Alfa. Revista de la AAFi.


TRAGEDIA Y VIDA EN LA POESÍA DE GARCÍA RÚA. La poesía de García Rúa a través de "Mis ciudades, I. Gijón (en la marea del siglo)".

Javier Bascuñana Soler*

I

Voy a intentar mostrar aquí que existen indicios suficientes para admitir, en la poesía de García Rúa, elementos propios de una conciencia trágica. Muchas veces, tanto los propios temas como el sentimiento elegíaco que en su poesía aparece, así lo confirman. Lo que me lleva a esta certeza es esa postura ética de asunción radical de la existencia que percibimos en García Rúa y que se resuelve en términos de apuesta o compromiso trágico. Pero en qué consiste ese compromiso y cómo se expresa éste dentro de su libro Mis ciudades I. Gijón (En la marea del siglo), son interrogantes que abrimos ahora y que tratarán de resolverse en las páginas que siguen.

Toda conciencia trágica se desenvuelve a menudo en un diálogo solitario. Y es en la soledad de quien alcanza a penetrar el sencillo pero profundo misterio de la vida humana, donde reside precisamente la dignidad de toda postura trágica, desafiante siempre ante la negatividad de fuerzas que se alzan frente al individuo. Decía Pascal, otro buen ejemplo de esta actitud, que aunque el universo lo aplastara, el hombre sería todavía más noble que aquello que le mata, porque sabe que muere y lo que el universo tiene de ventaja sobre él. Este es, seguramente, el único rasgo posible de heroicidad trágica contemporánea: el de la conciencia y reconocimiento de nuestros límites que reclama a cambio una alta exigencia ética de totalidad. Una actitud íntegra que comprometa todo el ser. No se trata de una forma culminante o extraordinaria de vida, sino aquella que nos sitúa en un vivir auténtico, rompiendo la capa de vulgaridad e impostura en que consiste la existencia cotidiana.

Los hombres más espirituales viven las tragedias más dolorosas y, así sentenciará Nietzsche, honran la vida justo porque ésta les opone su hostilidad máxima. De lo que se desprende esa moral de exigencia de una verdad absoluta, pero también de negación respecto a cualquier gracia consoladora. No es extraño que una vocación de autenticidad así, ese talante de heroísmo moderno, acabara confundiendo sus señas de identidad con las del poeta a partir del Romanticismo. Sobre todo porque es en ese momento cuando éste parece revestirse de una dignidad profética o prometeica, como aseguran los casos de Hölderlin, Byron, Shelley o Leopardi. La imaginación creadora, el genio, el conocimiento, son ejemplos de una conducta desafiante que nos habla del yo poético como solitaria conciencia despierta sobre el mundo que, fiel a su condición de nuevo Prometeo, aspira a iluminarnos en su imposible recorrido. Como cierto resulta también que esta verdad comporta siempre su precio. Es el trágico reconocimiento de los límites humanos y de su insuperable mortalidad frente a aquella totalizadora exigencia lo que tantas veces prefigura la locura, el suicidio o la caída del Ícaro romántico. La superioridad de que es consciente el poeta respecto al resto de los hombres reside, en este caso, el saberse destinado a ese ejercicio de desalentadora lucidez al margen de la indiferencia o ignorancia común.
 

Estos trágicos hechos
pasan de boca en boca,
pero ninguno quiere hacerlos propios,
guardarlos para sí,
en esas rinconeras interiores,
donde a veces el hombre
a meditar se para,
o, como el tribunal intraicionable,
a preguntarse a solas
por el propio valor de cada uno


La figura de este "ser distinto" deja paso a la del caminante, viajero o perpetuo exilado, que es también el continuo observador al que desde su apartado mirador se le revelan el dolor de esa vida y la debilidad de cuanto existe y merece perdurar.
 

Así alcanzó a llegar la marcha
el éxodo penoso, entre locomotoras
y vaivenes de estribor a babor.
Así Gijón se fue quedando lejos,
/..../
lejos por mucho tiempo
todos aquellos campos de verdura,
lejos, pero clavados,
cual puñal de recuerdo,
en las entrañas


La mirada se convierte así en mirada amenazada, premonitora de aquellos signos de soledad y muerte que en todos los lugares de la tierra y en toda actividad humana el tiempo señala a su protagonista, como cuando García Rúa dice:
 

/.../ encontrole la muerte
igual que si a morir se hubiera echado
o, cuando refiere al camionero
/.../ aquellos que al volante
en jornadas sin fin sobre la ruta,
vencidos por el sueño,
terminan de dormir en el barranco hondo.
 
