II

 

ENCUENTRO

 

”Dios empieza a habitar en ti

cuando tú empiezas a amarle a él.

Ama, pues, cada vez más a tu habitador

para que, habitando en ti más perfectamente,

Él te lleve a la plenitud de la perfección”.

(In ep. Jn 8, 12)

 

 

“El precio del amor eres tú mismo.

Búscate, pues, y encuéntrate.

Y tras encontrarte, date a ti mismo”

(Serm 34)

 

 

“La búsqueda de Dios

es la búsqueda de la felicidad.

Y el encuentro con Dios

es la felicidad misma”

(De mor. Ec. Cath. 11, 18)

 

 

 

 

18.- Renacidos por el bautismo

 

 

 

 

 

Una de las experiencias más intensamente vividas por Agustín fue su bautismo. Fue el punto final de una búsqueda apasionante y el inicio de un encuentro que no terminaría nunca.

Conoces, sin duda, la escena del huerto de Milán. Desde hacía varios días se libraba en su interior una lucha de vida o muerte. Quería y no quería dar el paso definitivo. Su querer no era total y su no querer tampoco lo era. Dudaba entre morir a la muerte y vivir a la vida. Son sus palabras.

Se acercaba el momento más feliz de su vida.

Entonces, en medio de aquella encarnizada pelea de mi casa interior, y que yo había avivado fuertemente en la intimidad de mi propio corazón, alterado tanto mi rostro como mi mente, me acerco a Alipio, exclamando: “Pero qué es lo que nos pasa? ¿Qué significan esas palabras que acabas de oír? Se levantan los indoctos y conquistan el cielo, y nosotros, con toda nuestra ciencia pero sin corazón, nos revolcamos en la pasión y en la carne.

En medio de esta tormenta interior que lo devoraba, se acercó a Alipio, abrió al azar la carta de Pablo a los Romanos y leyó: “Nada de banquetes con borracheras, nada de prostitución o de vicios, nada de pleitos o envidias. Más bien, revestíos de Cristo el Señor”.

No quiso leer más. Ni era necesario. Sintió en ese momento como si una luz de seguridad se hubiera derramado en su corazón, ahuyentando todas sus dudas y vacilaciones.

Era el mes de agosto de 386. Faltaban varios meses para la vigilia pascual del 487, en que se celebraría su bautismo. Tuvo que ir dejando poco a poco sus actividades académicas y renunciar del todo a “los halagos de este mundo”.

 

Casiciaco

Y se retiró, con un grupo de amigos, a una finca,  Casiciaco  de


nombre, que le ofrecía un amigo suyo, con el fin de prepararse a fondo para recibir su bautismo. Allí estuvieron hasta principios de cuaresma.

Aquí comienza su experiencia bautismal. Fueron varios meses de preparación para recibir el sacramento, dedicados al estudio de la Sda. Escritura, a la oración, a dialogar sobre todo lo que conducía a Dios y a la convivencia fraterna.

Dios lo iba moldeando. Como la roca extraída del monte necesita ser labrada para que pueda entrar en la construcción del edificio. Él, también.

La conversión no es cosa de un día, aunque la decisión de convertirse se tome en un momento determinado. Aludiendo al profeta Isaías, confiesa: Me vienen a la memoria, Señor, los estímulos internos con que me fuiste domando, el sistema de que te serviste para nivelarme, humillando los montes y lomas de mis pensamientos, cómo rectificaste mis caminos tortuosos y cómo suavizaste mis senderos abruptos (Conf 9, 4, 7).

 

Tu propia experiencia

Esta experiencia prebautismal de Agustín habla por sí sola. Está claro que tú y yo, por haber sido bautizados de niños, no pasamos por esta etapa previa al bautismo. Por lo tanto, no se nos exigió la conversión de nuestros pecados ni tampoco una preparación a fondo para recibir el sacramento.

Pero cabe, y quizás es necesario, vivir intensamente una experiencia postbautismal. Es decir: la fe recibida en el bautismo, que viene a ser un segundo nacimiento, debe germinar con fuerza, nacer y crecer vigorosamente, para dar fruto, y fruto abundante.

De ahí que el bautismo, nuestro bautismo, deba ser “revivido” permanentemente. Al estilo de Agustín. La espiritualidad del creyente agustiniano crece y se reafirma en la medida en que, como Agustín en Casiciaco, se alimenta frecuentemente de la palabra de Dios, comparte con los hermanos una misma fe, ora a solas o con ellos, forma una comunidad fraterna y renuncia a todo aquello que impide la entrega al Señor y el servicio a los demás.

Esta experiencia de Agustín en Casiciaco nos habla de la necesidad de tomar muy en serio todo lo que es y significa nuestro bautismo. En primer lugar, y entre otras cosas, nuestra conversión al Señor.

 

 

Primero, conversión

No tendría sentido alguno nuestro bautismo si no viviéramos siempre de cara a Dios, que no otra cosa significa la palabra conversión. Pero ello implica y exige lucha constante, empeño denodado y ánimo siempre bien dispuesto.

La gracia de Dios es siempre abundante, pero se inutiliza muchas veces por nuestra apatía, conformismo cómodo o por un fatalismo que paraliza las empresas mejores. Peor todavía si es el pecado, o la situación de pecado, lo que domina en nosotros. Entonces, no sólo se inutiliza la gracia, sino que la mata.

 

Segundo, entrega total

En segundo lugar – pero no por eso menos importante, al contrario –, la entrega incondicional a Dios y a los hermanos, renunciando a todo aquello que pudiera impedir la adhesión personal, profunda y fuerte, al Señor. También como Agustín. Me convertiste a Ti de tal modo que ya no me preocupaba de buscar esposa ni me retenía esperanza alguna de este mundo (Conf 8, 12, 30).

Se entrega a Dios de tal forma que ya no retiene nada para sí. Renuncia aun a las cosas más legítimas y buenas, como a un posible matrimonio, a la profesión de maestro en la corte del emperador en Milán, a la herencia familiar... A todo, para llenarse del TODO. Vivirá en adelante como siervo de Dios, sin ataduras ni apegos a criatura alguna. Únicamente para él y los hermanos

Su madre, Mónica, estaba feliz. No era para menos. Veía su muerte muy cercana, y no le importaba. Nada más tenía que hacer en la tierra, puesto que había conseguido mucho más de lo que había anhelado: ver a su hijo convertido y entregado del todo al Señor. Siervo de Dios. Así lo reconoce: Hijo, por lo que a mí toca, nada me agrada ya en esta vida... Una sola cosa me retenía, y era verte cristiano católico antes de morir. Y Dios me lo ha concedido con creces, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues aquí? (Conf 9, 10, 26).

 

En las realidades temporales

No se pide tanto al creyente agustiniano. Sí la conversión permanente al Señor. También la renuncia al pecado y a todo lo que lleva al pecado, pero no a lo que es propio de su vida laical: matrimonio, posesión y disfrute legítimo de los bienes de este mundo como medio para vivir una vida digna y sana, trabajo o profesión, etc.

Aquí, en estas realidades temporales, te puedes santificar. En ellas tiene que echar raíces tu fe, y crecer y dar fruto. La santidad de vida no consiste tanto en la renuncia a ciertas cosas cuanto en la fidelidad a la vocación a la que cada uno es llamado. Sabiendo que toda fidelidad implica renuncia a todo aquello que la pudiera afectar o lesionar.

Ya lo ves: la experiencia de Agustín en Casiciaco, previa a su bautismo, te anima a vivir a tope tu condición de bautizado. Tu bautismo – y es bueno repetirlo una vez más – no es un hecho del pasado, sino una vida permanente, que nació en ese momento, y sigue creciendo, y dando fruto. Por tu bautismo eres, hoy, hijo de Dios, miembro de la comunidad cristiana y hermano de los hermanos.

Y para mantener esta vida nueva, nada mejor que utilizar las mismas armas que Agustín: la oración, la lectura y escucha de la Palabra - si es compartida, mejor -, la comunidad fraterna y el servicio a los hermanos.

 

Recuerdo de su bautismo

A todo esto se añade otra experiencia de Agustín. Gratísima y emotiva. Hasta hacerle derramar lágrimas que le sabían a miel. Recuerda el momento en que recibió el bautismo y dice:

En aquellos días de mi bautismo no me hartaba de la admirable dulzura de considerar la grandeza de tu providencia sobre la salud del género humano. Cuántas lágrimas derramé escuchando los bellos himnos y cánticos que resonaban en tu iglesia Me producían una honda emoción. Aquellas voces entraban en mis oídos, y tu verdad iba penetrando en mi corazón. Fomentaban los sentimientos de piedad, y las lágrimas que derramaba me sabían a miel (Conf 9, 6, 14).

¡Qué distinta sería la espiritualidad de muchos – y la tuya y la mía - si tuvieran un recuerdo parecido de su bautismo o lo revivieran y ratificaran con una fe consciente y crecida! Es una lástima que, para no pocos, el bautismo, recibido de niños, se reduce, quizás, a un certificado amarillento y ajado por el tiempo, si no olvidado el todo. Una pena. Nadie olvida el día de su nacimiento, ni su condición de hijo de una familia, ni su propia vida como persona.

De bien nacidos, se dice, es ser agradecidos. Y nadie mejor nacido que el cristiano. Nada menos que dos veces: a la vida humana y, más todavía, a la cristiana. Agradecer es revivir el don recibido. En nuestro caso, el bautismo.

 

Una vida nueva

Todo sacramento es un encuentro personal con Cristo. Y el primero de estos encuentros se efectúa en el bautismo. Porque primero es nacer a la vida; luego vendrá el crecimiento, la maduración, el fruto.

Es verdad que todo sacramento, cualquiera de ellos, comunica vida: vida en el Espíritu, vida cristiana. Porque la da, la refuerza, la sana, la alimenta, la hace fecunda. Pero es en el bautismo donde se nace a esta vida nueva. “Te aseguro: si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3, 5). Y el Reino de Dios es la vida nueva que nos trae Jesús para vivirla ya, aquí, o desde ahora, en la tierra.

El bautismo es el “baño de regeneración y renovación del Espíritu Santo” (Tt 3, 5), porque “significa y realiza el nacimiento del agua y del Espíritu”, dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n.1215).

El agua por sí sola no produce esta vida. Se hace eficaz cuando a ella le llega el poder de la Palabra. Se une la Palabra a la materia, y se hace el sacramento (In Jn 80, 3).

El bautismo no es, por tanto, un rito mágico atribuible a poderes extraños del hombre. Es Dios quien actúa en él. No depende de quien lo administre, pero, para que se produzca el fruto sacramental propio, se requiere la fe de quien lo recibe y, si es adulto, una actitud clara de conversión. “Convertíos, y que cada uno se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados” (Hch 2, 38).

San Agustín aplica tres adjetivos al recién bautizado. Dice de él que es hombre nuevo, hombre interior y hombre celestial, como contraposición al hombre viejo, exterior y terreno, esclavo de la codicia de las cosas temporales (De vera rel 26, 48-49).

 

Hombre nuevo

El hombre nuevo - el cristiano - ha surgido mediante un segundo nacimiento. Este segundo nacimiento, el bautismo, le ha comunicado una vida nueva y una nueva fisionomía. Es redimido del cautiverio del pecado, es hijo de Dios y miembro de la familia divina. Nada menos. Son expresiones del santo. Y libre, además, del pecado. En palabras de San Pablo, es una nueva criatura.

Como nueva es la planta que surge de una semilla que era de otra planta anterior, vieja y caduca, que sabe morir para dar vida. Como nuevo es también el sol que, sin dejar de ser él mismo, alumbra cada mañana, brillante y hermoso, después de la noche, oscura y triste.

Hay una vida nueva - la vida divina - que se recibe gratuitamente en el bautismo, y sus expresiones son la fe, la esperanza y la caridad. Sobre todo, la caridad. Deléitate con este hermoso texto del Agustín:

El hombre viejo vive en el temor, y el nuevo se realiza en el amor. La caridad, pues, le hace cantar el cántico nuevo. Aquel viejo temor en que estuvo instalado el hombre viejo puede llevar en sus manos el salterio de las diez cuerdas o preceptos, pero no puede entonar el cántico nuevo. Se encuentra sometido al peso de la ley, cuyo cumplimiento supera sus fuerzas. Su instrumento es un peso, y no un ornamento. En cambio, el que vive bajo la gracia y no bajo la ley, ése cumple la ley, porque ésta no le pesa., sino que le adorna. Y encendido en el espíritu del amor, con el salterio de las diez cuerdas, canta el cantar nuevo (Serm 34, 1).

En tus manos está conservarla. Requiere, para ello, alimento, cuidado exquisito, atención o vigilancia, y cultivo permanente. Y contar siempre con Dios, el sembrador, viñador o agricultor, como así se le llama en la Sda. Escritura. Entonces se cumplirá lo que dice San Pablo: “Mientras nuestro cuerpo exterior se va deteriorando, nuestro espíritu se renueva día a día”

 

Hombre interior

Conoces estas palabras de Agustín: Los hombres salen a hacer turismo para admirar las crestas de los montes, el oleaje proceloso de los mares, el fácil y copioso curso de los ríos, las revoluciones y los giros de los astros. Y, sin embargo, pasan de largo de sí mismos (Conf 10, 8, 15).

Ahora ocurre lo mismo. El hombre de hoy, en general, vive pendiente de lo externo a él y sufre de una grave carencia de interiorización. Otros piensan por él. Otros deciden por él. Todo, o casi todo, se lo dan servido. No hay espacios para el silencio, para la reflexión personal. A lo sumo, para la relajación mental. También para la distracción y el divertimento, que no está mal como descanso de tantas fatigas y preocupaciones. Los hombres salen a hacer turismo...

Pero el bautizado, si además es creyente, conoce y saborea la enorme riqueza que hay en su mundo interior: Dios, la gracia, la verdad, la fe, la capacidad de conocer y amar, él mismo, su razón y entendimiento, la memoria...

Él sabe que “Cristo habita en el hombre interior” (Ef 3, 17). Y recuerda la pregunta de Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros” (1 Cor 3, 16).

Una vez bautizado Agustín, fue descubriendo en su interior la abundante riqueza depositada en dentro de sí. Sobre todo, la presencia del Espíritu que todo lo vivifica, que todo lo anima. Y sabe también que en él, como en todo bautizado que vive la vida nueva, “hay un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14).

El hombre interior – bautizado y creyente – no sólo sabe todo eso, sino que lo vive. Porque “el justo vive por la fe”. Y desde ese mundo interior, así saboreado y así vivido, se proyecta hacia las cosas exteriores con una visión nueva. Las hace suyas, sin dejarse esclavizar por ellas. Las utiliza, nunca como fin en sí mismas, sino como medio para vivir una vida más digna, más humana, más cristiana.

 

Hombre celestial

Hombre celestial no es el que, por mirar siempre hacia el más allá y poner allí su corazón, se evade las realidades temporales. No es el que vive “mirando al cielo” al margen o por encima del mundo que lo rodea.

Hombre celestial, en cristiano, es aquél que anticipa aquí y ahora los valores del reino que un día ha de vivir en plenitud. Entre ellos, y por encima de todos, el amor. Hombre celestial es el bautizado porque en el bautismo se le ha infundido la gracia, que no es otra cosa que la participación en la misma vida divina. Algo así como decir que el cielo, en el momento del bautismo, ha venido a la tierra para que tú, sin dejar de ser “tierra”, puedas vivir en él.

En ti, como en la tierra buena, se ha sembrado la semilla del amor de Dios, y ha germinado en la misma tierra y en ella ha nacido, y en ella tiene que crecer y dar fruto. Ya llegará la cosecha y, con ella, la plenitud de la vida.

Ya ves, el cielo se ha plantado en ti. Eres, por tanto, hombre celestial. Podría decirse también que se ha efectuado un trasplante dentro de ti: ha sido eliminado tu amor terreno y se te ha injertado el amor divino.

Vino Cristo al mundo para cambiar el carácter del amor, y para hacer al hombre, que era amador de  las cosas terrenas, amador de la vida celestial (Serm 244, 1). Todavía es más explícito san Agustín cuando dice: ¿Amas la tierra? Te haces tierra. ¿Amas a Dios? Te conviertes en Dios. In Jn 2, 14).Un verdadero trasplante de corazón. En adelante, y ojalá que para siempre, hombre celestial.

Te decía antes que el hombre celestial vive anticipadamente los valores del reino futuro. Y uno de ellos, el más importante, es la comunión de vida, en amor, con Dios y los hermanos. Si el cielo, allá, consiste en ver a Dios, amarle y gozar de él, en eso mismo consistirá también el cielo en la tierra: ver al hermano o reconocerle como tal, y a Dios en él, amarle como Dios me ama, y hacerlo feliz.

En resumen: serás hombre celestial en la medida en que, viviendo en la tierra que pisas, ames a Dios en los hermanos o a los hermanos en Dios.

 

 

 

 

 

No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo llevarlo a conocer la radical novedad cristiana deriva del bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios.

(Christifideles laici, 10)

 

 

 

 

PARA RECORDAR

 

q       San Agustín buscó a Dios, lo encontró, se convirtió a él y se bautizó.

q       Tu bautismo, recibido de niño, tendrá sentido si vives convertido al Señor. Y también si cuidas y alimentas tu fe para que crezca y se haga fecunda

q       No basta la renuncia al pecado y a todo lo que lleva a él; es necesario vivir la entrega generosa a Dios y los hermanos.

q       El bautizado y creyente es hombre nuevo, interior y celestial

 

 

 

 

Para la reflexión y el diálogo

·         ¿Cuál es tu experiencia como bautizado? Dicho de otra manera, ¿qué haces para revivir permanentemente tu propio bautismo? ¿Qué medios empleas?

·         ¿Se puede tener fe sin amor? ¿Por qué? ¿Se puede esperar sin fe y sin amor? ¿Por qué?

·         ¿Has ratificado en tu vida adulta el bautismo recibido de niño? ¿Cómo o en qué?.

·         ¿Qué señales das de que hay en ti una vida nueva? Vives prendido del mundo exterior, o vas a él desde tu mundo interior poseído por Dios? ¿Qué valores del Reino anticipas o vives aquí, en la tierra?

 

 

 

 

Para orar con Agustín

¡Qué bien me hace, Señor, unirme a ti!

Quiero servirte gratuitamente;

deseo servirte lo mismo cuando me colmas

de bienes que cuando me los niegas.

Nada temo tanto como verme privado de ti..

Quítame lo que quieras,

con tal que no me prives de ti mismo.

Heredad tuya soy y heredad mía eres tú:

Yo trabajo para ti,

y tú me trabajas a mi.

Yo trabajo dándote culto como a mi Dios,

y tú me trabajas como a tu campo que soy.

¡Oh Señor! Comenzaré por la fe

para llegar a la visión.

Soy caminante en busca de la patria.

Lo que aquí creo, lo veré allí;

lo que aquí espero, allí lo poseeré;

lo que aquí pido, allí se me dará

(Serm 32, 28; 113, 6; 37, 10; 159, 1)

 

 

 

 

 


19.- Sacramento de piedad,

signo de unidad,

vínculo de caridad

 

 

 

 

 

La eucaristía es el sacramento del encuentro. Si, ya sé que un poco más arriba te decía que todo sacramento es un encuentro con Cristo. Sin duda. Pero sucede que éste lo es, por decirlo de alguna manera, “por excelencia”.

Cristo, en este sacramento, se hace presencia, alimento, ofrenda permanente al Padre, memorial de su entrega, compañía... Ha plantado su tienda entre nosotros, comparte nuestra existencia, nos hace hermanos y lleva a plenitud – porque él es nuestra plenitud – su proyecto de integrarnos en un solo cuerpo, la comunidad de creyentes, de la que él es cabeza y nosotros sus miembros.

Dime tú si cabe un encuentro con Cristo más real, más personal y vital, que el que se produce en este sacramento. Es abundante y muy rica la doctrina de San Agustín sobre la eucaristía. Una de las definiciones más hermosas que presenta el santo es la que encabeza este apartado: La eucaristía es sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad. La hace suya la liturgia de la Iglesia.

