II
BÚSQUEDA
"Hay que buscar la verdad con
empeño
para que su encuentro
produzca mayor satisfacción.
Y hay que disfrutarla sin hastío
para seguir buscándola con nuevo
afán"
(De Trin. 15, 2, 2)
"La búsqueda de Dios
es la búsqueda de la felicidad.
Y el encuentro con Dios
es la felicidad misma"
(De mor. Ec. cath. 11, 18).
"Dios es el gran desconocido
y no se le encuentra
más que buscándole.
Él mismo satisface al que le busca
saciando su capacidad,
y aumenta la capacidad
del que le encuentra
para que tenga que seguir buscándole"
(In Jn. 63, 1)
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Una de las facetas más conocidas de vida de Agustín es la búsqueda incansable de la Verdad. Casi desde que tuvo uso de razón, pero, particularmente, a partir de su edad adolescente.
Al final, cuando la encontró, resultó que la Verdad, por la que tanto suspiraba, era Dios. Pero antes tuvo que recorrer un largo camino, más de quince años de empeño tenaz, de caídas y errores, y también de pequeños hallazgos que lo impulsaban a seguir preguntándose, inquieto siempre, insatisfecho consigo mismo.
Tenía todo
¿Qué le faltaba a Agustín? Nada. Humanamente, nada.
Tenía una familia en la que se sentía muy querido; podía estudiar, algo que en aquel tiempo y lugar era un privilegio reservado a muy pocos; disponía de un grupo de amigos con los que se sentía muy a gusto, con quienes departía pequeñas gamberradas, pero, también, momentos muy agradables; pudo trabajar en un profesión que era la suya y le gustaba; era y se sentía admirado por quienes lo conocían, que no eran pocos; afectivamente contaba con el amor de una mujer y el cariño de un hijo; estaba dotado, además, de una inteligencia aguda y brillante; no abundaba en dinero, es verdad, pero tampoco le faltaba. Tenía toda una vida por delante, que adivinaba segura y tranquila.
Entonces, ¿por qué andaba tan inquieto y desasosegado? ¿Qué echaba en falta? ¿Qué sentía dentro de sí o qué alimentaba su ansiedad y su desazón? Ni él lo sabía.
Le faltaba Dios, aunque, en ese momento, él no se daba cuenta de ello. Lo reconocerá más tarde, cuando tenga la suerte, o la gracia, de encontrarlo: Y "la Verdad eres tú", reconocerá algún día. (Conf 4, 9, 14).
Vacío por dentro
"Me asqueaba la seguridad y me aburría el camino sin trampas. Interiormente sentía hambre por estar alejado del alimento interior, tú mismo, Dios mío" (Conf 3, 1, 1).
Vivía seguro, y el camino que en aquel momento iba recorriendo era tranquilo, sin contratiempos ni tropiezos. Y eso, que a cualquier otro joven como él le hubiera contentado sobradamente, a él le asqueaba y le aburría. Un vacío grande le iba requemando por dentro. Tenía todo, o de todo, y sentía hambre.
Y añade a continuación: "Pero, a pesar de esta hambre, no gozaba de apetito".
Tenía hambre. En ese momento su hambre era sólo inanición, sensación de vacío y ansia insatisfecha, necesidad de alimento, y nada más, aunque ya era mucho. Tanto que es el primer paso o requisito indispensable para aspirar a lo más noble, a lo único que puede llenar del todo las aspiraciones más profundas del hombre.
Tú sabes que el conformismo es siempre paralizante y empobrecedor. A la bestia le bastan tres cosas para quedar satisfecha: cobijo donde guarecerse, alimento para llenar su estómago y pareja para procrear. A nada más aspira, porque nada más necesita.
Te repito que cualquier otro joven hubiera tirado ya la toalla. Agustín, no. Estaba hecho de otra pasta. En su opinión, tenía que haber algo que trascendiera los límites de la familia, que fuera el fundamento de todo saber humano, algo que estuviera más allá o más dentro - ni él lo sabía - de toda realidad humana, que la sustentara y le diera sentido.
Él sabía que las cosas no existen sin más o porque sí. Ni siquiera el hombre. Tenía que haber un porqué a tantas preguntas sin resolver. El río no existe sin la fuente de donde recibe el agua; ni el calor, sin el sol que sale todos los días.
Pero, sobre todo, tenía que haber algo que llenara las necesidades más vitales del hombre, que calmara sus inquietudes más íntimas, que colmara sus anhelos más incontenibles. Algo o alguien que fuera su descanso y su plenitud. La Verdad.
Miraba a su alrededor, y no encontraba. Preguntaba, y le respondían con palabras vanas y engañosas. Suspiraba inútilmente. Vivía momentos de placer, y no era feliz.
Comienza la búsqueda
A partir de aquí el apetito por la Verdad iba a ser acuciante y en progresión geométrica, por decirlo de una manera gráfica.
Y no buscaba únicamente porque necesitara llenarse de lo que, según él, le faltara. Sino, más bien, porque amaba. Así de claro y así de exigente. Dice el P. Capánaga, uno de los mejores agustinólogos de los últimos tiempos, que en Agustín "no tiene fin la búsqueda, porque no lo tiene el amor".
La búsqueda de Agustín no era la búsqueda del filósofo: intelectual y fría, especulativa y curiosa, racional y teórica; sino la del hombre que quiere conocer sus raíces, su "porqué y para qué está aquí", el porqué del mal y de las limitaciones humanas, amar y ser amado, alcanzar el descanso pleno y definitivo, la Verdad total, es decir, Dios a quien vislumbraba, por quien suspiraba, pero a quien no conocía.
"Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti" (Conf I, 1 1).
Ya lo ves: el problema no radica tanto en la mente cuanto en el corazón. Es decir, radica en las fibras más íntimas y sensibles del hombre, en su ser vital, ahí donde anidan los sentimientos y donde germinan, crecen y cuajan sus aspiraciones más nobles.
Pero ocurre que, como el corazón necesita ser colmado, al no encontrar aquello que lo pueda llenar del todo, se contenta y solaza a veces con lo que va encontrando a su paso, con momentos de placer exiguos y casi siempre frustrantes.
"El tiempo no se toma vacaciones, ni los días pasan sobre nuestros sentidos sin hacer nada... Paulatinamente se iba colmando mi vacío con mis antiguos placeres" (Conf IV, 8, 13). Pero tampoco aquí encontraba descanso, ya que "mi dolor se iba replegando ante la vuelta de éstos" (Conf IV, 8, 13).
Y busca amar y ser amado en los amigos. Yo no sé si ha habido un santo, un hombre de Iglesia o un simple creyente, que haya valorado tanto la amistad, la haya gozado con tanta intensidad y con una fidelidad a toda prueba. Pero tampoco aquí encontraba descanso. "Con ellos amaba lo que amaba en tu lugar: un mito colosal y una mentira inacabable" (ib).
Él mismo reconocerá más tarde que "la amistad no es auténtica si tú, Señor, no haces de aglutinante entre aquellos que están unidos a ti por medio del amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Conf. IV, 4, 7).
Hasta la fuente
Una vez más, le faltaba Dios. Cada frustración era un acicate para seguir buscando con más tesón; cada tropiezo, un látigo que le fustigaba y le lanzaba hacia metas más altas y difíciles. Nunca desistió en su empeño. ¿Por qué no contentarse con lo que se tiene a mano, con los pequeños o grandes goces de la vida, aunque fuera por caminos equivocados? Esta pregunta no estaba incluida en el acervo o caudal de sus inquietudes.
Por un momento Agustín deja de dirigirse a Dios en sus Confesiones y, hablando desde su experiencia, lanza "un aviso para navegantes". Nos habla a todos y nos dice: "Pecadores, volved al corazón y adheríos a Aquel que os ha creado. Manteneos en su compañía y alcanzaréis seguridad. Descansad en él y encontraréis sosiego... ¿Qué interés tenéis en seguir sendereando por trochas y vericuetos trabajosos? El descanso no está donde lo buscáis... Estáis buscando la vida feliz en la región de la muerte. No está ahí. ¿Cómo va a haber allí vida feliz, donde si ni siquiera hay vida?" (Conf IV, 12, 18).
No son consejos de alguien que ha sido un santo desde su niñez. Ni de un convertido a la fe cristiana desde otra confesión religiosa. Ni tampoco de quien ha llegado al sacerdocio y al episcopado después de una juventud más o menos sensata y sana.
Te lo dice quien, sediento siempre de lo mejor, ha probado el agua que manaba de todos los riachuelos que encontraba a su paso. Y nunca quedaba saciado. Por la única y sencilla razón de que en su búsqueda, siempre porfiada, no hallaba la fuente de todos ellos, en que el agua es pura y buena.
No es vana la alusión al símil de la fuente y al agua que de ella mana, puesto que la utiliza el mismo Jesús: "El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna" (Jn 4, 14).
El orgullo se lo impedía
"Nada de esto sabía yo entonces", añade Agustín. Caminaba perdido dentro de una selva enmarañada con mil senderos que iban a ninguna parte, sin acertar con el único que tenía salida.
No era lo suficientemente humilde para reconocer que se llega a la luz por el camino de la sencillez; que tenía que apearse de su autosuficiencia y orgullo para abajarse y advertir las huellas de Dios en los pequeños detalles de la vida, en el rostro del hermano que también sufre, en la pobreza de estilo de la Sagrada Escritura, en el cariño limpio de los pequeños, en la generosidad de los que aman de verdad. No era humilde.
"Yo trataba de acercarme a ti, pero sentía que tú me rechazabas, para que saboreara el gusto de la muerte y, además, porque resistes a los soberbios" (Conf V, 2, 2) Tenía entonces unos veintiséis o veintisiete años.
Y no se daba cuenta, además, que el camino para encontrar la Verdad comenzaba en sí mismo; que debía arrancar de su propio corazón, y mirar desde allí, con ojos limpios, que son los que mejor ven; pero él miraba desde su mente desparramada en las cosas. A Dios se le ve únicamente con el corazón. Pero él, Agustín, andaba lejos de sí.
¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Cierto que tú estabas delante de mí, pero, como yo había huido de mí mismo, no me encon-traba. ¿Cómo iba a encontrarte a ti? (Conf V, 2, 2).
Pero Dios lo iba llevando como de la mano, imperceptiblemente, a veces con sobresaltos, pero siempre con seguridad. Y él se dejaba. Mejor, apenas oponía resistencia. Se iba acercando al final del túnel.
No siempre es verdad aquello de que "el que busca, encuentra". Porque puede hacerlo a medias o equivocadamente. Pero, cuando el objeto de tal búsqueda es Dios, y el camino que se va recorriendo arranca del corazón y no se detiene a pesar de todo, se le encuentra. Me buscaréis y me encontraréis cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros (Jer 29, 13).
Y Agustín ponía ya mucho corazón a su búsqueda. Ya no era sólo curiosidad, ni tampoco la necesidad de encontrar un descanso a sus preocupaciones intelectuales. Se trataba de aquietar el corazón. Aquí, Dios se deja encontrar.
Y seguía preguntándose. O, lo que es lo mismo, seguía buscando. No lograba encajar, por ejemplo, la bondad de Dios y la existencia del mal; el origen del hombre, en cuanto salido de las manos de Dios, y su inclinación "natural" al pecado; el anhelo de felicidad en el hombre con su impotencia y frustraciones consiguientes; la atracción que Dios ejercía sobre él y la querencia carnal que lo empujaba por otros caminos; la alegría de un mendigo y su propia angustia y desdicha; la realidad de la muerte y el deseo de vivir sin un final en el camino.
Y seguía preguntándose. E iba encontrando indicios de la Verdad, indicadores en el camino, pequeños fulgores de la única Luz, belleza y bondad en las cosas y en algunos creyentes que lo iban acercando a la Bondad origen de todo lo bueno.
La vida según el
Espíritu, cuyo fruto es la santificación, suscita y exige de todos y de cada
uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo.
(Chritifideles
laici, 16)
Para recordar
q Agustín tenía de todo, pero le faltaba el TODO,
Dios. De ahí su sensación de vacío permanente.
q El hombre desea ardientemente ser feliz, luego
tiene que haber algo o alguien que satisfaga o colme ese deseo. Luego, hay que
buscarlo. Como Agustín.
q Buscaba a Dios con la mente, pero más con el
corazón. Deseaba conocerlo y ansiaba poseerlo o ser poseído por él.
q Deseaba también "amar y ser amado". No
podía vivir sin el amor de los amigos.
q Se iba acercando a Dios en la medida en que iba
rebajando su orgullo y se revestía de humildad. Dios se revela a los humildes y
sencillos.
Para la reflexión y el diálogo
· ¿A qué aspiras
tú en la vida? ¿Qué sientes que te falta? ¿Con qué te contentas? ¿Eres feliz
con lo que eres o tienes?
· ¿Cuáles son tus
inquietudes más profundas o qué es lo que más deseas en esta vida? ¿Qué haces
para calmarlas o para encontrar lo que más deseas?
· ¿Te desanimas
fácilmente o sigues buscando a pesar de todo?
· ¿Compartes con
otros – como lo hizo Agustín – tus inquietudes, necesidades y esperanzas?
· ¿Qué lugar
ocupa la oración en esta búsqueda? ¿Y el estudio?
· Dices que has
encontrado a Dios, pero ¿te llena? ¿Encuentras en él el sosiego que necesitabas
y el impulso para seguir buscando con más ahínco
Para orar con Agustín
Señor,
yo soy tu siervo y el hijo de tu sierva.
Has
roto mis cadenas
y
voy a ofrecerte un sacrificio de alabanza.
Que
te alaben mi corazón y mi lengua.
¿Quién
era yo y cómo era yo?
¿Qué
no hubo de malo en mis hechos,
o
si no en mis hechos, sí en mis dichos,
y
si no en mis dichos, sí en mi voluntad?
Pero
tú, Señor, fuiste bueno y misericordioso
al
explorar la profundidad de mi muerte
y
al desecar con tu derecha
el
abismo de mi canceroso corazón.
Todo
el fondo de del problema estribaba en esto:
en
dejar de querer lo que yo quería
y
en comenzar a querer lo que querías tú.
¡Qué
dulce me resultó de golpe
carecer
de la dulzura de mis frivolidades!
Eras
tú quien las iba alejando de mí.
Mi
espíritu estaba libre ya de las angustias
inquietantes
que entraña la ambición, el dinero,
el
revolcarse y rascarse la sarna de las pasiones
Y
platicaba contigo, Señor Dios mío,
claridad
mía, mi riqueza y mi salvación.
(Conf. 9, 1, 1).
6 - Encuentra y sigue
buscando
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Su encuentro con la Palabra
Pero, al fin, encontró el sendero - que no era poco - que lo iría sacando de la selva de tantas dudas sin resolver y de tantos intentos fallidos. Encontró la luz adecuada para salir entre tanta maleza. La Palabra de Dios fue para él luz y sendero a la vez.
"Así pues, cogí con toda avidez las Santas Escrituras de tu Espíritu, con preferencia el apóstol Pablo, y fueron desvaneciéndose todos aquellos problemas en que a veces me parecía descubrir contradicciones e incoherencias" (Conf. VII, 21, 27).
Ya no buscaba tanto creer en Dios, cuanto descansar en él. Dios estaba fuera de toda duda. La búsqueda agustiniana emprendía ahora otros derroteros. No se trataba ya de hallar respuestas, sino de qué hacer para ir al encuentro de la Verdad hallada. Comenzaba a caminar con el corazón, no tanto con la mente, que se contenta o calma muchas veces con verdades a medias o con respuestas que a nada comprometen.
Porque para Agustín, la Verdad era también, y sobre todo, fuente de vida. Y para saciar su sed en esta fuente que manaba en lo alto de la montaña, había que echar por la borda el peso inútil de sus apetitos y vanidades, ponerse en camino y aligerar el paso. "Estaba seguro de que era mejor entregarme a tu amor que ceder a mis apetitos. Lo uno me agradaba y vencía, lo otro me apetecía y me ataba... No sólo el ir, sino también el llegar allá no consistía más que en querer ir, pero quererlo vigorosa y totalmente, y no andar con la voluntad medio anquilosada ni en continuo zarandeo de acá para allá" (Conf 8, 8, 19; 11, 25).
Ahora sí sentía hambre y sed. Y sabía ya dónde estaba el alimento y el agua buena y abundante. Un alimento que nunca mermaría por mucho que lo consumiera, y un agua que manaría siempre. "El que coma de este pan vivirá para siempre", había dicho Jesús (Jn 6, 51), y "el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás" (Jn 4, 13).
Así describe Agustín este momento de su vida: "Yo decía para mis adentros: ¡Rápido! ¡Ya! ¡Ahora mismo!, y de la palabra ya me encaminaba a la acción. Ya estaba casi a punto de hacerlo, pero no lo hacía. Volvía a intentarlo de nuevo, y ya me quedaba un poquito menos, cada vez menos. Ya casi tocaba la meta con los dedos, ya casi era mía (la Verdad)" (Conf 8, 11, 25).
Hacía más de quince años que había emprendido un camino sin retorno, aunque con desvíos y tropiezos, y estaba llegando al final de una etapa que él vislumbraba cercana. Al alcance casi de la mano.
"Deus semper maior"
Un último empujón, y... la meta. Como los buenos atletas. Y allí se topó con la Luz total, con la Verdad sin engaños, con la Bondad y la Belleza, con el Amor sin límites y sin medida. Se topó con Dios. Más bien, fue Dios quien salió a su encuentro. Se encontraron los dos. Y fue feliz. Para siempre.
Y, ¡pásmate!, a pesar de eso siguió en búsqueda, siempre, más y más. Incansable y tenaz. Si ya había encontrado la Verdad por la que tanto había suspirado y sufrido, ¿por qué seguía buscando? Los buscadores de oro - y valga una comparación tan baja - en cuanto encuentran una pepita, buscan la veta, y luego el filón, y después todo lo que la mina pueda contener. Insaciables.
El "Deus semper maior" de Agustín es el "Dios siempre un poco más allá". De ahí que el camino para llegar a él se llame inquietud, y el fin de cada etapa sea el principio de otra, y siempre "el buscar para encontrar" termine en "el encontrar para buscar". Porque en cada recodo del camino Dios se hace el encontradizo y también el huidizo.
Como el horizonte en un día claro y lleno de luz. Lo tienes casi al alcance de la mano y vas al punto más alto de la montaña para atraparlo. Y, una vez allí, lo ves también cercano, pero un poco más allá. Siempre cercano y hermoso, y siempre inalcanzable. Así, salvadas las diferencias, Dios.
Agustín se repite a sí mismo, al mismo tiempo que nos invita a todos, diciendo: "Busquémosle para hallarle, busquémosle después de hallarle" (In Jn 63, 1). Y cumplió a cabalidad con esta consigna a lo largo de toda su vida, hasta el encuentro definitivo con Dios, en la paz del reposo, la paz del sábado, la paz sin ocaso. (Conf 13, 35, 50).
En busca del hermano
Y busca también al hombre como camino para llegar a Dios y para hacer de él un hermano y un amigo; para construir juntos, en la medida de lo posible, una comunidad donde Dios fuera la única riqueza y patrimonio común; donde el amor fuera la ley fundamental; y no hubiera necesitados, sino comunicación de bienes; y la oración creara comunión, y hubiera unidad a pesar de las diferencias.
Y si el otro fuera enemigo, lo busca para alcanzar la reconciliación. Si pobre, para compartir con él lo que tiene. Si extraño, para acogerlo como hermano y amigo. Busca al otro, porque sabe que es un camino, el mejor, para llegar a Cristo.
"Pero tú, que no ves a Dios todavía, te harás digno de verlo amando a tu prójimo. Amando a tu prójimo limpias tus ojos para ver a Dios... Ama tu prójimo, pues, y contempla dentro de ti mismo la fuente del este amor al prójimo; aquí verás a Dios en la medida en que te capacites para ello" (In Jn 5, 7).
En el otro descubre el rostro de Dios; y a Dios, dice, se le honra, cuando se honra al hermano. Busca también al hermano porque necesita amar y ser amado. Y para servir. Era lo suyo: "Mi corazón arde, pero no sólo por mí; ansío estar al servicio del amor fraterno" (Conf XI 2, 3).
Agustín, eterno buscador. Es un decir. Si prefieres, buscador siempre, porque amaba sin límite ni medida. Al menos lo intentaba con todas sus ganas.
Dentro de sí
Y buscador también dentro de sí mismo. ¿Te extraña? En el caso de Agustín, no. Es un maestro en interioridades, un buceador de sí mismo, conocedor de sus miserias humanas, pero también de su propia grandeza.
Porque el hombre, para Agustín, si por una parte es pozo insondable, enigma y misterio, por otra - la que vale - es "moneda de Dios" que lleva impresa su imagen, "grande maravilla", "absolutamente más sublime que todo el mundo". Y mil piropos más.
A pesar de ello, - dice Agustín - "los hombres salen a hacer turismo para admirar las crestas de las montañas, el oleaje imponente del mar, el fácil y copioso curso de los ríos, los giros de las estrellas. Y, sin embargo, pasan de largo de sí mismos. No hacen turismo interior" (Conf 10, 8, 15).
Se dirige a sí mismo, y se pregunta: "¿Tú quién eres? Y me respondí: Hombre". No encuentra elogio mejor. Y se adentra dentro de sí para caminar consigo mismo, día a día, rastrea sus propias huellas, se mira y observa, y se da cuenta de que, al conocerse, va recorriendo un camino que lo llevará al conocimiento de Dios: "Dios, que eres siempre el mismo, conózcame a mí, conózcate a ti" (Sol 2, 1, 1).
Esta ha sido, muy a grandes rasgos, la experiencia agustiniana en su camino de búsqueda de Dios, del hermano y de sí mismo.
