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La música de Tristán e Isolda:

modulación, cromatismo,

"melodía infinita"

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En su estreno (el 10 de junio de 1865, seguido por tres reposiciones inmediatas), Tristán e Isolda causó en los oyentes un grado sumo de excitación. La nueva obra puso a estos espectadores de la ópera, y a los de dos o tres generaciones posteriores, en un estado de exacerbada emotividad y perturbación que no era atribuible sólo al tema apasionado que descubría los profundos abismos del alma. Principalmente, lo provocaba la música. Aún hoy, el oyente en condiciones de entregarse a una impresión musical con toda la sinceridad de su afectividad, es sensibilizado y conmovido, apartado de las "realidades" del mundo y llevado a menudo a nuevas experiencias en una medida que se da sólo con muy pocas grandes obras de arte. La circunstancia que este efecto no sólo se origine a través de la impresión inmediata en el teatro, sino también a través de otros medios - como la radiodifusión y el disco- demuestra que este efecto lo debe provocar la fuerza, realmente hipnótica, de la música. Una extraordinaria función celebrada en 1982 vino a corroborar que la fuerza de esta música conserva su actualidad aún a cien años de la muerte de Wagner, a ciento veinticinco años de la composición de Tristán: en la Sala Hércules de la ciudad de Munich se ofreció al público una reproducción casi concertante de la obra, repartida en tres veladas a razón de una por acto, bajo la dirección de Leonard Bernstein, espectáculo que fue difundido también por la televisión. A pesar de una insinuación mínima de escenas y movimientos, la magia de esta música llegó conmovedora a los oyentes.

El espíritu revolucionario de Wagner, siempre tendiente a algo nuevo - que fracasó en lo político, pero persiguió impertérrito sus metas artísticas -, se manifestó en sus obras de teatro con mucho más vigor que en las teóricas. Precisamente Tristán e Isolda constituyó un poderoso avance respecto a sus contemporáneos, como también en comparación con sus propias obras precedentes. La música de este drama es radicalmente nueva - y Wagner lo sintió con toda precisión durante la creación y lo dejó asentado en cartas, sobre todo a Mathilde Wesendonk -, "inaudita" en el sentido más fiel de la palabra, atrevida como ninguna otra en aquella época, no pobre en novedades.

La época "clásica" de la historia de la música - o sea el período comprendido entre 1750 y 1800 - formó su música en base a melodías de estructuras muy claras y acompañó estas melodías con armonías, cuyo supremo corolario era asimismo la claridad, la propiedad de "hacerse entender" fácilmente. El oído seguía melodías inteligibles y sencillas armonías que se expresaban en un pequeño número de acordes. La estructura de las tonalidades era igualmente sencilla: una pieza "estaba" en Do mayor o bien en Sol mayor o Mi bemol mayor, en Do menor, La menor, Fa menor; y cada una de estas tonalidades poseía su composición establecida con exactitud, sus tonos determinados de antemano, sus acordes que el músico conocía con toda precisión. Por supuesto, existen posibilidades de salirse de estas tonalidades rígidas, de "modular" ~ sea de pasar de una tonalidad a otra pero estas modulaciones también se cumplen de acuerdo con reglas, mas o menos fijas. Con la caída del antiguo orden social, también se tambalearon los principios artísticos que lo habían caracterizado. Alborea el "romanticismo" de la floreciente burguesía. Y así como esta ya no concibe el ceremonial cortesano como de vital importancia, sus artistas sacuden las reglas estrictas de la época precedente. La nueva "libertad" se manifestó en todos los dominios del arte como un avance hacia nuevas direcciones. En la música, el sistema tonal y las melodías estructuradas con precisión, son lentamente ablandados, ensanchados, provistos de insospechadas posibilidades nuevas. Hacia mediados del siglo XIX este proceso ha progresado bastante (a lo cual contribuyeron en especial Berlioz, Chopin, Liszt). El crítico vienés Eduard Hanslick le reprocha a Wagner bien temprano su tendencia a la modulación, a través de la cual la música adquiría un rasgo "inquieto". Estos cambios de tonalidades implican transiciones que no se pueden realizar con acordes consonantes. Así se acumulan las disonancias. El oído del escucha se acostumbra a ellas, como el paladar del comedor puede acostumbrarse a los condimentos. Esta paulatina habituación lleva a la necesidad de introducir estimulantes cada vez más fuertes. En la música: a disonancias cada vez mas duras y complicadas. Naturalmente, estos procesos no se evidencian en la música (o en otras artes) cuando la "vida" no les da un motivo Para ello: las tensiones y los problemas deben intensificarse, intranquilizar al hombre antes de que se vuelquen en el arte, en la música, como disonancias.