Pero, como Agustín García Calvo asegura, se trata siempre de una muerte encarnada, la muerte de un hombre con su nombre y cara, desde que, como al principio se nos dice, al encontrarse el niño con la de su padre,
 
Cobró entonces la muerte
figura y nombre,
y desde ahora,
por siempre en adelante,
que ya su compañera
y en aquel sinsentido
buscó el sentido de la vida misma


Es un saber que marca el contrapunto a todo sentimiento solidario y prometeico. El poeta comienza a ser consciente del abismo que lo separa de una humanidad no consciente de su propio destino y es ahí donde se forja esa moral de resistencia, de apremio de valores absolutos que convierte su soledad en su grandeza a la vez que en su condena. Esta especie de "superioridad espiritual", resulta el exponente de un sentimiento que no hay que confundir con la resignación. Un estado de ánimo que se expresa como el resultado de aquella certeza extraída acerca de lo inevitable del conflicto trágico.

La conciencia trágica no puede entenderse sino de un modo atemporalista, renombrando las posibles incomprensiones históricas en esa reflexión acerca del solidario enigma del vivir que necesariamente la asiste. Argumentaba Karl Jaspers en sus lecciones sobre la tragedia que el sujeto de la conciencia trágica representa, en su actuar trágico, todos los hombres, de la misma forma que el yo acaba siempre por abandonarse a un yo genérico. Esto es algo que parece fácilmente comprobable en la poesía de García Rúa y así parece señalarlo García Calvo cuando en la presentación de este título dice:

En cuanto a lo directamente político, puede que a muchos, metidos como estamos de pleno y padeciendo por todo lo alto el Régimen del Bienestar, les parezca que estas evocaciones de las torpes apreturas y miserias del viejo Régimen caen aquí inoportunas y fuera de lugar. La tragedia contemporánea tiende a ser la tragedia del hombre genérico, no del hombre individualizado, pero también el héroe de esa tragedia, pese a sufrir por la condición humana en su sentido colectivo, sufre siempre en soledad y aislamiento. Se trata de una situación irreversible, porque cualquier postura asumida desde ese horizonte acaba resultando necesariamente minoritaria. La heroicidad del sujeto trágico reside en una toma de conciencia acerca de la verdadera realidad que nos envuelve, apartando para ello todo velo de ilusión o engaño que interponer, desde su perspectiva espiritual, la creencia en las religiones, o bien, desde una vertiente más materialista, ideas como felicidad o progreso. Especialmente esta última, pues aunque la visión desacralizadora que acontece en el pensamiento europeo a partir del siglo XVIII hizo refugiarse a las sociedades surgidas de la Ilustración en un optimismo y una fe iluminada en el futuro, conviene no olvidar que el origen de la conciencia trágica moderna, que se manifiesta en el período romántico, viene precisamente a coincidir con las primeras manifestaciones del descalabro de las grandes utopías ilustradas y racionalistas.
 
/..../ y, a socaire de forma
de aquella gran Cultura,
se abran las rendijas que den paso
a sus contradicciones,
poniéndose en camino, de este modo,
una fuerza que niega
y que, imparable, priva de sosiego
de calma y ser estable
al sistema que manda y establece.


La idea de imperfectibilidad humana, el fracaso de Prometeo, son jirones en el estandarte de la modernidad que abandera los principales pasos de la cultura europea. En esta línea, la actitud trágica de García Rúa creo que encierra un carácter más clásico que romántico, más preocupado por la temporalidad y las repercusiones éticas de nuestro transcurrir dentro de tal actitud. Toda existencia, deseo, acción o esperanza ya sea individual o colectiva, parecen abocar en el fracaso a ojos de nuestro poeta, pues en última instancia no nos remiten más que a lo finito y perecedero. El saber en torno a ésto es ya tragedia. Es más, sólo en ese ámbito del naufragio trágico, como lo califica Jaspers, se produce la auténtica revelación del ser. Revelación que en la poesía de Rúa es siempre un reconocimiento y una afirmación, pero también una reflexión y una toma de postura frente a la indiferencia generalizada y la vida inauténtica de lo superficial.

Cumplir un destino sin tener conciencia de él parece ser la certeza extraída y la convicción respecto al existir humano de que habla la poesía de García Rúa, especialmente en sus poemas La canción de la mina y La urbe herida. En este último nos dice,
 

Dejemos a los hombres de aquel tiempo
seguir por los rincones
de la ciudad errando
con un alma partida que, a las veces,
se ve y se reconoce,
para muy de seguido
ignorar por completo
qué cosa fuera o qué representara.
Algunas raras veces,
de tarde muy en tarde, por desgracia
ese ignorado autómata,
que los hacía vivir
en otras dimensiones,
guardaba sorprendido por noticias
portadoras de alguna remembranza
de las antiguas señas
de identidad perdidas.