 

Sacramento de piedad

Es sacramento de piedad, porque en él se celebra nuestra fe, porque es, para nosotros, fuente de vida en el espíritu, anima nuestro caminar hacia el Padre y hace más fluida, más íntima y más fuerte nuestra relación con Cristo. Es sacrificio que se ofrece y alimento de vida eterna.

Os he recomendado un sacramento (la eucaristía); entendido espiritualmente, os vivificará. De ahí que, aunque sea necesario celebrarlo visiblemente, conviene, sin embargo, entenderlo invisiblemente (In Ps 98, 9).

No podemos quedarnos sólo con lo que se ve (gestos, palabras, las rúbricas, el pan y el vino, la materialidad de la celebración...), sino que es necesario fijarnos o ver con los ojos de la fe y del corazón lo que este sacramento encierra: el amor de Jesús compartido y generoso, el recuerdo, siempre renovado, de su muerte y resurrección, su cuerpo que se ofrece en alimento, su presencia, él mismo...

Quien a este sacramento se arrima, encuentra siempre un hálito fuerte de vida. Quien acude a esta fuente de agua viva, nunca más volverá a tener sed. Quien aquí celebra y expresa su fe, la refuerza y reafirma. Difícilmente se producirá un divorcio entre fe y vida, quien en este sacramento se une vitalmente a Cristo.

Como para el profeta Elías, también para nosotros es “pan para el camino”. Como los discípulos de Emaús, también nosotros reconocemos en la fracción del pan al que vive y camina con nosotros. Como los miles de oyentes que saciaron su hambre con pan multiplicado y partido, también nosotros, hambrientos en el espíritu, encontramos saciedad y hartura en este pan de vida partido y compartido.

Todo depende del hambre que sintamos y de la actitud con que vayamos al encuentro de este pan. Los judíos se acercaron a Cristo, pero para crucificarlo; acerquémonos nosotros, pero para recibir su cuerpo y su sangre. Ellos, porque Cristo fue crucificado, quedaron en tinieblas; nosotros, comiendo y bebiendo al crucificado, somos iluminados (In Ps 33, 2, 10).

Recuerda que el Concilio Vaticano II se refiere a la eucaristía como la “fuente y cima de toda la vida cristiana” (L. G. 11). De ella dimana nuestra vida en el espíritu, hacia ella confluye y en ella se expresa.

Y a comer y beber nos invita el santo: Acércate a comer, tú que comes, y a beber, tú que bebes. Ten hambre, ten sed; come la vida, bebe la vida. Es un manjar que restaura. Restáurate, pues, de modo que jamás pierda su eficacia aquello con que te reparas. Y beber aquella bebida, ¿qué otra cosa es más que vivir? Come la vida, bebe la vida. Así tendrás vida, y la vida íntegra (Serm 131, 1)

 

Signo de unidad

No resisto la tentación de transcribir un texto de san Agustín, aun a sabiendas de que es extenso. Pero es que contiene unas ideas muy hermosas acerca  de la eucaristía como el medio mejor para alcanzar y vivir la unidad entre todos los que en ella participan, y con toda la Iglesia. Dice el santo:


Este pan que vosotros sois sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo. Este cáliz, mejor lo que contiene el cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo. Por medio de estas cosas quiso el Señor dejarnos su cuerpo y su sangre, que derramó para la remisión de los pecados.

Si lo habéis recibido dignamente, vosotros sois eso mismo que habéis recibido. Dice, en efecto, el Apóstol: “Nosotros somos muchos, pero un solo pan, un solo cuerpo.

He aquí cómo expuso el sacramento de la mesa del Señor: Nosotros somos muchos, pero un solo pan, un solo cuerpo. En este pan se nos indica cómo debéis amar la unidad.

¿Acaso este pan se ha hecho de un solo grano? ¿No eran, acaso, muchos los granos de trigo? Pero antes de convertirse en pan estaban separados; se unieron mediante el agua después de haber sido triturados. Si no es molido el trigo y amasado con agua, nunca podrá convertirse en esto que llamamos pan.

Lo mismo os ha pasado a vosotros: mediante la humillación del ayuno y el rito del exorcismo, habéis sido como molidos, Llegó el bautismo, y habéis sido amasados con el agua para convertiros en pan (Serm 227).

No me negarás que es un párrafo bien hermoso. Aunque las ideas que el santo expone son muy claras, te invito a reflexionar brevemente sobre ellas.

En este texto, y en muchos otros, san Agustín deja bien claro que en virtud de las palabras que pronuncia el sacerdote, - las mismas que pronunció Jesús en la última cena - el pan deja de ser pan y se convierte en el cuerpo de Cuerpo. Es decir, san Agustín afirma rotundamente la presencia real de Cristo en la eucaristía. No podía ser de otra manera.

Pero el santo insiste más en otro aspecto no menos importante, y quizás más significativo, de la eucaristía. La presenta desde la plenitud de Cristo. Es decir, contempla al Señor como cabeza y a la Iglesia como cuerpo suyo.

En la eucaristía está presente el cuerpo de Cristo, pero resucitado. Es un cuerpo proyectado a su plenitud, a la totalidad de la Iglesia, cuerpo suyo, de la que él es cabeza.

Es el Cristo total – expresión muy agustiniana - quien se hace presente en la eucaristía. Eucaristía e Iglesia son ya inseparables. De ahí que, quien come el cuerpo de Cristo, entra en comunión con toda la Iglesia, que es su cuerpo. Quien no comulga con el cuerpo de Cristo, el Cristo total, no construye la unidad de la Iglesia. Y quien come y bebe sin discernir el cuerpo de Cristo, o lo hace indebidamente, destruye la unidad.

Otro párrafo un tanto largo del santo en el que explica muy acertadamente todo lo anterior:

A estas cosas las llamamos sacramentos porque en ellas es una cosa lo que se ve y otra la que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende tiene fruto espiritual.

Por tanto, si quieres entender el cuerpo de Cristo (la eucaristía) escucha al Apóstol que dice a los fieles: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros”.

Si, pues, vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el amén, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: el cuerpo de Cristo y respondes Amén. Sé miembro de Cristo para que sea auténtico el Amén ((Serm 272).

Durante muchos siglos se ha insistido sólo, o casi exclusivamente, en la eucaristía como presencia real de Cristo, como alimento del alma y objeto de culto (visitas al Santísimo, horas santas, etc.). Un estilo de piedad muy sano y recomendable. Pero no cabe duda de que se corría siempre el riesgo de vivir, así,  una espiritualidad individualista, al margen, tal vez, de la totalidad del cuerpo.

Es verdad que esta piedad tenía en sí misma una proyección comunitaria. Como cuando sana el brazo herido, todo el cuerpo sana. Pero en la consideración, ciertamente piadosa, de quien comulgaba, éste se miraba quizás a sí mismo y no tanto a la comunidad.

No cabe duda de que esta piedad ha alimentado la vida espiritual de muchos santos y de muchísimos cristianos “de a pie” a lo largo de la historia de la Iglesia. Por ejemplo, San Agustín. Se refiere a sí mismo – y nos incluye a todos – cuando dice: Cuando comemos a Cristo, él no se des-hace, sino que nos re-hace. No tengamos miedo en comer este pan pensando quizá en que se va a terminar y después no podremos comer más... No se termina porque lo comamos; nosotros somos los que terminamos si no lo comemos. (Serm 129, 1).

La comunión nos re-hace. Es decir, nos comunica vida. Y la perdemos - se des-hace, se pierde - si no comulgamos.

Pero podemos decir que, en lo que se refiere a la espiritualidad eucarística, el aspecto que destaca San Agustín por encima de cualquier otro es la unidad mística de Cristo con nosotros, cabeza y miembros. La eucaristía, en cuanto presencia real de Cristo y alimento, está en función de la unidad del Cristo total.

El que está en la unidad de su cuerpo, esto es, en la unión de los miembros cristianos, cuyo sacramento cuando comulgan los fieles suelen recibir en el altar, éste tal se dice que come verdaderamente el cuerpo de Cristo y bebe la sangre de Cristo.

No se puede separar, por tanto, la comunión del cuerpo de Cristo-persona de la comunión con Cristo-Iglesia. Si no vives la unidad en la Iglesia, si no trabajas para construirla, si te colocas al margen de la realidad del cuerpo entero (cabeza y miembros), si miras únicamente tu propio bien y tu provecho personal, si prescindes del hermano,... en una palabra, si no vives el amor y la solidaridad, no tendrá sentido alguno tu comunión sacramental.

Primero, la unión; después, el alimento, que es signo y refuerzo de esa unión. Este alimento y esta bebida quieren santificar la unión entre el cuerpo y sus miembros que es la santa Iglesia (In Jn 26, 15). Si, pues, vosotros sois el Cuerpo y los miembros de Cristo,... recibid vuestro sacramento. Quien no está en el Cuerpo de Cristo, no come el Cuerpo de Cristo (CD 21, 25, 3)

No otra cosa dice Jesús. Recuerda: “Si tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda sobre el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano”.

 

Vínculo de caridad

Se desprende de lo dicho anteriormente. La unidad es signo de un amor entregado y compartido. Si así no fuera, en vez de unidad habría agrupamiento de individuos, asociación de intereses, colectividad o corporación cultural o religiosa.

Pero si a todos estos grupos les inyectáramos el ingrediente del amor - un amor que lo penetrara todo, que lo invadiera todo y que animara todo – se tornarían en comunidades fraternas.

Y no hay amor mayor que el que da la vida por sus amigos. Lo dice Jesús. Y él la dio. Y esto es lo que nos recuerda la eucaristía. La eucaristía es, por tanto, expresión de amor, y medio para celebrarlo, reforzarlo y revitalizarlo. Si la eucaristía es la conmemoración o memorial de un amor entregado hasta la muerte, su celebración unirá en el mismo amor de Jesús a todos los que en ella participan.

Por eso no pueden decir que tienen caridad quienes dividen la unidad, pues la unidad de los miembros (de la Iglesia) mantiene su concordia perfecta por la caridad (In Jn 32, 7). Y en otra ocasión dice: Por este pan hace Dios nos vivir en su casa de una misma y pacífica manera (In Jn 26, 17).

Comer en torno a una misma mesa participando de un mismo pan, une a la familia y es expresión de un amor que se quiere compartir. El pan de la eucaristía se bendice, se parte y se comparte. El pan que se toma - el mismo cuerpo del Señor y que es también el que toman o reciben los demás hermanos - comunica amor, construye la fraternidad y une a todos en la caridad de Cristo.

La eucaristía, además de expresión de amor, es también fuente de más amor. Si, al comer el pan, se entra en comunión íntima y plena con Cristo, por este mismo hecho se entra en comunión íntima y fuerte con el hermano. Necesariamente.

Por otra parte, es impensable la comunión sin la caridad. Como es impensable el fuego sin el calor. O una madre sin hijos. O el sol sin la luz que irradia.

Y la caridad que emana de la eucaristía puede tomar muchos nombres. Será solidaridad con los más débiles, perdón al que lo pide, acogida al hermano, servicio a quien lo necesite, compasión con el que sufre, lucha por la paz y los derechos humanos... Si se comparte el pan, se comparte la vida. Pura lógica.

Si no te abres al hermano para brindarle amor generoso y gratuito o amarle como Cristo te ama, no importa quien sea ni tampoco su circunstancia personal, tu participación en la eucaristía será un rito vacío y sin sentido. No puedes pretender tener la manos abiertas al don de Dios y cerradas a la necesidad del hermano.

Dios te ofrece sus dones. Únicamente te pide que extiendas la mano para recibirlos. Pero, ¿cómo podrás recibir lo que te ofrece si tienes la mano ocupada y no quieres abrirla al amor?. (Serm 125, 7). Examine cada uno su propia vida y vea si brota del manantial del amor, si las ramas de sus buenas obras nacen de la raíz de la caridad (In Ep. Jn 6, 2).

Termino con unas palabras de nuestro santo que vienen a resumir todo lo dicho en este capítulo:

Ya dijimos, hermanos, lo que nos recomienda el Señor cuando comemos su carne y bebemos su sangre, a saber: que permanezcamos en él y que él permanezca nosotros. Moramos en él cuando somos miembros suyos, y él mora en nosotros cuando somos templo suyo. La unidad nos junta para que podamos ser sus miembros; y la unidad es realizada por la caridad (In Jn 27, 6

Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí  mismo en la cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística por la salvación de la humanidad

(Christifideles laici, 14)

 

 

 

PARA RECORDAR

La eucaristía es

q       Sacramento de piedad: celebración de nuestra fe, fuente de vida, sacrificio de Cristo que se ofrece, memorial de su muerte y resurrección, alimento de vida eterna, presencia real...

q       Signo de unidad: Es el Cristo total – cabeza y miembros – quien celebra la eucaristía. Quien come debidamente el cuerpo de Cristo, entra en comunión con toda la Iglesia. Y también, quien no está en comunión con la Iglesia o el hermano, debe dejar primero la ofrenda sobre el altar...

q       Vínculo da caridad: No puede haber unidad sin caridad. Y difícilmente habrá caridad cristiana sin eucaristía. Y es impensable la eucaristía sin unidad.

q       La eucaristía es la fuente del amor bueno, gratuito, generoso, fecundo y sacrificado.

 

 

 

 

Para la reflexión y el diálogo

·  ¿Cómo es tu participación en la eucaristía dominical? ¿Activa, rutinaria, festiva, obligada? ¿Sueles comulgar con frecuencia? Si lo haces, ¿qué buscas en la comunión? ¿Qué esperas alcanzar en ella? ¿En qué te beneficia?

·  ¿A qué te compromete tu participación semanal en la eucaristía? ¿Vives, a lo largo de la semana, la presencia de Cristo en ti y la trasmites a los demás? ¿Cómo?

·  ¿Sientes que te unes más a la Iglesia cuando participas de la eucaristía? ¿Cómo o en qué?.

· ¿Hay alguien a quien todavía no has perdonado o te cuesta perdonar? ¿Cómo vives o practicas la solidaridad, el servicio, la apertura generosa, la compasión, la caridad?

 

 

 

 

Para orar con Agustín

¡Oh, sacramento de piedad!

¡Oh, signo de unidad!

¡Oh, vínculo de caridad!

El que quiera vivir, tiene donde vivir,

tiene de qué vivir.

Me acercaré y creeré;

me incorporaré para ser vivificado.

Que no sea yo un miembro

separado del organismo,

ni un miembro enfermo que haya que cortar,

sino bien formado, sano y unido al cuerpo,

y viva de ti y por ti.

Embriágame, Señor,

de la abundancia de tu casa

y dame de beber del torrente de tus delicias.

Porque en ti está la fuente de mi vida

Haz que me acerque y me nutra.

Deja que me acerque, no obstante

ser mendigo, débil, inválido y ciego.

(In Jn 26, 13; 25, 17)

 

 

 

 

 


20.- Ora bien quien vive bien

 

 

 

 

 

Toda la vida de Agustín, una vez recibido el bautismo, fue oración. Abre, si no, el libro de Las Confesiones y lo verás. En todas sus páginas aparece la oración de alabanza, de gratitud, de reconocimiento de la bondad del Señor. Aun la misma confesión de sus pecados se hace oración. Todo el  libro es una bellísima oración.

Las tareas pastorales lo absorbían, los libros que iba escribiendo - a veces, dos al mismo tiempo - le quitaban gran parte de la noche, su convivencia con los hermanos le ocupaba buena parte de su tiempo. Sin embargo, nos consta que era hombre de oración. A ella dedicaba largos ratos, día y de noche.

La oración era, para él, como el oxígeno para sus pulmones. Lo dice en varias ocasiones. Todo su ser  respiraba por la oración. La oración oxigenaba las arterias de su espíritu. Todo lo que hacía – cuando predicaba y escribía libros, cuando convivía con los hermanos o viajaba en sus visitas pastorales, cuando combatía los errores de los donatistas y maniqueos o participaba en concilios provinciales... – lo hacía en el nombre de Dios. Y eso es oración.

Oraba con los salmos, oraba a solas y con los hermanos, oraba mucho. No podía ser de otra manera. ¿De dónde, si no, habría podido sacar tanta sabiduría “divina”, o vivir tan entregado a la causa del evangelio y mantener viva su fe, ardiente su amor y firme su esperanza?

San Posidio, discípulo y primer biógrafo del santo, dice de él que ”vivía para Dios, con ayunos oración y buenas obras. Meditando día y noche en la ley de Dios, comunicaba a los demás lo que recibía del cielo con su estudio y oración” (Vida de S. Ag., 3)

Y un poco más adelante afirma que, una vez atendidas sus tareas pastorales, “retornaba otra vez a las moradas interiores y superiores, dedicándose ora a descubrir nuevas verdades divinas, ira a dictar las que ya conocía o bien a enmendar lo dictado y copiado. Tal era su ocupación, trabajando de día y meditando por la noche. Era como aquella gloriosísima María, sentada a los pies del Señor” (Ib.24).

Y un poco antes de morir pidió que no lo molestaran, a no ser por algún asunto grave, “y todo aquel tiempo lo dedicaba a la plegaria” (Ib.31). Y murió recitando los siete salmos llamados penitenciales que había mandado escribir en la pared de su habitación.

Vivió y murió bien; por eso oró siempre bien.

Cuando encontré la Verdad, encontré a Dios, que es la misma Verdad. Y desde el día que lo encontré no le he perdido... Por esto vives en mi memoria desde ese día y en ella te encuentro cada vez que te recuerdo y me gozo en ti. Esta es mi santa delicia. Este es el don de tu misericordia que miró mi pequeñez (Conf 10, 24, 31).

Orar era su delicia. Y su descanso. Como descansa la aguja de la brújula hasta que encuentra su orientación propia. Agustín había orientado su vida a Dios y se aquietaba cuando se relacionaba con él en la oración. Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.

 

Búsqueda, encuentro, comunicación

El encuentro con Cristo es encuentro en la oración. O viceversa, que lo mismo da. San Agustín se encontró con Cristo al final de un largo período de búsqueda insaciable, y se entregó a él del todo y para siempre. Toda su vida fue encuentro. Toda su vida fue, por tanto, oración.

Y la búsqueda de Dios es también oración. Y si alguien buscó siempre y en todo a Dios, fue Agustín. No sé si más que nadie, pero sí tanto como el que más. Su vida quedó santamente marcada por esta búsqueda incansable, impulsada por el amor y el deseo del encuentro.

La oración es un impulso vital del que ama para relacionarse con el amado. Cuando falta la comunicación entre los que se quieren, algo muere, o algo se va rompiendo, nada puede florecer. Hay frío, en vez de calor, en la relación de quienes se querían.

La comunicación de amor, aun sin palabras – que casi siempre es más elocuente –, mantiene viva la relación de quienes se quieren, acrece la confianza mutua, sosiega el ánimo cansado o tenso y hace que el otro, la otra, se sienta bien.

La oración es comunicación. Orar es tener presente a Dios en el corazón y hablar con él en el interior (El maestro 1, 2).

Y en este hablar con él entran en juego muchas cosas: el amor, en primer lugar; la fe en el Dios de la vida; la esperanza de un gozo que se hará plenitud en la consumación del Reino; el deseo del encuentro; la propia debilidad unida a la necesidad de abrirse a Dios;


dejarnos llevar por el Espíritu que nos hace clamar ¡Abba! (Padre); confianza en Cristo, en cuyo nombre nos dirigimos al Padre, etc.

No te asustes por la concurrencia y necesidad de tantos elementos. También en el normal funcionamiento de los pulmones (aspiración-respiración) entran en juego muchos factores. Pero te dejas llevar por tu propio organismo y nada te impide aspirar y respirar. Lo mismo en la oración: Pon amor, y lo demás viene por sí mismo.

 

Alargamiento del espíritu

En otra expresión feliz de San Agustín la oración viene a ser como un alargamiento afectuoso del espíritu hacia Dios (Serm 9, 3). Algo así como un salir uno de sí mismo hacia el otro, Dios, sin dejar de ser uno mismo, - valga la redundancia - hasta lograr el encuentro con su Espíritu. Como alarga el mendigo su mano a quien pasa a su lado para pedir unas monedas. O como se alarga el amor para que el pan alcance a todos.

El espíritu se encoge cuando se cierra dentro de sí. Allí se consume y reseca. Se acartona. Deja de comunicar vida – que es lo suyo – por la sencilla razón de que no la recibe.