Termino con unas
palabras del santo: "El precio del
amor eres tú mismo. Búscate, pues, y encuéntrate. Y tras encontrarte, date a ti
mismo" (Serm 34)
La Iglesia sabe que
todos los esfuerzos que va realizando la humanidad para llegar a la comunión y
a la participación, a pesar de todas las dificultades, retrasos y contradicciones
causadas por las limitaciones humanas, por el pecado y por el maligno,
encuentran una respuesta plena en Jesucristo, Redentor del hombre t del mundo
(Cristifideles laici,
7)
Para recordar
q Agustín buscaba a Dios para descansar en él. Lo
encontró y fue feliz. Nunca más buscó la felicidad en otros cauces de aguas
siempre contaminadas. Lo decía él.
q En adelante, Dios sería, para él, la verdad plena
y la fuente inagotable de su vida. ¿Lo es también para ti?
q Dios estaba con él, pero también "siempre un
poco más allá". De ahí que toda su vida fue un camino de encuentro y
búsqueda.
q Esta es una de las notas características de la
espiritualidad agustiniana. Un verdadero programa de vida para todo creyente,
mucho más para el laico "agustiniano".
Para la reflexión y el diálogo
·
¿Echas
en falta a Dios? ¿En qué momentos o circunstancias?
·
¿Dónde
o por qué caminos buscas a Dios? ¿Crees que son los más adecuados? ¿En qué
momentos? ¿Para qué lo buscas?
·
Si
Dios es un tesoro para ti, ¿lo has encontrado ya? ¿En qué lo notas?
·
Si
lo has encontrado, ¿te guardas para ti solo la buena noticia?. Si la comunicas,
¿a quién lo haces?
·
¿Qué
Dios buscas cuando vas a la oración? ¿No será que en la oración te buscas, más bien,
a ti mismo? ¿Y si crees que lo has encontrado, qué efecto produce en ti (paz,
gozo, incomodidad o descontento, satisfacción, deseos de seguir buscándolo)?
·
¿Crees
que el hermano, quienquiera que él sea, es un camino para buscar y encontrar a
Dios? ¿Por qué?
Para orar con San Agustín
¡Oh
Verdad, luz de mi corazón,
que
no me hablen mis tinieblas.
He
ido deslizándome en estas realidades de aquí
y
me he quedado a oscuras.
Pero
incluso desde ellas, sí, desde ellas,
te
he amado intensamente.
Anduve
descarriado y me acordé de ti.
Detrás
de mí oí tu voz que me gritaba que volviese,
pero
apenas pude percibirla
debido
al alboroto de los que no poseen la paz.
Y
ahora, mira, vuelvo
sediento
y anhelante a tu fuente.
Que
nadie me corte el paso.
Voy
a beber en ella y voy a vivir de ella.
Que
no sea yo mi propia vida.
He
vivido mal al querer vivir de mí.
He
sido personalmente el causante de mi muerte.
En
ti estoy comenzando a revivir.
Háblame
tú, charla conmigo.
He
dado crédito a tus libros,
y
sus palabras son muy sabias.
(Conf 12, 10, 10).
7. Tarea de todo creyente
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Es tu turno ahora. Quiero decir que, conocida la experiencia de Agustín a quien deseas imitar, te toca a ti iniciar o seguir una andadura parecida.
Vacilante, pero seguro
La fe es un camino. O, si prefieres, una manera de caminar. Da lo mismo. Es un caminar a través de muchas oscuridades y penumbras, de muchos miedos y dudas. Con seguridad, eso sí, pero con pies vacilantes porque nunca acaba de clarear del todo el día y el sendero es sinuoso y estrecho, muy cuesta arriba en ocasiones, gratificante en otras, y nunca fácil y espacioso.
Pero es seguro, "más que nada en este mundo". Es seguro porque es el único que lleva a la Vida. No hay otro. "Entrad por la entrada estrecha, dice Jesús, porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha es la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!, y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14).
Ya lo ves: además de angosto, es difícil dar con él. Y único. Es preciso, pues, buscarlo. O ¿es que ya lo has encontrado? Habrías dado, entonces, un primer paso, necesario e indispensable, para seguir las huellas de Jesús. Pero ten en cuenta que encontrarlo no significa sólo saber dónde está o cómo se llega a él, sino reconocerlo como tuyo, asumirlo y empezar a transitarlo.
A Agustín le costó más de quince años dar con él, y eso que buscaba con empeño constante. Pero él no conocía el desánimo o el cansancio. Unicamente los cobardes optan por lo más fácil y cómodo. Se contentan con las pequeñas satisfacciones que encuentran a lo largo del sendero y sin que les cueste mayor esfuerzo. Se dejan llevar por la vida, como la hoja que arrastra la corriente, y no la hacen ni la empujan, aunque sea contra corriente, hasta llegar a la fuente si fuera preciso.
Pero los decididos e inquietos son otra cosa. Arriesgan y se exponen. Saber perderse para ganarse de nuevo. Tienen madera de campeones. Porque hay que ser un campeón para ganar el Reino, aunque se llegue en el pelotón de cola. "El Reino de los Cielos sufre violencia, y únicamente lo esforzados lo arrebatan" (Mt 11, 12).
Y para llegar a él es necesario recorrer un camino. Obvio. Pero, ¿cuál es o dónde está?
Inherente al hombre
El hombre es un animal curioso, en el sentido mejor de la palabra. Le gusta y necesita indagar y escudriñar las cosas y los acontecimientos, quiere averiguarlo todo, y se da cuenta también de que, cuanto más sabe y conoce, más le falta por saber y conocer. Encuentra, y se pone a buscar de nuevo.
Salvo los conformistas y comodones. Ellos se buscan a sí mismos y se quedan satisfechos con las bellotas que encuentran a la vera de su camino. No les importa el porqué de las cosas, sino cómo llenar el estómago y sus apetitos más rastreros.
Pero el hombre, el que lo es de verdad, si es, además, creyente, se ve impulsado siempre a una búsqueda mayor; o más profunda. A lo largo y ancho de su existencia se abre un campo inabarcable. El hombre es una mina sin fondo. Un abismo insondable, en palabras de Agustín.
El buen cazador rastrea las huellas que deja la pieza que persigue hasta dar con ella y gozar con su captura. Y el científico investiga y comprueba los indicios que lo van llevando al encuentro de lo que busca, a veces a lo largo de muchos años, y al fin lo halla, y se llena de júbilo, y lo da a conocer para beneficio o utilidad de todos. O quizás para compartir una experiencia gratificante. Que no es poco.
Por donde quiera que extiendas tu vista descubrirás vestigios de alguien que ha pasado por ese lugar.
Así el creyente: siempre caminando, siguiendo huellas siempre nuevas, siempre llegando, y vuelta a empezar de nuevo para seguir avanzando y llegar algún día a la meta final. Te lo dice Agustín a su modo y manera:
"Somos caminantes, peregrinos en
tránsito. Debemos, pues, sentirnos siempre insatisfechos con lo que somos si
queremos llegar a lo que aspiramos. Si nos complace lo que somos, dejaremos de
avanzar. Si lo creemos suficiente, no volveremos a dar un paso más. Siga
mos, pues, marchando, yendo hacia adelante, caminando hacia la meta". (Serm. 169, 15, 18).
Más y más preguntas
Dices que eres creyente, pero ¿qué significa creer?. ¿Te has puesto en situación de preguntar o investigar en qué, en quién y por qué crees? La fe es respuesta a la palabra de Dios que se te ha revelado y se te ha acercado en Jesucristo; pero, ¿qué podrías decir acerca de Dios? ¿Y de Jesucristo?. "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?", preguntaba Jesús a sus discípulos (Mt 16, 15). Te lo pregunta también a ti.
Preguntas y más preguntas. Pero, recuerda: si tu pregunta surge del corazón, estás ya en búsqueda. Más todavía, te coloca en el camino que te irá llevando al encuentro de lo que echas en falta. Si el que tiene sed en el desierto se preguntara dónde habrá un pozo de agua para llegar hasta él y no morir, ya estaría poniendo alas a sus pies para lanzarse en su búsqueda. La sed le empujaría a buscar con ansia el pozo que, por lo que sea, adivina cerca. Le va la vida en ello.
¿De qué le sirve al hombre escudriñar todos los secretos de la creación - tarea ciertamente hermosa -, si no busca al que ha creado todo lo que existe? ¿De qué te sirve averiguar dónde están las claves para ser feliz, si no buscas a quien es la fuente de la misma felicidad?
"Desventurado el hombre que sabe todas las cosas y no os conoce a Vos, y bienaventurado el que os conoce a Vos, aunque las ignore". (Conf 5, 4)
Y muchos porqués
¿Por qué temes un futuro incierto para ti, si no buscas al que es el eterno presente, al que es vida de tu vida, camino y final feliz? ¿Por qué te lamentas de tus fracasos y de los reveses de la vida, y te deprimes y lloras, si no levantas la cabeza y pones alas a tus pies, y sales en búsqueda de quien es la fuerza en tu debilidad, el amor fiel, la mano siempre tendida, el perdón generoso, el compañero de camino y aun el mismo camino?
Y si amas de verdad , con amor generoso, sacrificado y entero, - y no dudo que así será - ¿por qué no buscas al Dios que es el origen y fundamento de todo amor, para que el tuyo sea consistente y a prueba de todo, fecundo y hermoso?
Y si te preocupa tu salud y tienes miedo a la muerte - cosa, por otra parte, natural, con la obligación consiguiente de procurar tu curación y no morir -, ¿por qué no buscas al que es la salus, en latín, es decir, la salvación para todos y la vida plena, interminable y feliz?
Si admiras la belleza de todo lo creado, y te complace la bondad que abunda por todas partes, y gozas con el amor que das y recibes, y te agrada la verdad cuando la encuentras, y saboreas momentos de felicidad aunque sean fugaces..., ¿por qué no buscas al que es la misma Belleza, la Bondad suma, el Amor en sí mismo, la Verdad que nunca falla y la Felicidad para todo hombre?
Ya ves que el campo de búsqueda de Dios es muy amplio y que es preciso recorrerlo a lo largo y a lo ancho para encontrarte en él y ser feliz.
En busca del hermano
En Agustín, la búsqueda de Dios es también búsqueda del hombre. O al revés. Lo mismo da. No podía vivir sin el hermano, no entendía la vida sin que fuera fraterna, ni la fraternidad que no partiera de Dios, ni menos un Dios que no fuera amor.
Se accede Dios por el hermano. Como se accede a la meta colocada en lo alto de la montaña por el sendero que a ella va conduce. Tú sabes que el camino - así, con artículo determinado - es Cristo. No hay otro. Pero sabes también que si das un vaso de agua al que tiene sed, de comer al que tiene hambre, visitas a un enfermo, acoges al forastero, a Cristo das, visitas y acoges, aunque en tu mente sólo esté la imagen del menesteroso (Mt 25, 37-39)
Es decir, por el hermano se llega a Cristo, y por Cristo al Padre. Luego es preciso buscar también al hermano. Y hermano es todo hombre que Dios ha puesto en tu camino. Y también el que está más lejos. Particularmente el más débil, el más indefenso.
Transcribo por segunda vez unas palabras de Agustín: "Pero tú, que no ves a Dios todavía, te harás digno de verlo amando a tu prójimo. Amando a tu prójimo limpias tus ojos para ver a Dios... Ama a tu prójimo, pues, y contempla dentro de ti mismo la fuente de este amor al prójimo; aquí verás a Dios en la medida en que te capacites para ello" (In Jn 17, 8).
Busca al hombre, como Agustín, para encontrarte en él. Para compartir lo que eres y tienes. Para formar una fraternidad en el amor y, ojalá, una verdadera comunidad de vida. Como los primeros testigos de Jesús.
Busca al hombre por el hombre mismo, porque te necesita y tú necesitas de él. Con la generosidad de un amor gratuito; a fondo perdido, aunque nunca será tal; con el deseo de que él encuentre su camino y lo recorra con la dignidad que le es propia y sea protagonista de su propia historia; para construir con él la paz entre todos y luchar juntos por la justicia.
Y dentro de ti
Y busca dentro de ti. También por aquí se encuentra a Dios. Es uno de los caminos que presenta Agustín con más insistencia. Lo siguió él y le fue bien. De momento, y como anticipo de lo que diremos más adelante, ahí van estas palabras del santo:
"Explora y reconoce lo que hay dentro de ti. Tus vestidos y tu carne te son externos. Desciende a tu intimidad, baja a la cámara secreta de tu conciencia. Si te exilias de ti mismo, ¿cómo podrás acercarte a Dios?" (In Jn 23, 10)
Es la inserción en
Cristo por medio de la fe y de los sacramentos de la iniciación cristiana, la raíz
primera que origina la nueva condición del cristiano en el misterio de la
Iglesia…, la que está en la base de todas las vocaciones y del dinamismo de la
vida cristiana de los fieles laicos
(Cristifideles
laici, 9)
PARA
RECORDAR
q El que busca a Dios lo encuentra. Mucho más si lo
hace con el corazón. Es decir, con amor. "Buscarás al Yaveh tu Dios; y le
encontrarás si le buscas con todo tu corazón y con toda tu alma" (Deut. 4,
29).
q Se le encuentra en la Palabra. Ahí está la fuente de
la verdadera espiritualidad cristiana. ¿La lees con frecuencia? ¿La escuchas
con amor?.
q A Dios se le encuentra, pero nunca se le posee del
todo, nunca se le conoce del todo. De ahí la necesidad de seguir bucándolo
siempre. Incansablemente. Como Agustín.
q Se le encuentra también en el hermano. Es el
camino mejor para llegar al Padre. Y es el punto de encuentro con Cristo.
q Y dentro de ti. Recuerda que eres templo del Dios
vivo. Adéntrate.
Para la reflexión y el diálogo
·
¿Si la fe es
también camino, ¿cómo lo vas recorriendo? ¿Qué haces cuando te asaltan las
dudas y ciertos desánimos?
·
¿En qué te
apoyas para seguir caminando? ¿Qué esperas encontrar al final del camino? ¿Por
qué
·
Si el hermano es
también camino para encontrar a Dios, ¿qué haces para recorrerlo? ¿En qué
sueles tropezar y quizás caer?
·
¿Te has
ejercitado en el camino de la interiorización para encontrarte con Dios que te
habita? ¿Qué experimentas entonces?
·
¿Sientes
hambre y sed de Dios? ¿En qué lo notas?
·
. Hay hambre
de Dios en el mundo. Al menos, mucha necesidad. ¿Qué haces con esta clase de
hambrientos o necesitados? ¿Estarías en disposición de aportarles tu propia
experiencia?
Para orar con San Agustín
Todo
mi deseo está puesto en ti,
y
de ti espero conseguir los medios
para
secundar mi voluntad.
Si
tú me abandonas, bien perdido estoy;
pero
tú no abandonas a nadie,
porque
eres el bien supremo,
y
nadie te ha buscado con recto corazón
sin
que te haya encontrado.
Pero
sólo te han buscado con recta intención
aquellos
a quienes tú has concedido esta gracia.
Haz,
oh Padre, que yo te busque;
presérvame
de error;
haz
que al buscarte nada me salga al encuentro
en
lugar de ti.
Y
puesto que no deseo otra cosa que a ti,
haz,
te suplico, Padre, que te encuentre.
Si
en mí hay algún otro deseo inútil,
purifícame
de él y hazme capaz de verte. Amén.
(Sol. I, 1).
________________________________________________________
De Dios y para Dios
Tú y yo, y todos, hemos sido creados por Dios y para Dios. No has aparecido en este mundo por generación espontánea, ni tus primeros padres fueron una pareja de primates, ni eres tampoco el punto final de una larga y lentísima evolución que echó a rodar por sí misma al principio de los tiempos.
Vienes, ciertamente, de tus padres, pero el primer eslabón de la cadena humana arranca de Dios. Y te creó, no por un capricho de los dioses de que se habla en los manuales de la mitología antigua, sino porque te amaba aun "antes de la constitución del mundo" (Ef 1, 4). Pensó en ti, te amó, podía hacerlo y te formó.
Y te creó para él. Ni siquiera para ti mismo. Mucho menos para otras metas menos nobles. Y no porque a él le hagas falta para algo. De eso, nada. Te creó para que fueras feliz en él, ahora y en una vida sin fin, e hicieras felices a los demás. Para que vivieras en armonía con su voluntad. Te creó para su gloria, pero sabiendo que, como dice San Ireneo, la gloria de Dios es el mismo hombre. Tú eres su gloria.
Así se explica que el deseo de Dios esté inscrito en el corazón de todo hombre. En tu propio corazón. Un tanto apagado en ocasiones; otras, despierto y vivo. Siempre está ahí.
Consciente o inconscientemente, anhelas sentir su cercanía, verlo si fuera posible, vivir para él y con él en plenitud y totalidad, sentirte siempre amado, gozar y ser feliz sin miedos ni término. Más todavía, serás feliz y harás felices a los demás en la medida en que guardes y vivas esta búsqueda y relación con Dios.
La creación no fue un hecho aislado por parte de Dios: te creó, te lanzó a este mundo y se desentendió de ti. Todo lo contrario. Te creó y no cesa de atraerte hacia sí, y sólo en él encontrarás el descanso que no cesas de buscar.
Atraído, pero no traído
Eres atraído por él como las partículas de hierro por el imán colocado muy cerca de ellas y que "se mueven inquietas hasta que no llegan a él".
Como la aguja de la brújula que busca siempre el norte y no descansa hasta que se posa en su sitio. O como el árbol que hunde sus raíces en la tierra atraído por la humedad que necesita, y se "siente siempre insatisfecho" hasta que encuentra el agua que busca.
Con la diferencia de que Dios te atrae, pero no te trae. Es decir, no te coacciona, no te fuerza a nada, no te empuja quieras o no, sino que te invita o tira de ti, pero respetando siempre tu autonomía personal o tu libertad.
Pero si no lo buscas - eso sí con entera libertad -, para encontrarte con él, sino que te desparramas hacia las cosas porque también tiran de ti, andarás desquiciado. También, como la puerta que, por muy hermosa que sea o bien fabricada que esté, si estuviera fuera de su quicio, no serviría para nada. Ni siquiera de adorno.
De ahí que tu primera tarea sea buscar tu quicio o tu centro de gravedad y dejarte atraer por él. En ello te va la vida, aquí y más allá. Recuerda una vez más las palabras de Agustín: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti".
Nada extraño te estoy proponiendo, ya que la búsqueda es inherente a todo hombre. En el animal, también, pero en un nivel muy rastrero. El animal busca alimento, pareja y un lugar donde cobijarse. Poco más. Con eso se queda tranquilo, no digo feliz, porque nada más necesita.
El hombre, no. El hombre necesita siempre algo más, y lo echa en falta, aunque no sepa qué. Nunca está plenamente satisfecho con lo que es, hace o tiene. El hombre noble y cabal, el hombre-hombre, no confunde placer con felicidad, ni dinero con plenitud, ni hacer "lo que me da la gana" con la verdadera libertad, ni ciencia con sabiduría.
No todos sienten y obran así. Me refiero a los de espíritu rastrero, a los que la altura de sus ideales y deseos no levanta un palmo de sus necesidades biológicas. O poco más.
Una primera pregunta para iniciar tu camino de búsqueda: ¿Dónde está tu centro de gravedad, que es Dios mismo? ¿Cómo llegar a él? ¿Qué tendrías que dejar para lanzarte en su búsqueda? ¿Qué medios tendrías que emplear?
Tu propia búsqueda
Quiero suponer que tú tienes referencias más o menos claras de que Jesús es el Camino, además de la Verdad y la Vida. Tienes noticias de lo que hizo por ti y de lo que te ofrece. Sabes que, a cambio, te pide que le sigas. Pero - ojalá me equivoque - no encuentras la manera de sacudir tu flojera, levantarte y ponerte a caminar. Se está tan bien con un puñado de bellotas para llevarte a la boca y un cobijo para dormir...
Si no encuentras "la manera", busca. Y cuando la encuentres, busca también por dónde ir. Y, después, con quién. Y cómo. Y con qué medios. Y el porqué de tus pequeños o grandes desánimos. O de tus caídas. Busca también saber lo más posible acerca de Dios, de ti mismo, de los otros. Y el modo de llegar a ellos. Busca siempre. Eso es todo.
Es lo propio, además, de todo aquél que quiera ir al encuentro de Cristo al estilo de Agustín. Y por Cristo, al Padre, meta final y definitiva de todo creyente.
Más preguntas
¿En qué nivel de fe te encuentras? O, lo que es lo mismo, ¿a qué punto del camino has llegado? Y otra: ¿Estás contento y satisfecho con lo ya logrado, hasta decir, como Pedro en el Tabor, "¡qué bien se está aquí!", y no bajar de la montaña para subir a Jerusalén, cargar con tu cruz y morir a tantas cosas, para resucitar con Cristo y tus hermanos a una vida nueva?
Te lo decía antes: Toda pregunta que se hace desde el corazón es ya búsqueda inquieta y sincera. Y como el corazón humano es insaciable con las cosas transitorias o perecederas, su único descanso es Dios. Conoces ya el testimonio de Agustín.
Dios no está lejos de ti, sino muy cerca. Como no lo estaba lejos de Agustín, sino muy dentro de él. Vives en él, te mueves en él y existes en él. ¿Cabe mayor cercanía? Está en ti, dentro de ti. Y está en el hermano, particularmente en el que sufre. En su Palabra y en la Eucaristía. Y en las maravillas de todo lo creado. Y en los acontecimientos de cada día. Y en el clamor de los pobres. Y en el amor de los que te aman de verdad. Y en tu familia. Y en todo. Basta abrir los ojos del corazón para verlo.