Escepticismo y sentimiento minoritario resultan los exponentes que permiten al Yo trágico-poético asumir esa especial conciencia en un grado superior al de los demás, los otros: la mayoría que permanece cegada por un optimismo fundado en las creencias del progreso científico y social, autosatisfecha por espejismos como poder, razón de estado, plegarias, etc. La violencia e injusticia que genera toda justa revolución (La huelga; Represión), la fuerza que impele a seguir en la vida (Tiempo de morir), la compañía de amores y dolores (Adiós, Gijón, Adiós), son algunos ejemplos poéticos de esa inconsecuencia expresada por García Rúa a través del tiempo histórico de los propios hombres. Inconsistencia y sinsentido con que finalmente parece resumirse el destino que les espera.
 

Adentro, una tristeza honda,
un llanto contenido,
un viaje sin conciencia
de su término claro,
un hombre solo y triste,
igual que una hoja muerta
llevada por el viento.
II

Para la conciencia trágica el destino representa siempre la máxima adversidad, la encarnación misma de lo inevitable y esa amenaza será percibida allí donde nosotros dirijamos nuestros sentidos o nuestra conciencia, porque no se puede curar una enfermedad metafísica, se puede solamente administrar un calmante. Esta constatación definitiva constituye la columna vertebral de la filosofía de la tragedia. Karl Jaspers lo expresa con fuerza cuando decía que está en el aire lo que habrá de aniquilarnos. El conocimiento, la lucidez que se deriva del saber trágico se traduce en una lectura atenta del mundo que no admite apariencia o ilusión consoladora alguna. Se trata de una experiencia individualizada que mantiene en alerta todos los sentidos del ser donde el mundo se le descubre en su esencia y le son dictadas las verdaderas reglas del juego:
 

El narrador que cuenta nuestra historia,
los ojos que iban viendo,
tal vez seleccionando,
las diversas escenas y razones
de este contar nuestro.


Por eso la mirada trágica, la mirada con "ojos selectivos" dirigida a la realidad, posee un desarrollo importante en la poesía de García Rúa. Basta reparar en el abundante empleo en sus poemas de verbos como "mirar", "ver", "contemplar", "seleccionar", etc., para caer en la cuenta de la importancia que cobra este argumento. Un proceso que tiene ejemplos claros en poemas como La marea o Mayorito. Sobre todo este útlimo donde se nos sorprende con estos verbos:
 

/..../ pero también foránea pupila
que se deja llenar toda de imagen
porque en mirar y ver encuentra gusto,
este testigo fiel de aquellos tiempos,
mientras buscaba un día algún motivo
que a su febril labor diera sosiego.


Esa pupila nos traslada, bruscamente y casi sin transición, a otra experiencia que reflejada en los ojos del personaje, después de haber penetrado con su mirada en el misterio de la vida, acaba por hacernos ver los estragos del envejecimiento.
 

Era el mismo Mayor, el mismo Mayorito,
que, con su dignidad interesada,
sentía la vergüenza incontenible
de mostrar a la gente la piltrafa
de aquello que había sido
todo un brazo de mar en otro tiempo.


Es la pupila de un joven muchacho la que nos desvela la realidad de la vida en Mayorito, como también lo es en Tiempos de humillación y escarnio.
 

Tiempos de escarnio eran,
y el muchacho veía
que el paisaje de antaño
estaba atravesado
de luto, de tristeza y de tragedia.


El poema resulta bastante orientador, pues resume las consecuencias que toda verdadera mirada trágica comporta.

El carácter que reviste esa lectura negativa del mundo hace que la mirada del personaje poético llegue a adquirir, a menudo, tintes sombríos y dramáticos, eco inmediato de la acción devastadora en que ésta se halla inmersa.

Anotaba Hölderlin, a propósito de la significación de las tragedias de los antiguos, que la vida se daba siempre cita en éstas, desde la debilidad. Pero también es cierto, y ahí reside precisamente toda paradoja trágica, que al resultar la vida lo originario, viene a ser al mismo tiempo lo que inspira toda fortaleza y todo deseo. En García Rúa bastaría para asumirlo remitirnos a poemas como La huelga o La canción del compañero, donde la meditación acaba insinuando una misma fragilidad en el hombre y la naturaleza, un mismo destino de sombras compartido. Ahora bien, esta idea no impide, sin embargo, la manifestación de una voluntad afirmadora dentro de esa debilidad, como nos sugiere el fragmento siguiente:
 

Sabe que a todo aquel
que de mortales peligros
escapar ha logrado felizmente
las ansias de vivir le abrazan por entero,
como si se tratara
de un morbo irrefrenable.
Sábelo él, y sabe poner medios
de que la una y la otra cosa
tengan las dos holgado cumplimiento:
trabajo interminable de hora sobre hora
y ambiente de bullanga
donde matar las penas.