Pero cuando se alarga y estira, se abre, por la oración, al Espíritu que es fuente de vida. Entonces se reanima y recobra vida y fuerza, porque se realiza el encuentro con el Dios de la vida. ¿Qué es hablar con Dios? Abrirle a Él tu corazón, que lo conoce, para que Él se abra a ti, que no le conoces (In ps. 103, 4, 18).

La oración es alargamiento del espíritu, un ir hacia el otro; es abrirse al Espíritu de Dios en la petición que se presenta, en la alabanza que se canta, en el agradecimiento humilde y sincero, en la necesidad de quien nada tiene y todo necesita, en el diálogo de quien habla y escucha.

 

Primero, Dios

En la oración es el Otro – Dios - lo que cuenta. Empobrece la oración cuando lo que cuenta es el yo nada más. Recuerda la parábola del fariseo y el publicano. Y, como contrapunto, recuerda el hágase de María.  No pidas al Señor nada que no sea Él; pídele a Él mismo y te escuchará (In ps 33, 2, 9).

Porque la oración es, en primer lugar, escucha. Es Dios quien te habla. Es Él quien se abre primero a ti. No hay diálogo posible con Dios si Él no viniera primero a ti con su palabra. Más todavía, es Él quien te capacita para que puedas dirigirte a Él. “Nadie, si no es por el Espíritu, puede decir: Señor, Señor”.

Quien quiera ser escuchado por Dios, debe primeramente escuchar a Dios (Serm 17, 4).

Dios, creador de todas las cosas, dame primero la gracia de rogarte bien, después hazme digno de ser escuchado y, por último, líbrame (Sol 1, 2).

 

Oración de abandono

La oración cristiana es ejercicio de gratuidad. Se ora sin exigir nada a cambio, aunque se pidan muchas cosas. Dios no está obligado a concederte lo que le pides, ni tú tienes el derecho de exigirle que cumpla con lo que le pides. Es oración de gratuidad porque todo es don. Aun la misma oración es un don, porque es Dios quien me capacita para dirigirme a Él.

Por eso, y por otras muchas razones, la oración del padrenuestro, con el “hágase tu voluntad...”, es la más hermosa de todas. Y también la oración de María con el “hágase según tu palabra”. Y la oración de Jesús en Getsemaní o al punto de morir en la cruz “que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres”.

¿Por qué invocas a Dios? Para conseguir riquezas, dice el avaro. Luego invocas a las riquezas, no a Dios. ¿Invocas a Dios o le envileces? ¿Quieres invocarle de verdad? Invócale gratis. ¿Te parece poco que Dios te llene? Si Él no te basta, nada te será suficiente (In Ps 30, 3, 4).

La oración de abandono, o de gratuidad, no es fácil. Ni, de momento, placentera. Cuesta dejar de lado intereses personales, necesidades que hay que satisfacer, problemas que resolver, carencias sin llenar.

No es fácil pronunciar también con el corazón “hágase tu voluntad”. Sin embargo, - y aquí radica la sublimidad de la oración – la practicó el mismo Jesús y nos enseña a hacer lo mismo cuando oramos.

Al rezar con este “hágase” expresas una total confianza en el amor de Dios Padre. Al abandonarte en sus manos, la paz “que el mundo no da” inunda tu interior; gozas con el Dios de las cosas, más que con las cosas de Dios; vas eliminando cualquier clase de egoísmo que va brotando dentro de ti;

No pidas nada a Dios, sino Él mismo. Ámalo gratuitamente, no desees nada de Él sino el don de sí mismo. Amar y alabar a Dios gratuitamente. ¿Qué quiere decir gratuitamente? Por Él, no por otra cosa. Si alabas a Dios para que te dé algo, ya no le amas gratis. Quien pide a Dios otra recompensa fuera de Él, queriendo servir a Dios sólo por ella, estima más lo que quiere recibir que el mismo Dios de quien lo pretende recibir. El premio que da Dios es el mismo Dios (Serm 331, 4; In Ps. 53, 10; 72, 32).

 

Oración de petición

Pero no por eso dejes de pedir. La oración de petición nace de nuestra pobreza y está avalada por las palabras y mediación de Jesús. Serás siempre escuchado. Siempre. ¿Acaso una mamá no escucha a su hijo cuando le pide algo? Escucha porque ama. Y le da al hijo lo que le conviene. También porque le ama.

¿No atendía Jesús todas las súplicas que le hacían los mendigos y menesterosos, los enfermos y los pecadores? Dices: “Es que Dios no me cura de esta enfermedad, a pesar de pedírselo tanto, ni me busca un trabajo que tanto lo necesito, ni...”. Deja que haga su voluntad. Todo lo que Dios hace o deja de hacer, lo hace o deja de hacer por amor. Porque te ama.

A lo mejor te está concediendo otro don mayor y tienes los ojos velados y no lo ves ni lo aprecias. Por ejemplo, el don Espíritu Santo. O valora tu enfermedad, y tú no. O sacude tu pereza para que seas tú el que busque y trabaje. O quiere estimular tu generosidad para ayudar al que sufre. Dios no te va a quitar la cruz, pero sí te dará espaldas anchas y fuertes para llevarla. Nadie sale de la oración vacío o sin nada.

¿Pediste y no se te dio lo que pedías? Confía en el Padre, que si te hubiera convenido, te lo hubiese concedido (Serm 80, 7)

Cuando nuestro Dios y Señor nos manda orar no lo hace para que le manifestemos nuestra voluntad – que Él no puede ignorar -, sino para que, ejercitando nuestro deseo, logremos ensancharlo y capacitarlo para recibir lo que Él quiere darnos. (Epist. 130, 17).

Pide lo que Él quiera darte, y te lo concederá. Y pide también lo que necesitas, que Él te escuchará, y no saldrás de la oración con las manos vacías. ¿Acaso un hijo sale “con las manos vacías” del encuentro con su madre, a quien ama y de quien es amado, aunque no hubiera podido recibir de ella nada de lo que le pidió? Pon amor, y recibirás amor. El don mejor.

 

 

Oración de alabanza

La oración de alabanza – también muy hermosa – brota sólo de un corazón humilde. Alabar a Dios es reconocer su amor, su poder y su bondad. El soberbio no reconoce nada en otro. Ni siquiera en Dios.

Es un acto también de amor. El que ama, canta y pregona las cualidades del amado, agradece los dones y regalos que de él recibe, reconoce públicamente su bondad.

Y es muy hermosa esta clase de oración porque es totalmente gratuita. Y porque implica también agradecimiento. La relación entre amigos es más limpia, más fuerte, más auténtica, cuando no es interesada. Es mucho más hermosa y placentera cuando es totalmente gratuita. Y es entonces, te lo aseguro, cuando más se recibe del amigo.

Nos hace bien alabar a Dios. Y nos sentimos bien cuando lo hacemos. Nos enaltece, nos dignifica. Nos acerca a Él. Nos adentra en la misma vida de Dios. Cantar es negocio de amantes, decía Agustín. Y no hay negocio mejor o más excelente que cantar las alabanzas del Señor.

 

Necesidad de la oración

El hombre agustiniano – dígase lo mismo de la mujer -, o es hombre de oración o no es ni siquiera cristiano. Como es inconcebible un organismo humano sin un mínimo de capacidad pulmonar o sin circulación sanguínea.

Si el amor es un impulso vital para vivir la fe, es la oración la que le facilita la cercanía de Dios y el medio por el que le llega la fuerza del Espíritu. El Espíritu de Dios viene a ser el oxígeno para los pulmones de nuestro espíritu. Con Él, la vida. Sin Él, la muerte o la nada.

No deja de ser sorprendente que el hombre de hoy, cristiano o no, reivindique cada día más un medio ambiente más limpio para respirar mejor y lograr una vida más sana – y tiene que ser así -, y, sin embargo, le preocupa menos el medio ambiente moral (corrupción, superficialidad, ausencia o pobreza de valores, tener-poder-placer por encima de todo...,).

Pero no es menos cierto que hay quienes - y son cada día más - buscan momentos de paz para orar, lugares tranquilos, maestros de oración. Sienten la necesidad de contar con Dios, se entregan a la meditación sosegada, sin ruidos que la perturben, encuentran allí paz interior y experimentan el amor gratuito de Dios. Se sienten bien y crecen en su interior y también hacia Dios.

Buscan un encuentro personal con Dios, en un clima de silencio, en medio de tanto ruido y tantas prisas. El mundo pide y exige eficacia, la oración proporciona gratuidad. El mundo airea y proclama valores de producción, éxito, competencia para tener más, para gozar más, para poder más. La oración exige sencillez, brota de la humildad, reconoce la propia debilidad y encuentra apoyo en Dios.

Aprovecha los momentos de paz y soledad para recolectar los granos de la palabra de Dios y almacenarlos en el granero de tu corazón. En los momentos de confusión, cuando no puedas encontrar afuera la paz que necesitas, tendrás siempre la oportunidad de retirarte a tu interior y de sentirte a gusto contigo mismo y con Dios (In Ps. 63, 3).

 

Algunos apuntes agustinianos

Orar sin interrupción

Para san Agustín, orar sin interrupción no es otra cosa sino “desear sin interrupción la vida bienaventurada” (Ep. 130, 9, 18).

Tu deseo es tu oración; si el deseo es continuo, continua es la oración... Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo; tu deseo continuo es tu voz, o sea tu oración continua. Callas si dejas de amar. El frío de la caridad es el silencio del corazón. Si la caridad permanece continuamente, siempre clamas; si clamas siempre, siempre deseas; si deseas, te acuerdas del descanso (la vida bienaventurada) In Ps. 37, 14).

Orar con jaculatorias

Aludiendo a lo que hacían los antiguos monjes de Egipto, que “se ejercitaban en oraciones frecuentes, pero muy breves (las jaculatorias)”, nuestro santo dice que “la atención (en la oración) no se ha de forzar cuando no puede sostenerse; pero tampoco se ha de retirar si puede continuar”.

Y recomienda, para ello, la práctica de los monjes, porque contribuye “a mantener vigilante y alerta la atención, que solamente con gran dificultad se puede mantener en oraciones prolongadas” (Ep. 130, 10, 20).

Oración vocal

San Agustín valora, por encima de todo, la oración mental o meditación. Pero recomienda también la oración vocal o ciertos rezos. Para ello es bueno que “a ciertos intervalos de horas y tiempos... nos retiremos de las ocupaciones y negocios, que nos entibian en cierto modo el deseo, y nos entreguemos al negocio de orar vocalmente al Señor” (Ep 130, 9, 18).

La oración, fruto y expresión de la caridad

No puede haber oración donde no hay caridad. Porque nadie puede decir ¡Padre nuestro! si no ama al hermano. No puede haber comunicación con el Padre, si antes no hay comunicación entre los hijos (“deja tu ofrenda sobre el altar...”). El amor al prójimo limpia los ojos para ver a Dios (In Jn 17, 18).

La oración arranca de un corazón donde no existe el odio, el resentimiento y la falta de perdón (“Perdónanos, como nosotros perdonamos...”). Y llega al corazón del mismo Dios, que es amor. El lenguaje de la caridad siempre llega a los oídos de Dios, aunque no sea perceptible a los oídos humanos. (In Ps. 73, 14).

Alas que elevan la oración

“La oración que Dios escucha y que consigue lo que pide – dice el santo – es la que va acompañada de la caridad y la humildad, del ayuno y la limosna, de la templanza y el perdón, del deseo de hacer bien al prójimo y no devolverle mal por mal, y del propósito de evitar el pecado y realizar obras buenas.

Porque, apoyada en las alas de estas virtudes, la oración se eleva más fácilmente y se remonta hasta el cielo, adonde Cristo penetró primero” (Serm 206, 3)

 

El cántico nuevo

En el mundo, el otro viene a ser un competidor, un rival a quien hay que ganar para no ser menos; en la oración, al contrario: se encuentra al hermano con quien hay que compartir y a quien amar. No hay escala más segura para subir al amor de Dios (para orar) que el amor del hombre a sus semejantes. (De mor. Eccl. cath 1, 16, 48).

El que ora, ama. Necesariamente. Ama a Dios y ama al hermano. Al fin y al cabo, “estos dos preceptos sustentan la ley entera y los profetas” (Mt 22, 40). Y si ama, necesita en todo momento de la oración para mantener viva la llama del amor. Y así el hombre, cristiano y agustiniano, será todo él, en expresión de Agustín, un cántico de alabanza al Señor.

Termino con un bellísimo párrafo del santo:

El hombre nuevo conoce el cántico nuevo. Cantar es expresión de amor. De modo que quien ha aprendido a amar la vida nueva sabe cantar el cántico nuevo.

Cantad con vuestra voz, cantad con vuestro corazón, cantad con vuestra boca, cantad con vuestras costumbres... Cantad al Señor un cántico nuevo. ¿Preguntáis qué alabanzas debéis cantar? Resuene su alabanza en la asamblea de los fieles. La alabanza del canto reside en el mismo cantor.

¿Queréis rendir alabanzas a Dios? Vosotros mismos seréis su alabanza, si vivís santamente. (Serm. 34, 1-3. 5-6). Está dicho en el encabezamiento de este capítulo: Ora bien quien vive bien.

 

 

 

 

 

Todos los bautizados están invitados a escuchar estas palabras de San Agustín: “¡Alegrémonos y demos gracias: hemos sido hechos, no sólo cristianos, sino Cristo… Pasmaos y alegraos: hemos sido hechos Cristo”

(Christifideles laici,17)

 

 

 

 

PARA RECORDAR

q       Inútil y falsa hubiera sido la conversión de Agustín si hubiese dejado la oración al margen de su vida. Pero no fue así. Fue santo, porque fue . hombre de oración

q       La oración es búsqueda de Dios, encuentro con él, comunicación permanente con él. Si hay amor, habrá comunicación o relación. Y la comunicación-relación refuerza el amor.

q       Para orar es preciso, antes, escuchar a Dios. Él toma la iniciativa. Te ilumina y te capacita para poder relacionarte con él.

q       Oración de abandono. Gratuita. Poder orar es ya un don. Pedir, sí; pero “que se haga siempre la voluntad de Dios”.

q       Sin vida de oración, la fe muere, el amor se enfría, la esperanza languidece. Es necesaria como el oxígeno para los pulmones.

q       Quien ama como Cristo – a Dios y a los hermanos -, él mismo se hace un cántico de alabanza al Señor. El más hermoso.

 

 

 

Para la reflexión y el diálogo

·         ¿Eres hombre o mujer de oración? ¿Oras frecuentemente o sólo cuando sientes alguna necesidad? Dicho de otra manera, ¿oras porque necesitas algo o simplemente porque necesitas orar?

·         ¿Acostumbras a orar con oración de alabanza? ¿Cómo te sientes cuando lo haces? ¿Agradeces en la oración tantos dones y bienes que recibes  de Dios? De hecho, ¿qué es lo que más le agradeces?

·         ¿Qué dificultades encuentras para orar? Distracciones, problemas, fe débil, dudas de que Dios “está ahí” para hablar contigo y escucharte, falta de amor...

·         ¿Te pones fácilmente a la escucha de Dios? ¿Qué sientes en ese momento?

·         ¿Oras en grupo o en comunidad? Si es así, ¿qué ventajas e inconvenientes encuentras?

·        ¿Cómo influye la oración en tu vida personal y en relación con los demás? ¿Cómo es, en ti, la relación entre oración y vida?

 

 

 

 

Para orar con Agustín

 

Señor, tus oídos están más atentos

al corazón que a la boca;

no se fijan tanto en lo que la lengua canta

cuanto en lo que dicen las obras del que te alaba.

Yo te canto con mi voz para excitar en mí la piedad,

Y canto con el corazón para agradarte.

Cuando entone himnos

procuraré dar pan al que tiene hambre,

vestido al desnudo y hospedaje al peregrino,

para que no sea sólo mi boca la que te cante,

sino que mis manos

estén en conformidad con las voces,

y mis obras sean conformes con mis palabras.

Haz, Señor, que mi vida no cese en el bien obrar,

para alabarte continuamente.

Y cuando mi boca tenga que callar,

que mi vida te sea un cántico de alabanza

Que yo te alabe con mi voz, con mi mente

y las buenas obras,

a fin de poderte cantar siempre el cántico nuevo

(In Ps. 146, 147, 149,

 

 

 

 

 

 

 


21.- ¡Padre nuestro!

 

 

 

 

 

Seguimos con el tema de oración. Ahora, con la más hermosa de todas: la oración del padrenuestro que San Agustín comenta profunda y ampliamente. Te recomiendo la Carta a Proba, una señora, de nombre Alicia Faltonia Proba, que estaba al frente de un grupo de viudas y vírgenes consagradas al Señor, y que le pedía a Agustín que le aclarara algunos puntos sobre la oración. Esta carta viene a ser un pequeño tratado sobre el padrenuestro.

San Agustín viene a decir que el padrenuestro resume y sintetiza toda la espiritualidad cristiana. Su riqueza es inagotable. Es un camino siempre abierto para comunicarnos con el Padre. Orando con él, sentimos su presencia amorosa, proclamamos su santidad, recibimos perdón y lo ofrecemos a nuestros hermanos. Arranca del corazón de la criatura y, llevada amorosamente por el Hijo – al fin y al cabo son sus mismas palabras - llega al Padre y regresa a nosotros cargada de fuerza para construir aquí el Reino y compartir el pan con los hermanos.

Imagínate un punto totalmente inaccesible en la alta montaña, o un lugar en la selva, impenetrable y pantanoso, al que desearías llegar porque en él hay un tesoro de altísimo valor que quisieras conseguir. No dispones de medios adecuados, te faltan las fuerzas y, no hay camino. De pronto, alguien, más fuerte que tú, abre una trocha, construye puentes, allana montes, avanza y culmina su trabajo. Y, además, pone a tu disposición un vehículo poderoso. Un todoterreno. Ahora sí puedes hacerte con el tesoro.

Eso, y muchísimo más, ha hecho Cristo contigo. Primero, te muestra el tesoro mejor: el Padre. Después, el camino para llegar a Él, inaccesible para ti: el mismo Jesús. Y, además, te proporciona los medios necesarios. Entre ellos, la oración del padrenuestro, que viene a ser su misma palabra. En cierta manera, Él mismo. ¡Vaya regalo! Ahora, por Jesús-camino y llevado por su palabra - el padrenuestro - sí puedes llegar al Padre.

Es la oración de los hijos, la oración de la familia cristiana. En ella nos sentimos todos hermanos. Lo somos, es cierto, pero es bueno que lo sintamos y lo expresemos.

Es la oración de ayer, hoy y siempre.

 

¡Abba, Padre!

En este mundo secularizado, donde abundan los agnósticos y ateos prácticos, se ha desterrado hasta el nombre de Dios. No en todas partes, gracias al mismo Dios. Para muchos, Dios ya no es necesario, dicen. Molesta o estorba. Quizás fue útil en otro tiempo, pero ahora en que el hombre domina todo lo creado y se ha hecho el centro de todo lo que existe, no me sirve de nada. Me basto yo solo.

¿Para qué un dios, si yo soy mi propio dios? No quiero ser esclavo de nadie, mi libertad nadie la puede coartar, hago lo que me place y me basta. Aspiro a lo que me gusta, y camino por donde me apetece para conseguirlo. Además, no encuentro razones ni argumentos que me digan que ese Dios existe. Prescindo de él, y no me sucede nada malo.

Eso dicen muchos de los hombres de hoy, particularmente en el mundo de los que “tienen de todo”. Pero les falta quien es el TODO. Son huérfanos, y ni siquiera lo saben. Ni lo echan en falta. Una pena. Se creen llenos, y están vacíos. Y quizás ni tienen la culpa de su horfandad. Dicen que se sienten bien así. ¿Habrá que creerles?

Son buenos muchos de ellos, tienen sentimientos nobles, son solidarios y sensibles a los males de los demás. Pero tienen un Padre, que es fuente de todo amor y de toda felicidad, y no se enteran. Lástima. Porque, si lo supieran, su bondad crecería como el árbol que arranca de la raíz sana y debidamente alimentada y da fruto abundante, la nobleza de sus sentimientos sería más estable y firme, su solidaridad estaría motivada por un amor como el de Cristo.