"Él creó... todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra ... con el fin de que (los hombres) buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 26-28)
Y otras: ¿Qué idea tienes de Dios? ¿Cómo lo buscas? ¿Con qué intenciones? ¿Para conseguir qué? ¿Y no será que muchas veces te contentas con un dios chiquito, a la medida de tus deseos, solución fácil para tus problemas de todos los días, un "dios-todo-lo-puede y solucionalo-todo", un juez que castiga a los malos y premia a los buenos, entre estos, tú?
¿Buscas a un dios formado a tu imagen y semejanza, hechura tuya a tenor de tus necesidades y miedos no confesados o a un Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo?
¿Ateos?
Hay quien dice - y no anda errado del todo - que para dar con el Dios vivo y verdadero, antes habría que hacerse ateo. No te asustes ni te escandalices. Ateo, en este caso, sería aquél que se ha ido despojando de un cúmulo de imágenes deformadas que han ido configurando en su mente y también en su corazón un dios falso, totalmente ajeno al Dios del evangelio, al Dios vivo y verdadero.
No es extraño, aunque sea triste, que haya en nuestro entorno tantos que se proclaman y sean ateos. Es que no se puede creer en una caricatura o en imágenes deformadas de Dios que aprendieron en su niñez: un Dios justiciero, ausente de los acontecimientos de este mundo, culpable en gran medida de nuestras miserias porque no las remedia, objeto de culto nada más, legislador más que vida para todos, exigente y temible, etc.
"Si piensas en Dios con categorías carnales, tu mente se convertirá en una fábrica de ídolos" (In Epist. Jn. 40, 4)
Repito la pregunta: ¿Qué Dios estás buscando? Permíteme que te ofrezca algunas claves sencillas que puedan ayudarte en esta tarea.
Riesgo y aventura
No busques al Dios-seguro-a-todo-riesgo. De eso, nada. Ya se arriesgó del todo por ti en su Hijo Jesucristo. Ahora eres tú quien debe asumir el riesgo de avanzar hacia él por el camino de la fe y el amor. Dios es seguridad, es verdad, pero no es un cheque en blanco que, hagas lo que hagas, garantizará tu supervivencia.
Busca, más bien, al Dios que te lanza a la aventura de una vida nueva, que te coloca a la intemperie en un mundo deshumanizado para que, con su ayuda y presencia, lo humanices, que te pide vivir en la sencillez y desprendimiento de las cosas sin asirte a nada que no sea él.
Es un Dios que te dice "rema mar adentro", y "carga con tu cruz y sígueme", y "no todo el que diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos", y "bienaventurados cuando os insulten y os persigan por mi causa", y "el camino que lleva a la vida es estrecho".
Y podría seguir con muchas citas más del Evangelio y de todo el Nuevo Testamento. Quiero solamente añadir unas palabras de Agustín: "Lucha y trabaja, que ningún atleta es coronado sin sudor y sin esfuerzo. Y la vida es eso: un gimnasio, una lucha, un certamen" (Serm. Morin 1, 2).
Pero, "no temáis, yo he vencido al mundo" y "yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Te lo dice Jesús. Esta es tu seguridad
Padre, pero no paternalista
No busques tampoco un Dios providencialista más que providente. Dios no es - te lo decía antes - un arregla-todo, la única solución a todos tus problemas, ni una yaya que te tiene siempre en sus brazos para que nada malo te ocurra.
Es otra imagen deformada de Dios que ha paralizado el dinamismo de muchos hombres y ha matado las iniciativas de otros. "Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti", dice con toda razón Agustín.
Hay una Providencia divina, pero no una humana providencia.
El Dios providente es el que ha puesto el mundo en tus manos y te ha dado la fuerza y los medios necesarios para seguir transformándolo; que te apoya en tu empeño de superación constante y te acompaña en tu caminar siempre difícil.
Es el Dios que te ha regalado su misma vida para que tú la pongas también al servicio de los demás, y te comunica "con derroche" su amor, lo hagas tuyo y con él trabajes por un mundo más humano y más justo. Es el que sostiene tu esperanza en medio de tantos contratiempos y alimenta tu fe para que la compartas con otros.
Pero recuerda también que tú eres providencia de Dios para tantos y tantas que necesitan un pedazo de pan, una porción, aunque pequeña, de justicia, y amor del bueno.
Tú haz lo que puedas. El resto corre por cuenta de Dios. Pero ten en cuenta que puedes mucho más de lo que te imaginas. Y no por ti mismo, sino por la fuerza que el mismo Dios ha puesto en ti. Esto se llama también Providencia.
"Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar te amonesta para que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas" (De nat. et grat. 43, 50).
Por otra parte, Dios no te quita la cruz que tanto te pesa, pero te da espaldas anchas y fuertes para cargarla. Esa es también su providencia para contigo. ¿Te parece poco?
Y tampoco un comodín
No busques tampoco un Dios comodín para encajar las piezas de una historia personal que no acabas nunca de integrar. Es decir, si Jesús te dice que no se puede servir a Dios y al dinero, tú..., a los dos, que para eso sirve el comodín. Dicho en refrán muy conocido: para "poner una vela a Dios y otra al diablo", y así quedar bien con este último personaje y con la conciencia acallada.
Y con un comodín en casa puedes desdoblar tranquilamente tu personalidad o hacer de ella compartimentos distintos y aun opuestos: eres uno en el templo al que no faltas ningún domingo, y otro en tus negocios, no importa cómo se hagan. Ya llegará el domingo para empatar de nuevo. "¿Buscas a Dios en la Iglesia o te buscas a ti mismo?".(Serm. 137, 9)
Robas y engañas, te aprovechas de los más débiles, adulteras y eres infiel en tu matrimonio, o cometes cualquier otro pecado, pero ya te confesarás para reconciliarte contigo mismo - que no con Dios - sin propósito de enmienda. Y tan tranquilo.
Dios no se acomoda a la vida de nadie. Más bien, invita al hombre a que se acomode a él. Nos invita a configurarnos con Cristo, y a tener sus mismos sentimientos, y seguirle hasta el final, sin fisuras ni repliegues.
"Una parte de ti mismo busca a Dios. La otra está encadenada al mundo. Y ambas luchan entre sí. Únete, pues, a Dios y unifícate en ti mismo. Lucha sin descanso, hasta que logres conquistar esa parte de ti que se resiste a Dios" (In ps. 63, 9).
El Dios de Jesús
Busca al Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo. ¿Quién y cómo es?
Es tarea tuya averiguarlo, como también mía. Abre la Biblia, en particular el Nuevo Testamento y preferentemente el Evangelio, y lo sabrás por el mismo Jesús, porque "nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt. 11, 27).
Lee, reflexiona, saborea, guarda la Palabra y medítala, como María, y déjate llenar por ella. Pero hazlo con sencillez y humildad, sin juicios previos ni posturas ya tomadas y mantenidas. Ábrete al Espíritu y déjate conducir por él. Y encontrarás a Dios.
El hombre es interpelado
en su libertad por la llamada de Dios a crecer, a madurar, a dar fruto. No
puede dejar de responder; no puede dejar de asumir su propia responsabilidad
(Christifideles
laici, 5/9
Para recordar
q Vienes de Dios, vives para Dios y vas hacia Dios.
No es otro el ori-gen de tu vida, ni otro el camino ni otra la meta de tu
existencia.
q Eso sí: Dios no te fuerza a nada. Te invita y te
atrae. Eres tú quien debe optar libremente por él y caminar hacia él.
q Si optas por otras metas, andarás desquiciado y no
serás feliz. Porque Dios es "el centro de gravedad" de tu vida.
q Toda pregunta que se hace desde el corazón es ya
búsqueda, y también encuentro. Búsqueda de la felicidad y la felicidad misma.
Es una experiencia profundamente agustiniana.
q Es necesario despojarse de muchas imágenes falsas
de Dios y creer en el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo. Es el
único que salva.
Para la reflexión y el diálogo
En el texto que acabas de leer
hay bastantes preguntas o interrogantes que te pueden servir para reflexionar y
dialogar.
En tu reflexión personal o en
grupo pueden surgir otras preguntas más apropiadas quizás.
Para orar con Agustín
¡Oh
Señor! haz que, fundado en tus promesas,
crea
en lo pasado, conozca lo presente
y
espere en lo porvenir.
Tú
eres ahora mi esperanza;
mi
esperanza digo y no mi herencia;
serás
mi posesión cuando llegue
a
la tierra feliz de los que viven.
Estar
unido a ti es la vida;
alejarse
de ti es la muerte segura.
Me
cobijo bajo tus alas protectoras:
ampárame
y llévame contigo.
Sí,
tú también llevas a los pequeñuelos.
Los
conducirás hasta su vejez.
Sólo
apoyándome en ti soy fuerte;
de
mí sólo tengo enfermedad y flaqueza.
Ampárame
Señor.
________________________________________________________
No conseguirías llegar a la cima de la montaña más alta si no conocieras los distintos caminos que a ella te puedan llevar. Te perderías entre los matorrales, o en el bosque sin senderos ni espacios claros.
Y si hubiera un solo camino, habría maneras diferentes de ascender por él a la cumbre: como científico que va investigando el origen, el porqué y para qué de todo lo que va encontrando, o como poeta que goza con la hermosura de todo lo que ve, o como simple caminante. Y otras.
Maneras distintas, todas ellas válidas y hermosas, para acercarte a la cima, gozar y descansar en ella.
Dios es la cima de todo y la montaña misma. En la medida en que vas ascendiendo hacia él, ya estás en él. Por dondequiera encuentras huellas de su paso. Buscas la luz que te va guiando y que será plena allá arriba. Y el descanso de tantas fatigas. Y la seguridad definitiva, la bondad de todo y para siempre, y la fuente de la felicidad que tanto ansías.
Agustín, andariego de muchos caminos, nos propone, de momento, tres para ir hacia Dios. O mejor, tres maneras de caminar. Cada una de ellas responde a otros tantos aspectos de los muchos con que aparece ante nuestros ojos la imagen de Dios.
Te recuerdo, antes de seguir adelante, que Dios, porque es simplicísimo, no puede ser seccionado en facetas y aspectos múltiples. Él es, en sí y por sí, la Unidad. Y, por serlo, es la Belleza, la Bondad, el Amor. Todo inseparable, todo uno. No son aspectos separables de su ser, sino que todo es una y única realidad.
Pero el hombre, dada su limitación y su escasa capacidad intelectual - aunque grande por ser un don espléndido de Dios - tiene que separar, tiene que dividir, para ir viendo poco a poco, lo que es Uno.
Por otra parte, Dios, porque es inmenso, es inabarcable. Y porque es inabarcable, las manos del hombre no lo pueden asir, ni el en
tendimiento “comprehender”. Como el horizonte en un día claro y luminoso. Te lo decía antes: por mucho que te acerques a él, no podrás atraparlo con tus manos ni encerrarlo en tu mente pequeña; ni siquiera tocarlo. Apenas contemplarlo, que ya es mucho y, quizás, la manera mejor de conocerlo.
Agustín propone, entre otros, tres caminos o maneras de caminar para ir llegando al conocimiento y contemplación de Dios. O al mismo Dios. Presenta a Dios como principium nostrum, lumen nostrum, bonum nostrum. Es decir, Dios como principio nuestro, luz nuestra, bien nuestro. O, lo que es lo mismo, Dios autor y origen de todo, la verdad y la luz interior que a ella lleva, y la fuente de toda felicidad.
Te invito a conocer y recorrer cada uno de estos caminos.
Principium nostrum. Origen de todo.
"Si Dios es la sabiduría por la que fueron creadas todas las cosas, el verdadero filósofo es el amante de Dios". (De civ. Dei 8, 1). Filósofo, por etimología, es el amante de la sabiduría; y, como la sabiduría, en últimas y para Agustín, es Dios, el hombre busca a Dios, a quien ama, a través de las cosas creadas.
Estas vienen a ser peldaños que te van llevando al autor de todo. Nada existe para sí ni por sí sólo. Al menos en un primer momento. Porque, en un segundo momento, la naturaleza, una vez salida de las manos de Dios, sigue su curso y, por la fuerza que le fue dada y a veces con la intervención del hombre, va recreándose día a día.
El amor a la verdad lleva al filósofo, y todo creyente lo es, a buscar la razón y los porqués de cuanto existe, al principio y origen, donde aparece, no sólo la potencia creadora, sino el amor que lo funda todo.
Ya no se pone en juego únicamente la curiosidad intelectual para conocer fríamente el origen de las cosas, sino la búsqueda insaciable de una voluntad primera y firme que es, ante todo, AMOR, para unirse a él.
"Os amo, Señor; no dudo y estoy seguro de ello. Heristeis mi corazón con vuestra palabra y os amé. El cielo y la tierra y todo cuanto en ellos se encierra, de todas partes me dicen que os ame; ni cesan de decírselo a todos, de suerte que no tienen excusa... De no ser así, tanto el cielo como la tierra pregonarían tus alabanzas a sordos". (Conf. 10, 6, 8).
Puedes contemplar el mundo con ojos de científico. Si te mueves con espíritu noble, sin prejuicios tontos ni miras bastardas, podrás dar con el autor de todo. "Esta es toda la ciencia del hombre: el saber que nada es por sí mismo y que todo lo que es, lo es de Dios y para Dios". (In ps. 1, 1).
Lo puedes hacer con ojos de poeta, y así gozar con lo que ves y saborear la belleza que contemplas en la naturaleza. La belleza de un cuadro te mueve a buscar la firma de su autor. Contemplas la armonía de color y sonido del valle y los montes cercanos, y concluyes que alguien superior a ti y a todo hombre la ha creado o la ha ido formando a lo largo del tiempo con la paciencia y delicadeza del mejor de los artistas.
La belleza de
todo lo creado te lleva a buscar al que es la BELLEZA suma. "La hermosura del universo es como un
libro. Contempla, examina, lee lo que hay arriba y abajo. No hizo Dios letras
de molde para que le conocieras, sino que puso ante tus ojos las criaturas. ¿A
qué buscas testimonio más elocuente? El cielo y la tierra te están gritando:
"Somos hechura de Dios" (Serm. Mai 126, 6).
La naturaleza es buena. Como es bueno todo lo que ha salido de las manos de Dios. Así lo refleja la Bilia cuando se refiere al hecho de la creación. Y si ahora aparece deteriorada en sus ríos y en sus bosques, en el aire que respiramos y en la capa de ozono que es ya agujero, es porque el hombre, en lugar de ser un re-creador, es un depredador de todo lo que Dios ha puesto en sus manos.
A pesar de muchos deterioros, abundan los destellos de una belleza siempre virgen y los vestigios de una bondad increada, pero comunicada y presente en todo lo que nos rodea y que el hombre tiene que rastrear y descubrir.
Agustín, una vez más, es maestro experimentado en esta tarea. Venteó incansablemente las huellas que iba dejando a su paso el autor de cuanto existe.
Pregunté a la tierra y contestó: "No soy yo". Pregunté al mar y a los abismos y a los vivientes que nadan en ellos, y respondieron: "No somos tu Dios: búscalo sobre nosotros". Interrogué al aire y dijo con todos sus moradores: "No soy tu Dios". Pregunté al cielo, al sol, la luna y las estrellas: "Tampoco somos nosotros el Dios que buscas". Todas claman: "Él nos hizo" (Conf 10, 6, 8-9).
Lumen nostrum. La luz de la Verdad
El animal se deja llevar por impulsos. Su instinto le va indicando el camino a seguir para defenderse y sobrevivir en un ambiente hostil, procrear y comer. Su capacidad intelectual es chata. No se pregunta nada. En su vida no hay verdades ni mentiras, sino necesidades satisfechas o no. O poco más.
El hombre es otra cosa. Además de animal, es inteligencia y voluntad, es reflexión y pensamiento, razón y juicio. Y una de las diferencias más notorias con el animal es su capacidad para preguntar y preguntarse, y su convicción de que necesita de una luz - luz de toda otra luz - para andar por la vida con criterios firmes y principios sólidos.
El espíritu humano se mueve en el ámbito de una serie de verdades absolutas, necesarias y universales. Desde las verdades matemáticas y geométricas, hasta las metafísicas. La ley de la gravedad, la dimensión de los cuerpos, "nada se puede amar si no se conoce antes", las cosas existen, la muerte es el fin de la vida,... Todo eso lo entiendes tú, y el chino o el esquimal que vive a muchos miles de kilómetros, el hombre de ayer y de hoy.
"El
conocimiento de unas mismas verdades dentro de la inmensa variedad de gentes y
razas, dice el P. Capánaga, es un fenómeno que cautivó a Agustín ya en su
primera elucubración filosófica, y movió a algunos filósofos a suponer que
todos los entendimientos, es decir, todos los hombres, tienen un entendimiento
único, que en todos ve las mismas verdades, que se hacen universales. Pero no;
cada persona posee su propio entendimiento, aunque hay una fuente única para
todos ellos". (Buscando
a Dios con San Agustín, Ed. Augustinus, pag 27).
Hay, tiene que haber, una Verdad que fundamenta todas las demás, o una Luz que ilumina nuestro entendimiento para que podamos conocer las verdades humanas necesarias y universales.
Agustín, como todo hombre si se lo propusiera, supo ascender hasta la Verdad primera, hasta la Luz de toda luz. Y allí encontró a Dios. "Donde hallé la Verdad, allí encontré a Dios, que es la misma Verdad". (Conf. 10, 26, 35).
Y nos invita a recorrer el mismo camino con el fin de encontrar la Verdad, amarla y gozar con ella: "Te prometí demostrarte, si te acuerdas, que había algo que es superior a nuestra mente y razón. Ahí la tienes; es la misma Verdad. Abrázala, si puedes, gózate con ella y alégrate en el Señor, que colmará las aspiraciones de tu corazón" (De lib. arb. 2, 13).
Bonum nostrum. Nuesto Bien
Sal a la calle y pregunta a la gente si quiere ser feliz. Ninguno - a no ser los pasotas de todo, los resignados, los desilusionados de la vida y también algún que otro despistado - te dirá que para qué, que ni siquiera vale la pena pensar en ello. Que no.
Fuera de estos casos - y una vez más la excepción confirma la regla - el hombre, todo hombre y mujer, desea ser feliz. Y cuando "la cosa va en serio", no hay momento de placer, por intenso que sea, que lo satisfaga del todo. Además de que nunca es pleno, siempre está latente el miedo a perderlo y a que le siga otro momento, mucho más largo, de desencanto y frustración.
El hombre, lo mismo que el ciervo de los salmos, es un eterno peregrino hacia las fuentes de agua que pueda satisfacer la sed que lo quema por dentro y por la que suspira día y noche.
Todos queremos vivir mejor, no sufrir nunca, amar y ser amados, gozar de todo y con todos, no tener miedo a nada ni a nadie, tener éxito en todo lo que nos propongamos, vivir felices "en una vida sin fin". ¿O no?
Y esto es así porque hay algo grabado en el interior del mismo hombre con trazos indelebles, inscrito en su mismo ser, que lo hace sentirse siempre necesitado y siempre impotente. ¿Qué ocurre, entonces? Algo le falta, y ese algo tiene que existir y en alguna parte tiene que estar.
El niño llora cuando tiene hambre o ganas de comer. Es su forma de pedir. Desea algo que necesita, algo que, aunque no sepa qué, tiene que existir para su crecimiento y desarrollo. Simplemente, para ser hombre. Y los ojos necesitan de luz para poder ver. Y si no, ¿para qué los ojos?
Todo ser humano,
de hoy y de siempre, adulto, joven y maduro, anhela ser feliz. Hay en él una
fuerza que es deseo incontenible y nunca saciado. "Todo hombre sin excepción quiere ser feliz. No hay quien no lo
quiera, y esto por encima de todas las cosas; más aún, todo cuanto se quiere va
encaminado a ese fin". (Serm
306).
Y esto es así por voluntad del mismo Dios. O dicho con otras palabras y en interrogante: ¿Habría que admitir que Dios ha creado al hombre con deseos truncados y necesidades vitales que nunca podrían saciarse y con vocación únicamente para el sufrimiento al no poder descansar nunca en algo estable, pleno y definitivo? Si Dios es amor, que lo es, imposible.
Luego, concluye Agustín y con él nosotros, tiene que existir la felicidad plena y definitiva, la vida feliz, y también, necesariamente, quien la proporcione. Es decir, Dios. "El seguimiento de Dios es la búsqueda de la felicidad y su posesión la felicidad misma". (De mor. Eccl. cath. 1, 11, 28). Cualquier otra cosa, por muy buena que sea, es perecedera. Luego, no sería fuente permanente de nada.
Ahora bien, en esta búsqueda de la felicidad no te quedes a medio camino. Es decir, en momentos de gozo que pasan siempre, en actos de placer que nunca llenan, en una vida tranquilizada y con una conciencia acallada. Recuerda lo del burro: pienso para hoy, paja para dormir esta noche y temperatura-ambiente.
Tu futuro definitivo es Dios, que ya está presente en ti. Pero también es tu hoy; es decir, puedes ser feliz, aquí y ahora, en lo que humanamente cabe, y cabe más de lo que te imaginas, si conectas con él, como tu fuente, y si trabajas por hacer felices a los demás.
Dios y los demás se hacen un solo sendero para caminar en pos de la VIDA. La hallarás y descansarás.
Sin duda la formación
espiritual ha de ocupar un puesto privilegiado en la vida de cada uno, llamado
como está a crecer ininterrumpidamente en la intimidad con Jesús, en la
conformidad con la voluntad del Padre, en la entrega a los hermanos en la
caridad y la justicia
(Christifideles
laici, 59)
Para recordar
q Cristo es el único camino para llegar al Padre.