Pienso que ese equilibrio contrastado entre la afirmación vitalista y la nota sombría es lo que confiere toda la tensión emotiva a la poesía de García Rúa. Esto es algo que sus poemas consiguen a base de presentarnos situaciones sentimentalmente antiguas o complejas: exaltación del amor entre abrumadores indicios de muerte (La furia de tirano), rememoración de un pasado dichoso desde un presente amenazado por la violencia del tiempo (Madre ciudad o El exilio), por ese truco de la relación entre la Primera Persona narradora y la Primera hecha Tercera del testigo de los hechos que nos hace reconocer en las pasadas penalidades una caricatura reveladora de las vigentes. Un proceso que nos aleja, además, de dos extremos poco admisibles en esta poesía: la visión radicalmente negativa de la existencia y la idílica y exclusiva recreación nostálgica. Ambos se excluyen por igual. Los poemas La huelga o La canción del compañero, entre otros, suponen siempre una continua incitación al lector para que el mundo sea contemplado con una mezcla intensificadora de desengaño y fervor. De ahí que la mirada poética, a la que antes hacía referencia, no aparezca sólo concentrada en la interrogación de las vanidades y sombras barrocas, sino que aspire además a apropiarse del mundo en sus instantes de mayor plenitud y consistencia.

Toda atmósfera trágica envuelve siempre un conflicto que resulta su componente más acusado. Conflicto insoluble, pues sin esa tensión deja de haber tragedia. Es lo que Lesky Albin denomina visión radicalmente trágica del mundo, donde no es posible respuesta alguna trascendente o superadora. Muy al contrario, el mundo, el cosmos aparecen como una seríe de fuerzas destructivas e irreconciliables, y la antítesis sólo encuentra su aparente sintesís en la paradoja, como muestran títulos tales como Tiempo de humillación y escarnio o Represión, en la poesía de García Rúa.

Uno de los factores que mejor define ese estado de cosas es el concepto de culpa trágica. No se trata de una culpa moral sino de una culpa ontológica o existencial y así en Del Leviatán y sus modos García Rúa escribe los siguientes versos donde claramente aparece denunciado el error esencial del hombre, que
 

quiere por ello más que cosa alguna
sucederse a sí mismo,
haber de sí la herencia.


El verdadero significado de la tragedia, diríamos con Schopenhauer, es la visión más profunda de que el protagonista no paga por sus pecados, sino por un pecado original: el crimen de la existencia misma. Lo decía también Calderón en La vida es sueño, a quien refería en ocasiones el propio Schopenhauer: pues el delito mayor del hombre es haber nacido.

Entonces )en qué consiste este pecado sino en el propio ser en esa dolorosa e irrefrenable voluntad de vivir schopenhaueriana? Ahora bien, es importante deslindar esta cuestión de cualquier matiz o presunción moral, pues de lo contrario nos estaríamos desviando hacia un concepto estoico o cristiano de la tragedia. No es posible una visión radicalmente trágica desde el cristianismo, pues existe siempre en éste un sentido último de divinidad providente y benefactora que hace que la vida adquiera un sentido trascendentalizador en el que los contrarios se resuelven en la idea de Dios o vida eterna. Más craso aún sería el error si tratáramos de ver algún atisbo de esta lectura en la obra de García Rúa. Se aprecia una diferencia importante entre ambos conceptos de tragedia, y es que en la visión contemporánea no existe lugar para la catarsis; tan sólo, como apunta Walter Kauzmann desde una perspectiva contemporánea, en el hecho sobreentendido de dirigir toda nuestra comprensión hacia el personaje trágico, de compartir en cierta manera su destino, que ahora se percibe como un destino universal. Poemas como Tiempo de humillación y escarnio, La canción de la mina, Tiempo de morir o Represión no tratan de inspirarnos compasión o miedo, ni suponen una lección moral; representan, al contrario, un discurso dirigido a crear una emoción poética en el lector. Y esa emoción se hace posible porque el protagonista trágico no es ya el héroe sino el individuo, el sujeto contemporáneo: su destino es el de todos, la culpa trágica es culpa colectiva y asume la condición del hombre como ser-en-el-mundo,
 

Si fuimos todos juntos heridos por el rayo
/..../ quisiera con nosotros
los aires respirar de todas las mañanas
y juntos inmolarnos,
soñando nuestras vidas,
viviendo nuestros sueños,
hablar por nuestra boca
y sentir en el sentido vuestro,
(compañeros del alma, compañeros!