Nosotros, los creyentes, sí lo sabemos, y nos sentimos hijos muy amados. No es que nos creamos mejores que los demás. No. Pero sí sentimos y experimentamos la presencia de un Padre que nos ama, que nos ha hecho hijos en su mismo Hijo, y herederos de una vida para siempre. Vivimos la alegría y el gozo por este don siempre inmerecido y gratuito. Y esto nos ayuda a mejorar día a día.

¡Padre nuestro! No hay, pienso, riqueza mayor que la encierran estas dos palabras. Jamás el hombre pudo llegar a tanto, ni Dios abajarse tanto. Pero Él, por el gran amor que nos tiene, se inventó la manera: nos envió a su propio Hijo para que se hiciera camino y llevar-


nos al Él. O para que el Padre llegara a nosotros, que lo mismo da. Es el encuentro que nos comunica vida.

Ya no hay distancia entre Dios y los hombres, sino cercanía y presencia. Ya no hay temor servil, sino amor de hijos. Ya no hay disgregación y dispersión, sino familia nueva. Ya podemos decir: ¡Abba! o Papá, que eso es lo que significa esta palabra. Ya no somos extraños, sino coherederos con el Hijo, mucho más que simples herederos, de la gloria que un día se nos va a dar.

Nadie ni nada nos podrá arrebatar nuestra condición de hijos. ¡Cuánto deseamos que los otros- los “huérfanos” – pudieran y quisieran compartir nuestro gozo, nuestra esperanza, nuestra fe! Los queremos bien y los juzgamos bien. Por eso quisiéramos que, al decir Padre nuestro, el adjetivo posesivo “nuestro” fuera, por nuestra parte, más integrador o tan amplio que abarcara a todos.

Te invito a caminar de la mano de Agustín en su comentario al padrenuestro (Carta a Proba)

 

Santificado sea tu nombre

Cuando decimos “santificado sea tu nombre”, nos incitamos a nosotros mismos a desear que el nombre del Señor, que siempre es santo, sea tenido como santo por los hombres y no despreciado.

Dios es santo, el santo de los santos, la santidad primera. Nada podemos añadir nosotros para que su nombre, o sea Él mismo, pueda ser más santo. Somos nosotros quienes debemos reconocerlo como tal. Somos nosotros quienes necesitamos experimentar su santidad, su bondad y su amor. Somos nosotros quienes debemos decirlo y proclamarlo.

Nos hace bien saber que nuestro Padre es bueno en todo y siempre, y que en Él no hay el más mínimo defecto ni debilidad moral. No sería entonces el “Dios de nuestro Señor Jesucristo”, sino otro dios de los que abundan en las mitologías de los pueblos antiguos.

Su nombre, o sea, Él mismo, será santificado y honrado en la medida en que honremos a todos los hijos, a todos los hombres.

Es necesario que su nombre sea reconocido por el hombre de nuestro mundo. Por todos. Es necesario, para que el amor abunde y se propague, que su nombre sea amado por todos.

Y también para que la justicia se ejerza con respeto a los derechos humanos; y la paz surja como fruto de la justicia y el amor; y la convivencia entre los humanos sea más fraterna; y el trabajo, además de medio para vivir dignamente, sea tarea de re-creación de todo lo que Dios ha creado para bien del hombre.

Todo esto ocurrirá si santificamos su nombre Y si participamos de su misma santidad, siendo santos también nosotros.

Entiéndelo bien. Cuando dices “santificado sea tu nombre”, pides tu propia santificación, ya que no santificar el nombre de Dios no es desgracia para él, sino para ti (Serm. 56, 4)

 

Venga a nosotros tu reino

Cuando decimos “venga a nosotros tu reino”, enardecemos nuestro deseo de aquel reino, para que venga a nosotros y merezcamos reinar con él.

El reino de Dios no tiene fronteras, ni se implanta a la fuerza, ni es para privilegiados, ni genera corrupción en sus instituciones. No se identifica con la Iglesia que fundó el mismo Jesús. La Iglesia es el medio o instrumento para construir el reino.

El reino de Dios es universal y para todos los tiempos. No se impone, sino que se acoge. No se construye sobre la ambiciones de poder o dinero, sino que se basa en la fidelidad y en el amor.

Es un reino de amor. En un mundo que genera odio, Cristo ofrece amor. Donde hay violencia, respeto y convivencia. Donde hay venganza, perdón. Donde hay exclusión o marginación, acogida. Donde hay opresión y explotación, servicio humilde y generoso.

Y en el mundo que vive en amor, que también abunda – afortunadamente, más que el odio -, el amor se hace más fuerte, más sacrificado. Como el de Cristo. Y la solidaridad – que también abunda – se hace más generosa y más fecunda.

Habita en nosotros la presencia del reino (la majestad de Dios) cuando encuentra en nosotros la anchura de la caridad (Serm. 163, 1)

Es un reino de justicia. No tanto de la justicia que se ajusta a las leyes, que pueden ser injustas, y se aplica fría e implacablemente, sino de la justicia que tiene en cuenta, sobre todo, el bien de la persona, el bien de la sociedad, la atención a los más débiles y la rehabilitación de quienes han caído en el delito. Esta justicia es fruto del amor.

A falta de justicia, ¿qué son los reinos sino bandas de ladrones? ¿Qué otra cosa son, en efecto, las bandas de ladrones, sino pequeños reinos? (De civ. Dei 4, 4)

Es un reino de paz, pero no como la que da el mundo, sino con la que ofrece Cristo. La paz del mundo se confunde casi siempre con el orden impuesto, o surge de pactos de conveniencia o por miedo al otro. La de Cristo es fruto del amor y la justicia.

La paz del Reino es convivencia fraterna, serenidad de espíritu o paz interior, mirada amorosa al otro para perdonar, servir o compartir. No es ausencia de conflictos o problemas, sino talante nuevo para afrontarlos. La paz del Reino que nos ofrece Cristo nos compromete a ser pacificadores o constructores de paz, tarea siempre pendiente en muchos lugares de nuestro mundo.

Después del padrenuestro nos damos la paz. ¡Qué gran sacramento se esconde en este rito! Deja que tu beso o tu abrazo sea expresión de tu amor. (Serm. Dennis 6, 3).

Es un reino de santidad y gracia. No es un reino de santos, aunque sí para ser santos. Y en él hay santidad.

Es santo porque en él está presente el Espíritu de Dios que anima y santifica; porque por doquier hay semillas de santidad que germinan y dan fruto; porque están los sacramentos, signos de la gracia que cada uno comunica a quien los recibe; y la palabra de Dios, y la oración, y muchos cristianos que viven en fidelidad al Evangelio de Jesús, y la Iglesia, cuerpo de Cristo...

Es un reino implantado en este mundo, pero no es de este mundo. Y mientras vivimos en este mundo, todos estamos llamados a vivir la santidad que nos comunica el Espíritu de Dios

El mismo que nos justifica nos deifica, puesto que él, al justificarnos, nos hace hijos de Dios. ¿Y qué son los hijos de Dios sino dioses? Dioses por la gracia de adopción, no por naturaleza de generación

Es un reino de verdad. La verdad de Dios. O Dios, que es la misma verdad. En todo lo demás cabe la posibilidad del error, del engaño o la mentira, el conocimiento a medias, o la promesa que no se puede o no se quiere cumplir, o el halago para medrar, o la “verdad a medias”, la ocultación y las palabras vanas.

En el Reino, Dios es la verdad absoluta o en sí misma. Una verdad que sacia y aquieta las aspiraciones más íntimas del ser humano. No es tanto una verdad fría y metafísica, cuanto un bien para el mismo hombre. Como es verdad que el sol existe y, además, alumbra y da calor. En medio de tantas incertidumbres y dudas por las que navegamos en este mundo, ¡qué bien nos viene saber que Dios es la verdad total, en la que no cabe el más mínimo error o engaño!

Cuando el hombre vive según la verdad, no vive según él mismo, sino según Dios, pues es Dios quien dijo: ”Yo soy la verdad”. Pero cuando vive según él mismo, según el hombre, no según Dios, vive según la mentira. (De civ. Dei 14, 4, 1).

 

Hágase tu voluntad

Cuando decimos “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”, nos recomendamos la obediencia que Él nos exige, para que cumplamos su voluntad como en el cielo la cumplen los ángeles.

¿Cómo podemos conocer la voluntad de Dios o qué es lo que Él quiere de nosotros? No siempre es fácil saberlo. Pero una cosa está clara: la voluntad de Dios, entendida objetivamente, está expresada, ante todo, en los mandamientos y en todas indicaciones contenidas en su Palabra, interpretada por el Espíritu y enseñada por la Iglesia.

Habrá muchos momentos en que, por la oración, el consejo del amigo, la historia personal, los acontecimientos que ocurren, los signos de los tiempos, etc., Dios nos va hablando o indicando su voluntad. Otras muchas veces permanecerá oculta.

Siempre, en uno u otro caso, se requiere una plena docilidad de espíritu. No se trata de tener una resignación pasiva, sino de una aceptación serena, incluso gozosa, de lo que Dios quiere de mí. Aunque, en ocasiones, duela y sea difícil cumplirla. Recuerda los dos momentos más difíciles en la vida de Jesús: Getsemaní y la cruz. Y en el anuncio del ángel a María, quien, a pesar de no entender del todo lo que se le proponía, pronunció su “hágase en mí según tu palabra”.

Pienso que es feliz, en lo que cabe, sólo el que se abandona libremente en las manos del Padre para que su voluntad, la que sea, se cumpla en él. Y la razón es porque Dios, que es amor, quiere siempre y en todo nuestro propio bien, nuestra realización plena.

¡Qué bueno es el Dios de Israel para los rectos de corazón, para aquellos que someten su voluntad a la divina y no intentan acomodar la de Dios a la propia! (In Ps. 124, 2).

 

Danos nuestro pan

Cuando decimos “danos hoy nuestro pan de cada día”, puede entenderse el sacramento de los fieles, que nos es necesario en el tiempo presente, aunque no para la felicidad del tiempo presente, sino para la vida eterna.

San Agustín se refiere en este párrafo al pan de la eucaristía. Todos los creyentes necesitamos de este pan para tener vida eterna. Pero hay otros lugares en los que el santo habla de la necesidad de pedir al Padre el pan para alimentar el cuerpo, el alimento de todos los días, para uno mismo y la familia.

Transcribo al respecto unas palabras suyas:

Ha de tomarse, por tanto, esta la petición en dos maneras: el pan cotidiano, es decir, la necesidad de mantenimiento corporal; y el del manjar espiritual. El alimento corporal, por tener que comer todos los días, cosa indispensable para vivir. En el alimento inclúyase también el vestido. Tómase la parte por el todo. Cuando pedimos pan, entendemos por él todas las cosas

 Los fieles conocen, además, un alimento espiritual, que también vosotros, los iniciados, vais a recibir luego del altar de Dios. Será también pan cotidiano e indispensable (Serm. 57, 7).

 

Perdona nuestras ofensas

Cuando decimos “perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, nos obligamos a recapacitar sobre lo que pedimos y sobre lo que hacemos, para que merezcamos recibirlo.

La oración compromete. Mucho más si es oración de petición. No se puede pedir nada a Dios, si cierras el corazón al hermano. ¿Con qué cara pretendes pedirle algo que tú no estás dispuesto a dar?. Dios no entra en un corazón endurecido. Él se revela únicamente a los humildes y sencillos. Es decir, a los que tienen el corazón abierto al hermano y saben pedir perdón y perdonar.

Orar, según el santo, es tener presente a Dios en el corazón y hablar con Él en el interior (De mag. 1, 2), No puede habitar en un corazón que se cierra al amor. Luego sólo los que aman pueden orar. Y el perdón es una de las expresiones más hermosas del amor. Por tanto, sólo los que perdonan pueden ser perdonados.

 

No nos dejes caer en la tentación

Cuando decimos “no nos dejes caer en la tentación”, nos animamos a pedirlo, no sea que careciendo de la ayuda divina, sobrevenga la tentación y consintamos seducidos o cedamos afligidos.

Estamos en camino, somos débiles, las circunstancias en que vivimos son difíciles, y el maligno no descansa. Y nos puede rondar una primera tentación al pensar, quizás inconscientemente, que, porque somos hijos de Dios, estamos ya seguros y salvo. No hay tal seguridad, existe siempre el riesgo de caer.

Seguimos siendo frágiles, aunque nos alimentemos frecuentemente de la eucaristía, y oremos todos los días, y demos limosna y ayunemos con rigor. Mientras estemos de viaje, somos carne de pecado. De ahí la necesidad de estar vigilantes, luchar y, sobre todo, pedir la gracia de la tutela y fortaleza para nuestro camino.

 

Líbranos del mal

Cuando decimos “líbranos del mal”, nos excitamos a pensar que no estamos aún en aquel lugar bueno en que no padeceremos mal alguno.

El bien abunda por doquier. Por gracia de Dios. Sin duda. Abunda en los seguidores de Jesús y en otros que no lo son. No es propiedad exclusiva de los creyentes. Hay en este mundo muchísimas personas y familias buenas a carta cabal. Y este bien se traduce en fidelidad, amor generoso, solidaridad, respeto a los derechos humanos, libertad responsable...

Pero el mal se prodiga también por doquier. Nos ronda por todas partes, halaga y nos tienta: la ambición de poder y del dinero, la corrupción, el engaño y la mentira, la infidelidad al amor, la injusticia, la exclusión de los más débiles, la lujuria, la pereza...

Son trampas que encontramos en nuestro camino y en las que podemos caer. Y caemos por debilidad, despiste, afán desmedido de tener, de gozar de placeres que degradan...

Únicamente en el cielo estaremos seguros y a salvo. Pero no lo estamos mientras caminamos por este mundo. De ahí la necesidad de acudir a Dios para que venga en nuestra ayuda y sea la fuerza en nuestra debilidad.

 

El padrenuestro, síntesis de toda oración

Para Agustín no existe más oración que el padrenuestro, ya que resume y contiene en pocas palabras toda la práctica de nuestra vida de fe (Ep 130, 22) y en él se encuentra todo lo que podemos pedir y desear. Recoge, además, dentro de sí toda la oración bíblica contenida en el Antiguo Testamento, particularmente en los salmos. Pero la razón principal es porque fue la única que nos enseñó Jesús.

No orarás si no dices esta oración; si empleas otra, Dios no te oirá... Luego es necesario que, cuando oramos, oremos conforme a esta oración; y cuando la pronunciamos, entendamos bien lo que decimos... Si oráis de distinto modo que enseñó el Maestro, no seréis oídos... Ha de orarse como Dios enseñó (In Ps. 103, 19).

¿Excluye el santo otras oraciones u otras maneras de orar? En modo alguno. Todo el libro de Las Confesiones es una oración o un conjunto de oraciones de alabanza, de súplica, de agradecimiento, de reconocimiento de la bondad y misericordia de Dios. Y se encuentran, también, muchísimos párrafos a lo largo de todas sus obras que son también oraciones escritas, que él pronunció y, sin duda, repitió en muchas ocasiones. Son oraciones conforme a esta oración.

Pero todas ellas expresan, en una u otra forma, las ideas el contenido del padrenuestro. Sería suficiente hacer un breve análisis de cada una de ellas para darnos cuenta de ello. Y así debería ser también, según el santo, la oración de todos los creyentes.

 

 

 

 

 

Por el santo bautismo somos hechos hijos de Dios en su Unigénito Hijo, Cristo Jesús. Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano … entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo.

(Christifideles laici, 11)

 

 

 

 

 

PARA RECORDAR

 

q       El contenido central de la fe y toda la enseñanza de la Iglesia se condensa en la oración que Jesús enseñó a sus discípulos.

q       Nosotros, al recitar cada día esta oración, profesamos la síntesis de todo el evangelio, nos sentimos hermanos de un mismo Padre y nos comprometemos a construir su Reino.

q       Nos ayuda, además, a perdonar siempre. Con el mismo amor con que nos perdona el Padre. Es la oración de la comunidad cristiana y de la familia en el hogar.

q       Toda oración, cualquiera que ella sea, debe expresar, en una u otra forma, el contenido del padrenuestro. De lo contrario, no sería cristiana.

 

 

 

Para la reflexión y el diálogo

·         ¿Qué sientes cuando en la oración dices ¡Padre nuestro!? ¿Lo dices mecánicamente o sientes en ese momento su cercanía y su amor de Padre? ¿A qué te compromete esta invocación?

·         ¿Qué haces en “tu mundo” (familia, trabajo, relaciones humanas) para que el nombre de Dios sea santificado? ¿Qué podrías hacer?

·         ¿Te sientes llamado a construir su Reino allí donde vives? ¿Qué haces para que Él reine en justicia y verdad, en paz y amor...? ¿Defiendes la vida y la proteges? ¿Cómo y cuándo?

·         ¿Le sueles pedir que se cumpla su voluntad o la tuya? ¿Te sientes frustrado cuando Dios no te concede lo que le pides?

·         ¿Compartes el pan que Dios nos ha dado para todos? ¿Qué más podrías compartir?

·         ¿Te cuesta perdonar? ¿Hay alguien a quien todavía no has perdonado del todo? ¿Puedes rezar esta oración sin brindar tu perdón a quien te ha ofendido?

·        ¿Cómo luchas contra el mal? ¿Qué medios utilizas para no caer en la tentación?

 

 

 

 

 

Para orar con Agustín

Señor y Dios mío,

escucha mi oración y atiende a mis deseos.

No pido sólo para mí,

sino también para mis hermanos.

Y con tanto mayo ardor,

cuanto mayor es mi deseo de servirles.

Te ofreceré en sacrificio el servicio

de mis pensamientos y de mis palabras.

si Tú me das el que pueda ofrecértelo.

Yo soy pobre y necesitado; Tú, en cambio,

eres rico con los que te invocan

y cuidas de nosotros con seguridad.

Señor y Dios mío,

luz de los ciegos e iluminación de los que ven,

fortaleza de los débiles,

y sostenimiento de los fuertes,

presta atención a mi alma,

y óyela desde sus intimidades.

¡Oh Señor, hazme mejor cada día!,

y cada día revélame tus secretos.

Que sacie mi sed,

Bebiendo y meditando las maravillas de tu ley.

Te lo suplico por nuestro Señor Jesucristo,

Hijo tuyo e Hijo del hombre;.

Mediador tuyo, por quien nos buscaste,

cuando aún no te buscábamos;

y mediador nuestro, por quien nos buscaste

para que te buscásemos;

Palabra tuya, por la que hiciste todas las cosas,

y, entre ellas, a mí;

Hijo único tuyo, por quien llamaste a adopción

al pueblo de los creyentes y a mí en él. Amen

(Conf 11, 2, 3-4),

 

 

 

 

 

 

 

 

 


22.- En comunidad fraterna

 

 

 

 

 

Como comprenderás, nadie puede rezar el padrenuestro como conviene si no se siente hermano de sus hermanos. Repasa, si no, cada una de sus invocaciones o peticiones, desde la primera hasta la última.

Sobraría, por ejemplo, el término nuestro añadido al Padre a quien invocas. Y ¿cómo pretendes que Dios te libre de todo mal, si tú no estás dispuesto a liberarte de tu aversión al hermano, o de la indiferencia para con él, del desamor que hay en ti o de tu individualismo? ¿Cabe mayor mal que éste?

Y la voluntad de Dios es que vivamos como hermanos, a ser posible en comunidad fraterna; y que el pan que da para todos - porque ya lo ha dado -, lo compartamos para que a todos alcance; y que su Reino, que es comunidad de amor, lo construyamos entre todos y para todos; y que no caigamos en la tentación tan frecuente del egoísmo que excluye y margina; y que la forma mejor de que su nombre sea santificado es amando al hermano.

El padrenuestro es la oración de la familia cristiana. Es para rezarlo en comunidad o unido vitalmente a una comunidad. Fuera de ella - llámese parroquia, familia, grupo, asociación, movimiento, etc. - no tendría sentido. Estaría fuera de lugar. Y Dios no la escucharía.

El padrenuestro crea comunidad y la expresa. Rezado como se debe, nadie puede quedar igual que antes. No es como un disco que da vueltas y vueltas sobre sí mismo repitiendo mecánicamente las mismas palabras, sino, más bien, como un arado que avanza roturando el terreno y abriéndolo en surco para que siga recibiendo el agua de la vida nueva que cae igual para todos.

