LA TRAMPA

Por Mercurio

  

CAPÍTULO 9

A la hora del crepúsculo

 

Las cortinas aún corridas impedían que la luz de la mañana irrumpiera en la penumbra de la recámara. Sophie había intentado entrar de nuevo a la alcoba para auxiliar a su señora en su toilette, pero una vez más la patrona la había indicado que no necesitaba sus servicios. Las cosas estaban así desde hacía varios días. Encerrada en su cuarto Candy apenas si tocaba bocado pasando los días en un aislamiento autoimpuesto. Los sirvientes comenzaban a preocuparse por  ese comportamiento tan desusual en la joven.

 

En el interior de la habitación, las tostadas francesas y la leche continuaban intactas, enfriándose irremediablemente sobre una mesa.  La muchacha, aún sin acicalarse a pesar de que era ya tarde, estaba sentada con los pies subidos sobre el diván de terciopelo, mientras que en un gesto ausente perdía la mirada en el vacío. El cabello caía en desorden sobre la espalda sin que a la joven pareciera importarle. Con la barbilla hundida en las rodillas,  Candy mentalmente repasaba de nuevo la carta que Terry le había dejado y que había ya memorizado palabra por palabra.

 

“Podría también decir que me arrepiento de mis arrebatos, pero no de los sentimientos que los produjeron,” versaba la carta, y con esas palabras Candy comprendía al fin que el corazón de Terry había estado en cada beso y caricia que ambos habían compartido. Amargamente, ella había fallado en leer lo que era tan obvio.

 

Sin embargo, la joven conocía a Terry lo suficiente como para entender que cualquiera que hubiese sido el grado de afecto que él sentía por ella, lo sucedido aquella noche había sido lo bastante bochornoso como para asegurarle que él no volvería más a intentar una reconciliación. Lo había rechazado de la peor manera y ahora no podía esperar que él estuviese dispuesto a perdonarla. ¡De ninguna manera! Terry, siempre tan altivo y rencoroso, no era de los que podían olvidar una humillación semejante. Sus palabras eran más que directas.

 

“Podría aquí hablar de esos sentimientos, pero nunca he sido elocuente en los asuntos del corazón y no he de serlo ahora cuando me ha quedado bien claro que mis pretensiones no son bien recibidas por ti. Así pues, no temas que estas líneas digan nada al respecto.”

 

-         Lo he perdido definitivamente – se decía la chica mientras los ojos se le llenaban de lágrimas recordando las sensaciones vividas la noche anterior. Podía aún sentir el intenso placer de la entrega a las apasionadas caricias del joven.

 

Todo había sido a la vez repentino y nuevo,  intimidante e irresistible. El encuentro ansioso del cuerpo contra el cuerpo, el toque nervioso de unas manos que acariciaban y estrujaban al mismo tiempo, los besos buscando la línea del escote; cada contacto se le había revelado como parte de un nivel de sensualidad que ella nunca había imaginado posible. El sólo pensar que ese universo de sensaciones habia tenido su origen no en un simple capricho, –como ella había temido- sino en un amor verdadero le hacía sentirse miserable.

 

Hasta el recuerdo de aquellos ardores venía ahora cargado con la amargura de saber que sus miedos y recelos habían terminado finalmente por apagar su última oportunidad de reconciliación con él

 

¡Terry! He sido una estúpida – se seguía diciendo la muchacha una y otra vez en la soledad de su cuarto. Las lágrimas eran totalmente inútiles en casos como aquellos, pero aún así insistían en hacer su aparición constantemente y sólo cesaban cuando volvía a dormirse.

 

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Dolido es decir poco. Amargamente resentido tal vez fuera un término más preciso para expresar el sentir de Terry la mañana en que había dejado Nueva York. No era todos los días que soltaba las riendas de su autocontrol exponiendo sus debilidades para acabar siendo rechazado de una manera tan incomprensible. Por más que le daba vueltas al asunto no conseguía entender el comportamiento contradictorio de Candy ¿Por qué había respondido a sus avances para después lastimarlo así?

Era irónico que una criatura usualmente tan dulce y amable con todo el mundo se ensañara con él de esa manera. Terry se sentía la parte agraviada y como solía hacer siempre que se sabía herido, su primera reacción había sido el alejarse de quien le había causado dolor. Era una reacción refleja, un intento de proteger lo poco de dignidad que le quedaba. Por eso había tomado la resolución de volver a distanciarse de Candy, esta vez definitivamente.

La gira le venía de perlas para sus propósitos. Después, cuando regresara a casa, no caería en la trampa de esa engañosa sonrisa para sólo hacer el ridículo nuevamente. Estaba decidido. Sacaría a Candy de su vida de una vez y para siempre.

En medio de aquellas acres cavilaciones Terry había pasado los últimos días. Ahora estaba de nuevo en otra estación del tren esperando impacientemente la salida hacia su siguiente destino. Conforme pasaba el tiempo su mal humor iba empeorando.

Sin darse cuenta, Terry tamborileaba los dedos sobre el descanso de su asiento. Su irritación iba en aumento ¿Acaso el maldito tren no planeaba salir nunca? Cuanto más quería dejar de pensar en ella, más inquieto se sentía y el tren idiota que no se movía no ayudaba en nada a distraerlo.

El vagón entero estaba reservado para la compañía Stratford. Al menos eso le evitaba el disgusto de tener que encontrarse con alguna molesta admiradora pidiendo autógrafos. Para mayor privacía había corrido las cortinas de la ventanilla y cerrado los ojos para tratar de dormir ¡Nada! Su mente se empecinaba en volver al mismo lugar.

De repente el vagón comenzó a sacudirse. Al fin partían y curiosamente la tan esperada salida solamente lo hacía sentir más angustiado. Intentando calmar su hastío el joven corrió las cortinas para ver a la multitud que el tren iba dejando atrás con paso macilento.

La gente, abrigada con todo lo posible, se apretujaba en el andén bajo el intenso frìo invernal. De repente, Terry distinguiò en la multitud a una mujer rubia, joven y de ojos verdes. El hombre sintiò que se le hacìa un nudo en la garganta. Haciendo un esfuerzo por mirar detenidamente, Terry abrió por completo la ventanilla y siguiò a la mujer con los ojos.