Un concepto de lo trágico que, aunque alberga raíces clásicas, resulta fundamentalmente moderno, pues moderno es el propio hecho trágico en sí posterior a la tragedia griega, incluso en lo que se refiere a las interpretaciones que sobre ésta harán después los románticos desde Hegel a Nietzsche.

El problema del conocimiento se convierte, así, en un problema trágico por sus resonancias, el problema del individuo que percibe en la realidad aquellos signos que lo conducen directamente a la esencia de ésta, pero cuya revelación no le habla sino de los límites y la insuficiencia de sus propias fuerzas. Desvelar adquiere casi el sentido de profanar. En El tiempo de danzar maldito nos dice Rúa:

 
Malo es pensar, hablar es peligroso,
y fatal asimismo
puede ser la confianza
puesta al descuido en algún ser vecino,
así que la palabra ha de moverse
por derroteros de banalidades.


Es como aquella imagen romántica del "velo de Isis", tras el que la diva Sais ocultaba a la vez verdad y perdición. Schiller, que dedica uno de sus poemas filosóficos a dicha metáfora, acaba formulando la imposibilidad de un conocimiento que no resulte a su vez culpable o pecaminoso:
 

Ay de aquel que accede a la verdad a través de la culpa,
la verdad no le será nunca más favorable.


Sin embargo, para el yo trágico-heroico no resta otra opción que la de asumir ese horizonte de fatales consecuencias, algo en lo que en su calidad de iluminado o vidente no le resulta factible inhibirse. Pero se trata de una enseñanza de signo muy distinto al del optimismo socrático. Como asegura Jaspers, la verdad, en su plena revelación, paraliza. Y lo apuntaba igualmente Nietzsche respecto a la tragedia de Shakespeare al señalar que Hamlet es paralizado por el conocimiento del mundo, lo que convierte en ridículo todo intento de transformarlo, de actuar sobre él, siendo como es consciente de que el mundo no tiene arreglo. Doctrina de Hamlet que es resumida por Nietzsche como sigue:
 

El conocimiento mata el obrar, para obrar es preciso
hallarse envuelto por el velo de la ilusión.


Abandonar la superficialidad para adentrarse en la verdad de las cosas origina el desenlace de toda peripecia trágica, lo precipita a medida que el sujeto advierte la ambigüedad de los mensajes, el equívoco con el oráculo o las brujas envuelven sus palabras de condena hacia Edipo o Macbeth, la apariencia bajo la que late la auténtica realidad de la vida. Por eso el yo trágico en general no es culpable sino víctima de su culpa, de su propio conocer con el que sucumben la totalidad de sus ilusiones.

El distinto, el extrajero, el observador componen una misma imagen de esa conciencia trágica que define los personajes de algunos poemas de José Luis García Rúa, y cuya mirada desvela siempre un conocimiento sombrío sobre el mundo. La merma de un vitalismo inicial y la rápida percepción acerca del modo como el tiempo proyecta su trama sobre el conjunto de expectativas infantiles y adolescentes del yo poético marcan el punto de partida de todo argumento posible.

En realidad se trata de una decisión que no debe sonarnos a nueva: insistir en el engaño, en la falsedad, como modo de afirmación en la vida parece una actitud totalmente legítima en esta poesía. Vida y falsedad o engaño, son polos en los que se mecen la esperanza o la ignorancia; trasgedirlos nos sitúa siempre en la perversión; o, lo que es lo mismo, en el conocimiento.

III

Esa visión negativa como acto cognoscitivo sobre el mundo encarna a menudo la sombra de un pesimismo que tiene en la filosofía de Schopenhauer su imagen más representativa. Schopenhauer concibió como forma superior de tragedia aquella surgida de la conciencia moderna, cuya visión de lo cotidiano no viene mediatizada por el error, la maldad o el azar extraordinarios. Basta la simple circunstancia del existir para mostrarnos al sujeto trágico consciente de que el mundo, la vida, resultan siempre ajenos a su propia satisfacción y deseo, inevitablemente hostiles y por tanto renunciables. Renuncia que en Schopenhauer se traduce como purificación o resignación redentora, una actitud que nos adentra de lleno en el nihilismo y que para un autor como Nietzsche no puede calificarse de trágica, sino más bien de debilidad al hallarse en contra de la vida. Resultado de una falsificación idealista de los valores, el nihilismo es denunciado por el autor de El nacimiento de la tragedia como aberración lógica del pensamiento occidental. Tanto el cristianismo como la moral y metafísica tradicionales son en el fondo movimientos nihilistas, tendencias despreciadoras de la vida que han enmascarado la nada como summum ens, como Dios. El silencio o muerte de Dios y la descreencia en realidades ultraterrenas no significan sino un conocimiento nuevo sujeto a un antiguo valor. La negación nihilista como negación de la vida, que tiene su origen en Schopenhauer, coincide en seguir interpretando sin valor a lo real, al mundo, una vez despojados estos de toda idea o valor trascendente. Lo opuesto es precisamente esa posibilidad defendida por Nietzsche como campeón de la vida, un pesimismo de la fortaleza que, si bien no admite ningún optimismo conciliador, resulta capaz de enfrentarse a la entera problemática de la existencia, libre de cualquier atadura metafísica, para decir un a la vida y al mundo.