Sin embargo, dada nuestra condición humana, hay distintas maneras de caminar, formas
diferentes para ir hacia Dios.
q Una de ellas, a través de contemplación de las
cosas creadas. Nada existe por sí sólo; tiene que haber alguien que, al menos
en un primer momento, lo haya lanzado a la existencia.
q La belleza de todo lo creado es un canto al
creador. El creyente, lo mismo que Agustín, ama la naturaleza, la respeta, la
defiende y la va re-creando permanentemente.
q Dios es la Verdad primera, la Luz sobre toda luz,
el fundamento de todo lo que existe. En él no hay engaño, oscuridad o duda.
q El encuentro con Dios es la felicidad misma. Dios
es el único bien que permanece y
satisface plenamente las ansias más vitales del hombre.
Para la reflexión y el diálogo
·
Cuando
quieres encontrarte con Dios, ¿qué caminos emprendes? ¿Dentro de ti? ¿A través
de las cosas? ¿En el hermano? ¿En los libros? ¿En los acontecimientos que
ocurren? ¿En el dolor y sufrimientos propios o ajenos?
·
¿Qué
te dice la naturaleza de todo lo creado? ¿Acostumbras a contemplarla con curiosidad,
respeto y admiración? ¿Qué encuentras en ella? ¿Qué te dice la armonía, el
orden y belleza que ves en ella?
·
¿Sueles
preguntarte el porqué y para qué de todo lo que Dios ha creado? Si es así, ¿a
qué conclusiones llegas?
·
En
ti hay una insaciable de felicidad. ¿Qué buscas para saciarla? ¿A qué fuentes
acudes? ¿Te hacen, en lo que cabe, feliz o te sirven sólo para lograr momentos
de placer y diversión?
·
¿Qué
lugar ocupa Dios en la búsqueda de tu felicidad? Uno es feliz en la medida en
que hace felices a los demás. ¿Cuál es tu experiencia en este sentido?
Para orar con San Agustín
¿Cómo,
pues, os busco, Señor?
Porque
cuando os busco, Dios mío, Busco la vida feliz.
Búsqueos
yo, para que viva mi alma.
Busco
la vida feliz.
Porque
mi cuerpo vive de mi alma
y
mi alma vive de Vos (Conf. 10, 23, 29).
Señor
y Dios mío,
da
alegría al alma de tu siervo,
porque
en ti ha puesto su esperanza
y
hazle sentir esa alegría hasta ser elevado a ti.
(Serm 311, 14).
Sólo
tú puedes hacerme feliz,
porque
solamente el bien que procede de ti
es
verdadero bien.
Sé
tú, Señor, mi herencia,
porque
tú eres el que me sustentas y conservas;
y
que sea yo posesión tuya,
a
fin de que tú me gobiernes y dirijas
(In ps. 5, 1)
10. Cristo, camino
y compañero de ruta
________________________________________________________
Como comprenderás, no pretendo encerrar en unas brevísimas páginas toda la abundante y riquísima doctrina de Agustín sobre Jesucristo. Ni siquiera sobre Cristo Camino. Obvio. Entre otras razones, porque no quisiera encontrarme en la playa de cualquier mar a un niño intentando meter toda el agua del mar en el hoyito que acaba de hacer en la arena, y echarme, así, en cara mi pretensión.
Quiero presentarte sólo dos rasgos de Jesús, si así se puede hablar, que Agustín suele comentar con cierto detenimiento y énfasis, y que te pueden ayudar a ir mejor hacia Dios y encontrarte con Él. Con Cristo buscamos al Padre, y lo encontramos en él: Cristo, Camino y compañero de ruta.
Te advierto, en primer lugar, que Cristo es algo más, mucho más, de lo que puede ser un mapa de carreteras donde aparece señalado el camino mejor para llegar al lugar deseado. Y mucho más también que un guía de turismo que acompaña al viajero inexperto por una ruta desconocida, que quiere gozar de lo que ve y regresar sano y salvo a su casa.
Todo es luz
Cristo es el camino y el compañero de ruta en un viaje que nos lleva hasta el Padre, meta final para todos. Porque el sendero, cuando lleva a la Vida, es duro y difícil, empinado y estrecho, con tentaciones y sobresaltos. Nada se hace fácil cuando la debilidad del hombre es grande y la meta le supera.
Y porque la tarea es ardua, él se hace camino. Camino de ida y vuelta. Vino del Padre, se hizo uno más entre los hombres, y vuelve al Padre llevando sobre sus hombros a los hombres nuevos de todos los tiempos.
"Descendió buscando a sus conciudadanos, y se hizo uno de tantos. ¿Cómo descendió? Tomando forma de esclavo. Tomando la forma de esclavo. Anduvo aquí entre nosotros el Dios-Hombre; con nosotros se igualó en la condición humana, conservando con el Padre su divinidad..., y nos dijo; ¿Qué hacéis aquí?... Trabajemos, volvamos. ¿Por dónde volvemos? Yo me extiendo a vuestros pies, yo me hago camino. Seguidme" (Denis 20, 9).
Desde entonces la vida del hombre ya no es laberinto. Desde entonces el hombre encuentra trochas y atajos siempre abiertos. Desde entonces la fe es camino de luz en un mundo que, cuando es de pecado, sólo nos ofrece tinieblas, y es también puente para salvar muchos vacíos que la vida nos brinda.
Caminar es fácil cuando la vida es simple y vulgar; es decir, cuando las aspiraciones son enanas y los ideales nobles casi no existen. Y también cuando las esperanzas son pequeñas o casi no se dan. Cuando se vive apenas de ilusiones, más que de ilusión única y mantenida, y de vanidades que frustran porque se desinflan al menor contratiempo. Cuando se vive sólo de pequeñas necesidades cotidianas que hay que satisfacer, pero que no exigen mayor esfuerzo.
Caminos cerrados
Cuando esto sucede, el camino - si es que es tal - se hace corto y cómodo. Se va por atajos, pero no se avanza. Todo está al alcance de la mano. Porque la ley, la ley suprema, es la del mínimo esfuerzo. El matrimonio, por ejemplo, mientras dure. El amor, hasta cierto punto. El sacrificio, no vale la pena, se rehuye. El trabajo, un mal necesario. La fe, un consuelo o un paño caliente. Dios, para ciertos momentos. El otro, un competidor o, si todo va bien, un compañero para sentirme mejor.
Y tampoco hay camino cuando el hombre hace del mundo - en su intención, claro está - su casa permanente. No hay adónde ir, ni siquiera caminos, porque ya estamos en ella. ¡Qué bien se está aquí! No hay lugar para la trascendencia. Ni falta que hace. Y el hombre, el que puede, hace de este mundo un bunker: ahí se encierra, ahí goza, ahí se defiende de potenciales enemigos, ahí muere. Y no germina ni produce nada. Todo muere con él. Como todo era para él, al desaparecer de este mundo, nada queda.
Y ocurre también, muchas veces, que el hombre se hace camino de sí mismo. Él es, o se hace, la medida de sí mismo; y la meta de sus aspiraciones y deseos no va más allá de sus necesidades más apremiantes o de otras muchas creadas para engordar su yo. El camino
interior termina donde comienza el bienestar personal o los momentos de placer. No vale la pena ir más allá.
En estos casos, él, el hombre, es punto de partida y de llegada. Si va hacia el otro, lo hace para retornar a sí mismo después de haber conseguido lo que pretendía: un favor, un beneficio personal, amor, placer, aceptación o aplauso. El otro es un trampolín para trepar o un baúl de donde sacar algún provecho.
Y sucede lo mismo en el camino que el hombre emprende hacia Dios con el único fin de arrancarle la solución a todos sus problemas o la concesión de una ayuda eficaz para cualquier necesidad. Como si Dios fuera una de esas máquinas automáticas de las que sacas un paquete de cigarrillos o una bebida cualquiera después de introducir la moneda señalada y de apretar el botón indicado.
Dios no sería, entonces, el final de un camino, sino un punto de retorno hacia ti. A ti, a través de Dios. "Que no se haga tu voluntad, sino la mía". Ir hacia Dios para aprovecharse de Él.
También aquí, como en todo camino, hay amor. Pero es un amor cerrado, que termina donde empieza; amor del malo, puro y simple egoísmo, nada generoso, ni gratuito.
Todo es relativo. Uno es lo absoluto.
Pero viene Jesús y trastoca todo. El hombre no es para sí mismo, sino para Dios. Y, por eso mismo, para los demás. Nada hay absoluto en este mundo, aunque todo, o casi todo, sea estupendo. Nada. Todo es relativo. Ni la salud, ni el dinero, ni la familia, ni siquiera la propia vida. Nada tiene valor absoluto.
El verdadero camino pasa de largo por todas estas cosas, sin despreciarlas, más bien amándolas y valorándolas, y se dirige hacia lo único absoluto. A Dios, meta final, horizonte de todos, vida de nuestra vida.
Por eso, un enfermo es tan persona como otra cualquiera, y un pobre también. Y hay quien renuncia a la propia familia para servir más y mejor a la causa del Evangelio. Y la vida se tiene y crece en la medida en que se entrega.
Pero el camino, aunque sea hacia lo absoluto, se hace pisando la tierra por donde pasas. Con los pies en el suelo. Porque del barro de esta tierra hemos sido moldeados, y somos de la familia humana, que es carne también, y en este mundo hemos sido plantados para germinar, dar fruto y morir.
Un pueblo en marcha
La historia de la salvación es la historia de un pueblo en camino. Abraham y su gente se puso en camino para iniciar una andadura que no terminaría nunca, salvando distancias geográficas - Egipto, éxodo, desierto, tierra prometida, deportaciones, vuelta a casa, nuevas deportaciones y nuevos regresos - pero, sobre todo, poniendo en marcha, en cada momento, el corazón de creyente y la fe del que ama. Y la fe y el corazón de todo un pueblo.
Los caminos de Dios son muchas veces desconcertantes. "Mis caminos no son vuestros caminos" dice el Señor, pero llevan siempre a la posesión de lo prometido. Ponerse en camino supone siempre renuncia y desarraigo, coraje y cierta dosis de espíritu aventurero. Pero, sobre todo, mucha confianza, total confianza, en el Dios que llama e invita a seguirle.
Y es que todo camino es seguimiento y liberación. Israel sale de Egipto, cruza el mar, se lanza al desierto y experimenta lo que es "marchar con su Dios" (Miq 6, 8). Desde entonces, el creyente vive en éxodo permanente. Éxodo que no es evasión, sino ruta que purifica y libera, y, en el caso de Israel y de cada cual, constitución del pueblo y maduración en la fe de todo creyente.
Por este mundo transita nuestro camino. Somos peregrinos en un éxodo nuevo. Pero peregrino no es el que va de paso, sin más, con la mirada puesta únicamente en el término de su viaje, sino quien, sin acampar de manera estable en un lugar para fijar allí su residencia, vive la realidad que pisa, la asume, intenta mejorarla, y sigue caminando.
Unicamente aquí, en este mundo, tiene sentido la fe; en la meta no tendrá razón de ser, y desaparecerá. Y la fe es caminar entre seguridades e incertidumbres, entre espacios luminosos pero también de tinieblas, con desánimos y nuevos empujes. Es luz y fermento, fuerza y empuje, vida y muerte, y vida de nuevo.
En este éxodo - liberación, cimentación de su fe, fermento, muerte y vida - el creyente está siguiendo a alguien que camina al frente y que, además, se hace camino, Cristo. "Yo me hago camino, yo seré vuestro fin. Seguidme", en palabras de Agustín.
Fe y vida
Porque Jesús se hace camino y camina con nosotros, la fe del creyente es vida nueva, es decir, una pascua siempre renovada. Porque el creyente, el que vive de la fe, camina y pasa de la esclavitud a la libertad, del pecado a la gracia, de la muerte a la vida, del yo al hermano, de la instalación a la precariedad, de las tinieblas a la luz.
Así lo entendieron los primeros cristianos. San Lucas dice que Saulo pidió cartas al Sumo Sacerdote "para la sinagoga de Damasco, para que si encontraba seguidores del Camino, hombres y mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén" (Hech 9, 2).
Seguidores del Camino. Seguidores de Jesús. Son los creyentes de las primeras comunidades cristianas. Porque se trata del "Camino nuevo y vivo, inaugurado por Cristo para nosotros", dice el autor de la Carta a los Hebreos (10, 20).
Los primeros creyentes tienen conciencia de haber encontrado el verdadero camino, y también de que este camino no es un estilo de vida sin más, una manera de ser, una serie de normas, sino una persona, Jesús.
Lo primero lo entendían los fariseos: "Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios" (Mt 22, 16). Ellos intuían que Jesús proponía tan sólo una nueva forma de observar y cumplir la Ley, que era su camino, pero lo segundo, que la nueva Ley se llamara Gracia, y que con ella se inauguraba un camino nuevo, que era el mismo Jesús, no cabía en su mente cerrada y obtusa.
"Y adonde yo voy ya sabéis el camino. Le dice Tomás: Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Le dice Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14, 5-6).
Jesús es el Hombre Nuevo, la Alianza definitiva que se establece en el éxodo, un camino abierto al amor gratuito y que termina en el encuentro con el Padre, que a su paso por este mundo va construyendo un Reino de justicia, amor y paz, de verdad y vida, de santidad y gracia, en el que caben todos los hombres de buena voluntad, con tal de que sean sencillos y humildes, como Él, y se comprometan a "echar una mano" - mejor, las dos; y todo lo que es y tiene - para ayudar al hermano que camina con él.
Así lo entendió también Agustín: Nuestros pasos en este camino son el amor de Dios y del prójimo. El que ama, corre, y el que con más fuerza ama, con mayor ligereza corre, y cuanto más frío es el amor, con mayor pereza se mueve en el camino. Y, si no ama, está inmovilizado en él (Mai 12, 2).
Ama y camina
Ya lo ves: camina únicamente el que ama. Y el camino será o se hará, en tu caso, según lo que ames.
Y entonces, sólo entonces y por pura lógica - la lógica del Evangelio, que es contundente, aunque a los ojos del mundo parezca muchas veces contradicción y paradoja - si estás en el Camino, ya has llegado, aunque la carrera no esté del todo consumada. Entonces, en la meta final, ya no habrá camino, todo será encuentro feliz, descanso y gozo.
¿Qué es llegar, en el proyecto de Jesús, sino, también, seguirle, ser su testigo en las realidades de este mundo, acogerle a Él y a quien lo envía, ser sus amigos y ya no siervos, y vivir como resucitados con Él?
Todo hombre desea la verdad y la vida, pero
no todos saben el camino hacia ellas... Per eso Cristo, que era la Verdad y la
Vida, se hizo también el Camino.
Camina, pues, por el hombre y llegarás a Dios. Yendo por él, llegas a él... Camina con las costumbres, no con los pies, que incluso con pies sanos quedes extraviarte... Es mejor ser un cojo en el camino que un buen corredor fuera de él (Serm 141, 4, 4).
Unidos a Cristo y
constituidos en el Espíritu “testigos” de Cristo Resucitado, los fieles laicos
son hechos partícipes tanto del sobrenatural sentido de fe de la Iglesia,
cuanto de la gracia de la palabra.
Por
su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan
en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y
difundirlo en la historia.
(Christifideles
laici, 14)
Para recordar
q Cristo se hace camino y compañero de ruta en un
viaje que nos lleva al Padre. "Nadie
va al Padre sino por mí". Fuera de él no hay salvación. Es el único
mediador.
q El hombre se pierde cuando se hace camino de sí
mismo; es decir, cuando se busca únicamente a sí mismo.
q El viaje por este mundo no es para pasar de largo
por él, sino para ir construyendo en él el Reino de Cristo, un Reino de amor,
justicia, paz, bondad y vida.
q No puede haber, por tanto, divorcio entre fe y
vida, sino integración necesaria. Ama y camina. "Camina por el hombre y llegarás a Dios"
Para la reflexión y el diálogo
·
¿Qué
te sugieren las palabras de Jesús: Yo soy el camino? ¿Hay otros caminos para
llegar al Padre? ¿Por qué?
·
¿Te
queda fácil dar con este camino? ¿Qué dificultades encuentras en tu vida para
seguir a Cristo? ¿Cómo las superas? ¿O te desanimas fácilmente?
·
¿Qué
experimentas cuando tomas otros derroteros en tu vida? ¿Adónde te diriges
cuando caminas por ellos? ¿Cuáles tus metas y tus aspiraciones?
·
¿Y
qué experimentas cuando optas por seguir a Cristo-Camino? ¿Cansancio, gozo,
esperanza, desánimo, seguridad...?
·
¿Qué
sientes al encontrarte con otros hermanos que caminan contigo? ¿Qué haces para
que su andadura sea menos pesada, animosa, firme y decidida?
·
¿Pasas
de largo por la vida o trabajas para mejorar lo que ves en tu entorno? ¿Por
ejemplo?
Para orar con Agustín
¡Oh
Dios mío!
Yo
caminaba errante y me iba separando de ti.
Ahora
quiero empezar a seguirte,
porque
tú has sido el primero en buscarme
y
llevarme sobre tus hombros (In ps. 69, 6).
Tú
me has dicho:
“Yo
soy el camino, la verdad y la vida".
Sí,
Dios mío,
tú
eres el verdadero camino;
vas
a ti mismo y por ti mismo;
yo,
en cambio, ¿adónde iré sino a ti?,
¿y
por dónde sino por ti?
Iré
a ti siguiendo tus pasos.
Es
difícil el camino que has andado,
pero
también son grandes las promesas
que
has hecho.
Soportaré
las penas y trabajos corporales,
pero al fin llegaré
a
la posesión de los bienes eternos.
(In ps. 36, 2, 16).
11 - Cristo, la Verdad para todo hombre
Pilato y Jesús
Pilato debió de quedar pasmado y boquiabierto cuando Jesús no quiso responder a la pregunta que le acababa de formular. No entendía su silencio. Tenía en sus manos la vida de ese hombre - eso creía él - y este hombre daba la callada por respuesta.
Y la pregunta de Pilato, "¿Qué es la verdad?", era de mucho calado. Más de lo que él se imaginaba. Quizás estaba formulada con sana curiosidad y con el deseo de conocer, como buen romano que era, cuál era o en qué consistía la verdad. Porque no había una respuesta satisfactoria y única entre los grandes filósofos de la época.
Si no había entendido poco antes el significado del Reino del que hablaba Jesús, ni veía claro que este pobre hombre para quien pedían la muerte, maniatado y maltratado, se presentara como rey, ¡cuánto menos iba a entender en qué consistía la Verdad! Es que, con perdón de Pilato, "no es la miel para la boca del asno"
No hubiera podido digerir y soportar la respuesta de Jesús. ¿Acaso un enfermo, convaleciente de una enfermedad estomacal grave, podría digerir una comida abundante y variada, rica en grasas y calorías, sin enfermarse de nuevo? ¿Le sería de algún provecho o, más bien, de perjuicio?
Si Jesús le hubiera contestado: "Yo soy la Verdad", - porque esa era la respuesta - la reacción de Pilato hubiera sido de sorpresa, rechazo y burla. ¿Qué sentido tenía, entonces, responderle?
Tú, sí
Pero tú sí lo puedes entender. Entre otras razones, porque "estás tocado por la gracia". Es decir, eres creyente, sabes que Jesús es el enviado del Padre, la "luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo", y que el que le siga "no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida".
Abundan expresiones parecidas a lo largo de los cuatro evangelios, particularmente en el de Juan, en las que Jesús se presenta como la Verdad, la Palabra que da la vida, la luz de toda luz.
Sabes esto y lo aceptas. Tu fe es adhesión a la persona de Jesús, no sólo aceptación de una serie de verdades contenidas en la Sagrada Escritura o expresadas por la Iglesia a través de los tiempos. Por ejemplo, las contenidas en el credo que recitamos en la misa. Sabes también que las verdades no serían tales si no se fundamentaran en la Verdad. Y la Verdad es Jesús.
¿Te atreverías tú a presentarte en público diciendo que eres la verdad sin engaño, la certeza total, la sabiduría personificada? Ni tú, ni yo, ni nadie. Ni que estuviéramos locos o fuéramos perturbados mentales. Un poco locos, quizás sí, pero nunca tan tontos ni tan presuntuosos.
Pero Jesús sí se presentó como tal. Lo hizo "a ciencia y a conciencia". Es que era, y es, mucho más que un hombre. Es hombre como nosotros y Dios como el Padre. Él y el Padre son uno. Y todo lo que es, vive o comunica, lo ha recibido del Padre. No puede haber por tanto en él engaño ni error. No puede haber falacia ni mentira, sino verdad viva o vida verdadera.
Verdad y verdades
Son muchas las verdades que te encuentras a lo largo de tu camino. Verdades de orden natural, y que se dan profusamente en el campo de la ciencia, de la vida moral, en la realidad de las cosas.
Dos y dos son cuatro; en todo triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos; la tierra gira alrededor del sol, etc. Estas verdades no son Jesucristo. Son estáticas y nada dinámicas, a nada nos comprometen, no responden a inquietud humana alguna, no nos hacen mejores ni satisfacen nuestras aspiraciones más nobles, ni calman nuestras preocupaciones más íntimas.
Estas verdades, que enriquecen al ser humano, se mueven únicamente en el campo del conocimiento. El corazón, por hablar de alguna manera, recorre otros caminos.
Y hay también otras verdades que orientan y aportan valores al ser íntimo del hombre. O lo mueven e inquietan. La verdad de un amor fiel y generoso, el servicio prestado a quien lo necesita, el esfuerzo que se pone en la construcción de un mundo más humano y mejor, la persona del otro como capacidad de las más hermosas realizaciones, y cientos más.