- No, no podría ser ella- pensó burlándose de su repentina ingenuidad - Es bonita, pero tiene el cabello lacio y sus labios no son de ese color coral encendido. De sólo recordar como se fueron entreabriendo bajo mis besos y ese sabor de su boca . . . . .¡Alto! ¡Qué demonios estoy haciendo! - se recriminó él volviendo a cerrar la cortina aún más disgustado consigo mismo.

Mientras el tren salía de la ciudad Terry intentaba concentrarse leyendo algunos libretos que Robert le estaba sugiriendo para la siguiente temporada. Sin embargo, parte de él insistía en seguir en Nueva York. No entendía por qué, pero a pesar de lo enojado que seguía estando con Candy una extraña preocupación empezó a acomodársele en el corazón y no lo dejó durante toda la jornada

 

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Si había una persona a quien recurrir en momentos como aquellos, esa era Albert, pensaba Candy  al tiempo que recorría de nuevo los pasillos del Country Club. Recordaba claramente la secreta alegría que había sentido la última vez que había estado en aquel lugar acompañada de Terry. Las  cosas eran ahora tan diferentes. Estaba ahí intentando encontrar a su antigüo consejero de la infancia, alentando en el corazón la ilusión de que él la ayudaría a ver una solución para aquel problema que parecía imposible de sortear.

 

La muchacha avazó con paso decidido por los salones sin prestar atención a las miradas de los miembros que la reconocían a su paso. Los elegantes decorados del club pronto quedaron a sus espaldas  dando lugar a los amplios espacios de los jardines y las caballerizas. El corazón de Candy latió con fuerza cuando se encontró frente a frente de Sultán que la miró con sus enormes ojos negros, recordándole irremediablemente el día en que Terry la había retado a una carrera.

 

-         Buenos días ¿Desea montar a Sultán, Sra. Grandchester? – preguntó la voz de uno de los caballerangos y Candy se volvió inmediatamente para hablar con él.

-         Buenos días – respondió ella con su acostumbrado aire afable- No estoy de humor para montar realmente, pero me gustaría hablar con uno de ustedes, su nombre es Albert y es amigo mío.

-         ¿Albert? – preguntó el hombre frunciendo el ceño – Me temo que él ya no trabaja con nosotros, señora.

-         ¡No puede ser! – exclamó Candy frustrada – Si apenas hace unas semanas estuvimos aquí con él . . . mi esposo y yo.

-         Renunció el viernes pasado.

¿Le comentó lo que haría al dejar este trabajo? – indagó ella sabiendo de antemano que la respuesta a su pregunta sería negativa.

-         Lo siento señora, su amigo, si me lo permite, es algo raro y reservado. Figúrese que nunca supimos siquiera su apellido. Se fue tan rápido y silenciosamente como llegó.

-         Sí, es muy típico de él hacer esas cosas – contestó ella con un suspiro -  Yo tampoco he sabido nunca su apellido y eso que somos los mejores amigos. Supongo que tendré que esperar hasta que vuelva a encontrármelo.

 

Con una sonrisa, mezcla de simpatía y comprensión, el caballerango se disculpó para retirarse y Candy tuvo que regresar sobre sus pasos sin haber conseguido su propósito ¿Qué hacer ahora que las cosas entre ella y Terry parecían haber llegado a un fin inminente? No sería Albert quien le diera una respuesta para su problema. Tendría que arreglárselas sola.

-         ¡ Cómo quisiera encontrar al menos un lugar muy amplio por el cual poder caminar en libertad para intentar aclarar mis pensamientos! – se dijo ella mientras perdía la mirada a través de la ventanilla del auto. Solamente podía ver asfalto y edificios uno junto al otro. De repente una mancha color terracota interrumpió la monotonía urbana - ¡Harry! ¡Detén el auto por favor!

 

Segundos más tarde el auto se detenía y la joven se apeaba.  El chofer pareció alegar por unos instantes con su patrona, pero ella acabó convenciéndolo que no podía correr peligro alguno en un lugar tan público como Central Park.

 

-         Vamos, Harry,  solamente daré una pequeña caminata por unos minutos. Es una tarde increíble para ser diciembre. No sería bueno desperdiciarla bajo techo. – regateó la joven como si fuera una niña pequeña pidiendo permiso a su padre –  El parque está lleno de gente. Seguramente no creerás que algo pueda pasarme cuando hay  tantas personas por todas partes.

 

Sin poder alguno contra la insistencia de la joven, Harry cedió pronto y Candy se encaminó sola hacia una de las veredas del parque. Efectivamente, Central Park se hallaba poblado de todo tipo de paseantes aquel viernes por la tarde en que el sol había terminado por derretir el hielo de los días anteriores dejando ver los tonos cafés del pasto quemado y los árboles desnudos enverdecidos por la humedad del musgo que cubría sus troncos. Era sin duda un bello día invernal, pero la joven estaba demasiado preocupada para disfrutarlo.

 

En su cabeza volvía a repasar los eventos de los últimos meses, e incapaz de pensar en cada momento vivido junto a Terry sin sentir una enorme tristeza, terminó por detener su marcha para sentarse en una banca al pie de la vereda.  Si los recuerdos del colegio habían sido imposibles de olvidar antes, ahora todas las memorias de haber vivido con Terry marcarían sin duda su corazón para siempre. El sentimiento de desesperanza en su corazón le oprimía el pecho.La madera estaba aún algo húmeda por el deshielo, pero Candy pareció no percibirlo, como tampoco sintió los pasos leves de una anciana que después de un rato se sentó junto a ella.

 

Una ardilla se aventuró fuera de su escondrijo en una búsqueda desesperada por lo poco que había disponible para comer. La joven siguió al animalejo con la mirada adivinando que ambas compartían un desaliento similar. Un suspiro se escapó de sus labios llegando hasta los oídos de la vieja que la observaba en silencio.

 

-         ¿Es buen mozo?-  preguntó la vieja casualmente sorprendiendo a Candy con el hecho de no estar sola como creía.

-         ¿Perdón? ¿Me dijo algo, abuela? – preguntó la muchacha intrigada volviéndose hacia la viejecita que estaba cubierta hasta la nariz con una bufanda negra de punto muy grueso.