Creo que esa es la dirección aproximada en que podemos colegir el sentido de lo trágico en la poesía de García Rúa, el mismo sentido tras el que el propio Nietzsche quiso oponer, frente al pesimismo shopenhaueriano, el fatalismo vitalista de los griegos.

A diferencia de Schopenhauer, para quien la vivencia de la tragedia precipitaba todo deseo de dejación y abandono, la expresión de ese nihilismo se traduce en una obra como la de García Rúa en la aceptación enfatizadora de lo inmediato como única realidad existente a la que hay que atender en primera instancia. El desenmascaramiento de aquellos márgenes que aprisionan la vida tras instancias ilusorias, llevado a cabo en Tiempo de humillación y escarnio, no sólo sirve para atestiguar una híspida imagen del vacío, sino también para que, lejos de emplazarnos a una renuncia de consecuencias antivitalistas, quede reforzada la vida misma en tanto que mínima expresión tangible de un efímero devenir:
 

/..../ esa pena negra que por dentro,
en el centro de sí, corroe al hombre,
cuando se sabe toro,
y, en la cruel impotencia
de su fuerza vencida,
le hacen sentirse buey
de carga, tiro o de escarmiento,
que no hay cosa más triste,
ni que del mundo más
la condición afee,
que un valiente humillado


Circunstancia resaltada al final de La canción de la mina, Del Leviatán y sus modos, o de La canción del compañero, donde va consolidando un discurso de cada vez mayores implicaciones tragicoéticas. La inmersión en esos lugares donde la existencia se afirma más poderosa y la sensación de vida resulta más intensa ofrece, en términos nietzscheanos, una lectura entre apolínea y dionisíaca del mundo. Por un lado, el amor a la apariencia, al engaño, su aceptación y celebración contenida, aun sabiendo de su verdad terrible y oculta. Por otro, la conciencia dionisíaca de que aquello que nos instala en la intensidad nos desgasta a su vez, nos sitúa ante los límites mismos del ser. Imagen cuyo fondo mismo de violento contraluz se refleja en La canción del compañero:
 

/.../ que, si lo dicho es cierto
y bien serlo parece,
es un calidoscopio que compensa
la pérdida continua de las cosas.
/.../ )Os acordáis, amigos?
La pena y la alegría
que uno u otro hubiera
era dolor y gozo para cada uno.


La experiencia del dolor, el poder destructor del tiempo y de un universo de fuerzas aniquiladoras, intuidos desde el fondo dionisíaco de la vida, parecen redimirse ante la belleza trágica y apolínea del mundo como sutura de esa herida abierta de la existencia. El pathos trágico reside en comprender que vida y muerte, plenitud y finitud, belleza y decadencia no se hallan por sí solos sino profundamente entrelazados.

El elemento apolíneo, tal y como lo entendió Nietzsche, resulta imprescindible para la comprensión de lo trágico y de la palabra que lo sustenta. Una palabra que posee un valor absoluto para el sujeto que en ella se muestra, ya que conforma un solo acto de afirmación frente a cuanto lo sobrepasa. Esa respuesta reafirmadora adquiere un sentido decisivo, puesto que, como aclara Walter Kauzmann a propósito del pensamiento de Nietzsche, solamente como un fenómeno estético se justifican eternamente la existencia y el mundo. Se trata -lo insinuaba Leopardi en el frontispicio de sus Canti- de alzar el lenguaje contra la Nada. Un nuevo desafío que en la poesía de García Rúa se hace manifiesto en poemas como La furia del Tirano:
 

/.../ tratando de pisar esos caminos
sin la grandilocuencia
de la palabra vana
o el aspaviento huero,
sino, más bien, como comunes hombres
de gesto cotidiano
que en todo asumir saben
el dicho de Terencio:
hombre soy y me siento,
y nada de lo humano me es extraño.