Decir “Padre”, si se dice de corazón y en verdad, significa sentirse hermano de todos los hijos que así lo invocan también, mucho más, si añadimos el posesivo “nuestro”. Al pronunciar ambas palabras, nos comprometemos a formar con ellos una familia unida en un mismo amor. Una comunidad fraterna.

 

Vid y sarmientos.

El origen de toda comunidad cristiana está en Jesucristo. Obvio. Recuerda, entre otras cosas, la parábola del buen pastor que reúne el rebaño, lo guía y alimenta. O la de la vid y los sarmientos. Los sarmientos tienen vida y dan fruto en la medida en que están unidos a la vid. La unión con la vid genera la unidad entre ellos. Todos son diferentes en tamaño, en hojas y en fruto. Pero todos comparten una misma vida que les viene dada desde el tronco o la vid.

Uno de los acontecimientos más relevantes de la conversión de Agustín fue el encuentro con la Iglesia Y en ella encontró el cauce más adecuado para vivir la unidad en el amor y la amistad, por la que tanto había suspirado.

 

El Cristo total

Poco a poco iba descubriendo la realidad del Cuerpo místico de Cristo. La iglesia viene a ser la prolongación de Cristo, cuerpo y cabeza, de quien, por vivir unida a él, recibe el ser y la vida. De ahí proviene la expresión tan agustiniana del Christus totus, el Cristo total, que más tarde se llamaría Cuerpo Místico de Cristo. Es lo mismo.

Aquí se fundamenta la realidad de toda comunidad cristiana: muchos miembros, pero una sola cabeza; variedad de carismas, pero un solo Señor; muchas maneras de manifestarse, pero un mismo principio vital, diversidad de funciones, pero una misma savia que las sostiene y alimenta. Muchos hijos, pero un mismo Padre; muchos hermanos, pero una sola familia.

Y si la llamamos también agustiniana es porque el santo ha puesto de relieve, más que nadie o tanto como el que más, la unión de todos los cristianos en Cristo, cabeza de la Iglesia, para formar, en él y con él, el Cristo total. A su carne se une la Iglesia y se hace el Cristo total, la cabeza y el cuerpo (In ep. Jn 1)

Cada uno de los miembros conserva su singularidad, su autonomía y libertad. Y todos aportan su personalidad al crecimiento del cuerpo. Y todos, unidos en un mismo amor y animados por un mismo Espíritu, forman una verdadera comunidad fraterna.

En esta comunidad todo es patrimonio de todos, todos participamos de lo que es y tiene cada uno de los miembros, y todos se benefician de lo que yo hago, soy o tengo. Somos un cuerpo bajo una misma cabeza, de tal manera que vosotros estéis en nosotros trabajando, y nosotros en vosotros estemos dedicados a la contemplación (Ep 49, 1).


Comunidad de creyentes

La comunidad cristiana, laical o religiosa, es un edificio de piedras vivas. Como la Iglesia. En ella, Cristo es el fundamento; la fe el armazón o estructura que, partiendo de Cristo, la sustenta y cohesiona. Pero es el amor el vínculo que une a todos los miembros entre sí.

(En la comunidad cristiana) no reina el amor a la voluntad propia y privada, sino un gozo del bien común e inmutable y la obediencia de la caridad que hace de muchos un solo corazón, una concordia perfecta (De civ. Dei15, 3).

En la espiritualidad agustiniana, la tarea más importante es la construcción de una comunidad de creyentes en Jesús. Y el amor, que es la esencia de la vida y mensaje de Jesús, será el centro y el corazón la comunidad.

La fe será cristiana en la medida en que arranque de Jessús y se comparta con otros creyentes. Y el evangelio será creíble si quienes lo reciben, aprecian y ven unidad entre quienes lo proclaman. Por otra parte, no hay evangelización posible si antes no se vive en comunidad. O, lo que es lo mismo, si no parte de la misma comunidad. Además, el objetivo de toda evangelización es formar comunidad cristiana. Así evangelizó Jesús.

Dos datos corroboran lo dicho: Uno: dice Marcos que Jesús “subió a la montaña, fue llamando a los que él quiso y se fueron con él. Nombró a doce, a quienes llamó apóstoles, para que convivieran con él y para enviarlos a predicar” (3, 13-14). Primero fue la convivencia o la vida en comunidad; después la evangelización desde la memoria de Jesús vivida en la misma comunidad.

Dos: El primer fruto de la primera evangelización fue la comunidad de Jerusalén. Bien sabían los apóstoles y los recién convertidos que así tenía que ser si querían crecer en la fe, compartir todo en amor, orar al Padre común y dar testimonio de la presencia de Jesús en ellos.

 

Comunidad agustiniana

En esta primera comunidad cristiana se inspiró Agustín, recientemente convertido, para vivir y compartir su fe con un grupo de amigos que habían recorrido su misma andadura. Una vez convertido, volvió a su tierra, vendió los pocos bienes que tenía, repartió el dinero entre los pobres, y comenzó a vivir en comunidad con ellos, en su casa de Tagaste.

Lo narra así su discípulo y primer biógrafo, san Posidio: “Tras recibir el bautismo plúgole volver a África, a su propia casa y heredad, juntamente con otros compañeros y amigos. Y allí, durante casi un trienio, desembarazado de los cuidados del mundo, vivió para Dios en compañía de los amigos que se le habían juntado, entregado a la oración, al ayuno, y a las buenas obras, meditando día y noche en la ley del Señor. Y lo que el Señor le revelaba en la oración y en la reflexión lo trasmitía a presentes y ausentes de palabra y por escrito”.

Así comenzó la vida religiosa agustiniana. Después seguirían otros monasterios. De hombres y mujeres. Hasta hoy.

 

Comunidades de laicos

Pero es importante resaltar que si Agustín puso en marcha su proyecto de vida común, fue porque antes existió una comunidad cristiana formada por laicos en la que él se inspiró. Y comunidades de laicos eran también todas las que iba formando San Pablo en sus viajes misioneros, y los demás apóstoles.

Y otro dato: la comunidad de Tagaste era laical. No había clérigos entre ellos. Lo único que los caracterizaba o distinguía era su propósito de imitar lo más posible la vida de los primeros cristianos. (Hechos 2, 42-47; 4, 32-35).

Agustín era laico, sus compañeros y discípulos también. En el horizonte de su vida no contemplaban, más bien descartaban, la posibilidad de ser clérigos. Solamente pretendían imitar lo más posible, aunque al estilo de Agustín, a la comunidad primera de Jerusalén.

¿Cuáles eran más características más destacadas y significativas de esta primera comunidad que se proponía imitar san Agustín? Entre otras:

1. Asiduidad en escuchar la enseñanza de los apóstoles

2. La fracción del pan

3. La oración

4. La unidad. “Una sola alma y un solo corazón”

5. La comunidad de bienes y la solidaridad con los más necesitados.

6. La alegría y sencillez de vida

7. El testimonio

Todos estos elementos deben entrar en la formación de una comunidad laical agustiniana. Si faltara alguno de ellos no sería comunidad evangélica, por que todos ellos, juntos, son una verdadera síntesis del evangelio de Jesús.

Después vendrán estilos de vida cristiana y comunitaria, en los que, sin excluir ninguno de ellos, se dará más relieve a uno o a otro. Por ejemplo, en agustiniano, a la vida de comunidad.

 

Formación en la fe

La fe se recibe como en semilla. No brota sin más ni más, por generación espontánea, ni es fruto necesario de un esfuerzo personal o de una búsqueda constante e incansable.

La fe es un don. Pero un don que Dios deposita en ti en el momento de tu bautismo. Es un don de vida. Debe, por tanto, nacer, crecer y madurar. Y dar fruto. Es como el niño que es concebido, y al tiempo nace, crece y se hace adulto. Hay una colaboración necesaria para que todo esto ocurra, pero la vida le viene dada de fuera, de Dios.

Cosa parecida ocurre con la fe. Necesita de tu colaboración para que pueda nacer, crecer y madurar. Podríamos aplicar a este punto las palabras de Agustín referentes a la salvación eterna: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti.

Para que tu fe crezca y madure es necesario, entre otras cosas, que acudas a la enseñanza de los apóstoles. Como lo hacían los primeros cristianos. Es preciso que acudas a la Iglesia para conocer el mensaje de Jesús, los contenidos de la doctrina cristiana, la palabra revelada. También es necesario el estudio y la reflexión personal.

Recuerda que la fe no es sólo creer en un conjunto de verdades o puntos de doctrina. Es, ante todo, adhesión a la persona de Jesús. Y esta adhesión, que debe reafirmarse día a día, debe también cultivarse.

¿Dónde? La mejor tierra de cultivo es la comunidad. En ella encuentras apoyo, experiencia de otros, presencia de Jesús en medio de todos los “reunidos en su nombre”, reflexión y diálogo, un corazón que late con el tuyo, corrección fraterna, amor y solidaridad, los sacramentos...

La experiencia de Agustín podría ser también tu misma experiencia. Fue también la experiencia de los doce con Jesús.

 

La fracción de pan

Se parte el Cuerpo de Cristo para compartirlo entre los hermanos. No habría eucaristía si no hubiera comunidad. Recuerda la doctrina de Agustín sobre el Cristo total. Al comer el Cuerpo de Cristo entras en comunión con todos los hermanos. La eucaristía es un banquete de vida, a cuya mesa se sientan todos, para comer un mismo pan, que se parte y se reparte.

La eucaristía, o fracción del pan, se celebra en la comunidad y para la comunidad. Sin ella, no tiene sentido. Te lo dice una vez más Agustín:

Acercaos y comed el Cuerpo de Cristo, vosotros los que en el Cuerpo de Cristo habéis sido hechos miembros de Cristo; acercaos y bebed la Sangre de Cristo. Para que no os separéis, comed vuestro vínculo de unión (Serm 3, 3).

 

La oración

Es importante y necesaria la oración personal. Entra dentro de ti, en tu interior habita la verdad y, luego (habitado por Dios), sal de ti mismo, viene a decir Agustín. Se requiere, en primer lugar, la experiencia de una relación íntima y fuerte con el Señor.

Jesús se retiraba al monte para orar. Entraba en intimidad con el Padre. En Él encontraba la fuerza necesaria para cumplir con su misión. Y experimentaba vivamente el amor del Padre, alivio y consuelo.

Pero es igualmente importante y necesaria la oración en comunidad. Adquiere una dimensión nueva que la enriquece y potencia. Es la oración de la familia reunida que se dirige al Padre común, en unión con su Hijo, nuestro hermano, y animados por el Espíritu. “Cuando oréis, decid: Padre nuestro...”.

La oración en comunidad nos hace más hermanos, nos une en un mismo amor, se hace liberadora y nos compromete a trabajar juntos en la tarea del evangelio. Cuando oramos en comunidad, Cristo se hace presente en medio de nosotros. Y ora también. Nos lo dice una vez más nuestro santo:

Cristo ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros (In Ps. 85, 1).

 

Una sola alma y un solo corazón

Fruto espontáneo y natural del amor es la unidad. Si hay amor entre los hermanos, un amor como el de Cristo, surge necesariamente la unidad de corazón y de espíritu entre ellos. Una unidad que tiene su centro en Cristo, como los sarmientos en la vid, y animada y mantenida por el Espíritu.

San Agustín describe con belleza y hondura esta realidad. Dice así: Porque en realidad tu alma no es sólo tuya, sino de todos los hermanos, como sus almas son también tuyas; mejor dicho, sus almas, juntamente con la tuya, no son varias almas, sino una sola, la única de Cristo (Ep. 243, 4).

La unidad es fruto y don, pero también conquista. Se requiere empeño constante para vivir unánimes y tener una sola alma y un solo corazón dirigidos hacia Dios (Regla 1, 2). También la vida es un don que recibes de Dios, pero luchas y trabajas denodadamente para defenderla, mantenerla y mejorarla, porque son muchos los enemigos, peligros y dificultades que encuentras en tu camino y que tienes que ir superando día a día para vivir.

Son también muchos los enemigos que acechan al creyente para que rompa la unidad con los hermanos. Entre ellos, el egoísmo, siempre solapado, y que aflora en todo momento para que el hombre se mire y se busque a sí mismo al margen de los otros. Y a veces – lo que es peor o muy grave – por encima de los otros. Esto se llama también soberbia.

Cuando el alma soberbia decae de lo común a lo propio, ese amor es ruinoso para ella..., porque el perverso amor de sí misma le priva de la santa convivencia. Contraria a esta peste es la caridad, que no busca las cosas privadas, es decir, que no se regocija con ellas (De Gen. ad lit. 11, 15, 19).

Otro enemigo señalado reiteradamente por Agustín es el afán de poseer o el amor excesivo a lo que ya se posee. El bien, cualquiera que él sea, convertido en privado, excluye la participación y deteriora la convivencia. Si es verdad que “donde está tu tesoro, ahí está tu corazón”, que lo es, el corazón de quien así posee sale de la órbita de la comunión con los hermanos y se posa sobre lo que se tiene o se quiere tener.

No se trata de renunciar a los bienes que se posee, sino de poner orden en ellos amándolos y usándolos debidamente. Dado que no podemos eliminar la propiedad privada, eliminemos, al menos, el afecto privado a lo que a ella nos une (In ps. 131, 5, 6). Y añade en otro lugar: Poseamos las cosas terrenas sin dejarnos poseer por ellas. Que no nos atrape su abundancia ni nos hunda su carencia. Hagamos que ellas nos sirvan sin hacernos sus servidores (Ep. 15, 2).

 

 

Comunión y participación

Agustín propone un estilo de vida parecido al de los primeros cristianos, que “estaban todos unidos y poseían todo en común, vendían sus bienes y posesiones y las repartían según la necesidad de cada uno” (Hech. 2, 42-43).

Tú sabes que uno de los problemas más graves de este mundo es la desigualdad tan escandalosa que existe entre los pocos que tienen casi todo y los muchos que se debaten en la pobreza. Este mismo fenómeno, si no de características tan graves, puede darse también en las pequeñas comunidades cristianas. Quizás, en la pequeña comunidad cristiana laical en la vives y celebras tu fe. En el próximo apartado nos extenderemos un poco al hablar de la solidaridad desde el punto de vista agustiniano.

Ser parte de una comunidad – y esta debe ser la aspiración de todo creyente en Jesús – supone mirar el bien común por encima del propio, ya que la caridad... antepone las cosas comunes a las propias, no las propias a las comunes (Regla 5, 2). El apego a lo propio genera desigualdad y división. Y suele ser causa de envidia por parte de quien tiene menos, y de soberbia de quien tiene más. De ahí que Agustín nos diga: No llaméis a nada propio, sino que todas vuestras cosas estén en común (Regla 4).

El amor a lo común lleva a compartir, no sólo lo que se tiene, sino también lo uno es. Si no elimina las desigualdades o diferencias en lo que se posee, al menos las alivia y reduce. La alegría que nace en un corazón que comparte es mayor y más honda que la que pudiera haber en el corazón de quien tiene mucho y comparte poco.

¿Piensas que los ricos son felices porque no se preocupan de las cosas pequeñas de cada día? No te lo creas: no tienen ansias de beber del vaso porque tienen sed de todo el río (Serm 50 4, 6). Y dice el santo en otro lugar: La verdadera felicidad no consiste en tenerlo todo, sino en necesitar poco (Regla 4).

San Agustín sabe muy bien que la verdadera unidad y convivencia fraterna entre los cristianos debe sustentarse en la posesión común de un tesoro único, el más estimable y valioso, Dios mismo: Efectivamente, Dios mismo, tesoro fabuloso y superabundante, será nuestra posesión común (Ser 355, 1).

Este es el verdadero fundamento de toda comunidad cristiana. Cualquier otro fundamento que se ponga (interés personal, sentimiento de acogida, ayuda que se recibe y se da, seguridad económica o social, etc.) será falso si no parte de la unión con Cristo, fuente de todo amor.

Sencillez y pobreza

San Agustín llama pobres de Dios a los humildes y sencillos de corazón, a quienes a nada se apegan, a los que tienen un corazón siempre abierto a Dios y al hermano, a quien comparte lo poco o mucho que tenga con quien nada tiene.

Para él, son pobres en espíritu o pobres de Dios los que viven su pobreza con alegría y paz, porque se abren a Dios, de quien reciben todo, y al hermano con amor generoso.

Un pobre de Dios es lo que es en su corazón, no en su cartera. Dios no mira nuestros bolsillos, sino nuestros deseos. A todos los que son humildes de corazón, a los que viven en la práctica del doble mandamiento del amor, no importa cuanto posean en este mundo, hay que clasificarlos como pobres, como los auténticos pobres a quienes Dios harta de pan (In ps. 131, 26).

Únicamente quien vive así la pobreza evangélica es capaz de compartir con el que tiene menos, y formar comunidad fraterna con él, porque únicamente él es capaz de compadecer y de amar como Jesús. De ellos es el Reino de los cielos, porque ya en la tierra supieron construirlo. Y también porque Dios fue siempre su única esperanza.

Mira cómo los pobres y los desposeídos pertenecen a Dios. Me refiero, por supuesto, a los pobres en espíritu. De éstos es el Reino de los cielos. Y ¿quiénes son estos pobres en el espíritu? Los humildes, los que confiesan sus pecados, los que no presumen de sus propios méritos ni de su propia justicia. Los que alaban a Dios cuando hacen algo bueno y se acusan a sí mismos si hacen algo malo (In ps. 73, 24).

Pobreza en el espíritu, humildad de corazón, sencillez de vida y amor de caridad, son los materiales adecuados y necesarios para construir y formar una verdadera comunidad cristiana. Sin ellos, o si faltara alguno de ellos, podría formarse un grupo de trabajo, una asociación benéfica o una tertulia de amigos, pero nunca una comunidad.

Agustín es un santo que rezuma humanidad por todos los poros. Sabe que la pobreza, en cuanto carencia total de bienes, no es buena. Y mucho menos la abundancia insaciable. Por eso pide equilibrio y moderación en la vivencia de la pobreza. Así la vivía él.

Dice su biógrafo San Posidio que sus vestidos, su calzado y el mobiliario de su dormitorio eran modestos y sencillos; ni demasiado refinados ni demasiado pobres. Porque en tales cosas la gente está acostumbrada o a un despliegue de orgullo personal o bien a rebajarse demasiado. En ninguno de estos casos buscan las cosas de Jesucristo, sino las suyas propias. Como ya he dicho, Agustín mantenía un sano equilibrio, sin desviarse ni a la derecha ni a la izquierda (Vida de Ag., 22).

Las comunidades agustinianas deben ser modestas y sencillas en todo lo que son y poseen. Deben tener lo necesario para vivir y trabajar, y ser desprendidas en todo lo que pueda ser superfluo o innecesario. Como Agustín.

Dígase lo mismo de los fieles que en su vida laical quieran vivir, en la medida de sus posibilidades, al estilo de Agustín

 

Testimonio de vida

Testigo, en cristiano, es aquel que, en lo que cabe, vive lo que cree. El discípulo de Jesús acoge su palabra porque antes cree en él, asume como propios sus mismos sentimientos y actitudes, y vive, o intenta vivir, su misma vida. Y como consecuencia o fruto de esta actitud de vida, proclama de palabra su fe.

Eres testigo cristiano, cuando a pesar de tus propias deficiencias y limitaciones humanas, eres una página viviente del evangelio. Eres, entonces, luz, sal y fermento. Estás testificando con tu vida que Cristo está presente en ti y en los hermanos, que te ama hasta el extremo, que es fuente de todo bien y que es el camino, la verdad y la vida para todos.

Testificas muchas otras cosas: que en Cristo hay un camino de esperanza siempre abierto, que merece la pena amarnos como él nos ha amado para ser felices y hacer felices a los demás, que el perdón que nos brinda es generoso y total, que Dios es Padre lleno de ternura y que servir al hermano es el camino mejor para llegar a él.

De todo esto daba testimonio la primera comunidad cristiana. Pero no te engañes: también en ellos había fallos y deficiencias. Pero no es menos cierto que la comunidad, en cuanto tal, transparentaba la vivencia del evangelio de Jesús. O la misma vida de Jesús.