-         Pregunté si él es buen mozo – repitió la vieja con tono tranquilo.

-         ¿Buen mozo? ¿A quién se refiere? – indagó la muchacha aún sin entender.

-         ¡Pues quién habría de ser, niña!  El hombre por el que suspiras de ese modo.  No me digas que no se trata e un hombre porque tengo demasiados años como para que una chiquilla como tú me engañe – replicó la mujer provocando el sonrojo en Candy.

-         No, abuela, no se equivoca usted – repuso la joven sonriendo levemente y bajando los ojos cuando se hubo repuesto de la sorpresa que le había causado la perspicacia de la anciana – Es un hombre en quien estoy pensando y sí, es muy buen mozo. A veces pienso que demasiado.

-         Esos son los peores, hija – repuso la vieja pero luego añadió con un guiño – Sin embargo, Dios sabe que no podemos vivir sin ellos.

-         Y usted me lo dice, – replicó Candy con una sonrisita de frustración.

-         La cosa debe ser grave – continuó la vieja clavando su mirada oscura en la joven – Ni siquiera te has dado cuenta que la banca estaba mojada y se te ha olvidado ponerte guantes aún con este clima.

-         Bueno  . . .  nosotros . . .  discutimos . . . – replicó Candy pestañeando rápidamente. De repente no le importaba hablar de sus problemas con aquella anciana desconocida que vestía pobremente y miraba francamente.

-         Peleas de recién casados ¿No? – indagó la vieja alzando una ceja en un gesto ladino.

 

-         ¿Cómo supo que estamos casados? – preguntó la muchacha aún sin salir de su asombro ante aquella peculiar cualidad de la vieja para adivinar .

 

La anciana se rió nuevamente bajo la bufanda y solamente le hizo una seña con su mano para indicarle a la muchacha que había adivinado su condición civil por los anillos de bodas y de compromiso que llevaba en la mano izquierda. Candy sonrió de nuevo ante su propia simpleza.

 

-         Tu marido debe ser un hombre rico, a juzgar por el tamaño de ese brillante –continuó la mujer – Eso es fácil de adivinar, pero lo que no puedo decir con sólo mirarte es si él merece o no el cariño de una criatura tan linda como tú. Eso solamente tú y él pueden saberlo.

 

-         Lo merece – contestó enseguida la joven – No es perfecto, pero es el mejor de los hombres para mi. Soy yo quien le he herido y ahora no sé qué hacer para que él olvide lo que pasó.

-         No te creo – replicó la mujer enfatizando su aseveración negando con la cabeza de manera decidida.

-         ¿Duda que él merezca  mi cariño?- preguntó Candy confundida.

-         Ya te dije que eso sólo puedes saberlo tú. Lo que no te creo es que tú seas la única responsable de la riña que tuvieron. Si tú le heriste debió haber sido por una razón ¿Me equivoco?

 

La muchacha no supo qué responder. Se quedó pensando un momento, tratando de recordar los sucesos de aquella noche “Si tan sólo él se hubiese sincerado conmigo antes de . . . si él me hubiese dicho que me ama, las cosas hubieran sido muy distintas,” se dijo la joven mordiéndose los labios.

 

-         ¿Me equivoco? – repitió la anciana sacando a la joven de sus pensamientos.

-         No, abuela, no se equivoca. Fue algo que él hizo . . .  o más bien algo que dejó de hacer lo que me provocó. Sin embargo, no creo que sea excusa suficiente para disculpar mi comportamiento. Le dije cosas que él no se merecía. Lo peor de todo es que esta no es la primera vez que sucede algo así. No sé lo que me pasa con él, siempre termino perdiendo el control y saco lo peor de mi misma.

-         Eso suele suceder con las personas que más amamos, hija – sentenció la vieja, – sobre todo cuando aún no se ha llegado a abrir el corazón por completo.

-         Pero yo le quiero con todas mis fuerzas – protestó la joven y la vieja no pudo evitar sonreir ante su vehemencia.

-         No lo dudo, pero aún guardas dentro de ti cosas que no te has atrevido a decirle . . . imagino que lo mismo le pasa a él. Mientras la situación siga así, ambos continuarán discutiendo y lastimándose. Ten cuidado, hija, ese camino sólo lleva a la desdicha. Muchos grandes amores se han hecho trizas de esa forma.

-         ¿Qué puedo hacer, abuela? – preguntó Candy con la desesperación patente en su acento.

-         Armarte de valor, niña, y decirle todo eso que escondes y que aún te separa de él. No esperes a que él de el primer paso. Esas tonterías son para los días del cortejo, no para el matrimonio. Ahí no cuenta  quien es el que se rinde primero, sino rendirse antes de quebrarse ¿No lo crees?

-         Creo que tiene razón – asintió la muchacha sonriendo más abiertamente ante los ojillos oscuros y vivaces de la vieja.

-         Así te ves más linda, sin esa tristeza en la mirada – dijo la mujer respondiendo a la sonrisa de la joven – Ahora te dejo, porque aunque tú no pareces sentir que la tarde está enfriando mis viejos huesos no pueden ignorarlo.

 

 

La vieja se levantó apoyándose en el bastón negro que llevaba  consigo y a Candy le pareció que tenía un talante jovial a pesar de sus años.

 

-         Gracias por sus consejos, abuela, trataré de hacer lo que me dijo.

-         Oh, no me tomes muy en serio, hija, pero harás bien en intentar llegar a un mejor entendimiento con tu marido y recuerda algo más, – añadió la anciana con un gesto de su dedo índice- habla todo lo que sea necesario, pero después asegúrate de que lo pactado se selle como debe de ser.

-         ¿Cómo, abuela? – preguntó  Candy intrigada mientras veía que la vieja empezaba a alejarse.

-         ¿Cómo más va a ser, muchacha simple? – rió la mujer sin detenerse - ¡En la alcoba, claro está!

Candy no pudo evitar sonrojarse. Hubiese querido decir algo para retener a la anciana, pero ésta se encontraba ya en su camino y la muchacha estaba aún buscando el modo de sobreponerse a las imágenes que las últimas palabras de la vieja habían despertado en su mente.