La sombra de duda y escepticismo que a menudo recae sobre la palabra poética (Tiempo de humillación y escarnio, Tiempo de hambre, Tiempo de danzar maldito), debido a su insuficiencia para nombrar cuanto no sea el engaño de la vida o para revivir en su significación originaria aquella parte de olvido que se le confundía, no mengua sin embargo su valor, único recurso ante la vastedad de todo vacío o silencio. Una actitud parelela al hecho de que el conocimiento de los límites no implica la insistencia o la apuesta por esos mismos límites. Por ello la palabra poética de la tragedia no pretende mostrarnos las condiciones duras y terribles de la vida para hacernos desistir de ella, sino enseñarnos a comprenderla en toda su integridad. De la misma forma que la incursión de nuestro autor por las profundidades del no-ser y de la nada, como es el caso de alguno de los poemas citados, trae consigo el arrojarnos de nuevo a las arenas consoladoras del mundo como deseo o pasión. Fuera de todo esencialismo, insistencia no puede equivaler aquí sino a existencia y a todo lo que de ésta implica la poesía García Rúa, como discurso de lo biográfico y de lo empírico, como autoconocimiento/revelación percibida por el sujeto a partir de lo precario de su existir/insistir.

Decía Nietzsche que el artista trágico, lejos de ser un pesimista, es aquel que opta por decir Sí, pese a todo lo problemático y terrible, aquel cuya conciencia dionisíaca ha sabido trasparentarse a través de Apolo. Lo apolíneo en la poesía de García Rúa nos remite así, aparte de a la propia palabra trágica, a la idea de engaño y de insistencia. Frente a la alternativa del silencio como constatación de la nada, el gesto iluminador de la palabra poética: frente al vacío y la incertidumbre, la apropiación de la vida en su presente y en el recuerdo de lo perdido. Un sentimiento de lo elegíaco que nace precisamente de la necesidad apolínea de expresar el fondo luminoso de la vida, de expresarlo como idealización exaltadora del instante sobre el cauce dionisíaco del tiempo y la finitud. La apuesta sobre el futuro se convierte en la situación trágico-dialéctica del presente. La apuesta por lo que de antemano se sabe perecedero se convierte entonces en una postura de abierto compromiso moral, acto que acaba haciendo más memorables los versos de García Rúa y que justifica al mismo tiempo la naturaleza clásica de su discurso.

La rebeldía romántica es una rebeldía que desemboca en el estatismo, en la ascética inmovilidad que representa toda perpectiva nihilista. Pero no es éste el caso del mensaje que los versos de García Rúa intentan transmitirnos. Baste para considerar la distancia que media entre ambas visiones, la del idealismo romántico y la que hallamos en García Rúa, con situarnos ante los versos de su libro Mis ciudades I. Gijón, donde la visión más nihilista se complementa con la defensa más apasionada de la vida. En García Rúa la idea de apuesta se hace también sinónima de la idea de pacto, pues en esa capacidad de pactar con la finitud, con el mundo en términos de ensayada despedida se completa la posible acepción de lo trágico aplicado a sus poemas. Quizá ningún título pueda ser citado más a propósito en este sentido que La canción del compañero en sus versos finales:

(Amigos, compañeros!
quisiera yo también resucitaros
y darme a mí, a la vez, la vida con vosotros,
romper la estricta frialdad del tiempo,
quebrando la clepsidra,
y destrozar los ábacos
que cuentan el pasado.
Si fuimos todos juntos heridos por el rayo,
/.../ quisiera con vosotros
los aires respirar de todas las mañanas,
y juntos inmolarnos,
soñando nuestras vidas,
viviendo nuestros sueños,
hablar por vuestra boca
y sentir en el sentido vuestro,
(compañeros del alma, compañeros!
 
Constatan sin duda estos versos la tristeza por la pérdida del mundo. Y aunque el personaje poético haga referencia a ello como a algo más lejano y quizá irrecuperable, nada hay en su talante que nos permita suponer que el tiempo y el vivir que aun le restan constituyan un asunto de pura inercia. Sino que, por el contrario, refrendan un renovado compromiso con el mundo (un pacto), cuyas expectativas todavía posibles aparecen cifradas para el sujeto en el deseo y la pasión. La idea de pacto enunciada desde el vitalismo de Rúa nos remite a un estado de pensamiento que tiene más que ver con los griegos que con la tragedia romántica. Como Innerarity asegura, el descontento que en la modernidad impulsó el desanimo nihilista no era en los griegos salvo simple tristeza ante la necesidad. En estos no existió nunca renuncia al mundo, como tampoco en García Rúa, pues en ningún momento parece tener cabida un trasmundo como posibilidad distinta y consoladora.