Cristo no es ninguna verdad de orden científico o matemático como las que tú conoces; ni una serie de verdades de orden moral, aunque sí está en ellas y las anima y potencia. Son huellas que el hombre debe rastrear para llegar a quien las ha originado. Y, en últimas, en él se asientan y de él arrancan con más fuerza.
Tres en uno
Sobra decir que el hombre no es fuente de verdades. Sólo las hace suyas - cuando su pensamiento refleja la realidad de cualquier cosa - y las goza. Y no lo es, entre otras cosas, porque él no es la medida de las cosas. Es un ser contingente. Tiene la existencia que Dios le ha dado o aquella a la que ha llegado. Nada es por sí mismo. Únicamente Dios.
Y Cristo es Dios. El es la Verdad. Es una de las afirmaciones más rotundas del Evangelio. No solamente por lo que dice o enseña, sino por lo que es y vive. De tal manera, que las tres expresiones con las que él se da a conocer - camino, verdad y vida - vienen a decir y a ser lo mismo. Es camino porque es la vida, es verdad porque es vida y camino, y es vida a la que se llega por él mismo con toda verdad.
Lo viene a decir
a su manera San Agustín: "Es la
misma Verdad, Verbo de Dios, Dios en el seno de Dios, Hijo primogénito. Esta
Verdad se vistió de carne por nuestro bien". (In Jn. 41, 1).
Vive en el seno de Dios, y se ha hecho camino para venir a nosotros, vestirse de nuestra propia carne, y llevarnos al Padre. Todo una sola cosa. O dicho en pocas palabras: es la revelación de la verdad de Dios y de la verdad del hombre.
Y, ¿qué es la Verdad?
Difícil me lo pones. Como dice San Agustín cuando quiere explicar en qué consiste el tiempo, "si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé".
Pero lo voy a intentar. Primero, lo que no es: La Verdad de que hablamos no es un concepto filosófico. Tampoco una realidad científica. Ni una realidad moral. Ni tampoco es decir lo que se siente, cuando lo que se siente es un reflejo fiel de la realidad de las cosas. Esto se llama veracidad.
La Verdad, con mayúsculas, es la misma realidad divina. Y abarca, claro está, todo lo que es Dios. El Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Y decir "la misma realidad divina" es decir Bondad y Misericordia, Justicia y Santidad verdaderas, Belleza suma, Amor total, Comunidad de vida y Luz sobre toda luz, etc. Así, con mayúsculas, para destacar mejor la realidad que contienen.
Tú podrás ser bueno, pero no eres la bondad; misericordioso, pero no la misericordia; lámpara que se enciende, pero no luz siempre encendida, amante, pero no fuente del mismo amor.
Un verdadero regalo
Jesús, que es uno con el Padre, sí es la Verdad. La posee y la comunica. Así lo expresa Agustín:
"Cristo es, en el seno del Padre, la verdad y la vida; él es el Verbo de Dios... Siendo, pues, en el Padre la verdad y la vida, y no sabiendo nosotros por dónde ir a esta Verdad, él, Hijo de Dios, Verdad eterna y Vida en el Padre, se hizo hombre para ser, para nosotros, camino. Siguiendo el camino de su humanidad, llegarás a la divinidad" (Serm 141, 4).
Y esta Verdad, cuando se nos comunica y la acogemos, se hace vida. Y vida feliz. Ahora, en lo que cabe. Después en plenitud.
"Si yo les formulo a todos esta pregunta: '¿Qué preferís; gozar de la verdad o de la mentira?', me contestarán que prefieren gozar de la verdad. Claro, y es porque la felicidad es el gozo de la verdad, es decir, el gozo de ti, que eres la Verdad, oh Dios, mi luz y la salvación de mi rostro, Dios, mío. Esta felicidad todos la desean, todos desean esta vida que es la única feliz, todos desean este gozo de Verdad" (Conf. 10, 23, 33).
Estamos en la Verdad
El hombre no posee la Verdad, sino que está en ella. Porque, por su bautismo y la fe, está en Jesucristo.
Y porque estás en la Verdad, tu amor, si es - que debe ser - como el de Jesús, no conocerá límite ni medida. Aun a los mismos enemigos; y con preferencia a los más débiles; hasta dar la vida, si fuera preciso; siempre y en todo. "Como yo os he amado". ¡Casi nada!. Porque Dios es amor. Esa es la verdad.
Y el sufrimiento - inexplicable, muchas veces - tendrá sentido. Porque Jesús lo asumió, lo hizo suyo, y lo sufrió en carne propia. Desde entonces la cruz, tu cruz, asociada a la de Jesús, es cercanía de Dios, amor entregado, crecimiento en la fe y salvación para todos. La Verdad fue también crucificada. Y fructificó.
Y la esperanza es firme. Y será generadora de vida siempre nueva, impulso para seguir caminando, seguridad y gozo aun en los momentos más aciagos, que son muchos y, en ocasiones, amargos y dramáticos. Porque Jesucristo, la Verdad, es el cumplimiento de todas las promesas.
Y cuando se está en la Verdad, al mundo se le mira con otros ojos. Todo queda relativizado, a la vez que re-valorado. El trabajo será derecho y deber; la política, servicio; la familia, comunidad de amor fecundo; el ocio, momento para crecer y ser más, y relación con el otro; la amistad, encuentro; el dinero, para el hombre y no al revés, y en tanto en cuanto.
Y la fe, camino seguro, aunque oscuro muchas veces. Crees en quien es la Verdad y que, además, la dice y la vive. Por eso, caminar en la fe, es caminar en la verdad. Y por eso, también, nuestra fe se hace vida.
¿Cabe mayor regalo o don más excelente?
El Evangelio vivo y
personal, Jesucristo mismo, es la noticia nueva y portadora de alegría que la
Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres.
En
este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto original e
irreemplazable.
(Crhistifideles laici,
7)
Para recordar
q Jesús es la Verdad, porque es el Hijo de Dios. En
él no hay engaño, ni mentira, ni oscuridad. Nuestras verdades, pequeñas o
grandes, lo son en tanto en cuanto dimanen de él o estén de acuerdo con su vida
y mensaje.
q Y esta Verdad, Jesús, se nos comunica, la
acogemos, y se hace vida en nosotros. ¿Cabe mayor regalo o don más excelente?
q El hombre no puede poseer la Verdad, sino que, por
la gracia, está en ella. Y esto es fuente de gozo y vida. Pero el pecado nos
hunde en el mundo de la mentira y la frustración. En la muerte.
q Cuando se está en la Verdad, al mundo se le mira
con ojos nuevos. Y se ama más al hermano, y se hace luz a nuestro alrededor.
Para la reflexión y el diálogo
·
Reflexiona
entre la Verdad, Cristo, y las distintas verdades que percibes a tu alrededor.
¿Qué diferencias aprecias?
·
¿Cuáles
son los engaños o mentiras que encuentras en tu entorno? (familia, trabajo, amistades,
política, grupos o comunidades, etc.) ¿Qué se pretende conseguir con el engaño
o la mentira?
·
¿Por
qué no puede haber engaño o falsedad en la vida y palabras de Jesús? ¿Por qué o
en qué sentido Jesús se identifica con la verdad?
·
Has
oído decir que el demonio es el padre de la mentira, ¿por qué?
·
Si
Cristo es la verdad – que lo es - ¿por qué no se le cree del todo, o se le cree
a medias, o en tanto en cuanto?
·
¿A
qué te compromete vivir en la verdad?
Para orar con Agustín
Oh
Verdad, luz de mi corazón,
que
no me hablen mis tinieblas!
He
ido deslizándome en estas realidades de aquí,
y
me he quedado a oscuras.
Pero
incluso desde ellas, sí, desde ellas,
te
he amado intensamente.
Anduve
descarriado y me acordé de ti.
Detrás
de mí oí tu voz que me gritaba que volviese,
pero
apenas pude percibirla
debido
al alboroto de los que no poseen la paz.
Y
ahora, mira, vuelvo sediento
y
anhelante a tu fuente.
Que
nadie me corte el paso.
Voy
a beber en ella y voy a vivir de ella.
Que
no sea yo mi propia vida.
He
vivido mal al querer vivir de mí.
He
sido personalmente el causante de mi muerte,
En
ti estoy comenzando a revivir.
Háblame
tú, charla conmigo"
(Conf. 12, 10, 10).
12 - Cristo, vida para todos
_________________________________________________________
Eres hombre o mujer en cuanto que amas las cosas y a los amigos, crees en lo que no ves porque te fías de aquél a quien amas, dialogas con quien te encuentras, entiendes, te preguntas y reflexionas sobre ti mismo y lo que te rodea, miras al futuro y proyectas, miras al pasado y gozas o te entristeces. Y por tantas cosas más. Por todo aquello que te diferencia del animal.
Tu vida humana es así. Una verdadera maravilla. Tanto que, por todo ello o en todo ello, eres imagen y semejanza de Dios.
Alma de tu alma
Pero eres mucho más. Porque Cristo murió y resucitó, eres una vida nueva. Te has incorporado a ella por el bautismo y la vives. La VIDA NUEVA es Cristo. Él te ha enraizado, te ha penetrado y llenado de él, y te ha configurado a él. Él es tu vida. Mejor, la vida de tu vida.
Fíjate: eres hijo de Dios como él es Hijo. Coheredero con él, que es el Heredero. Adoptivo, eso sí, pero hijo también. Partícipe de la divina naturaleza o divinizado, porque te ha injertado en él hasta hacerte uno en él. Miembro de su cuerpo, que es la Iglesia, de la que él es la Cabeza. Siendo el mismo, eres ya otro. La gracia te ha transformado.
La semilla de trigo que tienes en la mano no es la espiga llena de muchos granos. Es apenas un pequeño grano, insignificante y humilde. Pero si lo siembras en tierra buena, si lo cuidas y recibe la luz, el calor y el agua necesarios, se transformará en una espiga llena de nuevos granos. Era trigo antes, y es trigo ahora. Sigue siendo el mismo trigo, pero distinto a la vez.
Así también nosotros. Hemos pasado, con Jesús, por un proceso de muerte y resurrección, y somos hombres nuevos y mujeres nuevas. La gracia nos ha transformado.
¡Qué intercambio tan admirable! Nosotros tenemos la vida por él. Él tuvo la vida por nosotros (Serm. 130, 5). Se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios (Serm. 371).
Y sigue: Se hizo "Dios con nosotros" para
que nosotros fuésemos "dioses con él". El que para estar con nosotros
se hizo uno de nosotros, ha hecho que nosotros estemos con él, haciéndonos uno
con él. (In ps. 145, 1).
Te lo decía: eres hombre o mujer, que ya es mucho, pero eres, ya, mucho más. Eres un ser humano elevado a la categoría de "ser divinizado". Así como el alma es la vida de tu cuerpo - es un decir, pero, para entendernos, vale -, Dios es la vida de tu alma. De todo tu ser nuevo.
La vida del cuerpo es el alma, la vida del alma es Dios. Pues el Espíritu de Dios habita en el alma, y por el alma en el cuerpo para hacer de nuestros cuerpos templos del Espíritu Santo, recibido de Dios". (Serm. 161, 6).
Hay cegueras que matan
Todo esto escapa a los modos de pensar y creer de los que en nada creen. Obvio. ¡Allá ellos! Pero nosotros tenemos la certeza que surge de nuestra fe. Nos fiamos de quien no miente ni se engaña, de quien todo lo sabe y, además, nos lo dice: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).
¡Qué malo es acostumbrarse a ciertas palabras o frases que aprendimos de niños o tiempo ha! La vida, la humana, nos la transmitieron nuestros padres, y antes de que viniera Cristo, muchos miles de años antes, ya existía sobre la tierra. Luego él se refería a otra clase de vida. Se refiere a los que, habiendo muerto al pecado, "viven para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6, 10-11).
Conocer a Cristo es tener ya la vida nueva (Jn 17, 3). Y, en la biblia, conocer significa también acoger, hacerlo tuyo y amar. Conocer con el corazón.
Te decía antes que esta vida, la vida nueva, no la ven ni la aprecian los que ven y miran sólo con los ojos de la cara, porque "está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3). Como tampoco ve el alma de nadie si, quien mira, ve tan sólo materia y carne. Hay cegueras que matan, como las que no son capaces de ver la vida o el alma de lo que vive.
No sé si fue casualidad o pura coincidencia, pero lo cierto es que San Pablo quedó ciego de los ojos del cuerpo, y así pudo ver a Cristo con el fulgor de una luz nueva y afirmar rotundamente: "Para mí la vida es Cristo" (Fil 1, 21). Lo descubrió con los ojos del corazón iluminados por la gracia de lo alto. Y para ti, que así miras, también. Y para Agustín. Y para todos los cristianos que creen con fe viva.
Como la vid y los sarmientos
Hay en el evangelio una parábola o comparación con la que Jesús quiere explicar e ilustrar toda esta realidad tan hermosa. Lo van a matar al día siguiente, y él se presenta como la vida que no muere. Lo van a abandonar todos, y afirma que quien no se mantenga unido a él no podrá dar fruto alguno.
Es el momento de la despedida, y dice que se queda bien arraigado en la tierra para que todo sea siempre encuentro y comunión. Jesús no será flor de un día, sino tronco añoso, pero siempre nuevo para que todos podamos frutos en él, por él y con él.
Y les dijo: "Yo soy la vid verdadera, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí, no podéis hacer nada" (Jn. 15, 5).
Le agrada a Agustín este símil y lo comenta largamente en varios de sus sermones. Lo utiliza para explicar el misterio de Cristo, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo; para hablar de Cristo Mediador entre Dios y los hombres y de la pretensión del hombre de obrar la justicia por sí mismo, sin la ayuda de la gracia.
"Pues de una misma naturaleza son la
vid y los sarmientos; por lo cual, siendo Dios, de cuya naturaleza no somos
nosotros, se hizo hombre, para que en él fuese vid la naturaleza humana,
pudiendo ser los hombres sarmientos de suyos". (In Jn. 80, 1)
El hombre, desde su nada, es elevado hasta la cercanía de Dios para quedar unido vitalmente a él, participar de su misma naturaleza y dar fruto. Frutos de gracia, se entiende. De santidad y justicia. Frutos de vida nueva y amor al hermano. Los frutos que se esperan de su condición de bautizado y creyente en Jesús.
El sarmiento no vive por sí mismo. La vida nueva que hay en ti no sería tal si de ti dependiera. Te viene dada y se mantiene porque alguien, que es la fuente de toda vida y la Vida misma, te la comunica. Algo así como la vida del niño que la madre lleva en su seno.
Humildes y fecundos
El soberbio, el autosuficiente, el que cree y piensa que él es el centro
de todo lo que a él concierne, rechaza toda dependencia de otro. Hasta de Cristo. Y le ocurre lo que al sarmiento desgajado de la vid: libre e independiente, pero inútil para dar el fruto que Dios espera de él.
Agustín se dirige a ellos, y les dice: "Vosotros decís que el hombre obra por sí mismo la justicia; ésta es la hondura de vuestra soberbia. El que cree que por sí mismo produce el fruto, no está en la vid; el que no está en la vid, no está en Cristo; el que no está en Cristo, no es cristiano. Estas son las honduras de vuestra perdición". (In Jn. 81, 2).
El humilde es un camino abierto a la gracia. El sencillo acoge con gratitud el don que se le ofrece. El pobre sabe que, por sí mismo, nada puede, y se abre a quien lo es todo.
Agustín, en cuanto conoció a Cristo, se injertó en él, vivió de él, produjo frutos de santidad en sí y para otros, y ahora vive feliz en él. Tú y yo, desde nuestra condición de creyentes en la escuela de Agustín, vivimos también de Cristo, pretendemos y nos esforzamos, con su gracia, en ser fecundos y esperamos vivir siempre en él. Que así sea.
El
evangelista Juan nos invita a calar en profundidad y nos lleva a descubrir el misterio de la viña. Ella es el símbolo
y la figura, no sólo del Pueblo de Dios, sino de Jesús mismo. Él es la vid y
nosotros, sus discípulos, somos los sarmientos. Él es la vid verdadera a la que
los sarmientos están vitalmente unidos.
(Christifideles
laici, 8)
Para recordar
q Porque Cristo murió y resucitó, eres vida nueva.
Te has incorporado a ella por el bautismo y la mantienes por tu fe viva. Para
ti, como para San Pablo y San Agustín, "la vida es Cristo".
q El mundo no aprecia y ni siquiera conoce esta vida
nueva. Son otros sus criterios, sus valores y sus metas. Así se explica tanto
egoísmo y ambición, tanta injusticia e insolidaridad. Y tantas frustraciones.
q Si quieres ser fuerte y fecundo en esta vida
nueva, tienes que permanecer en Cristo, como los sarmientos en la vid.
q El pecado te desgaja de ella, y mueres. El amor y
el perdón de injerta de nuevo, y vives. Agustín vivió esta experiencia de
muerte y vida. Una vida nueva para siempre. ¿Por qué tú no?
Para la reflexión y el diálogo
·
¿Qué
significa para tu vida de fe que Cristo sea la Vida? ¿Cómo te alimenta? ¿Qué
clase de frutos nos puedes dar si no estás unido a Cristo?
·
¿Qué
significa estar unido a Cristo, como los sarmientos a la vid? ¿Qué haces para
mantenerte unido a él? ¿Qué sientes o experimentas en esta unión?
·
¿Haces
partícipes a otros de esta vida nueva que Cristo te regala? De ser así, ¿cómo
lo haces? ¿Cómo compartes con ellos esta experiencia?
·
Se
dice que vivimos en una cultura de muerte (violación de los derechos humanos,
guerras, violencia, abortos, situaciones de injusticia, terrorismo, exclusión
de los más débiles, etc.). ¿Qué haces tú para trabajar por una cultura de vida?
¿Te inhibes? ¿Das la cara? ¿Compartes angustias y esperanzas? ¿Denuncias, si es
preciso, y sirves al más débil?
Para orar con San Agustín
¡Qué
bien me hace, Señor, unirme a ti!
Quiero
servirte gratuitamente;
deseo
servirte
lo
mismo cuando me colmas de bienes
que
cuando me los niegas;
nada
temo tanto como verme privado de ti.
Quítame
lo que quieras,
con
tal que no me prives de ti mismo
(Serm. 32, 28).
Tú
dijiste:
"Yo
soy la vid, vosotros los sarmientos,
y
mi Padre es el labrador".
Luego
tú me cultivas,
y
si doy fruto preparas el granero.
Pero
si con la mano de tan excelso agricultor
permanezco
estéril
y
en vez de trigo produjera abrojos,
no
quiero decir lo que ha de suceder;
prefiero
concluir
con
un pensamiento más consolador
(Serm. 113, 6).
13. No te desparrames hacia fuera
Las cosas son buenas y hermosas
Quiero comenzar esta reflexión con unas palabras de San Agustín: "Vemos todas estas cosas - todo lo creado por Dios -; cada una en particular es buena, y en conjunto todas son muy buenas" (Conf. 13, 32, 47). Y añade a continuación: "Tus obras te alaban para que nosotros te amemos. Y nosotros te amamos para que te alaben tus obras".
Estas palabras son una verdadera confesión de fe en la bondad de todo lo creado. Todas las cosas son buenas y, por lo tanto, hermosas y admirables. Lo reconoce también el santo en otro lugar:
"Es menester contemplar con fruto y saborear con deleite la hermosura del cielo, el orden de las estrellas, las variantes de luna, el flujo y el reflujo de las estaciones, la increíble energía de las semillas que engendran las especies y las cosas todas... Hay que contemplarlo todo, no para ejercitar una vana y pasajera curiosidad, sino para erigir una escala hacia las cosas inmortales y eternas" (De ver. rel. 29, 72).
Pero las cosas son buenas sólo "en tanto en cuanto". No son buenas y hermosas en sí o por sí mismas, sino porque han sido creadas por Dios, de él dependen y a él nos llevan. Su bondad es derivada de la Bondad única, y su hermosura es participación de la Belleza absoluta.
"Todas las cosas son bellas porque las haces tú. Pero tú, que eres su hacedor, eres indeciblemente más bello" (Conf. 13, 20, 28).
Sin esta referencia a Dios, las cosas se tornan malas. No dan descanso al alma ni hacen feliz al hombre. "Porque, adondequiera que se vuelva el alma del hombre o se apoye fuera de ti, hallará siempre dolor, aunque se apoye en las hermosuras que están fuera de ti". (Conf. 4, 10, 15).
Admíralas, saboréalas, poséelas, pero sin entregarles tu libertad y tu dignidad de hombre o mujer. Descubre su bondad y belleza y goza de ellas, pero sin negarles su referencia creacional, afirmando siempre que son lo que son - buenas y hermosas - porque es Dios quien las ha creado y está presente en ellas.
"A través del Espíritu vemos que es bueno lo que de cualquier modo existe, porque proviene de Aquél que es, no de cualquier modo, sino que es el que es el Ser Perfecto", en clara alusión al YO SOY del Ex, 3, 14 (Conf. 13, 31, 46).
Así hay que entender y valorar estas palabras de Agustín. Por eso las cosas, si no arrancan de Dios y a Él conducen, no son caminos de nada. Son apenas andaduras que a ninguna parte llevan, o caminos que deleitan y que terminan en sí mismos. No hay meta en el horizonte, ni fuente en su origen.
Noli foras ire
Hay expresiones
de Agustín que, por la fuerza de su expresión y la riqueza de su contenido,
merecen ser conservadas y transcritas en latín, su lengua original. Y hay
cuatro expresiones, entre otras, que, unidas entre sí, marcan el camino
agustiniano de la espiritualidad y resumen todo un itinerario que siguió
nuestro santo: Noli foras ire; in teipsum
redi; in interiore hominis habitat veritas; et transcende et teipsum.