 

 

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La paciencia nunca había sido una de las escasas virtudes de Neil Leagan.  Su hermana le había asegurado que el plan que ella había trazado no podía fallar. Sophie era la madre soltera de un niño pequeño y enfermizo que probablemente no llegaría nunca a la edad adulta. Esta circunstancia le había permitido a Eliza convercer a la mucama para que fuera la espía que tanto necesitaba. Si sus sospechas eran correctas, bastarían unas cuantas semanas para que Sophie pudiera descubrir lo que había detrás de la sorpresiva boda de los Grandchester.

 

Sin embargo, las primeras semanas habían pasado sin que hubiese información relevante que en realidad sirviera para instrumentar una venganza.  Neil no iba a quedarse con las manos cruzadas. Consciente de que su hermana no aprobaría sus métodos, el joven se había encargado por cuenta propia de tomar ciertas medidas que le permitirían cobrar sus cuentas pendientes en caso de que los planes de Eliza no funcionasen. Tres semanas después de la boda había contratado un grupo de profesionales para mantener vigilada la casa de los Grandchester.

 

Si la ocasión se daba, no vacilaría en tomar por la fuerza aquello que se le había negado. En cierta forma, la idea de imponerse violentamente y humillar con ello a quienes antes lo habían humillado era mucho más atractiva para él que una venganza elegante y elaborada como Eliza quería. Desafortunadamente para Neil, sus planes no habían corrido con mejor suerte que los de su hermana. Terruce había sido más precavido de lo que Neil se había esperado manteniendo sobre Candy una vigilancia cotidiana. La casa estaba vigilada las veinticuatro horas y la joven señora Grandchester no salía nunca sola.  Los espías que Neil mantenía habían tenido que ser cambiados constantemente, por temor a que los vigilantes de Grandchester terminaran por reconocerlos.  Lo último que Neil deseaba era que uno de sus hombres fuera aprehendido y terminara delatándolo.

 

Una sola vez habían estado a punto de conseguir lo que Neil quería. Candy había salido sola aventurándose por una zona poco transitada de la ciudad –según tenía él entendido- pero antes de que el hombre asignado para seguirla hubiese podido hacer algo para plagiarla, la muchacha había conseguido escapar en un autobús. El espía había sido despedido, claro está, pero la ocasión no se había vuelto a presentar. A partir de entonces la siempre constante presencia del chofer de los Grandchester había arruinado todas las posibilidades de hacer un trabajo limpio. Aún peor, Terruce había logrado reconocer a uno de los hombres y la policía lo había identificado como un delincuente fichado gracias a la descripción que el joven había dado del individuo. Neil tuvo que actuar rápidamente sacando del país al hombre en cuestión.

 

En suma, después de seis meses nada parecía estar funcionando. Era el momento de intentar un trabajo sucio, aunque se tuviera que sacrificar una que otra vida. Si todo salía como lo planeaba, pronto su obsesión por Candy sería cosa de la historia. Por las noches, se complacía en elucubrar las torcidas fantasías que saciaría por completo cuando pudiera ultrajarla a placer. Después la humillaría aún más dejándola a merced de los hombres que había contratado para ayudarle. El tan sólo imaginar el dolor y la deshonra de Grandchester cuando se enterara de lo ocurrido lo llenaba de la alegría más oscura que puede sentir un hombre.

 

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La tarde se había nublado de súbito y de nuevo parecía que el frío invernal recrudecía. Los paseantes que media hora antes habían poblado el parque empezaron a retirarse a sus casas  dejando las veredas prácticamente desérticas.  Candy había dejado la banca que  compartiera con la anciana y caminaba ahora sin rumbo fijo a lo largo de la arboleda desnuda de hojas.

En su mente resonaban las palabras de la anciana y se preguntaba si en verdad encontraría el valor necesario para confiarle a Terry todos esos miedos, celos y rencores que había estado guardando para sí por tanto tiempo. Miraba hacia dentro y se avergonzaba de sí misma. Irremediablemente las lágrimas volvieron a acudir a sus ojos que bajo la luz gris de la tarde se habían tornado de un verde manzana.

El viento empezó a soplar obligándola a ocultar las manos en los bolsillos del abrigo azul oscuro que llevaba puesto y por primera vez en la tarde comenzó a pensar que era ya hora de regresar a donde el chofer la esperaba.


“Si no regreso pronto, el pobre Harry se va a morir de frío en ese auto” pensó volviendo sobre sus talones, empezando a apretar el paso.

La muchacha pasó frente de la banca en que había estado sentada una hora antes y continuó su camino más allá. En el horizonte, el sol comenzaba a ponerse. Ni un paseante más alrededor quedaba, salvo . . . . . salvo aquel hombre con el sobretodo gris oscuro que estaba de pie unos metros más adelante.

Una especie de extraño presentimiento cruzó por el corazón de la joven al pasar junto aquel hombre ¿Qué podía hacer un hombre solo en medio de Central Park, así de pie, como si esperara a alguien o a algo en una tarde fría como aquella?

“Otra vez tus delirios de persecución,” se dijo la muchacha tratando de calmarse , “seguramente ese hombre también estará pensado qué hace una mujer como tú, sola en una tarde fría como esta.”

Los pasos de Candy podían escucharse en la soledad de los adoquines, y para su sorpresa pronto  percibió que otros pasos los acompañaban de cerca. La muchacha caminó más de prisa sólo para constatar que el hombre ahora la seguía de con paso más apresurado.

Aquello era demasiada coincidencia. Candy entonces se dio cuenta de que era hora de sentir miedo y de correr y así lo hizo. El hombre corrió tras ella. Desgraciadamente esta vez no había autobús que llegara a la esquina a su rescate. La única vía de escape era correr directo a la salida del parque, pero las zancadas del hombre eran más rápidas que las de ella.



Lo siguiente que sintió fue la mano del hombre asiéndola fuertemente de un brazo, mientras que con la otra lograba desviar el golpe que ella intentó plantarle con su bolsa.

-       Quieta, señora, no seré yo quien le haga daño si coopera conmigo,- dijo el hombre apresándola violentamente.