La prueba es que, con su estilo de vida, atraían a otros muchos a vivir su misma experiencia de fe. Y esto era lo que Agustín veía y valoraba. Y te lo propone como modelo y ejemplo. Es cierto que fundó una comunidad monacal partiendo de la forma de vida de la primera comunidad de Jerusalén, pero también es verdad que sus palabras son aplicables a cualquier tipo de comunidad cristiana, laical o religiosa, que quiera vivir la fe en Jesús y compartirla con los hermanos. Recuerda que los miembros de aquella comunidad eran laicos. Lo mismo que tú.

Así hablaba Agustín en uno de sus sermones:

Para refrescar vuestra memoria se os va a leer un párrafo de los Hechos de los Apóstoles en que se describe la forma de vida que nosotros tratamos de seguir (Y el diácono Lázaro leyó: “Estaban llenos del Espíritu Santo y hablaban a Dios con confianza. La comunidad de los creyentes tenía un alma sola y u solo corazón. Nadie reclamaba nada como propio, sino que todo era de todos...”. Cuando Lázaro hubo terminado la lectura, entregó el libro al Obispo). Y Agustín comentó: Quiero volver a leer esto yo mismo. Me da mucho más placer releer estas palabras que comentarlas con mi cosecha. Y repitió la lectura. Cuando hubo terminado, dijo: Ya sabéis lo que queremos. Orad para que podamos ponerlo en práctica (Serm 356, 1, 1, 2).

Las pequeñas comunidades cristianas son una bendición del Señor y signo de su presencia en la Iglesia. Son una hermosa realidad. Las alienta y sostiene el Espíritu. Son lugar de crecimiento en la fe, servicio y santificación. Promueven la pertenencia a la Iglesia, y son un medio excelente para evangelizar

Y una comunidad laical agustiniana posee un marcado matiz de delicadeza en la relación fraterna, búsqueda incansable de la Verdad, amor al hombre, estudio de las ciencias sagradas y servicio a la Iglesia. Vale la pena que te vincules a una de ellas.

 

 

 

 

 

 

El bautismo significa y produce una incorporación mística pero real al cuerpo crucificado y glorioso de Jesús. Mediante este sacramento, Jesús une al bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección… De ello resulta que “nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo”

(Christifideles laici, 12)

 

 

 

 

PARA RECORDAR

 

q       Nadie puede invocar a Dios como Padre, si no se siente hermano de todos.  Mucho menos, si lo llama Padre nuestro.

q       Si somos hijos de un mismo Padre y, por lo tanto, hermanos, es en comunidad donde tenemos que vivir nuestra fe, compartir el amor y cultivar la esperanza.

q       Los primeros cristianos nos dan ejemplo de cómo se puede o se debe vivir en comunidad.

q       En ellos se fijó Agustín para iniciar y vivir en comunidad con un grupo de amigos y discípulos. Y es un modelo para toda comunidad laical agustiniana

 

 

Para la reflexión y el diálogo

·         ¿Crees que es posible vivir y cultivar tu fe al margen de los demás? ¿Por qué? ¿Qué sientes cuando rezas el padrenuestro?

·         ¿Conoces algún grupo de cristianos que se reúnen para celebrar su fe, compartir la experiencia de Dios en su vida y servir al hermano? Si conoces, ¿qué es lo más te llama la atención en ellos?

·         ¿Has sentido la necesidad de unirte a otros hermanos y formar una comunidad de vida? ¿Qué dificultades encuentras? ¿A qué tendrías que renunciar?

·         Si eres miembro de una comunidad, ¿cuál ha sido hasta ahora tu experiencia? ¿En qué te beneficia? ¿Qué aportas tú al grupo y a cada uno de los hermanos?.

·         ¿Qué te dice la experiencia y las palabras de Agustín? ¿Te sientes identificado con ellas? ¿Por qué o en qué?

·         ¿Qué servicio prestas a los demás (familia, sociedad, Iglesia...) en cuanto cristiano y miembro de una comunidad laical? ¿Qué más te exige tu fe?

·         ¿Estás en una comunidad sólo para recibir o aprovecharte de ella, o también para aportar lo que eres y tienes? ¿Cómo compartís los momentos de oración? ¿Crees que tu comunidad es, en lo que cabe, testimonio de vida para quienes no creen o creen a medias?


 

 

 

Para orar con Agustín

Oh Dios mío, siempre inmutable:

que me conozca a mí y te conozca a ti.

Enséñame lo que debo enseñar

e indícame lo que debo practicar.

Enséñame, sí, para que lo cumpla;

enséñame a cumplir tu voluntad.

Vuélvete a mí y ten misericordia,

como es tu norma con los que aman tu nombre,

y que para que yo me determine a amarte,

tú me has amado antes a mí.

Amándote a ti, me amo a mí mismo,

y así podré amar también al prójimo.

Con todo mi corazón, con toda mi alma,

con toda mi mente deseo ardientemente amarte,

y amar también al prójimo como a mí mismo.

Dame vida no según mi justicia,

sino según la tuya,

llenándome de la caridad que tanto deseo.

Ayúdame a cumplir lo que me mandas;

dame tú mismo la gracia de cumplir lo que mandas

Dame vida con tu justicia, porque de mí

no tengo más que gérmenes de muerte.

Sólo en ti está el principio de la vida.

¡Oh Cristo Jesús!

Mi justicia eres tú,

a quien el Padre ha hecho sabiduría para mí

mi justicia, mi santificación y mi redención.

(In ps. 118, 27; 118, 12)

 

 

 

 

 


23.- Para ser solidarios

(San Agustín y la comunicación de bienes)

 

 

 

 

 

La solidaridad es una de las expresiones más hermosas del amor. Es el cauce natural por el que transcurre, a través de nosotros, el amor de Cristo solidario con los sufrimientos y esperanzas de toda la humanidad.

Una comunidad será cristiana si, como Cristo, se hace también solidaria con los sufrimientos de sus miembros. Y un cristiano será, además, testigo de Cristo si se hace próximo a todo hombre y mujer en sus angustias, luchas y esperanzas.

 

Hay pan para todos, pero no a todos llega

Uno de los nombres propios de la solidaridad es la comunicación de bienes. Quien comparte lo que tiene, y, además, lo hace con amor, está rehaciendo lo que Dios había creado en un principio y el pecado de origen había desbaratado: la amistad con Dios y la armonía consigo mismo y con todo lo creado.

Clama al cielo las enormes diferencias sociales, culturales y económicas que, por el pecado de egoísmo y la avaricia, se han ido introduciendo y agudizando en la historia del hombre a lo largo de los siglos. Los problemas se agravan en los países del llamado tercer mundo.

Hay pan para todos, pero son unos pocos los que acaparan casi todo. Hay tierra para todos, pero una gran mayoría se ve desplazada y excluida. En el banquete de la vida, abundante y espléndido, se sientan únicamente los epulones de este mundo. Y a la puerta de la vida de los bien alimentados hay muchos lázaros hambrientos y sin nada.

No exagero. Tú sabes que es verdad. No se comparten los bienes de este mundo que a todos alcanzarían si hubiera un poco más de solidaridad. Se acapara lo superfluo y, en otros, se carece de lo necesario. Es el pecado de injusticia social, cuyo origen está en el egoísmo y la ambición. El que tiene más de lo que debe es que se está quedando con parte de lo que pertenece a los otros.

Lo dice así San Agustín: Las cosas superfluas de los ricos son las necesarias de los pobres. Por eso el almacenar cosas superfluas es una forma de robar (In ps. 147, 12). Y añade en otro lugar: Si tienes cosas superfluas, repártelas a los pobres (In Jn. 50, 6).

Distingue el santo entre comunidad de bienes y comunicación de bienes. Lo primero lo exigía a sus monjes: No llaméis propio nada, sino que entre vosotros todo sea común (Regla, 4). Lo segundo lo pedía, y lo pide, a todos los cristianos. El cristiano si puede, si la perfección lo reclama – se refiere a la vida monacal – renuncie a todo; mas si no puede hacerlo, impedido por necesidad ineludible, posea, mas no sea poseído; tenga, pero no sea tenido; sea señor de su hacienda, no esclavo (Serm. 125, 7).

 

Compartir con amor

Compartir con el hermano es una consecuencia necesaria de la fe en Jesús y una exigencia del amor cristiano. Nada es para ti solo. Todo es para ti y los demás. Cuando hay amor se realiza una vez más el milagro de la multiplicación del pan hasta alcanzar a todos. Y si la fe es adhesión a la persona de Jesús, necesariamente llevará a compartir lo que uno es y tiene. Mucho más, sabiendo que en el otro está el mismo Jesús.

La solidaridad sin amor no tiene sentido. Quedaría reducida a unos gestos fríos, muy bien calculados y vacíos de contenido, aunque moviera mucho dinero o encauzara grandes envíos de ayuda humanitaria. Pero una solidaridad con amor, aunque los medios sean escasos y muy pobres los recursos, es capaz de mover montañas.

El amor, aunque no haga referencia expresa a Cristo, puede hacer maravillas. Y las hace. Ahí están los cientos de miles de voluntarios en todo el mundo que trabajan desinteresadamente a favor de los países más pobres del mundo y en las grandes. Siempre tiene algo que dar el que tiene repleto el corazón de caridad (In ps. 36).

Pero cuando es Cristo quien inspira el amor y lo anima el Espíritu, todo lo que se hace a favor del más pobre, o en regiones en que abunda la miseria y el hambre, lleva ternura y esperanza, es amor sacrificado y generoso hasta el extremo y responde a una opción de vida por la causa de los pobres, que es la causa de Jesús. No conoce el descanso y nunca se jubila.

Para muestra, un botón: la Madre Teresa de Calcuta. Y, con ella, miles de misioneros anónimos, sacerdotes y laicos conocidos o


no, que se dan del todo a los que necesitan de todo, calladamente, tenazmente, y con la alegría que nace de una fe que se hace servicio al hermano que sufre. Esta es la solidaridad cristiana. Solidaridad que brota únicamente de la caridad.

Procura echar raíces en la tierra de los vivientes. La raíz está oculta, pero los frutos se ven. Nuestra raíz es la caridad; sus frutos, las buenas obras. Si tus obras proceden de la caridad, tu raíz está afincada en la tierra de los vivientes (In ps. 51, 12).

 

Compartir siempre

La fe en Jesús supone reconocer que todo lo que somos y tenemos lo recibimos de Dios para alimentarnos nosotros y alimentar al que pasa hambre o al desposeído de todo. Y el amor de Cristo y a Cristo nos lleva a encontrarle y servirle en el hermano más débil.

Es imposible que se pueda salvar quien no comparte, al menos lo que le sobra, con el hermano que pasa hambre y vive, o malvive, en la miseria. Lo dice el Señor en el evangelio y lo reafirma, como no podía ser menos, Agustín.

No es pecado poseer bienes. Ni siquiera en abundancia. Sí es pecado poseerlos mal. Y los posee mal quien todo lo quiere para sí y no comparte. Además, el poseer suele generar avaricia. Y la avaricia es insaciable. Ese es el peligro real y siempre presente de las riquezas, mucho más si son abundantes. La avaricia de los ricos es insaciable. Siempre está acaparando y nunca se sacia; ni teme a Dios ni siente respeto humano (Serm 367, 1).

Al comentar la parábola del rico y el pobre Lázaro, dice San Agustín: Había un cierto rico; no dice un calumniador; no dice tampoco que fuera opresor de los pobres, ladrón de bienes ajenos. Si quieres oír el crimen cometido por aquel rico, no busques otra cosa distinta de lo dicho por la Verdad (Cristo): “Era rico, se vestía de púrpura y lino y banqueteaba cada día espléndidamente”. ¿Cuál es, pues, su crimen? El ulceroso que yacía a su puerta sin recibir ayuda (Serm. 178, 3). Es decir, su insensibilidad ante el hambre del pobre. No compartía nada, ni siquiera las migajas de lo mucho que tenía.

 

Agustín, modelo y ejemplo

Eran muchos los pobres que acudían a la puerta de su casa para pedir pan, vestido y algunas monedas. Se duele el santo de que no puede atender a todos, ya que sus bienes eran escasos – lo imprescindible para vivir y trabajar -, y la Iglesia de Hipona era pobre, aunque sí disponía de ciertas reservas de grano y aceite para los pobres. Son tantos los que piden a diario; tantos los pobres que me interpelan, que a muchos debo dejarlos en la tristeza, porque no tengo para dar a todos (Serm. 355, 5).

Siempre estaba atento a sus compañeros de pobreza (así llamaba a los pobres). Tomaba parte de su propia asignación para entregarla a los que convivían con él. Me refiero a los ingresos procedentes de la Iglesia y de las ofrendas de los fieles (S. Posidio, Vida de S. Ag, 23).

No tuvo reparo alguno en cierta ocasión en fundir los cálices y demás vasos sagrados de su Iglesia para atender las necesidades de los más pobres. Y al morir, vuelve a decir San Posidio, “no hizo testamento alguno, porque, como pobre de Dios, nada tenía que dejar”. No tenía nada propio, había compartido todo. Y si algo caía en sus manos - dinero, alimento o ropa - lo repartía a los más pobres. Les doy cuanto tengo, les doy en la medida de mis posibilidades. Pero ¿puedo yo satisfacer todas sus necesidades? Puesto que no puedo, al menos hago de delegado suyo ante vosotros. Dad a los pobres. Os ruego, os lo aconsejo, os lo mando, os lo prescribo (Serm. 61, 13).

De él se puede decir lo que predicaba cierto día a los fieles de Hipona: Cuán grande merecimiento es haber alimentado a Cristo, y cuán grande crimen haberse desentendido de Cristo hambriento (Serm 389, 6).

 

Todo es posible para el que ama

Dirás que no es tarea fácil imitar al santo en su pobreza y desprendimiento a favor de los más débiles y necesitados. Agustín, como todos los santos que en la Iglesia han sido, nos ha dejado muy alto el listón que debemos alcanzar y, ojalá, superar. Es verdad. Pero te quedará, además, imposible si no usas la pértiga – valga la comparación – del amor generoso y sacrificado, por el que uno no se busca a sí mismo, sino el bien de los demás.

Porque no es suficiente, aunque sea mucho, dar de lo que te sobra y aun de lo que te es necesario. Esto sería un primer paso. Dar de lo superfluo al necesitado es el prólogo de la caridad, dice San Agustín (In ep. ad Partos 6, 1). Y añade en otro lugar: Ama y verás que no puedes hacer otra cosa que el bien (In Jn. 10, 7).

Aquí está la clave para que todo sea posible. Cuando hay amor, crece la capacidad para dar y darse, y se multiplica lo poco que se tiene para que alcance a otros más pobres que tú. Da de lo que tengas, aunque sea escaso y pobre el bien que tienes. Si no tienes pan que repartir, ni casa en donde hospedar, ni vestidos con que cubrir a nadie, da un vaso de agua fría, deposita dos monedas. Pues tanto compró la pobre viuda con dos monedas cuanto compró Zaqueo dando la mitad de su patrimonio (In ps. 49, 13).

 

Doble solidaridad

Y si no tienes bienes materiales, también puedes dar y compartir. ¿Qué cosas? Tú mismo. ¿Te parece poco? Es el mejor bien que puedas tener. Tienes bienes que con nada se pueden comprar ni por nada se pueden vender: tus capacidades, tu tiempo, tu salud y tu vida... Por ejemplo, uno no puede andar; el que puede, ayuda con sus pies al cojo; el que ve, presta sus ojos al ciego; el joven y fuerte, ofrece sus fuerzas al anciano o al enfermo y le lleva sobre sus hombros (In ps. 125, 12).

Dime si todo esto no es una auténtica y real solidaridad. Pero no solamente del que tiene bienes o posibilidades con el que nada tiene. San Agustín nos descubre que se produce simultáneamente una solidaridad del pobre con el rico o el que tiene más. Ambos ganan. Los dos se solidarizan.

Dice así el santo: Es el momento de escuchar este otro precepto: “Llevad mutuamente vuestras cargas” La pobreza no me oprime a mí, sino a mi hermano. Piensa si las riquezas no son para ti un peso más oprimente. A ti no te pesa la pobreza, pero te pesa la riqueza. Si bien lo piensas, es una carga. Aquél tiene una, tú otra. Ayúdale a llevar la suya y de esta forma lleváis mutuamente vuestras cargas. Ayúdale en el no tener, ayúdate en el tener más de los  necesario, para que se igualen vuestras cargas (Serm. 164, 9).

No me podrás negar que es un párrafo bien hermoso. El oprimido no es solamente el que sufre la pobreza, sino también el rico que sufre la riqueza. Porque la riqueza, dice el santo, pesa, es una carga. Y el  pobre te puede liberar de ella al liberar tú al pobre de la carga de su pobreza. Solidaridad mutua. Más todavía: solidaridad que te enriquece. Considera qué es lo que disminuye y qué es lo que aumenta. Disminuye el dinero, aumenta la justicia (Serm. 61, 3).

 

Muchas clases de pobreza

Por otra parte, la solidaridad no debe limitarse únicamente a los hambrientos y necesidades de bienes materiales. Abunda tristemente otra clase de indigencia o pobreza. Ahí están a la vuelta de la esquina o en la puerta de tu vida los enfermos, los angustiados y fracasados, los abandonados, los que viven o malviven sin esperanza alguna en este mundo o en la desesperanza, los oprimidos y explotados por situaciones injustas, los pecadores.

A todos ellos se acercó Jesús. De todos ellos se hizo prójimo. Con todos ellos se solidarizó. Todos ellos son pobres, porque les falta esperanza y amor, salud y justicia, perdón y acogida. Aunque tuvieran dinero, les falta la riqueza de una vida humana más digna, más plena. Suele ser una pobreza peor y más grave que la meramente material.

¿Tienes en poca estima las obras de misericordia? Medita esta sentencia: “Un juicio sin misericordia le espera al que no usó de misericordia (Sant. 2, 13). Sin misericordia será juzgado el que antes del juicio no haya usado de misericordia con el prójimo. (In ps. 143, 7).

Para concluir este apartado nada mejor que unas palabras del mismo Agustín. Dice así:

Fijaos en los que tienen hambre, en los que están desnudos, en los necesitados de todo, en los peregrinos, en los que están presos. Todos éstos serán los que os ayudarán a sembrar vuestras obras en el cielo... La cabeza, Cristo, está en el cielo, pero tiene en la tierra sus miembros. Que el miembro de Cristo dé al miembro de Cristo; que el que tiene dé al que necesita. Miembro eres tú de Cristo y tienes que dar, miembro es él de Cristo y tiene que recibir. Los dos vais por el mismo camino, ambos sois compañeros de ruta. El pobre camina agobiado; tú, rico, vas cargado. Dale parte de tu carga. Dale, al que necesita, parte de lo que a ti te pesa. Tú te alivias y a tu compañero le ayudas (Serm. Morin 11).

 

 

 

 

Con la caridad hacia el prójimo, los fieles laicos viven y manifiestan su participación en la realeza de Jesucristo, esto es, en el poder del Hijo del hombre que “no ha venido a ser servido sino a servir”.

Ellos viven y manifiestan tal realeza del modo más simple, posible a todos y siempre, y a la vez del modo más engrandecedor, porque la caridad es el más alto don que el Espíritu ofrece para la edificación de la Iglesia y para el bien de la humanidad.

La caridad, en efecto, anima y sostiene una activa solidaridad, atenta a todos las necesidades del ser humano.

(Christifideles laici, 41)

 

 

 

 

 

PARA RECORDAR

q       La solidaridad con el necesitado es una de las expresiones más hermosas del amor y consecuencia necesaria de la fe en Cristo. Ser creyente significa identificarse con Cristo, Cristo se identifica con el pobre, luego...

q       Se dan en nuestro mundo diferencias sociales escandalosas. Hay pan para todos, pero no a todos llega. Esta situación de pecado es fruto del egoísmo y de la avaricia insaciable.

q       Es necesario compartir, pero con amor. La solidaridad sin amor no tiene sentido.

q       En el plan de Dios, nada es para ti sólo. Todo es para los demás y también para ti. El pecado del rico de la parábola no fue tanto el ser rico, sino su insensibilidad para con el pobre.

q       San Agustín, modelo y ejemplo. Daba cuanto tenía, y compartía todo con los hermanos. Todo es posible para el que ama.

q       Hay muchas clases de pobres. Nuestra solidaridad debe abarcar a todos, ya que el amor cristiano no conoce límites.