Al elegir un tema que buscaba llevar a escena los tormentos del alma y los atroces choques entre la realidad y el mundo de los sueños, Wagner debió tener en claro de antemano, que su música habría de expresar la permanente alta tensión y la agitación incesante del tema que había escogido para su drama. Y así, debió ir más allá de todo lo existente, no sólo acumular disonancias, sino hacerlas perdurar - conscientemente por primera vez en la historia de la música- como valores propios, sin conducirlas a una disolución en consonancias, como lo exigía la teoría desde hacia siglos. El rigor de las disonancias en Tristón e Isolda, deja muy atrás a todas las anteriores. Explicarlas técnicamente, rebasaría el marco de nuestro libro de introducción a la obra. Sin embargo, aún el mero aficionado a la música, un oyente no entendido en la materia, puede percibir y seguir la existencia de estas disonancias, su acumulación, su tensión. Sólo debe liberarse de un prejuicio: el de que, según la antigua teoría, la disonancia significa "sonido desagradable", en tanto que consonancia seria sólo lo de sonido agradable. Quien escuche el primer acorde de Tristón, el famoso Fa, Si, Do sostenido, Sol sostenido que ha provocado tantos comentarios, podrá experimentarlo como emocionante, excitante, tal vez "nostálgico", "melancólico", hasta "doloroso", pero no como un sonido desagradable. Es disonante en grado sumo, pues de acuerdo con la teoría antigua, sus tonos no "cuadran" entre si. En Tristón e Isolda, Wagner arroja por la borda esa vieja teoría. Y edifica esta obra armónicamente sobre una nueva base: el cromatismo.

Como sabemos, nuestro sistema musical abarca en total doce sonidos, notas o tonos. En el piano resulta muy fácil ejemplificarlo: entre una nota cualquiera y su "retorno" en la "octava más alta" se encuentran siete teclas blancas y cinco negras. Si tocamos las doce notas en sucesión ascendente o descendente, obtenemos una escala "cromática". Wagner conoce pues, una escala cromática, además de las escalas en tono mayor y tono menor, que están muy lejos aún de haber perdido su función en la música. La escala cromática abarca todos los intervalos más pequeños que conoce nuestro sistema musical (no es sino nuestro siglo el que rompe con este sistema y lo amplía, si bien, sin haberle creado lugar aún a los "nuevos" tonos en la notación musical y en muchos instrumentos). La música que Wagner compuso para Tristón e Isolda es música esencialmente cromática: tanto en la formación de la melodía como en las armonías, el cromatismo juega el papel principal. Para la gente de aquella época - aquí no nos ocuparemos si la de nuestra época también piensa lo mismo - el "diatonismo" (la progresión en intervalos de la escala mayor o la menor, o sea con "mayores" intervalos) se consideraba "claro", "luminoso", mientras que el cromatismo conducía al oscurecimiento, al encubrimiento; el cromatismo expresaba dolor, tortura del alma, sentimientos desgarrados, sufrimientos. En consecuencia, la música para Tristán e Isolda debía ser cromática. Con la ayuda del cromatismo se simplificó considerablemente la acción de modular: el paso de una tonalidad a otra, aunque muy alejada, se hizo más lógico y sencillo. El tema a través del cromatismo de la obra exige un psicograma acústico inquieto, permanentemente tenso al máximo: ¿de qué otra manera podía Wagner hacer musicalmente justicia a la misión que él mismo se había impuesto, como no fuera con el cromatismo y las modulaciones continuas en realidad nunca interrumpidas? Era lógico que con esto se habría de anticipar en varios decenios a su época y llevaría a sus contemporáneos al colmo de la agitación.

La época "clásica" formaba sus obras musicales en base a melodías que mostraban estructuras claras (tal como es el caso en las armonías). Estaban construidas de manera simétrica, consistían en párrafos o frases que se correspondían, que a menudo se parecían a la "pregunta" y la "respuesta" en una conversación. Las melodías "clásicas" tenían un número regular de acentuaciones, por lo tanto también estaban claramente articuladas en lo rítmico - lo que las emparenta con la canción popular- y al escucharlas eran fáciles de interpretar y comprender como una unidad. Muchas de estas melodías eran de ocho compases, compuestas de dos períodos de cuatro compases cada uno; a través de una repetición aproximadamente igual, la longitud "clásica" de las melodías era llevada en su mayoría a dieciséis compases (lo que por ejemplo en Haydn y Mozart es fácil de contar). Con el comienzo del Romanticismo - o sea alrededor de 1800- las melodías se volvieron más largas, de estructura más irregular, "más libres", pero todavía llenaban la principal exigencia a toda melodía: la de poder ser concebida, tanto por el corazón como por la cabeza, como una unidad coherente. El siglo XIX es una época "decadente", que se diluye - lo cual no se señala aquí en un sentido negativo -, que socava los sólidos fundamentos de épocas precedentes para crear -inconscientemente- espacio para lo totalmente nuevo que se prepara por doquier; que, por cierto, posee suficientes energías creativas propias como para hacer nacer obras portentosas, de formas en disolución.