-       ¡Suélteme! - gritó la joven sintiendo que sus peores pesadillas comenzaban a volverse realidad.


-      ¡Quieta, he dicho!  gruñó el individuo respondiendo a la resistencia de la joven con una sonora bofetada que enrojeció inmediatamente la mejilla blanca de Candy  dejando a la joven parcialmente sin sentido.



Viendo que la joven no representaría problema alguno por un rato, el hombre procedió a levantarla hasta colocarla sobre uno de sus hombros. Tenía que actuar de prisa para llegar al carruaje que tenía preparado. La soledad del lugar era perfecta.

Con pasos algo alentados por el peso de la joven que llevaba cargando, el hombre se abrió paso entre los árboles hacia el sitio donde había dejado su transporte. Finalmente, después de andar un rato, pudo divisar los caballos y el angosto carruaje negro.

“Este negocio será más fácil de lo que todos me dijeron,” pensaba el hombre. En aquella soledad, hubiese inclusive podido darse un lujo extra con la muchacha, pero el que pagaba había sido bien claro en que él tendría a la mujer primero y que ya después los demás podrían disponer de ella.

El hombre abrió la portezuela y depositó a la muchacha en el asiento,   pero cuando estaba aún en el proceso de atar a la joven inconsciente, el inconfundible click de un gatillo chilló justo frente a su oreja.

-    Levanta las manos muy lentamente, -  dijo una voz profunda - y date vuelta con mucho cuidado, maldito malnacido.

El hombre no dijo nada, sólo obedeció en silencio las indicaciones de quien tenía a las espaldas.  Aún entre las brumas de la semi-inconsciencia, Candy comenzó a abrir los ojos y pudo ver cómo detrás de su atacante Harry apuntaba a la nuca del hombre con un revólver que ella nunca antes le había visto portar.

La cabeza aún le dolía por el golpe que le había dado el mercenario y apenas pudo entender lo que sucedía. Sin embargo, el aturdimiento se disipó cuando se dio cuenta de que el hombre había reaccionado rápidamente atacando a Harry con un puñado de un polvo extraño que había conseguido sacar de su bolsillo cegando al chofer momentáneamente.

El forcejeo entre ambos hombres no se hizo esperar y Candy se dio pronto cuenta de que el raptor  también estaba armado y que era un oponente mañoso y fuerte, aunque Harry lo aventajaba en talla.  Mientras ambos hombres luchaban la muchacha se liberó de las sogas con que el maleante había comenzado a atarla. Sin perder detalle de la pelea entre los hombres, Candy se dio cuenta de que el revólver de Harry se encontraba tirado en el pasto.

 

Los hombres continuaron peleando cuerpo a cuerpo y propinándose golpes sin que ninguno de ellos pudiera tener tiempo de usar arma alguna. El corazón de Candy latía presa del miedo y el desconcierto ¿Qué hacer? No había nadie a quien recurrir por ayuda. ¿Debía acaso huir ahora que podía hacerlo?

  

Un disparo, el olor de la sangre fresca, la oscuridad cada vez más densa pues el crepúsculo había llegado a su fin, un grito de dolor  ¡Era la voz de Harry! El segundo siguiente Candy se vió a sí misma asiendo el revólver que estaba tirado y apuntando al hombre que la veía entre sorprendido y divertido. Harry estaba en el suelo.

 

Candy no podía ver el rostro del hombre, pero sintió que dudaba. Él también tenía un arma. Las manos de Candy temblaban.

 

-         Vamos, señora. Deje esa arma – dijo el hombre con voz ronca, pero aún así ella no bajó la guardia.

-         ¡No se mueva! – gritó ella y no reconoció su voz en aquella especie de grito, mezcla de miedo e ira.  

-         Créame, señora, no es personal, pero yo tengo que acabar este trabajo – dijo él y Candy escuchó el click del gatillo de él.

 

La vida de Candy pasó ante sus ojos en un segundo. Sus dos madres en aquel lejano rincón entre las montañas, los niños, Albert y su amable sonrisa, Annie y ella corriendo entre las flores silvestres . . .Terry . . .Neil. No quería ni pensar en lo que podría pasarle si caía en las manos de él. Prefería morir en ese mismo lugar.

 

Unos pasos y unas voces hirieron entonces el silencio entre los árboles ensombrecidos. El hombre desvió la mirada hacia la dirección de donde venían las voces por una fracción de segundo. Entonces un disparo más hirió la noche. Silencio . . . voces de nuevo que parecían llamar a Harry. Las piernas de Candy no pudieron ya más sostenerla. La cabeza le daba vueltas ¿Acaso alguien la llamaba señora Grandchester? Candy no pudo saberlo ya. Había perdido el sentido.

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¡Qué gira de mil demonios estaba teniendo la compañía Stratford! No sólo los caminos estaban en pésimas condiciones debido a las nevadas recientes, lo cual retrasaba las salidas de los trenes haciendo las jornadas insoportables, sino que Terruce había escogido las fechas navideñas para estar en el peor de sus humores, y tratándose de él se podía decir que era realmente un humor de los más negros posibles.

 

Robert Hathaway estaba acostumbrado ya a los desplantes de temperamento y los altibajos de su joven pupilo, pero sentía que esta ocasión las cosas estaban ya rebasando los límites de la tolerancia de su grupo. El joven se había quejado acremente de todo y de todos, había maltratado a más de un reportero y había explotado en varias ocaciones cuando las condiciones de los teatros que visitaban no eran las que él esperaba. Robert pensó que tenía que hablar con Terry y poner los puntos sobre las íes si quería que la gira llegara a buen término. Así pues, la noche que la compañía había tomado para descansar antes del siguiente viaje de Pittsburg a Iowa, Hathaway se armó de valor para hablar con Terruce.

 

Con gesto decidido el actor tocó la puerta de la habitación en que Terry se hospedaba.  Por un rato no hubo respuesta y Robert pensó por un segundo que tal vez Terruce había finalmente decidido salir del cuarto de hotel para estirar las piernas. Sin embargo, momentos después una voz poco amable respondió con algún juramento exigiendo que no se le molestara. No había duda, Terruce seguía en su cuarto y con el peor de los genios.