 

 

Para la reflexión y el diálogo

·  ¿Qué clase de pobres viven o conoces cerca de ti? ¿A qué se debe si situación? ¿Cómo podrían mejorar? ¿Se dan en tu entorno algunos gestos de solidaridad para con ellos?

·  ¿Qué podrías hacer tú en estos casos? ¿Qué más podrías hacer? Si te acercas a ellos, ¿lo haces sólo para aliviar tu conciencia o porque tu fe te empuja a ello?

·  Si eres parte de un grupo de Iglesia o de una comunidad cristiana, ¿qué gestos de solidaridad se da entre los hermanos? ¿Qué es lo que se comparte entre ellos?

·  ¿Qué te dice el ejemplo de San Agustín? ¿En qué cosas o casos podrías imitarle? ¿Asumes la causa del pobre como si fuera propia? ¿Qué te falta en este sentido?

·  ¿Sufres cuando te desprendes de algo a favor de los demás? ¿Qué amor pones en lo que haces? ¿En qué te favorece tu solidaridad con los pobres?.

·  ¿Tienes bienes superfluos? ¿De cuáles de ellos podrías desprenderte a favor del que no tiene lo necesario? ¿Crees que podría cambiar o mejorar todo si los cristianos fuéramos más solidarios? ¿Por qué? ¿A qué te comprometes hoy?

 

 

 

 

 

Para orar con Agustín

Señor y Dios mío,

atiende a mi oración y escucha mis deseos.

No pido sólo por mí,

sino también por mis hermanos.

Y con tanto mayor ardor,

cuanto mayor es mi deseo de servirles.

Tú, que lees los corazones,

sabes que no miento.

Te ofreceré en sacrificio

el servicio de mis pensamientos y de mis palabras,

si tú me das el que pueda ofrecértelo.

Yo soy pobre y necesitado.

Tú, en cambio, eres rico con los que te invocan

y cuidas de nosotros con seguridad.

Purifica mi interior de toda mentira

y mi exterior de toda temeridad.

Que tus Escrituras sean mis castas delicias.

Que ni yo me engañe con ellas

ni con ellas engañe a los demás.

Que siempre sea humano, Señor.

Que comprenda a los hombres y sus problemas.

Hombre soy, como ellos.

Hombres son, como yo.

(Conf. 11, 2; Serm. 120, 3),

 

 

 

 

 


24.- Apostolado del laico

agustiniano

 

 

 

 

 

No me permite callar la caridad de Cristo, para quien deseo conquistar a todos los hombres, en cuanto depende de mi voluntad (Contra Acad.105, 1,1).

Estas palabras de Agustín describen todo lo que fue su vida al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Más de quince años en búsqueda de la Verdad, una vez encontrada, no podían quedar baldíos o estériles. Encontró la perla preciosa del evangelio, y tenía que proclamar este hallazgo gritándolo a los cuatro vientos.

Se dio cuenta enseguida que la fe no podía ser un tesoro escondido o para él sólo. Tenía que comunicarla en las tertulias con los amigos, en la convivencia de Casiciaco, en el primer monasterio de Tagaste, y, una vez clérigo y obispo, desde el púlpito y con la pluma, en sus viajes y en los concilios, para que otros también tuvieran la dicha de descubrirla y acogerla.

Él sabía que la verdad encontrada, si no se comunica, se falsea o se queda a medias. Y que la fe en el Señor, si se privatiza, queda infecunda. Como el grano de trigo que no se siembra. Y que el amor, si no se entrega, se vuelve egoísta. Se pierde el que se busca a sí mismo al margen de los demás. Lo dice el evangelio.

Todo esto lo sabía Agustín. Pero pienso que ni siquiera se lo planteó teóricamente. Le ocurrió como a los apóstoles en Pentecostés: Era tal el fuego que el Espíritu había metido en su alma que tuvieron que darle salida sin pensarlo dos veces. Ni siquiera una. Salieron a predicar impulsados por una fuerza interior que no podían contener ni guardar para sí. Hasta su muerte.

Así también Agustín. Saltó de alegría en el momento de su conversión, lloró lágrimas incontenibles cuando su bautismo, dejó todo por seguir a Cristo, se unió a un grupo de amigos para formar comunidad...¿cómo iba a guardar sólo para sí la perla que había encontrado y que tanta felicidad le producía?

No seáis sabios para vosotros solos. Recibe el Espíritu. En ti debe haber una fuente, nunca un depósito, de donde se pueda sacar algo, no donde se acumule, dirá en cierta ocasión (Serm. 101, 6).

. Si eres un muro de contención, el agua de la vida nueva que te ha llegado por tu bautismo y los sacramentos, se dañará y corromperá. ¿Para qué habrías acumulado? Pero si le das salida, como el agua de la fuente, tendrás agua limpia y siempre nueva, y llegará a muchos que también la necesitan.

Agustín fue un arroyo continuo, hasta rebosar siempre del agua de la verdad, que manaba sin cesar de la fuente de la gracia, Dios mismo. Nunca la guardó para sí solo. Para evangelizar utilizó todos los medios a su alcance en aquel entonces: la predicación y las cartas, los libros y los diálogos, las discusiones y deliberaciones en los concilios de la Iglesia norteafricana..., su misma vida como testimonio y ejemplo.

A cumplir la misma tarea evangelizadora nos invita a nosotros. Y aduce razones muy poderosas. Por ejemplo, nuestra pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo - el Cuerpo total -, la Iglesia. De aquí surge una doble tarea: una, hacia dentro del Cuerpo; la otra, hacia fuera.

 

Hacia dentro

¿Por qué hacia dentro? Si amas la cabeza, Cristo, de quien recibes la vitalidad, ¿cómo no amar a los miembros unidos a la misma cabeza y, por lo tanto, miembros también tuyos, puesto que lo son del cuerpo entero? Cuando amas a los miembros de Cristo, amas a Cristo (In ep. Jn. ad parth. 3). Y si amas a Cristo, cabeza, necesariamente amas también a todos los miembros.

Pero el amor que nos pide Cristo es un amor de gestos. Como los suyos. Así evangelizaba Jesús: Hablaba palabras de verdad, se acercaba y curaba a los enfermos, defendía a los más débiles, daba de comer compadecido por el hambre de muchos, perdonaba siempre, denunciaba situaciones injustas... “Pasó haciendo el bien".

Los miembros de la Iglesia necesitamos ser evangelizados y evangelizar. Siempre. Como los miembros de tu cuerpo necesitan la irrigación constante con una sangre debidamente oxigenada y en flujo continuo.

En este Cuerpo hay miembros enfermos o débiles en la fe. Necesitan nuestra palabra, nuestra experiencia de Dios Somos siervos de la Iglesia del Señor y nos debemos principalmente a los miembros más débiles, sea cual fuere nuestra condición entre los miembros de


este Cuerpo decía Agustín a sus monjes y también - ¿por qué no? – a todos los fieles cristianos. (De op. monach. 29, 37).

Y hay también miembros sanos y llenos del Espíritu. Todos necesitamos ser evangelizados y todos podemos y debemos evangelizar. Dependemos unos de otros, y todos, de la cabeza. Cada cual tiene su carisma, y sus cualidades, y su vivencia de la fe, y sus talentos. Desde el más humilde y sencillo, hasta el más robusto y vigoroso. La misión o tarea de cada cual será ponerlos en común, aportar la riqueza que hay en todos. Así crecerá el Cuerpo, en unidad, firmeza y amor. Y únicamente así podrá dar fruto.

Esta es la primera y mejor comunicación de bienes. Sin ésta, no podrá darse la de los bienes de la tierra.

 

Hacia fuera

También, y necesariamente, hacia fuera. La tarea primera de la Iglesia - de todo el Cuerpo - es evangelizar. Es su misión propia. Y tú eres Iglesia. “Ay de mí si no evangelizare”, decía San Pablo interpretando, en cierta manera, el sentir de toda la Iglesia.

Todos, y no sólo los ministros consagrados, estamos llamados a predicar el evangelio en todo el mundo, a todas las gentes, en todas las circunstancias y momentos. Nadie, si está bautizado, puede inhibirse de este deber, nadie, por muy insignificante que sea – que nunca lo es – puede quedar al margen. A todos incumbe esta misión tan delicada y tan hermosa. De todos depende la implantación y extensión del Reino de Cristo en la tierra.

Recuerda una vez más las palabras tan hermosas de Agustín: No seas depósito que contiene, sino arroyo que fluye. Si fueras únicamente depósito, anularías la acción del evangelio, no solamente en los demás, sino en ti mismo. Pero si eres arroyo que fluye, das y te das. Más todavía, vas recibiendo del interior de ti – ahí está la Verdad – en la medida en que la vas entregando o comunicando. Como la fuente.

Esparce el Evangelio; lo que concebiste en el corazón, dispérsalo con la boca. Crean los pueblos al oírte; pululen las naciones... (Serm. 116, 7)

Todo se da en virtud del amor difusivo de que habla Agustín. Sale el sol por el horizonte y su luz se difunde por toda la tierra. Hay amor del bueno, y el que ama se da y comunica para robarlos a todos para Dios, para Cristo (Serm 90, 10).

El laico agustiniano, en virtud de este amor difusivo, obra y trabaja para que todos conozcan a Dios y lo amen con los hermanos (In ps. 72, 34).

 

Siempre

No hay jubilación en este trabajo, aunque sí, claro está, momentos de descanso. Es tarea permanente. Por todo el mundo y hasta el final de los tiempos. Siempre y en todas partes. En esta tarea nadie derecho al retiro laboral por años, cansancio, ni siquiera por enfermedad. El apostolado de la oración es de los más eficaces.

Mientras estemos de camino encontraremos siempre compañeros de ruta: algunos un tanto despistados, otros fuertes y animosos; habrá quienes son desconocedores del camino a seguir; débiles muchos de ellos; debidamente equipados otros...

Caminamos al encuentro con Dios. Es nuestra meta. La evangelización en este caso no sería otra cosa sino animar al hermano, enseñarle el camino mejor, Jesucristo, empujar si fuera preciso, aliviar su carga, compartir con él los momentos de gozo, angustia y esperanza, proporcionarle la ayuda necesaria en el momento oportuno, formar grupo o comunidad fraterna...

Seguid, pues, vuestra carrera y perseverad corriendo hasta la meta; y con el ejemplo de vuestra vida y con la palabra de vuestra exhortación arrastrad en vuestra carrera a cuantos podáis, decía Agustín a las viudas cristianas de su Iglesia (De bon. vid. 23, 28).

 

Ubi utilius

Y un detalle importante: atentos a las necesidades de la Iglesia y del mundo, debemos evangelizar donde más útiles podamos ser al hermano y al servicio de Dios (Conf. 9, 8, 17).

Es que en esta tarea tan propia de todo fiel cristiano podemos caer en la tentación de buscarnos a nosotros mismos por encima o al margen de las necesidades de la Iglesia o del hermano. Porque podemos caer en la tentación de evangelizar a nuestro acomodo, en el lugar que más nos agrade, al modo que nos parezca y en el tiempo que queramos, según nuestro criterio.

En una familia con varios hijos, la mamá atiende a todos porque a todos ama, y por todos daría la vida. Pero se dedica con mayor solicitud y tiempo a aquel o aquellos que más la necesitan: el recién nacido, el enfermo, el minusválido si hubiera. A nadie ni nada descuida, pero acude preferentemente donde más útil pueda ser. Que eso significa la expresión de Agustín ubi utilius.

Y tú puedes ser más útil ahí donde hay más necesidad. Y la necesidad es mayor ahí donde están los que el mundo excluye, los alejados, los que no tienen acceso a una vida más digna, a la cultura, los más pobres… Y ahí donde no es conocido el evangelio.

Son hermanos tuyos y necesitan de ti. No lo olvides.

 

En comunión con la Iglesia

Es la Iglesia quien te envía y capacita. Y en su nombre debes trabajar, no en el tuyo, aunque te creas debidamente preparado o dotado de las mejores cualidades. Mucho menos si lo que te motiva a trabajar es el afán de figurar o de imponer tu ley o estilo de trabajo.

Os exhortamos en el Señor, hermanos, a que os mantengáis en vuestros compromisos y perseveréis hasta el fin. Si la Iglesia reclama vuestro concurso, no os lancéis a trabajar con orgullo ávido, ni huyáis el trabajo con torpe desidia o pereza... No antepongáis vuestro ocio a las necesidades de la Iglesia... (Ep. 48, 2).

Es Cristo quien encarga a la Iglesia la misión de evangelizar y, en ella o en comunión con ella, a ti. La Iglesia es comunidad, no una asociación cualquiera. Continuadora o prolongación de la primera comunidad de Jerusalén, donde “los creyentes estaban unidos y poseían todo en común.

Tenían una sola alma y un solo corazón”. Y era la misma comunidad quien enviaba algunos de sus miembros a evangelizar. Nada se hacía al margen de ella.

Ha habido quienes, a lo largo de la historia, han intentado ir por libre, hasta con la mejor intención en algunos de ellos, y han dado origen a muchas herejías y errores. Una pena.

Evangelizar en comunión con al Iglesia es garantía de verdad. Trabajar en obediencia a la Iglesia madre es camino seguro de que la obra emprendida lleva a buen fin. Sentir o sintonizar con la Iglesia es señal de amor al mismo Señor.

Cristo nos quiere testigos, la Iglesia nos envía, el mundo nos necesita. Urge la tarea, el campo es extenso, y muy pocos los trabajadores. Falta mano de obra.

Asume tu responsabilidad como bautizado y desempéñala con gozo, ilusión y sin miedo. Aunque te consideres incapaz, que no lo eres. Pero, sobre todo, con la confianza puesta en el Señor de la mies. Es un privilegio para ti sentirte enviado.

Agustín pone en boca de la Iglesia estas palabras del Señor: “Lo que os digo yo en la noche, decidlo vosotros a la luz del día; y lo que habéis escuchado al oído, predicadlo sobre los tejados”. Como si dijese: Tú reposas, y la puerta está cerrada para mí; tú te entregas al ocio, y mientras tanto la abundancia de la impiedad entibia en muchos la caridad. Ábreme, predícame (In Jn. 57, 3-4).

 

Cómo evangelizar

En primer lugar con el testimonio de tu vida.

Una vida acorde y coherente con el evangelio de Jesús es el reclamo mejor - valga la expresión - para atraer a muchos a la fe. “Seréis testigos míos... hasta el confín del mundo” les decía Jesús a sus discípulos, a la vez que los enviaba a predicar el evangelio por todo el mundo.

“El mundo, decía Pablo VI, cree más a los testigos que a los maestros, y, si cree a los maestros, es que porque además son testigos”. Testigo en cristiano – te lo decía en páginas anteriores – es aquel que vive lo que cree, y así se manifiesta al mundo. Viene a ser una página viviente del evangelio. Es la predicación mejor. La más clara y nítida, la más convincente. Pero sería la peor, o contraproducente, si en ti hubiera divorcio entre lo que vives y lo que predicas.

Anunciad, pues, a Cristo, donde podáis. Se os pide la fe, no la elocuencia; hable en vosotros la fe, y será Cristo quien hable (Serm. 260, 2). Y en otro lugar: De nada sirve predicar la verdad si el corazón disiente de la lengua, y de nada aprovecha oír la verdad si el hombre no edifica sobre piedra (In ps. 57, 23).

En San Agustín fue decisivo para su conversión el ejemplo de algunos que habían dejado todo por seguir a Jesucristo (Victorino, hombre de vasta erudición y maestro insigne; Antonio, monje de Egipto; dos soldados del emperador, y muchos otros). Y momentos antes de dar el último paso, se acercó a Alipio para decirle: “Lo que tantos y tantas pudieron, ¿por qué no nosotros?”

Además de Dios que lo iba atrayendo, la oración y lágrimas de su madre, su empeño personal y la búsqueda incansable de la Verdad, fue el testimonio de otros lo que le empujó a dar el salto final para encontrarse al fin con el Dios de la verdad y la vida.

En tu tarea de apóstol de Jesús, tu testimonio de vida será palabra callada pero elocuente, convincente para muchos y fuerza que atrae y arrastra. La mejor evangelización.

Escucha una vez más a Agustín: No puede uno agradar a Dios sin presentarse como modelo para ser imitado por aquellos que quieren ser salvados, por cuanto nadie pretenderá seguir a aquel que no le agrada (Serm. 2, 1, 3). Ya lo ves: la salvación de muchos depende también de ti.

En segundo lugar con la palabra.

“Id por todo el mundo proclamando la buena noticia a toda la humanidad” (Mc 16, 15). Proclamar de palabra, se entiende. Después evangelizarían algunos también por escrito, pero Jesús se refería a usar la voz para gritar a todo el mundo la buena noticia del evangelio. Como lo había hecho él.

Y en ese “id” estamos incluidos todos los bautizados y seguidores de Jesús. Nadie puede quedar al margen. ¿Que no sabes cómo decirlo? ¿Qué conoces poco o mal el contenido de la evangelización? ¿Qué te da miedo? Lo mismo les ocurría a los discípulos antes de Pentecostés, pero vino el Espíritu, se abrieron a él y todo cambió. Sabes, pues, el remedio.

Recuerda, por otra parte, que el Espíritu está presente con sus siete dones en la vida de la Iglesia y en ti. Déjate conducir por él. Deja que Él te ilumine y te recuerde todo lo que enseñó Jesús. Si somos hijos de Dios, el Espíritu de Dios nos guía y el Espíritu de Dios actúa en nosotros (Serm. 335, 4).

Pero tienes que buscar también apoyos. Por ejemplo, el estudio de los contenidos de la fe. Hay documentos que nunca deberían faltar en tu casa, si es que quieres entregarte de verdad a evangelizar. Entre otros, además de la Biblia, el Catecismo de la Iglesia Católica. También, si puedes, los documentos del Concilio Vaticano II, las Exhortaciones Apostólicas emanadas con ocasión de los Sínodos, los documentos de tu Iglesia local, y ciertas obras que te puedan facilitar la comprensión de muchos temas relacionados con la fe.

El laico agustiniano tiene a quien imitar. Agustín era un estudioso tenaz e insaciable. Leía e investigaba. Aprendía y reflexionaba sobre lo aprendido. Sus sermones y, en general, todos sus escritos, están llenos de citas bíblicas. Señal de que eran su alimento diario. Nos invita a lo mismo: Tanto más sabiamente habla un hombre, cuanto más hubiere aprovechado en las santas Escrituras (De cat. rud. 4, 5, 7).

 

Desde la comunidad

Como los primeros cristianos. Y si no la tienes, en unión y comunión con tu parroquia. Para evangelizar, antes tienes que ser enviado. Te lo decía antes. Y es la comunidad - Iglesia, parroquia - quien te envía. En ella encontrarás apoyo y respaldo, orientación y ánimo, y garantía de una verdad que se comparte y se vive, para luego comunicarla.

Y la oración

“Sin mí no podéis hacer nada”. Sin el Señor, nada valen las dinámicas de grupo aprendidas en las mejores escuelas de pastoral, ni la palabra fácil para hablar y quizás no decir nada, ni la capacidad de trabajo que deja exhausto al que brega y se entrega sin descanso y mucho me temo que sin fruto alguno en quienes son por él “trabajados”, ni la simpatía personal y don de gentes, porque le falta el don mejor, que es el Espíritu de Jesús.

La oración nos injerta en Cristo; entramos en comunión con él y de él recibimos la fuerza necesaria en nuestra debilidad; la sabiduría para conocer, discernir y enseñar; amor generoso para acompañar, como pastores, a los seguidores de Jesús y atraer a los que todavía no lo son.

En la oración encontramos también el descanso en la fatiga, el gozo de sentirnos llamados y enviados, y experimentamos la cercanía de un Dios que, con nosotros, se hace solidario con los hombres y mujeres des este mundo en sus gozos, carencias y aspiraciones.