Que en la lengua en que tú y yo hablamos significa: No quieras desparramarte hacia fuera; entra dentro de ti mismo; en el interior del hombre reside la verdad; y. trasciéndete a ti mismo.
Noli foras ire. No salgas fuera de ti. No te disipes en las cosas, no te pierdas en ellas, ni te esclavices a ellas. No seas frívolo ni superficial. Frases en negativo porque es, quizás, la forma más rotunda de expresar una afirmación. No dejan lugar a la excepción, a la epiqueya. Cierran, y no abren, el más pequeño resquicio por donde escapar.
Es la primera etapa de un itinerario que comienza por dentro y no por fuera de uno mismo. Fue el gran hallazgo de Agustín. En cuanto lo descubrió, comenzó a caminar. Antes erraba despistado y desparramado; ahora, camina.
Caminos que dispersan
“Endereza al Señor tus caminos y Él actuará. Tarea difícil para el hombre de hoy. Siempre lo ha sido, es verdad. Y lo ha sido porque el hombre suele caminar, más que todo, por lo que percibe con los sentidos o por donde lo lanzan sus percepciones más inmediatas y sus tendencias e impulsos primarios. Se deja llevar.
Y es también difícil, porque el hombre - por comodidad o por inercia, vete a saber - no suele ir más allá o más al fondo de las cosas. Acostumbra a quedarse en la periferia y en lo superficial de lo que ve o siente, porque le produce un placer fácil e inmediato o un descanso, que aunque pasajero, de momento le llena. Sale al balcón de su vida, y ahí se queda, admirando todo lo que pasa por fuera de sí mismo. Y goza con lo que ve. Pero se mete dentro, y se encuentra solo y vacío.
Camina por las cosas o el mundo exterior. Que no estaría mal - sino todo lo contrario - si lo hiciera desde él mismo, sin fragmentarse por dentro en mil pedazos, a pedazo por cada momento de placer, y si en él no perdiera su dignidad por cada cosa a la que se apega y se esclaviza, por cada persona a la que se entrega sin amor.
Es el pecado
Para Agustín, no otra cosa es el pecado. Así lo define en multitud de ocasiones:
"Apartarse de Dios y acercarse a las cosas" (Conf. 1, 14, 23).
"Amar las criaturas olvidando al Creador" (Conf. 2, 3, 6).
"Amar más el bien privado que el Bien
de todos" (Conf. 3, 8, 13)
"Dar la espalda a la Luz y la cara a los objetos iluminados" (Conf. 4, 16, 30).
"Dispersarse, dividirse, pudrirse en el propio placer" (Conf. 2, 1, 1).
"Andar por fuera, abandonando el interior" (Conf. 7, 7, 11).
"Amar la parte como si fuera el todo" (Conf. 3, 8, 16).
Todas estas definiciones tienen un denominador común: un volcarse en las criaturas, dando la espalda a quien las ha creado; gozar de ellas, olvidando la fuente de toda felicidad; quedarse en ellas sin llegar hasta Dios en quien tienen su consistencia; dispersarse en ellas.
El que se aparta de Dios permanece también fuera de sí mismo, apátrida y errabundo, y resbala hacia las criaturas. Los pecadores “abandonando a Dios, comienzan a poner todo su amor en sí mismos, pero son arrojados de sí mismos para amar las cosas que están fuera de sí” (Serm 96,2)
Te lo decía antes y tú lo sabes: Todas las cosas son buenas, legítimas y válidas cuando el hombre no se dispersa en ellas, cuando, desde Dios, Belleza, Verdad y Bondad, va en busca de lo bello para gozar con él, de lo verdadero para seguir creciendo y de lo bueno para ser feliz.
Es el camino que han recorrido los hombres y mujeres que han hecho historia, aunque sólo sea la de andar por casa, porque han vivido con dignidad y honradez, y sin perder nada de sí.
Pero se tornan vacías, por muy halagadoras que ellas sean, si las haces meta última de tus aspiraciones y deseos. Y como suelen ser variadas y múltiples (personas y lugares, profesión y trabajo, dinero y posesiones, tú mismo, etc.), te rompen por dentro, te disgregan en mil pedazos y a la larga, te dejan vacío o te esclavizan, que es peor
“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo y sobre esas hermosuras que tú creaste me arrojaba deforme. Lejos de ti me tenían aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no tendrían ser” (Conf.10,27,38).
No sé si alguien, fuera de Agustín, sería capaz de expresar con tan breves palabras una experiencia tan intensa y tan profunda: Dios dentro de él, y él, buscándolo fuera, en las cosas creadas. Fuera de sí mismo. Lejos de Dios. Deforme y esclavo, mendigo de placeres y siempre hambriento.
No te dejes engañar
Porque no puede haber plenitud sin unidad interior. Ni libertad sin la gracia de quien vino a liberarnos de toda atadura. Y no encontrarás felicidad en la infidelidad al único QUE ES.
Andar por dentro es ya otra cosa. Pero lo hemos hecho difícil porque el mundo, nuestro mundo, nos bombardea a cada momento con imágenes y sonidos, con halagos de toda clase, y tira de nosotros para ofrecernos soluciones para todo, para proporcionarnos descanso al trabajo que él nos impone, alivio en las tensiones a que nos somete y placeres para todos los gustos.
A los poderes de este mundo - político, económico y social, salvo honrosas excepciones - no les conviene que el hombre pueda disponer de momentos de silencio prolongados, frecuentes y creativos, ni que se entregue a la reflexión personal o viva una vida interior. No les conviene que el hombre camine por dentro. Sería peligroso para ellos. No quieren pensadores, sino consumidores.
Ellos, tales poderes, piensan por nosotros, reflexionan por nosotros y actúan por nosotros. ¡Y qué bien lo hacen los astutos de ellos!. Crean a cada momento nuevas necesidades que pretenden satisfacer con productos inútiles y efímeros. Ellos se encargan de llenar tus espacios de tiempo libre con ofertas atractivas, pero vanas, que evaden y alienan. Y se enriquecen, claro.
Saben que cuanto más se disperse el hombre en las cosas, más vulnerable y débil será. Y, por lo tanto, más domesticable. Y, por lo tanto también, menos hombre.
No niego - afirmo, más bien; y te lo decía antes - que en el mundo hay mucho de belleza, bondad y verdad. En las personas y en las cosas. Abunda el bien por encima del mal, la verdad más que la mentira, y es mucho más lo hermoso que lo feo.
Desde dentro de sí mismo
Expresada esta
opinión, afirmo también que el hombre, cuando sale de sí mismo sin antes
poseerse a sí mismo, se pierde entre las cosas. Se desparrama y se disgrega. Y
se hace esclavo. Y “al que anda
desparramado en lo exterior le resulta difícil entrar en su interior” (De
ord. 2, 11, 30).
No ocurre esto cuando va a ellas desde él mismo. Es decir, cuando antes ha iniciado y recorrido un camino interior, donde se ha encontrado a sí mismo, porque ha encontrado antes la Verdad que habita en él.
Agustín
Agustín fue andariego de muchos caminos. Por fuera de sí mismo, durante más de quince años. Errante y disperso. Por dentro, el resto de su vida, hasta llegar a quien es la culminación de todo, al encuentro de quien es el ÚNICO y el TODO.
“Yo, por mi parte, me alejé de Ti y anduve sin rumbo en tus caminos durante mi adolescencia, demasiado desviado del equilibrio que me ofrecías y me convertí en un terreno empobrecido” (Conf. 2, 10, 18).
Desparramado y roto; alejado de la fuente de todo amor y sediento de amores que no sacian ni calman; mil caminos en su pobre vida por no conocer al único Camino que lleva a la Verdad; de espaldas a Dios a quien buscaba y volcado a las criaturas. Disperso en sus apegos y sin descanso. Cuando falta la gracia, que es armonía con el ÚNICO, todo es ruptura y desparramiento en las cosas que no tienen consistencia. Eso era su vida joven; o mejor, eso eran los mil caminos que lo llevaban a la muerte.
He aquí otro testimonio del santo:
Recordar quiero mis maldades pasadas, y las torpezas carnales de mi alma; no porque las ame, sino por amarte a ti, ¡Dios mío! Por amor de tu amor hago esto, recorriendo con amargo recuerdo mis perversísimos caminos, para que tú me seas dulce, dulzura no engañosa, dulzura dichosa e imperecedera, y recogiéndome yo mismo de aquella disgregación con que me repartí en pedazos, cuando apartado de ti, que eres uno, me desvanecí en muchas cosas. Porque hubo un tiempo en mi adolescencia en que me abrasaba por hartarme de estas cosas bajas, y convertirme en un matorral de varios y sombríos amores; y se consumó me hermosura, y me convertí en podredumbre a tus ojos, agradándome a mí mismo, y deseando agradar a los ojos de los hombres (Conf. 2, I,1).
Se encontraba a sí mismo, por el pecado, roto en mil pedazos y disgregado en muchos apegos, con su alma dispersa y desparramada en las cosas, lejos de sí mismo, con el alma hecha jirones, infeliz y desdichado, sin encontrar la dicha y felicidad que en ellas buscaba.
“Te buscaba fuera de mí”
Buscaba la Verdad, a Dios, únicamente por el camino de los sentidos, hacia afuera, a impulsos de sus pasiones y vanidades, y no con la razón y la inteligencia, por los caminos de la introspección. Y se equivocó:
Ay, ay de mí, por qué escalones descendí a lo profundo del abismo, fatigado y acongojado por la falta de verdad, cuando te buscaba, Dios mío, no con el entendimiento del alma, con que quisiste que aventajase a los brutos, sino con el sentido de la carne. Pero Tú estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo más alto de mi ser. (Conf 3, 6, 11).
¡Qué atinadamente refleja aquí Agustín, con su propia experiencia, la situación de tantos y tantas que buscan su felicidad y su plenitud en las cosas que perecen, en los placeres que se esfuman al poco tiempo de gozados, en los halagos engañosos de lo que es inconsistente…, en el pecado!
Porque al pecado se llega por el gozo o placer que en él parece que se pueda encontrar. Así lo presenta la tentación: es agradable la pereza y a nadie perjudica; es un placer la lujuria y ¿por qué no gozarlo?; es dulce la venganza y el espíritu resentido se aquieta con ella; es bueno y legítimo -¿por qué no? - gozar de lo que tengo y aspirar a tener más y más, aunque sea a costa de los otros; es legítima la mentira para no quedar mal; y digno de elogio el engaño en los negocios; y…
Convéncete: quien cae en cualquier clase de pecado, cae fácilmente en todos los demás. Porque la conciencia ya está adormecida, el espíritu desparramado y los criterios de vida se hacen rastreros y relajados.
Por esos senderos caminaba Agustín. Desbocado y sin rumbo. Hasta que pisó el freno de sus impulsos, detuvo la marcha, reflexionó y cambió de ruta. Ya no sería hacia ninguna parte, sino hacia adentro.
Entró dentro de
sí, dio con la fuente, y con el Camino, y con el Creador de todo, y con la
Verdad por la que tanto suspiraba. Y comenzó a recorrer un camino nuevo. Por él
encontraría la Verdad.
Embriagado por las
prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo, y fascinado sobre todo
por la más antigua y siempre nueva tentación de querer llegar a ser como Dios
mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces
religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin
significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más
diversos ídolos (tener, gozar, poder).
(Christifideles
laici, 4)
PARA RECORDAR
q Todas las cosas son buenas, es verdad, pero “en
tanto en cuanto” No hay cosas malas, sino malos amores, dice el santo. ¿Por
qué?.
q Las cosas (personas y lugares, dinero y cualquier
clase de bienes, prestigio y poder...), sin la referencia última a Dios, fuente
de todo, dispersan y esclavizan, producen vacío y no satisfacen las
aspiraciones más nobles del hombre. ¿De qué cosas te consideras esclavo?. ¿Has
encontrado la felicidad, y no sólo momentos de placer, en el uso y disfrute de
las cosas, al margen de Dios?
q El pecado es, entre otras cosas y en palabras de
Agustín, “una aversión o alejamiento del bien inmutable (Dios), y una conversión
a los bienes mudables y pasajeros”. ¿Cuál es tu experiencia en este sentido?
q Si te has apartado de Dios por el pecado, ¿cuáles
son - como en el caso del hijo pródigo - tus bellotas, tus cerdos, tu país
lejano, tu hambre, tus añoranzas? Si te has desparramado en estas cosas, ¿eres
feliz?
q En Agustín, la conversión y adhesión a Cristo pasa
por el camino de la interioridad. Es un camino válido para todos lo que quieren
vivir su fe en Jesús, y particularmente para los que quieran ser cristianos “a
lo agustiniano”.
Para la reflexión y el diálogo
·
¿Qué
cosas de la vida te atraen más? ¿Cuáles son las que más te distraen o te
preocupan? ¿Hay algo que te obsesiona más, que te hace sufrir si no la tienes y
la gozas?
·
¿Ejerces
tu capacidad de reflexión para interiorizarte, en un clima de silencio exterior
e interior? ¿Qué dificultades encuentras? ¿Cuáles son tus logros? ¿Qué
encuentras dentro de ti?
·
¿Qué
experimentas cuando – ¡Dios no lo quiera! – te apartas de Dios por el pecado
grave?
·
¿Qué
caminos emprendes para ser, en lo que cabe, feliz? ¿Sueles encontrar en ellos
la felicidad? ¿Por qué?
·
¿Haces
partícipes a otros de tu experiencia de búsqueda y encuentro con Dios?
Señor
y Dios mío,
da
alegría al alma de su siervo,
porque
en ti ha puesto su esperanza,
y
hazle sentir esa felicidad de haberse elevado a ti.
¿Qué
riqueza es la mía entre los trabajos
y
afanes de que estoy rodeado?
¿Cómo
es que me dejo arrastrar del amor
de
las cosas presentes?
¿Por
qué corro tras de esas cosas,
que
conozco ser las menos apreciables
cual
si fuesen las más necesarias,
sabiendo
que esto es vanidad y mentira?
Sé
tú, Señor, mi herencia,
porque
tú eres el que me sustentas y conservas;
y
que sea yo posesión tuya,
a
fin de que tú me gobiernes y dirijas.
Te
ofrezco todo mi corazón
sobre
el altar del holocausto,
ofrendándolo
a ti en sacrificio de alabanza.
Que
arda todo en amor tuyo.
(In ps. 85, 6)
14. Entra dentro de ti mismo
Entra dentro de ti mismo. Es el segundo paso del principio agustiniano de espiritualidad; o, lo que es lo mismo, de la interioridad agustiniana como camino de búsqueda y encuentro con la verdad.
Agustín te invita a asomarte al interior de ti mismo y adentrarte en él; a la reflexión profunda y seria, que viene a ser un doblarte del todo hasta verte como en un espejo; a bucear en las profundidades de tu personalidad, sin pena ni vergüenza, para verte tal como eres, y descubrir el porqué de muchas cosas.
Allí, en lo más íntimo de ti, te vas a encontrar a ti mismo, porque es el lugar donde decides tu propio destino, y razonas y amas. Allí está la raíz de donde brota lo que eres y haces. Y desde allí podrás crecer hacia lo alto; o, lo que es lo mismo, crecer hacia dentro, muy adentro, hasta encontrarte con el mismo Dios.
Regresa a tu corazón. ¿Por qué huyes y te
pierdes lejos de ti? ¿Por qué andas por caminos solitarios? ¿Por qué
vagabundeas? ¡Vuélvete! ¿Adónde? Al Señor. Él esta a la espera.
Regresa, primero, a tu corazón, tú que andas desterrado y errabundo. ¿No te conoces a ti mismo y quieres conocer a tu Creador? Regresa, repito, a tu corazón, y examina qué sientes acerca de Dios allí dentro donde tú mismo eres su imagen (In Jn 18. 10)
¿Te imaginas un árbol frondoso y lleno de frutos abundantes, cuya vida no arranque de su raíz hasta llegar a la hoja más lejana, a la rama más alta? Primero es raíz y, luego, árbol crecido. Primero “se mira a sí mismo”; es decir, se hunde en la tierra, para luego crecer y expandirse. Y a la hora de levantar un edificio cualquiera, mucho más si es de los más altos de la ciudad, el ingeniero examina el suelo y ahonda en él, cuanto más mejor, hasta encontrar roca firme que le permita construir hacia arriba.
No hay construcción posible de una personalidad fuerte y sólida si no se parte de un único cimiento igualmente sólido y fuerte. El distraído, el disperso, el que tiene un espíritu disgregado y desparramado en las cosas, nunca podrá encontrarse.
El hombre agustiniano es aquel que se vuelve al interior de sí mismo, y ahí reflexiona sobre el sentido de su vida, y ahí decide su propio destino, y juzga y proyecta. Es allí, en ese reducto interior - raíz profunda de lo que él es y hace – donde, conociéndose o reconociéndose a la luz de la Verdad, encuentra la capacidad para amar y optar por lo mejor, la luz para orientar su vida en la dirección de la verdad, el camino de la fe y nuevos impulsos pasa seguir buscando la verdad sobre las cosas, sobre el hombre, sobre sí mismo, sobre Dios.
Vivimos en un mundo que nos distrae, un mundo lleno de imágenes y sonidos, de halagos y ofertas para todo. Todo, o casi todo, tiende a ser evasión, un salir constante de nosotros mismos hacia una felicidad que nos quieren vender por un puñado de monedas y que pretenden camuflar con un hermoso papel de regalo, o con el halago de un placer intenso por el uso y consumo de todo tipo de “drogas” - tener, poder, gozar - que nos alienan y empobrecen.
No encontrarás sosiego ni descanso en las cosas si “viajas” a ellas escapándote de ti. En ellas hay ruido y tensiones, halagos, placeres efímeros y desazón. También cosas muy buenas, excelentes. Cierto. Que abundan, gracias a Dios. Pero están también las que te distraen y perturban. No es fácil escapar de ellas; por eso necesitas retornar a tu interior, meterte muy dentro de ti, retornar a ti. Es el consejo de Agustín:
“Dejemos algún margen para el silencio. Retorna a tu interior y apártate de todo estrépito. Vuelve la vista a tu interior, donde no hay barullos ni peleas, donde tienes un retiro apacible para tu conciencia..., atiende con calma y serenidad a la verdad para que entiendas” (Serm 52, 22).
Los grandes hombres que en el mundo han sido – grandes por sus hazañas, aportes a la ciencia, literatos, luchadores por la justicia, los santos, particularmente los santos, y muchos más - partieron, quieras que no, del conocimiento de sí mismos, de sus posibilidades y también de sus propias limitaciones.
Al fin y al cabo, las “conquistas” alcanzadas por ellos vienen a ser, en un primer momento, la proyección hacia afuera de un potencial escondido dentro de sí, que ellos, u otros, encontraron y potenciaron. Tuvieron que hacer, en algunos casos inconscientemente, un viaje hacia dentro de sí mismos, para luego salir y proyectarse. Luego llegarían las circunstancias favorables, el esfuerzo propio, la ayuda de otros, la capacidad de liderazgo, etc. Pero nunca hubieran logrado nada, o muy poco, sin un trabajo de interiorización personal.
Tu matrimonio, por ejemplo, sería un fracaso si lo contrajeras sin conocerte a ti mismo; tu carrera profesional, un error y un camino equivocado, si no respondiera en primer lugar a una inclinación interior unida a la capacidad requerida para su ejercicio; y también, si fuera el caso, tu vocación religiosa o sacerdotal si estuviera motivada únicamente por motivos externos a ti.
Para ser persona, hombre o mujer, y no un mero individuo, se requiere una capacidad de interiorización y un proceso permanente de adentrarse o meterse dentro de sí para verse y conocerse. La persona crece desde dentro. Luego vendrán las ayudas de fuera, las circunstancias, otras motivaciones. Siempre ha sido válido el principio tan conocido que en latín dice “cognosce te ipsum”, conócete a ti mismo.
Si así es en todo hombre, mucho más en lo que se refiere al creyente, al que quiera seguir a Jesús en un estilo de vida nuevo.
San Agustín descubrió todo esto tarde, es verdad, pero a tiempo. Y ahí comenzó su andadura nueva. Más de quince años estuvo despistado – fuera del camino – porque no había comenzado por donde debía. Pero su mérito está en que nunca desmayó, jamás tiró la toalla. Hasta que cayó en la cuenta de su error.
Caminaba “por fuera de sí”, por senderos que a ninguna parte conducían; no llegaba a ninguna parte, no encontraba paz ni sosiego, hasta que hastiado de tantas cosas, y empujado por la lectura de ciertos libros, se dijo: in te ipsum redi, “vuélvete hacia dentro de ti”.
Y se adentró. Dio un quiebro a su vida y comenzó a enderezar el rumbo de su existencia. Lo cuenta así:
Amonestado por aquellos libros a volver a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti, Señor, y lo pude hacer, porque tú me ayudaste. Entré, y con la vista de mi alma, vi una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a toda carne… Quien conoce la Verdad, ése conoce esa luz… ¡Tú eres mi Dios! A ti suspiro día y noche. (Conf 7, X, 16).
Se veía reflejado en cada uno de los pasos que recorrió el hijo pródigo: en su “andar por fuera” en los placeres de la carne, en su vida entregada a los puercos o pasiones más bajas, en la miseria y el hambre… “Entró en sí mismo”, dice la parábola. También Agustín.
El hermano menor de la parábola salió de la casa del padre con el placer puesto en una pequeña bolsa repleta de dinero. Pensaba que tenía el mundo en sus manos, y cayó en las manos de ese mundo y sus cosas. Pensaba que era más libre, y se hizo esclavo hasta de los puercos que cuidaba. Pensaba que sería más hombre, y se encontró vacío de todo.