 

-         Abre, Terruce, soy yo, Robert – contestó el hombre. Otra vez silencio fue lo único que obtuvo por un rato, pero antes de que Hathaway insistiera de nuevo los cerrojos comenzaron a abrirse.

-         Pasa, Robert – repuso el joven desde adentro y Hathaway supo inmediatamente por el marcado acento británico que Terruce dejaba traslucir, que el joven había estado bebiendo. Eso era una clara señal de que las cosas estaban peor de lo que se imaginaba.

 

 

Cuando Robert entró al cuarto el olor a tabaco y whisky que impregnaba el aire le recordó el ambiente de los bares de Greenwhich Village. La ropa, sucia y limpia,  se encontraba por todos lados – cosa desusual en Terruce que regularmente era un hombre pulcro-, la cama estaba deshecha, pero el huésped estaba aún vestido. Definitivamente, las cosas estaban mal y el contraste era fuerte porque en los meses posteriores a su boda el estado de ánimo del actor había sido, si no bueno, por lo menos reposado.

-         Tú dirás, Robert, – dijo Terry desplomándose en un sillón cerca de la mesa donde descansaban una botella y un cenicero repleto de colillas de cigarro.

-         Estoy algo preocupado por ti, Terruce – contestó el hombre sentándose a su vez en un sofá cercano – Es claro para todos que has estado algo tenso desde que comenzamos la gira.

 

Terry, recargando la cabeza sobre el borde del respaldo se carcajeó por un rato. Su risa transpiraba ese acostumbrado cinismo que Robert conocía de sobra.

 

-         ¿Algo tenso? – preguntó el joven irónico. – Es una linda manera de decir que he sido un patán con todo mundo – dijo Terry reclinando su cuerpo displicentemente sobre el respaldo del sillón y estirando sus piernas cual largas eran.

-         Nunca dije eso – replicó el hombre percibiendo que a pesar de estar bebido el joven no estaba aún borracho – Sin embargo, te mentiría si te digo que ha sido un placer trabajar contigo en los últimos días.

-         No tienes por qué suavizar las cosas, Robert, – contestó Terry mientras volvía servir más whisky en su vaso para luego, blandiendo la botella en el aire, invitar a Hathaway a beber con él.

 

Pensando que la conversación era ya por sí sola bastante escabrosa estando sobrio, Robert rechazó la oferta del joven con un gesto y luego se animó a proseguir

 

-         Tú bien sabes que yo, más que nadie, siempre he estado de tu parte, pero creo que en estos días . . .sinceramente . . . has rebasado los límites.

-         Entiendo que estés preocupado por el grupo y por la gira . . . yo no tengo excusa, – admitió Terry negando con la cabeza mientras se despejaba la cara del cabello que le caía sobre la frente – La gente no tiene la culpa de que mi vida sea un desastre, pero eso ya debes saberlo. Yo soy siempre un desastre encarnado.

-         No deberías hablar así- le interrumpió el actor – ¿Te has puesto a pensar cuántos se morirían por estar en tu lugar, Terruce? ¡Mírate! Tienes a penas veintiún años y la gente abarrota los teatros para verte. Tienes dinero, fama y sobre todo talento. Claro está, a veces el talento conlleva un temperamento difícil. Tan sólo te hace falta aprender a controlar tus altibajos emocionales, muchacho.

-         ¡Control! – exclamó Terry abriendo los brazos - ¡Ese precisamente es mi problema! No sabes cómo me he estado odiando en estas dos últimas semanas. Si pudiera dejar de comportarme como el animal que soy, entonces tal vez vería las cosas un poco más en claro y tú y yo no estaríamos teniendo esta conversación.

Hathaway se quedó mirando a su colega más intrigado que nunca. Sabía que el mal humor de Terry debía de tener una razón bien definida, pero nunca se había imaginado que el joven estuviera pasando por aquella extraña depresión explosiva por causa de un sentimiento de culpa.

 

-         No sé por qué presiento que tus inconformidades con los tramoyistas y el apuntador tienen su origen fuera del escenario ¿Me equivoco? – preguntó el hombre comenzando a encontrar la senda por dónde divagaban los pensamientos de Terruce – Dime una cosa, hijo ¿Tuviste una pelea con tu esposa antes de salir de Nueva York?

 

El rostro del joven se puso gris de un golpe. Hathaway supo que había dado en el clavo. Tenía suficiente experiencia en la vida como para haberse dado cuenta de que Terry le profesaba a su esposa una pasión fervorosa que a veces rayaba en la obsesión.  Cuando se había enterado de las inesperadas nupcias de su estrella juvenil con una rica heredera no había sabido qué pensar. Casarse por una fortuna, sobre todo cuando acababa él mismo de recibir una herencia propia, no era ni lógico ni del estilo de Terry.  Finalmente, al conocer a Candy y observar a la pareja, Hathaway había podido leer que entre ambos jóvenes había una corriente particular, tan extraña como intensa. No, definitivamente no había sido un matrimonio por mera conveniencia económica y social. Todo lo contrario, Terry transpiraba por los poros una devoción hacia la muchacha que a veces parecía angustiante. Siendo el hombre temperamental que era, no resultaba extraño que los arranques de mal humor de los que había hecho gala últimamente tuvieran su origen en un problema conyugal.

   

Terry se quedó mudo por unos momentos.  Robert podía ver claramente cómo se esforzaba en controlar las emociones que su certera pregunta había dejado al descubierto.

  

-         No es lo que piensas,-  dijo el joven al fin- Es mucho más complicado. Conmigo todo tiene siempre que ser más complicado,- añadió luego con una mueca que era más bien una burla a sí mismo – A veces pienso que estoy maldito o algo así, porque alejo todo lo bueno que hay en mi vida irremediablemente.

-         No lo creo. A mi me parece más bien que estás teniendo un ataque de autocompasión. Estoy seguro de que sea lo que sea que haya sucedido entre tú y tu mujer lo terminarán resolviendo en cuanto llegues de regreso a Nueva York. A veces la distancia que impone una gira ayuda a que ambas partes reflexionen.

