lo sabes, pero hace un rato eso no
parecía importarte a juzgar por tu reacción ¿Qué sucede, Candy?
¿Te complaces en jugar con mis debilidades pero luego decides que no soy
lo suficientemente honorable como para que me entregues tus favores? Pensé que
después de todos estos meses las cosas habían cambiado, pero veo que a fin de
cuentas solamente soy el pretexto que te salvó de Neil Leagan aceptando esta
ridícula patraña de un matrimonio falso - respondió él, arrepintiéndose
demasiado tarde de la amargura de su reclamo.
-
¡No sabes cuánto lamento haber aceptado
tu oferta, en ese momento!- contestó ella con igual resentimiento – Tal vez
hubiese sido mejor que me dejaras seguir mi destino en lugar de vivir esta
mentira cotidiana.
Los ojos de Terry se enardecieron aún
más con las últimas palabras de la muchacha. En un gesto mezcla de violencia y
rabia, el joven volvió a acercarse a Candy tomándola por los hombros sin medir
su fuerza. Por un segundo la muchacha temió lo peor.
-
Dime una cosa, Candy – dijo él acercando
su rostro hasta que su aliento quemó las mejillas de la joven-
¿Acaso hubieses preferido que ese malnacido te tuviera en su cama ? Tal
vez si consigo envilecerme como él aceptes mis caricias de buen grado ¿O tal
vez deba hacer lo que él sin duda haría si estuviera en estos momentos en mi
lugar,- los ojos de Candy,
brillaron bajo las luces de la chimenea y Terry pudo percibir en ellos el miedo.
¡No! Ese era el último sentimiento que él hubiera deseado jamás inspirar en
ella. Podía soportar su rechazo, pero no que ella le temiera. Instintivamente
el joven soltó los hombros de la muchacha y se alejó de ella. Candy, aún
abrumada por las emociones, no alcanzó a coordinar reacción alguna – No te
preocupes – añadió él dándole la espalda - mañana mismo salgo de gira y después de lo que ha pasado me
ha quedado bien claro que mis
sentimientos no cuentan. Olvida lo que me prometiste, sé bien que no viajarás
mañana conmigo.
Diciendo esto último, el joven salió
de la habitación sin cerrar la puerta tras de si. Candy, una vez sola, se
desplomó sobre el diván y lloró de desconcierto y vergüenza. No sabía qué
pensar. Mientras Terry la había sostenido con violentada fuerza, la mirada
llena de resentimiento y pasión al mismo tiempo, por un segundo había deseado
que él no se detuviera y al instante siguiente se había horrorizado de sus
propios pensamientos.
Tuvo miedo de
él, de sí misma y de lo que podría pasar si lo peor de cada uno seguía
fluyendo sin control. Las palabras
de Terry mientras él la acariciaba habían hablado sólo de deseo, pero si sus
oídos no la habían engañado, antes de salir el tono había cambiado:
“ . . .
me ha quedado bien claro que mis sentimientos no cuentan . . .”
A pesar del calor proveniente del
hogar un inexplicable escalofrío recorrió el cuerpo de Candy cuando su corazón
empezó a atormentarla con la idea de que se había equivocado.
En el pasillo, los pasos sigilosos de Sophie se perdieron en la oscuridad
sin que la joven se diera cuenta de que los sucesos de aquella noche no serían
ya más un secreto.
Las sedas de la cama estaban aún
revueltas aunque ya era bien avanzada la mañana. Todavía envuelta en su negligé
preferido y con los cabellos cobrizos aún sin acicalar Eliza Leagan volvía a
leer con sumo placer la carta que recién había recibido esa mañana. Habían
sido meses de frustración los que había tenido que vivir, esperando en vano
noticias de Sophie que realmente sirvieran de algo. Por instantes había dudado
ante la insistencia de su hermano que la apremiaba a ayudarle en un plan mucho más
violento, pero ahora que las cosas comenzaban a salirle bien se congratulaba
internamente por su paciencia y sagacidad.
No sólo tenía en sus manos el
relato de los secretos que los Grandchester habían sabido guardar tan bien por
todo ese tiempo, sino una contundente prueba escritas de puño y letra del mismo
Terruce. No podía pedir más. Cuando la tía abuela se enterara de aquello
seguramente el matrimonio quedaría anulado y sus planes iniciales para entregar
a Candy en manos de su hermano y apropiarse de la fortuna Andley volverían a
entrar en marcha.
Por quinta vez,
sus ojos repasaron las líneas enérgicas de la escritura de Terry que se
veían en algunas secciones ligeramente borrosas por las lágrimas que alguien
había vertido al leer la carta. Eliza se regocijaba adivinando quién había
llorado sobre las palabras de Terry.
Candice:
Anoche perdí la noción de los compromisos
adquiridos meses atrás y olvidé también mi condición de caballero. Cuando
entre nosotros convenimos contraer matrimonio con el único propósito de
librarte de Neil Leagan dejamos bien claro que la unión sería una mera
comedia. Ignoro en qué momento olvidé que había empeñado mi palabra en todo
esto.
Al principio pensé que la mejor manera de convivir
contigo en este año que hemos de pasar juntos era preservarme distante. Ahora
supongo que de haberme mantenido firme en esta primera resolución, los
bochornosos momentos que vivimos anoche no hubiesen pasado jamás. Lamento mucho
que mi descuido nos haya llevado a una situación tan desagradable para ambos.
Podría también decir que me arrepiento de mis
arrebatos, pero no de los sentimientos que los produjeron. Podría aquí hablar
de esos sentimientos, pero nunca he sido elocuente en los asuntos del corazón y
no he de serlo ahora cuando me ha quedado bien claro que mis pretensiones no son
bien recibidas por ti. Así pues, no temas que estas líneas digan nada al
respecto.
Quiero aclarar que no fui yo el único responsable
de las cosas que pasaron entre nosotros. Si tú no hubieses alentado mis avances
las cosas habrían sido distintas. Sin embargo, debí haber sido más
inteligente para leer en tu comportamiento un mero azoramiento ante lo
desconocido y no lo que yo aspiraba encontrar. Te pido disculpas por ello y te
prometo que no volverá ocurrir.
No debes temer que mi presencia te importune con
recuerdos de los momentos que para ti resultaron tan repugnantes, porque cuando
leas esta carta yo habré ya partido de gira. Cuando regrese a Nueva York te
aseguro que mi estancia en la casa será casi imperceptible y que no tendrás
siquiera la molestia de compartir la mesa conmigo. En seis meses más firmaré
la carta de divorcio como lo convenimos y podrás con ello recuperar tu libertad
sin temor a que tu familia te obligue a casarte con alguien que no deseas. Te
doy mi palabra que después de entonces jamás me volveré a cruzar en tu
camino. Mientras tanto, en lo que a mi concierne, este tema queda sellado y no
tengo ya ni intenciones ni deseos de abordarlo en lo futuro. Espero que sepas
respetar la distancia que deseo guardar, pues no me siento preparado para ser sólo
tu amigo.
Terruce G. Grandchester
Semejante prueba debía de ser suficiente para hundir a Candy, pensaba Eliza que únicamente lamentaba que su hermano se encontrara de viaje en esos días. Tendría que esperar hasta su regreso para contarle las buenas nuevas.