Todo esto lo
vivió Agustín dramáticamente: Yo, por mi
parte, me alejé de ti, Dios mío, y anduve sin rumbo en mi adolescencia,
demasiado desviado del equilibrio que me ofrecías y me convertí en un terreno
empobrecido (Conf 2, X, 18). Lo mismo que el hijo pródigo: con la vida por
delante, con muchos amigos, brillante en los estudios, un hogar bueno, pero alejado y sin rumbo.
Es posible que también tú hayas vivido o sufrido, en mayor o menor grado, esta misma experiencia. Son muchos los que han pasado por ella y son muchos también los que hoy en día la sufren y la viven.
Es en el sacramento de la reconciliación cuando uno suele oír: “Desde que me alejé de Dios he ido cayendo en un pecado grave…, y en otro…, y en otro”; “no he vuelto a la Iglesia desde hace varios meses, donde me sentía tan a gusto, y no me siento bien, no encuentro paz ni sosiego”; “he dejado de frecuentar los sacramentos, me siento débil y la tentación me puede”. Son experiencias como las del hijo pródigo, como las de Agustín.
No busques la felicidad en la región de la muerte, dirá Agustín refiriéndose al pecado, No está ahí. No puede haber felicidad donde ni siquiera hay vida verdadera (Conf 4, 12, 18). Por eso el hombre debe reencontrar primero su propia identidad para que, haciendo de ella un trampolín, pueda dar el salto y elevarse hasta Dios (Retract 1, 8,3)
Sigamos la andadura del hijo de la parábola. Viéndose en la mayor miseria física y moral, dice el texto bíblico que entró dentro de sí. O recapacitó, que es lo mismo. Dejó de vagabundear por la región de la muerte, y se puso a caminar por un camino nuevo, hacia adentro. Y se encontró hambriento de un padre de quien se había alejado, de una casa que había abandonado, de un amor del bueno, de un pedazo de pan compartido. Jamás habría vuelto a la casa del padre si no hubiera retornado a sí para conocer su situación, su miseria, el poquito de amor que le quedaba y su hambre de pan y cariño.
Así también Agustín. Arranca, primero, con una confesión: Tú, Señor, estabas delante de mí, pero, como había huido de mí mismo, no me encontraba, ¡cuánto menos a ti! (Conf, 5, 2, 2). Y luego, al tiempo, decide buscar por donde debía: “por dentro de sí”. Y comenzó a vislumbrar la Verdad que tanto buscaba y hambreaba. Se encontró a sí mismo y halló también el comienzo de un sendero nuevo o por el que podría retornar a la casa del Padre.
Y como a él le fue bien, nos invita a todos a emprender ese mismo camino con decisión y gozo. Nos estimula a ir más allá de nosotros mismos, a la fuente donde se encuentra la verdad de todo, el mismo Dios. No teoriza. Habla desde su experiencia personal
Busqué al Señor y él me respondió (Sal 34, 5). ¿Dónde escuchó el Señor? Dentro. ¿Dónde contestó? Dentro. Allí oras, allí te escucha, allí te sientes feliz…, como lo indica el Señor en el evangelio: ‘Entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre en privado…’. Por eso, cuando entras en tu cuarto entras en tu corazón. Dichosos aquellos que hallan sus delicias al entrar en sus corazones y no hallan en ellos mal alguno (In ps 33, serm 2).
Y añade: “No nos limitemos al disfrute de las realidades temporales. También nosotros tenemos nuestro apartamento. ¿Por qué no entramos dentro? ¿Por qué no reflexionamos en los años eternos ni encontramos alegría en las obras del Señor? (In ps 76, 13-14)
Esta es la experiencia de Agustín. ¿Es también la tuya?
La conciencia de cada
hombre, cuando tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de la
existencia humana, y en particular el del sentido de la vida, del sufrimiento y
de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella palabra de verdad
proclamada a voces por San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
(Chritifideles
laici, 4)
PARA RECORDAR
q En el proceso agustiniano de interiorización, el
segundo paso es entrar dentro de uno
mismo. Ahí dentro está la raíz
de donde brota lo que eres y haces.
q Crecerás en tu personalidad de creyente en la
medida en que ahondes y te metas dentro de ti. Como el árbol, como el edificio..
q Es rica la experiencia de Agustín. Siguió, sin
saberlo, los pasos del hijo de la parábola, y así pudo encontrar el camino de
retorno a la casa del Padre
q Es también un camino válido para todo hombre que
quiera buscar y encontrar el sentido de su vida.
Para la reflexión y el diálogo
·
¿Qué
zonas de tu personalidad escapan todavía a tu conocimiento? ¿Crees que te
conoces lo suficiente como para proyectar tu vida personal y crecer en la fe?
·
¿Qué
te dice el símil de la raíz y el árbol, el cimiento y el edificio? ¿Cuál es tu
raíz y tu cimiento? ¿Por qué?
·
¿Te
ves retratado en la parábola del hijo pródigo? Si así es, ¿en qué situaciones?
¿Qué haces entonces?
·
¿Qué
te dice la experiencia de Agustín? ¿Es también la tuya?
·
¿En
qué circunstancias o momentos te pones a reflexionar sobre ti mismo? ¿Qué
encuentras entonces?
Tarde
te amé,
belleza
tan antigua y tan nueva,
tarde
te amé
El
caso es que tú estabas dentro de mí y yo fuera
y
fuera te andaba buscando.
y,
como un engendro de fealdad,
me
abalanzaba sobre la belleza de tus criaturas.
Me
llamaste,
me
gritaste,
y
curaste mi sordera.
Relampagueaste,
resplandeciste,
y
tu esplendor disipó mi ceguera
Exhalaste
tu perfume,
respiré
hondo,
y
suspiro por ti.
Te
he paladeado,
y
me muero de hambre y de sed.
Me
has tocado,
y
ardo en deseos de tu paz
(Confesiones 10, 27, 38)
15. En el hombre interior habita la verdad
Es un paso más en el proceso de interiorización agustiniana. Ya diste dos: el primero, no ir hacia afuera; el segundo, entrar dentro de ti. Este paso podría considerarse, más bien, un hallazgo. El que bucea en su mar interior, sin descanso ni desmayo, con empeño y hambre siempre sentida de la verdad, se topa al fin con ella.
Ahí está Dios. Más íntimo a ti, dice el santo, que tu misma intimidad. Más dentro de ti, que tú mismo. Ya ves que no se trata de un salto en el vacío hacia lo profundo de ti. Ahí hay Algo, o mejor, Alguien que te espera, que te acoge. La Verdad.
Dios es la verdad de todo, es la misma Verdad. Dios-Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas (Sol 1,1,1).
Hay verdades y hay verdad. Es bueno distinguir ambos términos. Dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua que verdad es la “conformidad de las cosas con el concepto que de ellas se forma la mente”; o también “conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa”.
Verdad me parece que es lo que es, dice
el santo. Nada, pues, habrá falso, pues
todo lo que es, es verdadero (Sol 2, 5, 8). Es una definición de la verdad
ontológica. Y en otro lugar: Llamo
verdadero a aquello que es en sí tal como parece al sujeto conocedor, si quiere
y puede conocerlo.
Así, es verdad que la tierra gira alrededor del sol; o que dos y tres son cinco; o que los ríos llevan agua. Son afirmaciones de orden científico que nadie puede negar, pero que nada dicen al corazón humano.
Hay otra clase de verdades que se refieren al orden moral, porque aportan contenidos de valor al corazón humano. Por ejemplo, entre miles, “el que mucho ama, perdona siempre”, “uno es feliz en la medida en que hace feliz a los demás”, “el corazón no se llena ni satisface con dinero, sino con amor”...
Todo esto lo sabía también Agustín. Es más, lo experimentaba en carne propia, lo vivía. Pero él buscaba la verdad fundamento de todo; la verdad como respuesta a los interrogantes más profundos del hombre; la verdad, que una vez conocida, fuera capaz de llenar y satisfacer sus anhelos y las necesidades más vitales del corazón.
Es cierto que los riachuelos de agua pueden satisfacer la sed del caminante en días de sol y fatiga. Pero el agua de la fuente es más limpia, más clara, más fresca. Y es, además, el origen del río.
Es cierto que los momentos de placer y gozo, cuando son sanos y perduran, alegran el corazón y sosiegan el espíritu. Pero no es menos cierto que cuando uno descubre la fuente de donde brotan todos ellos, y bebe de ella, se sacia y “ya nunca más volverá a tener sed” (Jn. )
El mundo está lleno de engaños y fraudes, de mentiras y falsedades. Examina, si no, el campo de la política, donde todo o casi todo se somete al logro del poder por el poder y se airean promesas que no se van a cumplir, o se dice lo que conviene en ese momento, aunque se piense lo contrario; el campo de los negocios, donde lo que manda y marca criterios de comportamiento es el dinero, y valen las trampas y los manejos sucios, aun dentro, muchas veces, de un marco de legalidad; el campo de las relaciones humanas; en la vida familiar, porque interesa que no salgan a la luz ciertas aventuras extramatrimoniales o el mal manejo del dinero. Y tantas más.
Se dice, y en ocasiones es verdad, que no hay mentira mayor que una verdad a medias.
A nadie le gusta que le mientan. Aunque se trate de asuntos sin importancia o de cosas banales. Nos molestamos cuando alguien, por las razones que sean, nos engaña. Nos sentimos, entonces, humillados y manipulados. Burlados.
Pero no es menos cierto que sentimos una cierta inclinación a simular lo que no es, a engañar y así quedar bien, a ocultar ciertos he-
chos o errores que podrían delatarnos o dejarnos en evidencia y a manipular al otro para provecho propio.
He conocido a muchos que querían engañar – dice el santo –, pero a nadie que quiera ser engañado (Conf 10, 23, 24)
Abundan así mismo las grandes verdades. Verdades que reafirman y consolidan el amor y la confianza, que impulsan al hombre a seguir creciendo como persona en un grupo o comunidad de hermanos, a construir un mundo más humano, más justo y solidario, y una familia más integrada en la unidad y la fidelidad.
Cuando sabes, porque es verdad, que Dios te ama, que tu esposo te es fiel en todo momento, que tu trabajo es valorado y reconocido porque te ven capaz y responsable, que disfrutas de una paz como fruto del amor y no del miedo o de una imposición absurda e inhumana, que, en lo que cabe, eres libre y no esclavo de nada ni de nadie, que tu servicio al hermano le hace sentirse mejor..., cuando todo esto ocurre, eres más feliz.
Pero todo esto, toda esta serie de pequeñas o grandes verdades, necesita un sustento, un punto de partida o una fuente de donde dimanan todas ellas. Nada se sostiene por sí mismo o en sí mismo. Todo necesita estar asentado en la roca “inmóvil en sí misma”. Tú y yo sabemos que esta roca firme es Dios.
Necio es aquel hombre que edifica su casa sobre arena... Es sabio quien la levanta sobre la roca (Mt. 7, 24-27).
San Agustín es reiterativo al afirmar que la verdad es el mismo Dios: Donde he encontrado la verdad, allí he encontrado al mismo Dios, que es la mismísima Verdad (Conf 10, 24, 35). O el mismo Jesucristo, el Verbo, el Hijo de Dios: Cuando Cristo da testimonio de la verdad, da testimonio de sí, porque voz suya es: Yo soy la verdad (In Jn 115, 4). El Señor es la misma Verdad, la Verdad suprema (Serm 28, 5).
Y está dentro de ti. Te lo decía el santo un poco más arriba: Más dentro de ti, que tú mismo (o que tu misma intimidad). En el interior de ti mismo. Ahí está Dios, que te habita. En el interior del hombre está la verdad; es en el interior del hombre donde Dios habita como en su templo; es en el interior del hombre donde Cristo, maestro interior, enseña al hombre la verdad (El Maestro 11, 38).
Se trata de reconstruir la vida “desde el cimiento último”, para que pueda tener consistencia y unidad. El hombre se renueva, no desde materiales dispersos, sino desde el interior. De este encuentro con la Verdad-Dios surge el hombre nuevo. Nadie sale de este encuentro con las manos vacías, mucho menos deteriorado. Nace entonces, o renace, una vida nueva, porque brota de la misma fuente de la vida que mana sin cesar y comunica su mismo ser a quien a ella se acerca.
¡Qué gran regalo
de Dios al hombre! La liturgia de la Iglesia dice del Espíritu Santo que es dulce huésped del alma.
Me dirás que a Dios se le puede encontrar también en la eucaristía, en su palabra, en la naturaleza, en los acontecimientos de la historia, en el hermano, etc. Y es verdad. Pero, antes, hay que partir de un deseo y, en ocasiones, de una necesidad sentida. Pero este deseo, aunque lo consideres tuyo – y lo es - lo impulsa el mismo Dios que está dentro de ti. Y es Dios también quien, en últimas, te hace sentir la necesidad de buscarle.
Entonces me dirigí a todas las cosas que
rodean las puertas de mi ser: “Habladme de mi Dios, ya que vosotras no lo sois.
Decidme algo de Él”. Y me gritaron con voz poderosa: “Él es quien nos hizo”.
Acto seguido me dirigí a mí mismo y me
pregunté: “Y tú ¿quién eres?” Yo contesté: ”Un hombre”. Aquí me tienes,
equipado de un cuerpo y de un alma, el uno, exterior, la otra interior. ¿A cuál
de los dos debo preguntarle sobre mi Dios, a quien ya había buscado con el
cuerpo, desde la tierra hasta el cielo? Indudablemente el elemento interior
es el más selecto. A él se referían todos lo elementos externos, diciendo:
“No somos tu Dios”, “Él fue quien nos hizo”.
La búsqueda de Dios arranca del corazón y es allí también donde, en primer lugar, se logra el encuentro con Él. Porque, no lo olvides, él está muy dentro de ti.
Pero, no es fácil el camino; para lograrlo, es necesario cultivar la capacidad para reflexionar y meditar. Es imprescindible equiparse de una buena dosis de constancia, paciencia, humildad, amor limpio, y deseo, mantenido a toda costa, de encontrarse con el Dios de la vida.
Una vez encontrado, serás feliz. Oye al santo: Entonces, ¿cómo te busco, Señor? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz. Te buscaré, Señor, para que viva mi alma (Conf 10, 20, 29).
¿Cabe mayor riqueza que Dios dentro de ti? Quienquiera que seas, dondequiera que estés, no importa tu profesión o trabajo, rico o pobre, laico o clérigo, joven o adulto, si estás en sintonía con Dios, porque escuchas su palabra y la cumples, eres morada de Dios.
Si estás en gracia y sin pecado, eres templo del mismo Dios. Más sagrado que el templo más hermoso o cualquier basílica mayor.
Y si todavía domina en ti el pecado, Dios se hará el encontradizo dentro de ti si lo buscas de corazón si quieres regresar a Él para quedarte con Él.
Y termino con unas palabras de Agustín que valen por todo un libro: Dios-Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las verdades. Dios, de quien separarse es morir, a quien acercarse es resucitar, con quien habitar es vivir. Dios, de quien huir es caer, a quien volver es levantarse, en quien apoyarse es estar seguro. Dios, a quien nos urge la fe, nos acerca la esperanza y nos une la caridad (Sol 1, 1, 3).G
El
mundo actual testifica, siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una
visión espiritual y trascendente de la vida, el despertar de una búsqueda
religiosa, el retorno al sentido de lo sagrado y a la oración, la voluntad de
ser libres en el invocar el nombre del Señor.
(Christifideles
laici, 4)
PARA RECORDAR
q Hay muchas verdades y una sola verdad. Pero tales
verdades lo son en verdad (y valga la redundancia) en tanto en cuanto arrancan
de la única Verdad, que es Dios.
q En opinión de San Agustín, el camino mejor para
llegar a ella es el que va al interior
del hombre. Las cosas exteriores vienen a ser indicadores de ese camino.
q El hallazgo de la verdad es la felicidad misma.
Dios es la única fuente de la auténtica
felicidad.
En la tierra, en lo que cabe; en el
cielo, plenamente.
Para la reflexión y el diálogo
·
¿Cómo
te sientes cuando te eres engañado por alguien? ¿Y cuando eres tú quien ha
engañado o mentido?
·
¿Sueles
utilizar la mentira o el engaño para obtener algún beneficio? ¿A qué se deben tus
pequeñas o grandes mentiras, si es que las dices? ¿Te has sentido perjudicado
por tener que decir en algún momento la verdad?
·
¿Eres,
como Agustín, buscador de la verdad? ¿Qué dificultades encuentras para
encontrarla?
·
¿Qué
supone para ti conocer a Dios que es la Verdad? ¿Cómo influye en tu vida, en
tus relaciones con los demás, en la familia, en el trabajo, etc.?
Señor
y Dios mío, en ti creo,
Padre,
Hijo y Espíritu Santo,
mi
única esperanza.
Óyeme
para que no sucumba al desaliento
y
deje de buscarte;
sino
que ansíe siempre tu rostro con ardor.
Dame
fuerzas para la búsqueda,
tú
que hiciste te encontrara
y
me has dado esperanzas
de
un conocimiento más perfecto.
Ante
ti está mi fuerza y mi debilidad:
sana
ésta, conserva aquélla.
Ante
ti está mi ciencia y mi ignorancia:
si
me abres, recibe al que entra;
si
me cierras el postigo, abre al que llama y te ame.
Haz
que me acuerde de ti,
te
comprenda y te ame.
(De Trin. 15, 28, 51)
16. Trasciéndete a ti mismo
El camino de la
interioridad no termina en uno mismo
Transcribo unas palabras del P.Francisco Moriones del primer volumen de su obra “Espiritualidad Agustino-Recoleta”. Dice así:
“Aleccionado por la experiencia del feliz desenlace de su drama personal, san Agustín formuló el famoso principio de interioridad, llamado a producir también frutos de conversión y santidad en otros santos. Sin embargo, para que el programa agustiniano de interioridad produzca los deseados resultados, debe ser aplicado en su totalidad. No recomienda san Agustín la interioridad por la mera interioridad. La auténtica interioridad debe conducir a la trascendencia... Es necesario que el hombre entre en sí mismo, para después elevarse sobre sí mismo, y hallarse con Dios”. El subrayado es mío.
Bien sabía san Agustín que el “proceso de interioridad” no podía terminar en el aposento último y más recóndito de la propia intimidad. El santo no buscaba un refugio, sino un camino. Ansiaba el descanso para su corazón inquieto, pero lo buscaba para seguir moviéndose en torno a otro centro, Dios, quien iba a ser, en adelante, el norte de su vida y la meta final.
El buscador de oro no se contenta con el hallazgo feliz de unas pepitas de tan preciado metal en la mina que va horadando dentro de la tierra, sino que, al encontrarlas, ahonda más todavía, encuentra un tesoro más abundante, y sale con él para su utilización y disfrute.
El árbol – es un suponer – no daría fruto si se limitara únicamente a mirar sólo sus raíces y en ellas se gozara y descansara. Primero, se “profundiza” él mismo, y luego, desde ellas, crece hacia lo alto y da fruto. Bajad para que podáis subir hasta Dios (Conf. 4, 12, 19), nos dice el santo, como si tuviera presente este el ejemplo anterior.
Hacia Dios y el hermano
Es la invitación de Agustín: salir de uno mismo, con Dios, para emprender, sin descanso, un camino nuevo que lo lleva siempre a “la casa del Padre”, al encuentro de Dios y de los hermanos. Recuerda la parábola del hijo pródigo.
Comprenderás que el “hombre interior agustiniano” no se identifica con el introvertido. El introvertido es el hombre metido en sí mismo, reservado, cerrado al mundo exterior; y, si se abre a él, es para conseguir todo aquello que le pueda aprovechar, y refugiarse de nuevo en su propia cueva.
El “hombre interior agustiniano” se abre al otro – Dios, el hermano, el mundo... – lo asume, se entrega y comparte.
Cuando hayas encontrado tu camino de retorno a ti mismo, no te cierres en banda en tu interior... Vuélvete a aquel que te creó (Serm 330, 3)
La espiritualidad cristiana, y por lo tanto la agustiniana, no es, no puede ser, una espiritualidad intimista. Sería, entonces, huida y evasión, y no encuentro y servicio.
De lo interior poseído, al exterior como
encuentro
Es lo que buscan, en último término, muchos hombres y mujeres de hoy. A veces, por caminos equivocados. Acuden, por ejemplo, a las llamadas espiritualidades orientales, que ofrecen, a quienes las hacen suyas y las practican, relajación, paz interior, autodominio y tranquilidad. Aspiración ciertamente legítima, pero que se quedan a mitad de camino y hacen abortar las aspiraciones más profundas del hombre y sus inquietudes más sanas.
No es lo mismo, por tanto, la llamada “meditación transcendental” utilizada en estas espiritualidades, que la interioridad transcendida agustiniana.
La primera va únicamente de lo exterior a lo interior. Y ahí se queda, ahí se refugia. “Transciende” – dicen los que la practican – o pasa de las preocupaciones y realidades del mundo, con sus miedos y tensiones, a la quietud y el sosiego total.
“¡Qué bien se está aquí!”, decía Pedro en el Tabor. Se veía sin problemas ni preocupaciones, a salvo de trabajos y sufrimientos, alejado de los hombres que lo pudieran inquietar, feliz y contento. Pero el evangelista dice que no sabía lo que decía. Y las palabras de Jesús lo despiertan de su ensueño: “Levantaos, no tengáis miedo... El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser despreciado...”.
Es la invitación a salir de un cierto ensimismamiento o la búsqueda de uno mismo, para vivir en relación con todo lo creado. El tesoro – la Verdad-Dios - que has encontrado dentro de ti no es sólo para ti. Se perdería para ti si no lo compartieras. Te quedarías sin nada si no lo comunicaras. Dejarías de ser tú mismo si te buscaras sólo a ti mismo.