 

 

Terry iba a contestar algo para hacerle entender a Robert que su problema no era de los que se arreglaban. Después de todo, estaba seguro que Candy no quería tener nada que ver con él y él por su parte no tenía la menor intención de rogarle. Sin embargo, la explicación se quedó en el aire porque el sonido del teléfono  lo interrumpió. Ambos quedaron en suspenso. Hathaway  esperaba que Terry se levantara a contestar la llamada, pero el muchacho sólo se movió para volver a servirse más whisky.  El teléfono siguió sonando insistentemente. Sin que nadie se decidiera a atenderlo, el aparato continuó campaneando en medio del silencio pues ninguno de los dos hombres se aventuraba a decir palabra.

 

-         ¿No vas a responder?  preguntó Robert finalmente,  a lo que el joven contestó con un encogimiento de hombros. De ese modo, el teléfono siguió sonando unas cuantas veces más, hasta que finalmente el que llamaba se cansó de esperar. 

-         Podría haber sido algo importante,-  apuntó Robert cuando hubieron quedado en silencio.

-         Nada es importante,-  replicó Terry jugando con las bocanadas que salían de su cuerpo al exhalar el humo del cigarrillo.

-         ¡Me resisto a  verte así!-  contestó Hathaway comenzando a perder la paciencia con el cinismo de  Terry-  No creo que lo que haya ocurrido entre tú y . . .


El teléfono volvió a sonar. Ambos hombres se miraron nuevamente sin decir nada. Terry se colocó el cigarrillo en la comisura de los labios y alzó los ojos en señal de fastidio.  El ring del teléfono estaba  llegándole a la médula hasta que la irritación consiguió darle las energías necesarias para levantarse y contestarlo, más por fastidio que por preocupación de quién pudiera querer hablar con él.



-   ¿Si? - dijo el jovven con sequedad al levantar el auricular y Hathaway pudo observar que un segundo después la expresión de hastío de Terry daba lugar a una de alerta.
-   ¿Qué?- exclamó el jovenn dejando transpirar alarma en el monosílabo. Un silencio prolongado siguió y Terry se puso pálido como un papel.
-       p;¡¿Pero qué clase de idiota se deja convecer de esa forma?!- gritó el joven y la lividez dio lugar a un rubor producto del coraje - ¿Cómo está ella?-  fue la siguiente pregunta y el tono esta vez era de clara angustia.



Siguió de nuevo un largo silencio mientras Terry seguía escuchando a la persona del otro lado de la línea.  Hathaway no había visto a Terruce en semejante estado de exitación  y ansiedad ni siquiera el día del trágico accidente de Susannah Marlowe.



-       p;Está bien, está bien, -  apresuró el joven como interrumpiendo a su interlocutor en el teléfono. - Saldré esta misma noche para allá. Yo me encargo de levantar la demanda. . .  mantengan la casa vigilada y que ella no salga para nada hasta que yo llegue. . . sí . . . si.

Terry apagó el fuego de su cigarrillo sobre el mueble en que descansaba el teléfono, mientras se despejaba la frente de un hilo de sudor que había empezado a correrle por la sien. .  .De repente todo parecía estorbarle en medio de su nerviosismo.

 



-       p;¿Qué ha sucedido?  - preguntó Hathaway alarmado.  No me digas que nada porque no soy un idiota.
-       p;Trataron de plagiar a mi esposa, -  repuso Terry con gravedad.
-       p;¿Cómo es posible? -  exclamó Hathaway sorpendido. Si bien Terry y  Candy reunían juntos una considerable fortuna con sus herencias, nunca se le había ocurrido la posibilidad de que su riqueza los convirtiera en candidatos para ese tipo de violencias - ¿Crees que haya sido por un rescate?
-       p;No.  . . es una venganza,-  replicó Terry comenzando a  buscar su cartera entre las mudas de ropa que estaban tiradas en el suelo.
-       p;¿Una venganza?-  preguntó Hathaway desconcertado. Sabía que Terry tenía muy mal carácter, pero ignoraba que tuviera enemigos. En cuanto a Candy, no podía imaginarse quién querría hacerle daño a una criatura tan encantadora como ella.
-       p;Es una historia larga que te contaré alguna vez.

-               ¿Cómo está ella? – preguntó el hombre entonces.

-               Mi mayordomo dijo que bien, pero titubeó al hacerlo. No le creo – respondió Terry mientras se ponía el primer abrigo que encontró – Robert, , pero ahora,  Robert, comprenderás que en una situación como esta no puedo seguir con la gira ¿Podrías ver que se me remplace por el resto de esta semana?- preguntó el hombre colocándose el abrigo sin anudarse la corbata.
-       p;Por supuesto. No se diga más, Terry.

Robert Hathaway pensó que aquella era una muy bizarra conclusión para el conflicto de relaciones humanas en  la Compañaía Strafford.  El grupo descansaría de la explosiva depresión de Terry, pero era lamentable que fuese en circunstancias de tanta gravedad.

 

 

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¡Qué viaje! ¡Qué interminable viaje! Los trenes dilatados, las estaciones llenas, los boletos escasos y el corazón que le latía en mil recriminaciones. “Si me hubiese controlado, si hubiese actuado con la cabeza en lugar de comportarme como un lobo en celo . . .  ella habría venido conmigo a la gira . . . ella habría estado segura a mi lado.  . . ¡Todo, todo es mi culpa! . . . ¿Cómo pude ser tan estúpido?”

 

Siempre intenso en sus emociones, Terry no sabía sentir a medias nada. Si había que experimentar arrepentimiento tenía que ser del más amargo; si enojo,  entonces había que airarse y enardecer en rabia; si era odio, entonces odiaba irreconciliablemente; si de amor de trataba, había que amar de bruces y sin sosiego. Normalmente podía soportar la desgastante constumbre de vivir tan apasionadamente, pero experimentar tantas cosas contrarias a la vez lo tenía casi en los límites de su resistencia emocional. Tenía unos espantosos deseos de matar a Neil Leagan con sus propias manos, se odiaba a sí mismo por haber fallado a controlar sus impulsos y quería estar al lado de Candy en ese mismo instante. . . aunque en el fondo temía el encuentro imaginando que implicaría sin duda tener que sufrir el desdén de Candy.