Sin embargo, para Wagner aún la melodía romántica ampliada es muy poco liberada para satisfacer las exigencias de Tristán e Isolda. No pretende alcanzar los abismos del alma que se ha propuesto describir, sólo con la armonía, sólo con modulaciones y cromatismo, sino también con el acontecimiento melódico. No puede exponer en melodías "finitas" los complejos procesos psíquicos que viven Tristán e Isolda. El estado de ánimo "patológico" de sus amantes, según los parámetros humanos, no puede ser vertido en la medida melódica "normal". El apartamiento de la rutina, el olvido de la realidad, el trágico choque con el mundo exterior: todo esto no podría ser descripto ni con la más bella melodía "clásica". Una maravilla, como por ejemplo el tema principal de la Sinfonía en Sol menor de Mozart, seria inconcebible para describir los éxtasis de Tristán e Isolda. Allí se tocan, se descubren, se analizan regiones del alma, que serian imposibles de alcanzar con los recursos artísticos más sencillos de la época "clásica", más aún, que en aquel entonces tampoco eran tema de la representación artística.

De este modo, Wagner llegó a lo que se convirtió en un nuevo concepto bajo el extraño nombre de melodía infinita. Estamos en presencia de una contradictio in adjecto, una contradicción en si misma: pues, desde siempre, melodía definía algo finito, limitado, mensurable. Una melodía tenía principio y fin: en casos ideales una estructura claramente perceptible, como ascenso y descenso, tal vez hasta tensión y relajación dentro de un marco claramente redondeado. En obras anteriores, Wagner ya había confiado partes extensas de la acción dramática a una especie de canto hablado, a un recitativo dramático, que al alcanzar los momentos culminantes se resolvía en frases melódicas de intensa expresividad. Pero en las obras tempranas (El Holandés Errante, Tannhäuser, Lohengrin) hay también, junto a estas partes, formaciones ariosas, cerradas en sí mismas (la balada de Senta, el coro de los marineros1 el aria de la sala de los trovadores, el canto a la estrella vespertina, la narración del Grial, etc.) al crecer en madurez, Wagner las elimina conscientemente. Y para expresar las corrientes ininterrumpidas de los sentimientos en Tristán e Isolda, desarrolló la melodía infinita: largas frases melódicas, un recitativo patético de intensa fuerza expresiva, que no concluye, sino se continúa, una y otra vez, en más formaciones melódicas.

El propio Wagner manifiesta su opinión respecto a la "melodía infinita": la declara órgano de lo no expresado, de lo inexpresable. La orquesta expresa en la melodía infinita lo que los personajes callan en el escenario. (Por consiguiente, en la idea de Wagner se trata más bien de un medio instrumental, pero el concepto puede aplicarse asimismo a la parte vocal.) En su obra Zukunftsmusik (Música del futuro) de 1860, leemos lo siguiente:

"...En verdad, la grandeza del poeta se mide más por lo que calla, para hacernos decir a nosotros mismos en silencio lo inexpresable. Es el músico el que hace resonar con nítido sonido lo que se calla, y la forma infalible de su silencio que se escucha sonoro es la melodía infinita. Necesariamente, el sinfonista no puede crearla sin su propia herramienta; y esta es la orquesta. Huelga destacar que para ello la empleará en un sentido completamente diferente al del compositor italiano de ópera, en cuyas manos la orquesta no era sino una monstruosa guitarra para acompañamiento del ar¡a...

La melodía infinita es aquí el "lenguaje" de la orquesta, que da expresión al pensamiento de los personajes actuantes. Esta idea básica no se difundió sino más tarde y se convirtió en el concepto de aquella forma de melodía del alto romanticismo, que ya no puede ser limitada, medida, ni analizada mediante números. Wagner entiende por esto el lenguaje orquestal que fluye libremente, que siempre es melódico, que también tiene que decir algo importante, cerrado en si, independiente de las voces cantante y lo hace en un fluir continuo por encima de montañas de olas y a través de valles de olas. El excitante ondular de la orquesta wagneriana se basa en las "melodías infinitas". Pero en ellas descansa asimismo el dramático canto wagneriano en Tristán e Isolda.

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