No es de extrañar, por tanto, que los discípulos estuvieran reunidos en oración en vísperas de ser lanzados por el Espíritu a predicar el evangelio por todo el mundo. Y a la oración acudían en los momentos más decisivos de su ministerio. Lo mismo que Jesús. Y también como Agustín.

Mejor todavía si a la oración acuden unos y otros: evangelizadores y evangelizandos, predicadores y oyentes. Todos.

Como nosotros oramos para que podáis recibir el evangelio, orad vosotros también para que podamos explicároslo. Vaya de acuerdo nuestra oración, y de esta forma Dios os hará buenos oyentes y a nosotros buenos comunicadores (Serm. 153, 1

 

 

 

Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación y misión de ser anunciadores del evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del Espíritu. (Christifideles laici, 33)

 

 

 

 

PARA RECORDAR

 

q       Agustín, modelo de entrega al servicio de la Iglesia. Una vez convertido, nunca se buscó a sí mismo. Buscó siempre el bien de los demás. Se dedicó por entero a la tarea de la evangelización.

q       El primer apostolado es “hacia dentro” de la Iglesia. Debe ser evangelizada para poder evangelizar. Hay en ella miembros débiles, alejados... Abundan también los bien integrados

q       Después, o paralelamente, “hacia fuera”. No hay que ser sólo depósito que contiene, sino también arroyo que fluye. Es el amor difusivo agustiniano.

q       Evangelizar siempre. Sin derecho al retiro. Sí, si fuera preciso, al cambio de actividad o en la forma de realizarla. Caminamos con el hermano y nos necesitamos mutuamente. Y trabajar donde más útiles podamos ser en el servicio a la Iglesia y al mundo.

q       En comunión siempre con la Iglesia. Nada sin ella o al margen de ella. Con el testimonio de vida, la palabra, desde la comunidad y la oración

 

 

Para la reflexión y el diálogo

·         ¿Qué te dice la vida de Agustín al servicio de la evangelización? Reflexiona y, si es del caso, coméntalo con tu grupo o comunidad.

·         ¿Cuál es hoy tu compromiso con la Iglesia? ¿Cuál podría ser? ¿Conoces las necesidades de tu barriada, comunidad o parroquia en lo referente al conocimiento del Evangelio?

·         Cada creyente, o grupo de creyentes, tiene sus propios talentos o carismas para servir o trabajar en el apostolado. ¿Cuál es el tuyo?. ¿Qué haces con ellos?

·         ¿Aprovechas los recursos que la Iglesia pone a tu disposición? (Jornadas de estudios, semanas de pastoral, cursos bíblicos, formación para la catequesis, etc.)? ¿Te preparas por tu cuenta?

·         Si formas parte de un grupo o movimiento de evangelización, ¿con qué criterios programáis y trabajáis, cómo es vuestra preparación?

·         ¿Has pensado dónde o cómo podrías ser más útil en el servicio a la Iglesia y el mundo? ¿Estarías dispuesto/a a dedicarte de tiempo completo a la tarea de la evangelización? ¿Qué harías si Dios te llamara a prestar este servicio?

 

 

 

 

Para orar con Agustín

Señor, este es el fruto que espero de mis confesiones,

en que me presento no como he sido antes,

sino como soy ahora.

Haré estas confesiones no sólo delante de ti,

sino también ante los oídos

de los hijos de los hombres creyentes,

partícipes de mi alegría,

partícipes de mi mortalidad,

conciudadanos míos

y compañeros de peregrinación y de vida.

Tú me mandaste que estuviese a su servicio.

este mandato habría sido de poco provecho

para mí si tu verbo

lo hubiese establecido de palabra nada más

y no hubiera ido por delante

con el ejemplo de los hechos.

Yo también lo he realizado en hechos y palabras.

Me manifestaré a aquellos

a quienes me ordenas servir.

Les diré, no quién he sido,

sino quién soy ahora.

Soy un niño pequeño,

pero mi padre vive siempre.

Tú todopoderoso

que estás conmigo

antes que yo esté contigo.

(Conf. 10, 4, 6))

 

 

 

 

 

 

 

 

 


25.- Santa María

 

 

 

 

 

No cabe hablar de una espiritualidad cristiana sin la referencia expresa y necesaria a María, Madre y Virgen. Ella vivió plenamente la experiencia del Espíritu, que la capacitó con su gracia para ser madre de Cristo y de la Iglesia. Era, para los discípulos, memoria viva de Jesucristo y presencia de su amor entregado. Lo es también para nosotros hoy, aquí y siempre.

La referencia a María es un tema entrañable y siempre obligado. Lo era también para Agustín. Y para la Iglesia de todos los tiempos.

No siempre ha sido debidamente enfocada la devoción a María. Se ha pecado mucho de un infantilismo piadoso o se la ha exaltado, en ocasiones, dotándola de una serie de atributos, prerrogativas y poderes, sin fundamento bíblico alguno, hasta casi endiosarla.

Repasa, si no, las distintas novenas, oraciones y ejercicios de piedad, salidos generalmente de manos anónimas, aunque muy bien intencionadas y - ¿por qué no? – llenas de amor a la Virgen, que han circulado por el pueblo sencillo y bueno, necesitado casi siempre de salud, recursos económicos y amor del bueno, en los que María aparece por encima casi del mismo Dios, en gloria, poder, honor y esplendor.

Exagero, es verdad, pero no ando muy equivocado. Y lo curioso es que estos ejercicios de piedad mariana han ayudado a muchas almas buenas a conservar una fe, sencilla y fuerte a la vez, y a vivir una religiosidad, popular si quieres, pero no exenta de valores evangélicos. He conocido – y seguro que tú también – cristianos y cristianas recios, con una fe sólida, hasta dar su vida por ella si fuera preciso, alimentada con estas prácticas de devoción y, sobre todo, con el amor firme y tierno a la Virgen.

Pero era necesario purificar ciertas expresiones y el enfoque de muchas devociones. Afortunadamente el Concilio Vaticano II puso las cosas en su sitio. Para ello había que mirar hacia atrás, hasta casi los primeros siglos de la Iglesia, para encontrar en los santos Padres y, más tarde, en los grandes teólogos de la Iglesia, unos conceptos doctrinales sólidos y claros acerca de María.

 

Aporte de Agustín

Entre estos santos Padres, San Agustín. No podía faltar nuestro santo a la cita con la Madre Él centra la figura de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. O mejor, contempla el misterio de María desde el misterio de Cristo y de la Iglesia.

No escribió expresamente una obra dedicada a exponer toda una doctrina acerca de la Santísima Virgen, pero sí hace referencia a ella en multitud de ocasiones y de muchas maneras. En sus sermones, libros y cartas. Cristo y la Iglesia eran los temas más frecuentes en su predicación y sus obras. Y, por conexión ineludible, María.

Porque donde está el Hijo está la Madre; y donde está la Iglesia, en ella y dentro de ella, está María. Todo lo que María fue, lo tuvo por el Hijo que de ella iba a nacer. Y porque formaba parte integrante del Cuerpo Total, la Iglesia, de la que María es el miembro más eminente.

¿Qué tuvo María? Fe inquebrantable, humildad profunda, amor del bueno, sencillez de vida, religiosidad sin tacha disponibilidad total para aceptar el plan de Dios que el ángel le proponía... ¿Qué fue María? Entre otras cosas, madre, virgen, limpia de todo pecado.

Para comenzar esta reflexión nada mejor que esta perla mariano agustiniana:

Por eso, María es virgen y madre, no sólo en espíritu, sino corporalmente. Y madre ciertamente en espíritu, no de nuestra cabeza, de la que ella nació también espiritualmente, sino en verdad madre de sus miembros que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que naciesen en la Iglesia los fieles que son miembros de aquella cabeza. Pero corporalmente ella es madre de la misma cabeza (De s. virg. 6).

Este párrafo viene a ser un resumen muy preciso, y precioso, de toda su mariología. Voy a intentar desglosarlo paso a paso, apoyado en cada momento en palabras del mismo Agustín. Para ello te voy a presentar en unas cuantas pinceladas, o a grandes rasgos, algunas reflexiones de San Agustín acerca de la Santa María. Cada una de ellas merecerían comentarios de todo un capítulo o una obra entera.

 

 


Madre de Cristo

La grandeza de María reside en el hecho de ser la madre de Cristo. Ella aportó únicamente – era todo lo que podía hacer – un “sí” decidido, generoso, a la vez que sencillo, al designio de Dios. Como la tierra buena se “limita” a abrirse a la semilla que llega a ella, para que pueda germinar, nacer, crecer y dar fruto. Así, María.

Al escuchar el anuncio del ángel y abrirse María a la acción del Espíritu concibe a Cristo en la mente y en su vientre (Serm. 196, 1). Es madre de Jesús, como cualquier otra madre en relación con el hijo que ha salido de sus entrañas. Si María no es madre verdadera, la carne (de Jesús) es falsa, la muerte es falsa, las heridas de la pasión son falsas, y falsas las cicatrices de la resurrección; y ya no será la verdad, sino la falsedad la que librará a los que creen en él (In Jn. 8, 6).

Por ser madre de Jesús, es madre de Dios. En Jesús no hay dos personas. Es una sola: Jesús, el Cristo, el Señor. No es madre de la divinidad. Obvio. Pero sí de Jesús, que es Dios. Como tú, que puedes ser madre o padre de un arquitecto o de un sacerdote, pero no de la arquitectura ni del sacerdocio, porque él, tu hijo, en cuanto persona concreta, nació de ti. Ni la tierra es madre de la vida de la planta, aunque sí de la planta que en ella nace y crece. La vida le ha llegado a ella en la semilla o en el esqueje que sembró o plantó el campesino. (De pec. mer. et rem. 2, 24, 38).

Jesús, la vida desde siempre - porque era Dios -, preparó la tierra virgen de donde iba a nacer, María, y a ella vino, y, por obra del Espíritu Santo, en ella se encarnó. Por lo tanto (Jesús) creó a la que eligió, y eligió a la madre de la que iba a nacer, esto es, a una madre virgen

 

Madre de la Iglesia

Quien es madre de la cabeza es madre de todo el cuerpo. Natural. Y nunca mejor dicho. María, madre de Cristo cabeza, es, por lo tanto, madre del todo el cuerpo. Pura lógica. Es madre del Cristo Total. Es madre de todos los miembros.

Ella cooperó con su fe, obediencia y amor, a que nacieran en la Iglesia sus miembros, los fieles cristianos (De sta. virg. 6, 6). Sigue cooperando con el mismo amor, ahora también, a que sigan naciendo hijos de la Iglesia, hijos también suyos.

Nace Cristo en ti, o si quieres, naces tú a la Vida, por el bautismo que te regenera, por el perdón que te otorga, por la eucaristía que recibes, por la gracia que te comunica. Te haces miembro de su Cuerpo, hijo, por lo tanto, de María, madre de todo el Cuerpo.

Nosotros podemos ser también madres de Cristo. A semejanza de ella, podemos concebir a Cristo en nuestro corazón y darlo a luz por la gracia que él mismo nos comunica. Aunque, en realidad, somos nosotros quienes nacemos de nuevo y nos incorporamos a su Cuerpo. Agustín no se cansa de repetir esta verdad tan grata y tan gratificante. Habla desde su propia experiencia.

Con razón ella fue tan honrada que, conservando incluso su integridad corporal, nos trasvasó a Cristo para que lo concibiéramos por la fe en nuestros corazones íntegros, y en cierto modo lo alumbráramos en la confesión (Contra Fausto 29, 4).

 

Miembro de la Iglesia

María es madre de la Iglesia, pero también miembro de ella; el más eminente. No está por encima o al margen del Cuerpo Total. De ahí que, la Iglesia sea más que María. Más, ¿en qué? No en la gracia del Espíritu, de quien María estaba llena. Ni por la unión a Cristo: nadie más que María. Ni en el don de la fe: “Dichosa tú porque has creído” le dirá su pariente Isabel. Ni por la obediencia al Padre: el “hágase” de María hizo posible la redención.

La Iglesia es más María en cuanto a la totalidad, ya que es Cuerpo Total de Cristo, y María, una parte del Cuerpo. Aun así, Agustín no encuentra apelativos suficientes y más adecuados para exaltar la figura de María. Pero la Iglesia es más. Por esta razón el Concilio habla de María dentro de la constitución sobre la Iglesia. No podía ser de otra manera.

Santa es María, bienaventurada es María, pero mejor es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una porción de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero al fin miembro de un cuerpo entero (Serm. 72ª, 7).

 

María Virgen

Es doctrina constante en el santo la virginidad de María, antes del parto, en el parto y después del parto. Repite con insistencia esta verdad en muchos de sus sermones. Es una virginidad fecunda, al dar a luz,  por obra del Espíritu Santo, a Cristo y a nosotros, miembros de la Iglesia. Le ofreció la fecundidad sin quitarle la integridad; su madre fue virgen al concebir, al dar a luz, virgen perpetuamente (Serm. 72ª, 3)

Pero, en María, mucho más importante que esta virginidad física, es la virginidad del corazón. Fue virgen espiritualmente porque se consagró al Señor, se mostró totalmente disponible a sus designios, aceptó su voluntad y mantuvo íntegra la fe, firme la esperanza y fuerte el amor (Serm. 191, 4)

Por su virginidad espiritual o del corazón, María es modelo para todos los creyentes, su virginidad es fecunda, y su mensaje, válido para todos estados de vida. La virginidad que Cristo pensaba abrigar en el corazón de su Iglesia, la anticipó en el cuerpo de María (Serm. 188, 4).

 

Tipo, figura y modelo de la Iglesia

La Iglesia es también virgen y madre. Virgen por la integridad de su fe, nunca violada. Y también por la fidelidad a Cristo, mantenida incólume en todo momento y en toda clase de pruebas, que no han sido pocas ni suaves.

... a la que hizo (a la Iglesia) semejante a su madre. En efecto, para nosotros la hizo madre, y para sí la conservó virgen (Serm. 195, 2), ya que la virginidad del corazón de la Iglesia consiste en la integridad de la fe (In Jn. 8, 8).

Es madre fecunda, puesto que, también “por obra y gracia del Espíritu Santo”, engendra hijos y los da a luz para la vida eterna (Serm. 22, 10). Es madre con entrañas de caridad (Serm. 192, 2) en el seno de la fuente bautismal. A ella le concedió Cristo ser espiritualmente lo que su Madre fue corporalmente: madre y virgen (Serm. 138, 9).

María es modelo único y privilegiado para toda la Iglesia en la vida de fe, en el cumplimiento de la voluntad del Padre, en su unión a Cristo, en la atención a los hermanos y en el servicio al Evangelio. La Iglesia es también virgen fecunda y madre íntegra. Al modo de María.

 

Virgen creyente

María es discípula de Cristo. La primera de los creyentes. Es más dichosa por haber concebido a Cristo, por la fe, en su corazón, que por haberlo concebido en su seno. Ser discípula de Cristo es un título de gloria mayor que ser su madre. Puede sorprender a muchos devotos de María esta afirmación. Es del mismo Agustín:

Hizo sin duda Santa María la voluntad del Padre; por eso para María es más ser discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo. Más dicha le aporta el haber sido discípula de Cristo que el haber sido su madre (Serm. 72, 7).

Y no dice otra cosa el santo que lo que afirma el mismo Jesús cuando una mujer le lanza uno de los piropos más hermosos que se han oído: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron! Él replicó: ¡Dichosos, más bien, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!”

Según esto, María fue doblemente dichosa: por ser madre y, más todavía, por ser perfecta discípula de Cristo

 

Modelo para todos los creyentes

Todo cristiano está llamado a ser virgen y madre. ¿Te sorprende? Lo primero lo comprenderás fácilmente ya que, como has leído un poco más arriba, puedes y debes ser virgen en el corazón. ¿Cómo? Conservando una fe sólida, íntegra e incorruptible; manteniendo y cultivando un amor generoso y fiel; y viviendo, sean cuales fueren las pruebas o los avatares de la vida, en la esperanza firme de un cielo nuevo y de una tierra nueva. Dios en todos.

Y puedes también – y debes – ser madre de Cristo. ¿En qué sentido? Quien cree en Cristo, como María, lo concibe en el corazón. Quien lo ama como ella, se llena de él; se encuentra en estado de gravidez, y lo da a luz necesariamente, porque el amor no retiene, sino que comunica y se da. Lo da a luz en sí y en otros. También - guardadas las distancias, que son muchas -, “por obra y gracia del Espíritu Santo”.

Por lo tanto, los miembros de Cristo den a luz en la mente, como María dio a luz a Cristo en el vientre, sin dejar de ser virgen, y de ese modo seréis madre de Cristo (Serm. 72ª, 8).

No otra es la misión de la Iglesia, y no otra es la misión de cada creyente. En últimas, en esto consiste la espiritualidad cristiana y la tarea de la evangelización. Una y otra, común a todos.

 

Mensaje final de Agustín

Finalmente os hablo a todos, me dirijo a todos. Lo que admiráis en la carne de María, realizadlo en lo más profundo de vuestra alma. El que en su corazón cree para la justicia, concibe a Cristo; el que lo confiesa con la boca, da a luz a Cristo. De esta mima manera, sea exuberante la fecundidad de vuestros espíritus conservando siempre la virginidad de la fe (Serm. 191, 4).

Al que no contienen los cielos, lo llevaba el seno de una sola mujer: ella gobernaba a nuestro Rey; ella llevaba a aquel en quien existimos; ella amamantaba a nuestro pan. ¡Oh debilidad manifiesta y humildad maravillosa, en la que de tal modo se ocultó la divinidad! (Serm. 184, 3).

 

 

 

 

Virgen Madre, guíanos y sosténnos para que vivamos siempre como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo y podamos contribuir a establecer sobre la tierra la civilización de la verdad y del amor, según el deseo de Dios y para su gloria

(Christifideles laici, 64)

 

 

 

 

 

PARA RECORDAR

 

q       Es necesario fundamentar debidamente la devoción a María. Para ello es preciso enfocarla desde el misterio de Cristo y de la Iglesia.

q       María es madre de Jesús. Por lo tanto, madre de Dios. Es también madre de la Iglesia y de todos los creyentes, porque lo es de la cabeza, Cristo, y todos somos sus miembros.

q       También nosotros, guardadas las distancias, podemos ser madres de Cristo al concebirlo por la fe en nuestro corazón, y al darlo a luz con nuestro amor. A semejanza de María.

q       María es miembro de la Iglesia. El más eminente. Es virgen corporalmente y en su corazón. La virginidad del corazón es más valiosa, y a ella estamos llamados todos.

q       Por su fe inquebrantable, por su amor a Cristo y a los hermanos, por la esperanza firme, María es tipo, figura y modelo de la Iglesia.

 

 

 

 

Para la reflexión y el diálogo

·         ¿Qué te sugieren las reflexiones de San Agustín sobre la Sma. Virgen? ¿Te sorprende alguna de ellas? ¿Con cuáles de ellas te identificas más?

·         ¿Qué lugar ocupa la devoción a la Virgen en tu espiritualidad laical? ¿Crees que todavía habría algo que purificar o encauzar debidamente en tu devoción a María para que sea más auténtica?

·         Reflexiona sobre las actitudes fundamentales y más características de María. ¿Qué te dicen? ¿Qué tendrías que hacer para identificarte más con ellas?

·         ¿Cuál podría ser la ayuda de María en tu tarea de evangelización? ¿Y en tu vida de comunidad, grupo o movimiento eclesial?

 

 

 

 

Para orar con Agustín

¡Oh María!

Tú eres virgen, tú eres santa,

tú has ofrecido un voto,

pero has merecido mucho más,

o, más bien, has recibido mucho

Pero, ¿cómo has merecido esto?

Se hace en ti carne el Verbo de Dios,

humanándose sin dejar la divinidad.

Y el Verbo se une a la carne,

el Verbo se desposa con la carne.

Y tálamo de tan gran desposorio es tu seno;

sí, repito, el tálamo de este desposorio es tu seno.

Te halló virgen, al ser concebido;

te deja virgen, al nacer.

da la fecundidad sin merma de la integridad.

Pero, ¿de dónde te viene todo esto?

Responda el ángel:

Ya lo dije al saludarla:

Dios te salve, llena de gracia

(Serm. 291, 6)