 

 Las resoluciones amargas que él había expresado en su carta antes de salir de gira se habían desvanecido totalmente ante la noticia de que ella había sido atacada. Horas antes había estado odiándola por haberlo rechazado; pero ahora, mientras corría para estar al lado de ella, estaba seguro de que si Candy dejaba entrever la más ligera señal de esperanza él estaba de nuevo dispuesto a abrirle el corazón.  Sin embargo, acostumbrado como estaba a que la suerte le fuera esquiva, no se atrevía alentarse demasiado. De todas formas, el alma le ardía por volver a verla, aunque fuese solamente para sentir su rechazo. De  repente, lo único que importaba era que el tren se moviera más rápidamente.

 

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 Neil dejó que el mozo le ayudara a quitarse el abrigo sin siquiera moverse ¡Qué jornada inútil y decepcionante! Todavía no alcanzaba a creer la estupidez del hombre que había contratado. Había estado tan cerca de cumplir su objetivo y la oportunidad se le había escurrido de los dedo. Si tan sólo el muy inepto hubiera reaccionado más rápidamente seguramente ahora, en lugar de estar huyendo hacia Canadá,  el maleante tendría el dinero que deseaba y él estaría gozando de Candy hasta hartarse.

En  vista de lo sucedido habría ahora que proceder con mucho más cautela. La policía estaba ahora inmiscuída en el asunto haciendo que sus planes fueran, por el momento, demasiado peligrosos.  Tenía que esperar por un tiempo a que las cosas se enfriaran.

El mozo se retiró dejando que Neil respirara profundamente mientras sus ojos reconocían los detalles del gran salón principal de la mansión de Lakewood. Un sonido de sedas y encajes descendiendo de las escaleras le hizo volver de sus  lamentaciones para ver la imagen de su hermana que parecía sonreírle de la misma manera en que lo hacía cuando eran niños y urdían alguna mala pasada para alguien.

- Pensé que nunca volverías – dijo Eliza con los ojos brillantes de alegría – Tengo unas noticias   excelentes para ti, hermano. Pero tú comprenderás que no puedo contártelas aquí ¿Por qué no vienes a mi recámara?

- Me gusta ver esa mirada en tus ojos, hermanita. – repuso él comenzando a sentirse mejor al adivinar las posibles razones que Eliza tenia para estar tan optimista – Más vale que sea lo que me imagino.

 

Sin responder a su hermano, la mujer se dio vuelta indicándole con un gesto que la siguiera. Caminaron en silencio hasta la habitación de Eliza.  Neil se moría de impaciencia, pero había que proceder con cautela.

Una vez en la privacía de la recámara, la joven cerró la puerta y se dirigió a su secreter, sacando unos papeles del fondo falso del mueble en donde escondía todo aquello que quería resguardar de los ojos de la servidumbre pero que no podía tener en la caja fuerte de su padre.

-  Lee esto y después me dirás si nuestra Sophie hizo bien su trabajo o no – dijo ella saboreando su triunfo.

 

Neil tomó los papeles y se sentó a leer con calma lo que decían. Su expresión fue cambiando lentamente de hastío y excepticismo a una siniestra alegría.

 

Cuando entre nosotros convenimos contraer matrimonio con el único propósito de librarte de Neil Leagan dejamos bien claro que la unión sería una mera comedia.”  

 

Neil no daba crédito a lo que leía. No podía entender por qué Grandchester había hecho un trato tan absurdo con Candy cuando era claro que él aún se moría por ella.  Cabía la posibilidad de que ella no estuviera interesada en él, pero sólo un idiota hubiera dejado pasar la oportunidad de saciar el antojo en un despliegue de cabellorosidad como ese. Después de todo estaban casados y era el derecho de Grandchester . . . Sencillamente el tipo era un idiota.

 

Podría también decir que me arrepiento de mis arrebatos, pero no de los sentimientos que los produjeron. Podría aquí hablar de esos sentimientos, pero nunca he sido elocuente en los asuntos del corazón y no he de serlo ahora cuando me ha quedado bien claro que mis pretensiones no son bien recibidas por ti.”

 

Así que él sí había intentado algo, después de todo, pensó Neil confuso, pero ella lo había rechazado. El muy estúpido había aceptado la decisión de ella cuando estaba en su poder tomarla por la fuerza. Sencillamente no podía entender de qué madera estaba hecho Grandchester, pero en el fondo no le interesaba saberlo. Lo importante era que ahora tenía en sus manos una manera segura de vengarse de ambos y no sólo eso . . .

- ¿Te das cuenta lo que esto significa, hermano?- preguntó Eliza rompiendo el silencio

¡Por supuesto! Podremos anular el matrimonio en un dos por tres y Candy no tendrá más remedio que obedecer a la tía abuela – contestó Neil más contento como nunca.

- Y tú, claro está, saldrás a salvar la reputación de la familia casándote con ella. La tía abuela estará más que arrepentida de haber cancelado el compromiso contigo por casar a Candy con Terry y te agradecerá toda la vida que aceptes a la hospiciana después del escándalo de la anulación.

- Apenas puedo creerlo – dijo Neil riéndose de todos los intentos inútiles en los que se había arriesgado. El joven se carcajeaba y negaba con la cabeza entre sus risas

- ¿No puedes creer que a fin de cuentas vamos a disponer de la fortuna del tío abuelo?- preguntó Eliza emocionada de sólo pensar en el dinero del que podrían disponer cuando los millones de los Andley pasaran a manos de Neil.

- ¡No! Apenas puedo creer que el muy idiota la guardó intacta para mi todo este tiempo – se carcajeó Neil echándose en la cama de su hermana sin caber en sí de alegría.

Eliza dejó a su hermano solo,  imaginándose que necesitaría tiempo para reponerse de la emoción. Ella, por su parte, tampoco podía entender cómo Candy había dejado pasar la oportunidad de estar con Terry, pero realmente la tenía sin cuidado. Terry se lo merecía por tener el mal gusto de enamorarse de ella. Mentalmente Eliza empezó a hacer cuentas de las veces que podría viajar a Europa cada año una vez que la guerra terminara al disponer del dinero de la dote de Candy, sólo para empezar

Ahora que Neil había regresado era tiempo para hacer cierta visita a la tía abuela.

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