Descartada toda idea trascendente, sólo resta la inmanencia de una apuesta que en García Rúa se formula además desde la radical subjetividad moderna, para la cual el fracaso de esa apuesta es un fracaso absoluto ya que representa al mismo tiempo el fracaso del Yo como sujeto, o lo que viene a ser lo mismo: su anulación, su extinción. Cualquier realidad supraindividual posee así escaso valor y se vacía de sentido para nuestra convivencia de sujetos:

 
Hacíase una plática
amigable y serena,
de las que crean esos sentimientos
de dulce calidez y bienestar seguro,
de que el bien que te inunda
es el bien de todos,
de que te viven dentro
y de que vives fuera,
de que eres el todo,
sin dejar de ser uno,
cosa que entre los hombres sólo adviene
si ninguno se es por un momento.


Una eternidad de la que no somos conscientes, venía a decir Unamuno en El sentimiento trágico de la vida, no es eternidad ni puede reconfortarnos. La imagen del infinito como alternativo rostro de la nada intuida por Leopardi en su célebre poema confirma ese estupor y asombro con que desde la propia finitud contemplamos la idea de nuestro aniquilamiento. De ahí que junto a la frustrada metafísica de una salvación personal vengan a correr pareja suerte en la poesía de García Rúa todas las expectativas historicistas centradas en ideas como progreso, civilización, revoluciones, logros colectivos y sociales, etc. Algo que se deja adivinar tras el manifiesto escepticismo de composiciones históricas -algunas ya comentadas- como Tiempo de danzar maldito, La canción de la mina o La canción del compañero.

Apuntaba Karl Jaspers que la grandeza moral del fracaso en el pensamiento de la tragedia venía determinada por la manera que tenía de asumir ese fracaso el individuo. No se trata de conjurar el vacío o la muerte, como tampoco de ignorarlos, sino de entender esos límites existenciarios del yo, aportando de este modo una especie de serenidad y grandeza al sentir trágico. Es la vida por la vida, que en sus sufrimientos y alegrías ilusorias, se torna en el triunfo de la voluntad en la angustia superada. Más allá del temor a la muerte está la afirmación completa de la voluntad de vivir y quizá también de su negación, puesto que la calma reina en el espíritu. Una actitud que resume sin duda la única vía posible del heroísmo contemporáneo, porque lo fundamental del hombre trágico es que siempre mantiene la esperanza de que es posible otra realidad distinta de la que vive cotidianamente: "el hombre trágico nunca ha renunciado a la esperanza" aunque "no la sitúa en el mundo". Independientemente de cualquier fracaso, existe en la poesía de García Rúa un sentido ético de apuesta por la vida. Más aún cuando su carácter fundamentalmente elegíaco nos persuade del hecho irremediable de su finitud. Más allá de lo implícito de su destino, la apuesta trágica como apuesta moral consiste en esa afirmación explícita, de reconocimiento positivo de la existencia, que mejor que ningún otro nos brinda el poema La canción del compañero, cuando reclama la recuperación de la vida en su máximo grado de exaltadora intensidad y apolíneo entusiasmo:
 

¿Compañeros del alma, cuánta pasión aquella,
cuánta vida corría por vosotros!
¿Qué fue de tanta fuerza?
¿de vigor tanto qué se hizo?


o la resolución, tan intensa en el poeta, de insistir como modo de existir, así como la renovada expresión de esa voluntad y conciencia activa:

¿El agua de la vida
y el río de la acción es lo que importa!
Todo lo que otro fuera
son juegos de artificio
que bien merecen entretenimiento,
o el serio intento de vagar buscando
las claves del enigma.


Creo que el fondo de eticidad que subyace en este y otros poemas es lo que impulsa siempre esa resolución que en Un aire fresco en lo irrespirable se define como apuesta o pacto; una resolución no traducida en conciencia resignada o estoica aceptación de los límites, pero que no equivale tampoco a renuncia del mundo o de la vida como instancias más inmediatas. Decartada la sola tragedia nihilista como pantalla del vacío, únicamente en la tentativa de asumir un destino, no como hecho claudicante sino resuelto a continuar aspirando a aquello que ya se sabe perdido, se conforma el verdadero carácter moral y trágico de esta poesía. Y en esto se cifra además un solitario indicio de redención. Algo todavía muy lejano de lo que significa una verdadera posibilidad de solventar los conflictos de la tragedia. Ajeno por igual al nihilismo y a la mentalidad estoica, lo trágico en García Rúa no pretende resolver la tensión dialéctica que le es inherente. Jamás apreciaremos en sus palabras renuncia a la vida o a su deseo, aunque éste resulte ya inalcanzable o se atisbe como imposible engaño. Más allá de todo naufragio, la lúcida conciencia de los límites se expresa aquí en vitalista afirmación de la existencia, en poética revelación del ser.


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