La fuente va entregando toda el agua que desde el interior de la tierra le va llegando. Sería agua muerta si la reservara toda para sí. Se convertiría en fuente de nada. Es fuente de agua viva porque sale de sí y corre. Se convierte en fuente de vida.
Dios nos convoca a que nos acerquemos y bebamos, si es que tenemos sed interior. Más aún: dice que si bebemos, de nuestras profundidades brotarán surtidores de agua viva... Si llegara a pensar (el hombre) que lo que bebe lo bebe sólo para sí mismo, no serían aguas vivas las que fluirían de sus profundidades. (In Jn 32, 4).
La “interioridad transcendida”
Es “la interioridad transcendida”. Así la llaman los agustinólogos. No se trata de huir de nosotros mismos, - sería una actitud alienante - sino de ir más allá de uno mismo, con Dios-Verdad como bagaje, y, orientados al mismo tiempo, hacia el mismo Dios. Y nos situamos así en el mundo, para transformarlo, y con los hermanos, para compartir con ellos la experiencia del amor de un Padre común a todos.
No otra cosa hace la mujer del evangelio que busca la moneda perdida por todos los rincones de la casa. Cuando la encuentra, salta de alegría y contento, sale a comunicar a las vecinas la buena noticia y comparte con ellas la alegría por el hallazgo feliz de la moneda perdida.
El hombre agustiniano sabe que su vida no se agota en su propio yo. Su vida es lugar de encuentro con Dios y los hermanos. Él mismo se convierte en camino abierto y generoso, para ir siempre un poco más allá de su propia realidad y encontrarse siempre con Dios y los hermanos.
También la naturaleza se hace objeto de amor, cuidado y goce. En ella se comparte la vida, en ella nos relacionamos con el hermano, en ella encontramos huellas y presencia de Dios.
El hombre agustiniano defiende y cuida todo lo creado, recrea el medio natural en que vive y trabaja y se recrea con la bondad y belleza de las cosas creadas. Es ecólogo en el mejor sentido de la palabra.
La sicología moderna, si es sana, dirá que este es un camino adecuado que nos ayuda a crecer como personas equilibradas, maduras y sanas. O a ser más y mejores personas. Entre otras razones, porque se parte, en primer lugar, del conocimiento de uno mismo. ¡Oh Dios que eres siempre el mismo! Conózcame a mí, conózcate a ti. He aquí mi plegaria (Sol 2, 1, 1). ¡Oh, si los hombres conociesen lo que son: hombres! (Conf 9, 13, 34).
Conocimiento y aceptación
Este conocimiento lleva al hombre a descubrir que él “vale la pena”; que su vida es un don pero también una conquista permanente, que es preciso valorarla y amarla, defenderla, cuidarla y comunicarla; que tiene su historia personal en la que él es su propio protagonista; que su personalidad, con sus rasgos positivos y negativos – que de todo habrá – debe ser lugar de encuentro en el hogar común que es la humanidad.
Y conocerá también que tiene talentos, no importa cuántos ni de qué clase, que no puede enterrar. Que está hecho “a imagen y semejanza de Dios” y que, por lo tanto, es también - debe ser - como su creador, donación generosa y amor gratuito. De no ser así, caería en un narcisismo absurdo y alienante.
Y se pasa, después, por la aceptación de lo que él es, de sus propias limitaciones, pero también de sus cualidades y talentos. Ahora hablan de la autoestima como medio muy adecuado para ser uno mismo, sin inhibiciones ni bloqueos, valorándose como persona, con capacidad para relacionarse con los demás desde su yo personal y único.
Cuida, por tanto, su salud, defiende su libertad, estudia para ser más y servir, se educa en la responsabilidad y crece en madurez. Porque se ama a sí mismo. Es un deber.
Dios nos ama primero
Además de la autoestima como valor, el hombre agustiniano tiene una estima superior que le viene de Otro, sabe que es estimado y amado por Alguien. Experimenta ese amor y se goza con él. Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí (Conf 3, 1, 1)
Ama a Dios, porque Dios le amó primero. Ama al hermano, porque así vivió Cristo el amor
Se ama a sí mismo, para poder amar a los demás. Pero, además, se deja amar con un amor entregado hasta el extremo – el de Cristo -, y lo derrama hacia el hermano. Es vaso comunicante de lo que es y tiene. Nada se reserva para sí. Da y se da. Sabe que la vida se tiene en cuanto se comunica. Y el amor, también. Experimenta gozosamente ese amor y hace a otros partícipes de él.
Se pregunta Agustín: ¿Con cuánto amor debemos amar al hermano y con cuánto a Dios? No debemos preocuparnos por esta cuestión: a Dios debemos amarle incomparablemente más que a nosotros; al hermano, como a nosotros mismos; y a nosotros mismos tanto más nos amamos, cuanto más amemos a Dios (De Trin 8, 7, 12).
Todo eso significa el término “transcender” en el proceso de interioridad agustiniana.
La síntesis vital
entre evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos
sabrán plasmar, será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el
miedo, sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para
que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vida más
conformes a la dignidad humana.
(Christifideles
laici, 34)
PARA
RECORDAR
q El camino de la interioridad agustiniana va más
allá de uno mismo. No tiene cabida, por tanto en sus objetivos, la evasión, el
ensimismamiento, la autocomplacencia. Para eso están las llamadas
“espiritualidades orientales”.
q Sí, como medio, la autoestima. El “camino
agustiniano” va hacia Dios, como aspiración y meta, y pasa por el hermano. No
otra cosa pide el evangelio de Jesús.
q También la naturaleza se hace objeto de amor,
cuidado y goce. En ella se comparte la vida, en ella nos relacionamos con el
hermano, en ella encontramos huellas y presencia de Dios.
q Pero antes, es necesario conocerse a fondo – en lo
hondo de uno mismo – y aceptarse tal cual es, con sus limitaciones y
posibilidades, con sus talentos y vacíos, con sus capacidades y deficiencias. Y
superarse día a día.
Para la reflexión y el diálogo
·
¿Qué
buscas cuando, en la meditación o contemplación, entras dentro de ti? ¿Te
buscas a ti sólo (paz, autodominio, evasión de la realidad...), o vas siempre
un poco más allá?
·
Si
es la Verdad-Dios a quien buscas, una vez hallada, ¿te la quedas sólo para ti?
¿A qué te impulsa Dios? ¿Qué te pide tu fe, qué te exige el amor que Dios ha
derramado en ti?
·
¿Compartes
con tus hermanos tu experiencia de un Dios que te ama y que es Padre de todos? ¿Qué
gestos o señales das de que es así?
·
¿Defiendes
la naturaleza o la destruyes? ¿La cuidas? ¿Cómo?
He
aquí, Señor, que tú me incitas a amarte.
¿Y
podría yo amarte
si
antes tú no me hubieses amado?
Si
hasta el presente he sido perezoso
para
corresponder a ese amor
que
no lo sea en adelante
Has
sido el primero en amarme,
y
¿ni aun así te amo!
En
esto se manifiesta tu amor para conmigo:
en
venir a este mundo
para
que yo consiga por ti la vida, Dios mío,
si
te amo de veras,
Encenderé
en tu amor a todos mis allegados
y
a todos los que viven en mi casa.
Traeré
a todos los que pueda
con
mis exhortaciones, con mis ruegos...,
siempre
con mansedumbre y dulzura.
Yo
crezco por ti, no tú por mí.
Y
no obstante, tú fuiste el primero en amarme,
antes
de que yo te amase.
Y
me amaste hasta el punto
de
venir al mundo por para morir por mí.
Tú,
que nos has creado,
te
hiciste uno de nosotros.
(In ps 33. y 149)
Qué es la fe
No es fácil ofrecer una definición exacta acerca de lo que es la fe. Antes se decía, y todavía lo dicen muchos, que fe es creer lo que no vemos. En parte es verdad, pero no deja de ser una definición muy pobre, además de fría e inútil. Una fe así deja indiferente a quien cree de ese modo. Es como creer que la tierra dista del sol equis kilómetros. Los que sean. ¡Qué más da!.
Para muchos la fe viene a ser tener en la cabeza una serie de verdades dogmáticas. Pero, si estas verdades se quedan depositadas en la mente nada más, como si de un baúl se tratara donde estuvieran todas ellas encerradas bajo siete llaves para que ninguna de ellas se perdiera, de nada o de muy poco servirían. (Dios, los sacramentos, la Iglesia, la resurrección de los muertos...).
Otros dicen que son cristianos porque están bautizados, se confirmaron y quizás hasta se casaron por la Iglesia. Son bautizados, pero puede ocurrir que no sean creyentes.
Para otros la fe viene a ser una adhesión personal a las verdades reveladas, contenidas en la Sagrada Escritura o transmitidas por la tradición y enseñadas por el magisterio de la Iglesia. Se trata, en este caso, de un avance en el camino de la fe. Están todavía a medio camino.
Hay quien dice que la fe no se tiene, sino que se vive. Aunque sería más exacto decir que la fe se tiene en cuanto se vive. Parece un juego de palabras, pero no lo es. El matiz que diferencia o distingue ambas afirmaciones es importante.
“La fe, según el Catecismo de la Iglesia Católica, es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado” (n. 150). Y añade: “Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, su Hijo amado, en quien ha puesto toda su complacencia” (n. 151).
Según esta doctrina del Catecismo, dos son los elementos que integran la fe: la adhesión personal del hombre a Dios y el asentimiento a la verdad revelada.
¿Qué nos dice San Agustín acerca de todo esto?
Creer a y creer en.
La fe es inseparable del amor y la esperanza. Quien cree con fe cristiana, ama; quien ama, cree; quien cree y ama, espera. No se puede dar una sin las otras dos. Más todavía, podría decirse que todo es fe, todo es amor, y todo es esperanza.
Importa mucho distinguir entre creer a Cristo y creer en Cristo. Porque también los demonios creen que Él es el Cristo. Pero ellos no creen en Cristo. Cree en Cristo el que espera en Él y le ama, porque si tiene fe sin esperanza y sin amor, cree que existe Cristo, pero no cree en Cristo (Serm 144, 2).
La preposición a indica solamente asentimiento o aceptación de una verdad dicha por alguien, pero la persona de este alguien queda al margen del acto de fe.
Por el contrario, la preposición en implica y exige adhesión a la persona que afirma o dice una verdad y aceptación de esta verdad. Esta persona es Dios, es Cristo.
Fe y cambio de vida
La fe, en cuanto adhesión a la persona de Cristo – mucho más si es con amor, como así debe ser, ya que creer en Cristo es amarle (In ps 130, 1) – conlleva necesariamente un cambio de vida. El cristiano ha encontrado, entonces, otro molde al que tiene que ajustar su vida, sin dejar de ser él mismo. Ha encontrado a alguien, Cristo, a quien merece la pena seguir, por quien todo se puede dejar, con quien todo se puede compartir.
Le ocurrió a Saulo camino de Damasco; le ocurrió a Agustín en su camino de búsqueda incansable; les ocurre a todos los creyentes de verdad.
Puesta en práctica la adhesión a la persona de Jesús, se sigue, sin la menor dificultad, la aceptación de todo lo que él dice, de todo su mensaje. Y es fácil creer a la Iglesia, depositaria y pregonera del mensaje de Jesús. Es esta fe cristiana la que te une a la Iglesia, la que te hace vivir en comunión con ella.
A quien cree en Cristo, por la fe que tiene en él, le viene Cristo a él y, en cierto modo, se une con él y se hace miembro de su cuerpo, cosa que no se haría si a la fe no se unieran la esperanza y la caridad (Serm 144, 2)
La fe en Jesús determina la dirección de la vida del creyente. Ya no será él, en adelante, el centro o la meta de sí mismo, sino Cristo. El mundo, más que un lugar permanente para vivir con un final irremediable, será una tarea para transformarlo y re-crearlo y un camino para ir siempre un poco más allá.
Y el otro,
quienquiera que él sea, no será un extraño ni un competidor, sino un hermano,
la prolongación del propio yo, para compartir la vida y caminar unidos hacia
Dios. Los creyentes, una sola alma y un
solo corazón hacia Dios.
Y será así, porque el amor – o la fe animada por el amor - será el centro de la vida cristiana. Es difícil que viva mal quien cree bien (Serm 49, 2).
Fe dinámica
La fe, como la vida misma, es algo dinámico. Es un don de Dios, nace en nosotros, crece, madura y da fruto. Una fe estática y pasiva, no será cristiana. Una piedra podrá ser una mole enorme, y hasta hermosa a la vista, pero será materia muerta. Y un árbol, o una planta pequeñita - lo mismo da- , tiene vida. Es vida que le ha llegado en la semilla, que germina, nace, crece y da su fruto. Así, la fe.
Y aquí “entra” el hombre. Aquí “entras” tú. Dice San Agustín en otro contexto: Dios, que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti. Aplicadas estas palabras a la fe, podríamos decir: La fe, don de Dios, podrá morir, o quedarse enana y raquítica, y no madurar ni dar fruto, e incluso morir, sin tu colaboración.
En la vida de la gracia, tú no tienes nada que sea tuyo o cuyo origen, en últimas, esté en ti. Eres pura capacidad. Todo es don. Hasta tu misma capacidad es don. Pero serás llenado en tanto en cuanto te abras a Dios. Y la medida de lo que se te da – la fe - irá creciendo y aumentando en ti.
Prepara tu vaso para ir a la fuente, a la fuente de la gracia. ¿Qué significa “prepara tu vaso”? Crezca tu fe, aumente tu fe, robustézcase tu fe (Serm. Frang. 2, 6) Y en otro lugar: Crezca tu fe, aumente tu fe, hágase firme tu fe; no sea vacilante, quebradiza, no se tronche con las tribulaciones de este siglo. Pasada por el fuego, sea sólida tu fe. Cuando dispongas y tuvieres tu fe, como recipiente idóneo, el Señor te colmará (Serm 339, 6).
Requisitos o condiciones
Para ello es necesario ser humilde. El soberbio no cree a nadie, mucho menos en nadie. El humilde se presenta a Dios como un recipiente vacío, sin nada y necesitado de todo, y Dios, que se revela a los humildes y sencillos, lo va llenando. Como la planta que germina en el humus de la tierra para nacer, crecer y dar fruto.
Otro elemento importante para que pueda crecer tu fe es la catequesis y la celebración litúrgica. Como la planta que necesita la labor asidua del campesino, que la riega, la abona, la libra de malas hierbas, la protege y le ayuda a dar fruto.
La catequesis no es tanto conocimiento cuanto formación y vivencia. También conocimiento, claro está. Es necesario saber los contenidos de la fe. Cuanto más, mejor. Cree para entender y entiende para creer (In Jn 29, 6).
San Agustín afirma que la fe es un medio excelente para conocer más profundamente los misterios de Dios (Serm 126, 11). La fe, unida al amor, radica en el corazón, y los ojos del corazón, afirma el santo, son más penetrantes y vigorosos que los ojos de la carne.
Pero también afirma que cuanto más completo sea el conocimiento de los contenidos de la fe, esta será más firme, más sólida y a prueba de los vaivenes del tiempo y de los hombres.
Este papel lo cumple la acción catequética, que debe ser progresiva, sistemática en lo posible, y vivencial. Si la fuente de la fe es Dios, la catequesis será un apoyo necesario.
Catequesis y liturgia
También la celebración litúrgica. Una de las primeras experiencias litúrgicas de Agustín, cuando estaba naciendo a la fe cristiana, lo llenó de honda emoción y piedad: ¡Cuántas lágrimas derramé escuchando los bellos himnos y cánticos que resonaban en tu iglesia! Me producían una honda emoción. Aquellas voces penetraban en mis oídos, y tu verdad iba penetrando en mi corazón. Fomentaban los sentimientos de piedad, y las lágrimas que derramaba me hacían bien (Conf 9, 6, 14).
Si esto fue al comienzo de su camino de fe, no cabe duda que esa misma fe se iba acrecentando y vigorizando en las celebraciones litúrgicas en las que, en adelante, participaba o presidía. En uno de sus sermones, dentro de una celebración litúrgica, dirá que el creyente acepta con sencillez la Palabra de Dios y encuentra en ella una luz para su camino en este mundo.
La fe es compromiso
San Agustín sabía además que, si la fe es un don, se guarda, se cultiva y acrecienta en la medida en que se da o comunica a otros. La fe, al ir acompañada y animada por el amor, tiene que derramarse necesariamente hacia los demás, hacia el hermano. Dicho de otra manera - y una vez más -, la fe se tiene o se vive, en cuanto se comparte.
Cuando la fe se “tiene”, como si de un tesoro bien guardado se tratara, únicamente para ti, al margen de la vida de los demás, porque es tuyo, porque Dios te lo ha dado y debes conservarlo y defenderlo por encima de todo, corre el peligro de que se vaya marchitando y aun pueda morir.
Pero si la fe
personal se “vive” con toda la fuerza del amor generoso, ella misma te llevará
al encuentro con el hermano para compartir, para servir, para compadecer – en
el sentido de sufrir con él – y cargar juntos la cruz, para construir juntos un
mundo mejor, más justo y solidario. No
seas depósito que contiene, dirá el santo, sino arroyo que fluye.
La adhesión personal a Cristo, que eso es la fe, exige asumir su misma misión, y hacer propios sus mismas actitudes, sus sentimientos más firmes. Vino a servir, y no a ser servido; y este servicio lo ejercía con el más pobre, con los enfermos, con los excluidos de entonces, los pecadores públicos.
Esta es mi amonestación, mi exhortación; esto es lo que enseño a vuestra caridad en el nombre del Señor: que vuestra fe vaya acompañada del amor; porque es posible tener fe y carecer de amor. Aquí radica, o de aquí arranca, la fuerza y vitalidad de tu fe, porque no hay mayor compromiso humano que el amor.
La fe es riesgo, pero también seguridad
Como lo es la vida misma. De ahí que sea también una aventura fascinante. La fe implica riesgo, pero no es temeridad. Por la sencilla razón de que se apoya en Dios que ama y todo lo puede, y confía plenamente en Él. Como es un riesgo también los primeros pasos que da el niño cuando comienza a caminar, pero se lanza y se aventura porque sabe que su madre está ahí para acogerlo. En ella encuentra seguridad y apoyo, porque confía en ella.
La fe es camino oscuro muchas veces, pero seguro, y también lleno de luces que van señalando la ruta. Es exigente, pero está lleno de apoyos para recobrar fuerzas, superar pruebas y seguir avanzando. Este camino no lo recorren los mediocres ni los satisfechos con lo que son y tienen; ni tampoco los indiferentes a todo, ni los débiles de espíritu.
Termino con unas palabras de nuestro santo:
Para poder progresar es necesario pensar más en lo que nos falta que en lo que tenemos (Serm 354, 5). Lucha y trabaja, que ningún atleta es coronado sin sudor y sin esfuerzo (Serm Morin 10, 2). Y en otro lugar: Despierte nuestra fe y manténgase siempre vigilante (In ps. 85, 1). Luchar, trabajar y vigilar. Es tu tarea. El resto, que es casi todo, lo pone de Dios.
El
hombre es interpelado en su libertad por la llamada de Dios a crecer, a
madurar, a dar fruto. No puede dejar de responder; no puede dejar de asumir su
personal responsabilidad.
(Christifideles laici, 57)
PARA RECORDAR
q La fe es, ante todo, adhesión personal del hombre a
Dios. Es también, en segundo lugar, asentimiento a la verdad revelada.
q La fe cristiana es inseparable del amor y la
esperanza. Quien ama, cree. Quien cree, espera.
q No es lo mismo creer a alguien que creer en
alguien. Esta segunda acepción de la fe lleva a aceptar a la persona que me
habla y, en lo que cabe, identificarse con él. Con Cristo.
q No es verdadera fe la que se conserva y no se
comunica. Es necesariamente compromiso con el hermano.
Para la reflexión y el diálogo
·
¿Cómo
has vivido hasta ahora tu fe?. En la actualidad, ¿la tienes o también la vives?
¿Qué diferencia hay entre ambos conceptos? En palabras de Agustín, ¿eres
“arroyo que fluye o sólo depósito”?
·
¿Qué
elementos o condiciones te faltan para que tu fe sea viva? ¿Qué impedimentos
encuentras para creer así?
·
¿Conoces
los contenidos de la fe? ¿Podrías dar razón de ellos a quien te preguntara o a
quien te presentara otras opiniones? ¿Qué haces para formarte más y mejor en
este sentido? ¿Es suficiente?
·
¿A
que te compromete tu fe cristiana? ¿Cuál es tu compromiso mayor en la Iglesia y
con el hermano? ¿A qué más podrías comprometerte en tu vida de creyente? ¿Qué
le falta en este sentido al grupo del que formas parte?
Señor
mío Jesucristo, yo creo en ti,
pero
haz que crea de tal modo
que
también te ame.
La
verdadera fe consiste en amarte.
No
basta creer como los demonios,
que
no amaban, y, a pesar de ello, creían.
Haz,
Señor, que yo crea de modo que,
creyendo,
te ame, y no te diga:
“¿Qué
tengo que ver contigo”?,
sino,
más bien,
“Tú
me has redimido y yo quiero ser todo tuyo”
Uniré
a mi fe recta una vida recta,
para
alabarte
confesando
la verdad con las palabras,
y
llevando una vida buena con las obras.
Encenderé
en tu amor a todos mis allegados
y
a todos los que viven en mi casa.
Traeré
a todos los que pueda
con
mis exhortaciones, con mis ruegos...,
siempre
con mansedumbre y dulzura.
Yo
crezco por ti, no tú por mí.
Y
no obstante, tú fuiste el primero en amarme,
antes
de que yo te amase.
Y
me amaste hasta el punto
de
venir al mundo para morir por mí.
Tú,
que nos has creado,
te
hiciste uno de nosotros.
(In ps 33. y 149)