Tu y yo: Uno para siempre

Por Rosa

      

Me siento cerca de la ventana, mirando el mar. Albert se halla a mi lado, deslumbrante bajo los intensos rayos de sol del mediodía. Su melena, casi albina, resplandece al iluminarse, cayendo en mechones desordenados. Su mirada tierna e intensa, permanece aparentemente perdida en la lejanía del horizonte. Sus manos grandes, firmes y masculinas rodean mis hombros, en un apasionado abrazo. Sus labios, llenos y cálidos, depositan suaves besos en mi frente.

Dejo que mi cuerpo repose sobre su amplio y desnudo torso, sintiéndome segura y protegida. Noto los rotundos músculos de su tórax presionando firmemente sobre mis pechos y una sensación erótica invade todo mi cuerpo, como un cosquilleo placentero que me recorre por entero, arrancando débiles suspiros de mis labios. Las ágiles y experimentadas yemas de sus dedos empiezan a desabotonar los corchetes de mi vestido, que percibo como una sólida barrera entre nosotros y, poco a poco, mi piel queda expuesta junto a la suya, cálida y tersa.

No puedo evitar que mi boca se curve en involuntarias carcajadas cuando el rubio vello de su pecho empieza a cosquillear mis senos. El se ríe conmigo, al tiempo que juguetea con mis ensortijados cabellos, que se desparraman abundantes entre nosotros.

Eres muy hermosa, me dice. Y yo no puedo pensar en otra cosa que no sean sus manos recorriendo cada centímetro de mí, consciente de su cuerpo como si se tratara del mío. Percibo nuestros corazones, latiendo al unísono, presos de la misma excitación. La comunión entre nosotros es tan intensa que no puedo evitar que una sensación de maravilla invada todos mis sentidos, sobrepasada por la magia del momento.

Sus labios descienden hasta mi cuello, al mismo tiempo que declaman frases que expresan todo su amor. Bellas...Unicas... Mi adorable y encantadora esposa. Llevo tanto tiempo esperando este momento... Te amo tanto que siento que debo gritárselo al mundo entero.

Escucharlo hablar así, rebosante de ternura y pasión, enciende en mí una llama que me abrasa poco a poco. Deseo fundirme con él, ser uno con él, derribar todas las barreras físicas que nos separan y absorberlo dentro de mí misma.

Alzo mi rostro hacia el suyo y lo contemplo fijamente. Sus pupilas quedan prendidas de las mías. Iridiscente azul cuajado de débiles destellos esmeralda... Beso su amplia y serena frente, su perfilada nariz, su fornido cuello, los delicados lóbulos de sus oídos... Y débilmente le susurro, Mi esposo, mi compañero, mi mundo, mi amor... Albert.

El me abraza con tanta intensidad que creo que voy a perder el sentido. Hunde su rostro entre mis pechos, que se humedecen al contacto de sus lágrimas.

Albert ¿por qué lloras? ¿No eres feliz?, le pregunto.

El responde sin mirarme, mientras venera esa parte tan íntima de mi cuerpo con cálidos mimos. Candy, amada, eres tan bella que me duele. Perdóname.

Intuyo que no he sido la primera, pero el amor que todos sus gestos encierran me dicen que soy la única. Te deseo, murmuro contra su suave cabello. Quiero ser una contigo. Estando a tu lado, todo esta bien. No tengo miedo.

El levanta sus ojos hacia mí y, aunque veo que sus cejas se enarcan ligeramente, una nueva confianza y resolución brilla en su mirada. Se levanta de la silla y me toma entre sus brazos. Sus dedos, firmes y posesivos, temen abandonarme, y cuando me deposita en nuestro lecho, apenas se apartan un segundo de mi lado, el tiempo de desnudarse y tenderse junto a mí para acariciarme, besarme...

Lo detengo. Yo también deseo tocar su glorioso cuerpo con libertad. Al principio me siento un poco cohibida, pero poco a poco venzo la desconfianza y sé que es mi corazón quien habla a través de mis gestos. Como si me perdiera en la noche de los tiempos, regreso a una escena ya vivida en otras existencias. Recorro toda su piel, pero sé que ya la conozco. Una extraña sensación de familiaridad me invade mientras él cierra los ojos, su mente perdida en las sensaciones que tan fácilmente le provoco. Alguna memoria remota me dice que domino la geografía de su cuerpo como si fuera el mío propio. Y sé que él también lo sabe, aunque no me lo diga con palabras.

Te amo, esposo, le digo, y él me sonríe con la confianza y la inocencia de un niño. Su sonrisa me cautiva. Tan espontánea. Tan llena de vida. Verle tan feliz, arranca lágrimas de mis pupilas, que él seca con el dorso de su mano. Recuerdo que ya hizo eso una vez, en el pasado. Entonces yo lloraba por otro, cuya memoria permanece relegada en el olvido. Ahora Albert es todo mi mundo y nuestro amor me colma por completo.

El susurra mi nombre. No se cansa de repetirlo, como si fuera un sortilegio capaz de exorcizar todo mal. Yo repito el suyo con la misma intensidad, como si fuera una letanía protectora. Nos miramos, nos acariciamos, nos besamos. Mi cuerpo ha pasado a convertirse en un delicado instrumento que él pulsa experto, arrancando armoniosas notas que conmueven nuestras almas.

Lo deseo. Lo deseo dentro de mí. Supongo que mis gestos se lo revelan antes de que mis labios tengan la oportunidad de expresar mis pensamientos. Con mucha delicadeza, él se funde conmigo y por primera vez en mi vida me siento plena, completa, transfigurada. Una corriente de vitalidad y amor, superior a mí misma, me arrastra, fluye conmigo y a través de mí, hasta una cima que perfecciona todo lo que he conocido hasta ahora. Soy una con él. Mis pensamientos son eco de los suyos. Sé qué después de haber hecho el amor con Albert, nunca más volveré a ser yo misma de nuevo. De alguna manera ahora soy parte de él, y él es uno conmigo. Para siempre. Hasta el fin de los tiempos.

Albert, mi amado. Mi vida. Mi otro yo.

 

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