Alfa. Revista de la AAFI.


1898: CRISIS INTELECTUAL Y RENACIMIENTO CULTURAL
Pedro Cerezo Galán*
Suele interpretarse la generación del 98 atendiendo exclusivamente al problema de España, como una reacción exasperada ante el Desastre, la pérdida de los últimos restos del imperio español, que la llevó a la crítica radical de las intituciones y formas de vida vigentes y, en su contrapunto, al ensueño de una nueva patria. Desde esta perspectiva de análisis, que es por lo general la que ha prevalecido, se origina problemas hermenéuticos de dificil, por no decir imposible resolución: de un lado, resulta confusa su demarcación con respecto al Regeneracionismo, que ya venía laborando en diversas direcciones por una renovación de la vida española; y, de otra parte, se erige una arbitraria frontera entre la generación del 98 y el Modernismo, basada en la pretendida contraposición de sus actitudes --ética la del 98 y estética la del Modernismo, según Diaz-Plaja (1) --, y sus respectivos intereses. Pero lo más grave con todo es, a mi juicio, el encubrimiento de la verdadera fisonomía espiritual de la generación, si se la aisla del contexto europeo de su tiempo. Ha contribuido, sin duda, a este desenfoque la elección de la fecha del 98 para designar el grupo generacional,--la acuñación es, como se sabe, de Azorín-- pese a que esta fecha representó muy poco, como han señalado Unamuno y Baroja, para la autoconciencia, ya formada, de aquellos hombres maduros, que estaban iniciando su andadura creativa en la vida pública, y sí, en cambio, mucho para los adolescentes, que como Ortega o Azaña vivieron el Desastre en carne viva de pasión y en dramática sintonía con su propia crisis vital.

¿Es, pues, la invención del 98 un error (2), como cree Ricardo Gullón, una invención azoriniana, un tanto arbitraria, lo que explicaría el rechazo expreso de esta fecha por otros compañeros de generación? Llámasela como se quiera, o bien del 98, como hace Azorín, o bien de 1870, como prefiere Baroja, es innegable una comunidad de rasgos, que definen un perfil generacional, muy distinto de sus abuelos krausistas o de la generación europeista del 14. Tras tantos estudios críticos del más diverso cariz, parece filtrarse una caracterización de estilo existencial,-- la actitud iconoclasta, el pesimismo vital, la inquietud por el misterio, la búsqueda de la idealidad, el egotismo--, que se encarna, con variaciones y matices, en todos los componentes de la generación, y que, en varia medida, incluye también a los modenistas. Por otra parte, el 98 no era,después de un todo, una mala fecha para designarla. Aun admitiendo que el Desastre no fuera ideológicamente determinante de la actitud generacional, cuyas claves últimas pertenecen a la historia de la moderna cultura europea, no cabe duda que afectó también, como no podía ser menos, a su comprensión de España. Si no desencadenante, el 98 tuvo al menos un efecto catalizador, al reactivar y agudizar una conciencia crítica que ya venía de antes, pero que con este motivo alcanza su climax decisivo (3). En este sentido el 98 representa una fecha emblemática, en que se condensa "la crisis de la conciencia española", como la ha llamado con acierto López Morillas (4). Al llamarla "crisis de conciencia" la sitúa en su real epicentro, que no fue tanto político como ideológico, pues no supuso una quiebra del régimen de la Restauración, pero sí de la conciencia ideológica en que se venía sustentando. Pero, a la vez, 1898 puede valer igualmente como una fecha representativa de la crisis finisecular europea, que fue también de conciencia, pero en este caso afectó a las más profundas raíces de la vida cultural. Lo característico de la generación del 98 es la coincidencia de ambas crisis, de lo que tal vez no fueron enteramente conscientes sus protagonistas, --la autóctona o intrahispánica y la espiritual europea--, reforzando así sus efectos, pero originando al mismo tiempo una situación ambigua, lo que explicaría la vacilación de los componentes a la hora de fijar su propia identidad generacional, pues mientras Azorin destaca fundamentalmente los aspectos reactivos y críticos, -- "el grito de rebelión, el desdén hacia lo caduco, la indignación hacia lo oficial" (5)--, así como el gesto de innovación, que representó la generación en el marco de la historia socio-cultural española, Baroja privilegia, en cambio, rasgos de una tendencia cultural más profunda, que constituían, por así decirlo, el espíritu del tiempo, y que les eran comunes con otras generaciones coetáneas de Europa:

"Los caracteres morales de esta época --escribe Baroja refiriéndose a los nacidos hacia 1870-- fueron el individualismo, la preocupación ética y la preocupación de la justicia social, el desprecio por la política, el hamletismo, el anarquismo y el misticismo" (6), rasgos, como se ve, que coinciden o se superponen a los señalados por Azorín, quien, a diferencia de Baroja, siempre atendió más, al caracterizar a su generación, al contexto histórico inmediato de la cultura española (7). Sorprende, sin embargo, que la crítica, salvo atisbos y vislumbres ocasionales (8), no haya advertido tampoco la existencia de esta doble crisis, y, por lo mismo, haya recaido en general en las mismas ambigüedades y vacilaciones que encontramos en los hombres del 98.

1.- ¿En qué consistió esta doble crisis? Respecto a la autóctona, parece evidente que la quiebra definitiva del imperio colonial tenía que desencadenar, casi por repercusión, una reflexión radical sobre la personalidad histórica castiza y su ideología, que habían cristalizado durante los varios siglos de la Monarquía católica española. Era, pues, una crisis de la conciencia ideológica tradicional, la España de la cruz y la espada, la colonización y la conquista, con su fe y su inquisición, su talante antimoderno y su cierre integrista. En este sentido, los hombres del 98, al menos en su juventud radical (9), participaron en la crítica sociopolítica a la España castiza, denunciarron el dogmatismo católico, que la hizo impermeable a las corrientes vivas del mundo moderno, el ordenancismo jurídico, la versión militarista del poder político, y, la insensibilidad hacia la cuestión social.

Es innegable, pues, su afinidad con algunas ideologías políticas de izquierda, el socialismo o el anarquismo, en que llegaron a militar algunos de sus miembros. Pero lo sintomático, a mi juicio, de la postura del 98 es rebasar o trascender la crítica meramente ideológica hacia una comprensión omnímoda y radical del problema de España. España como problema, pero como problema integral, no en tal o cual respecto, o en uno u otro sector de la vida, el social, el económico, el tecnológico y político, -- crítica en lo que iba a abundar, por otra parte, el pensamiento regeneracionista sino en la totalidad y radicalidad de la trayectoria histórica, que se había inaugurado en el comienzo mismo de la modernidad. ¿Para qué España? Tal es nuestro problema" --confiesa Unamuno (10). Pero si hay un problema de España, es porque no se cuenta de antemano con una solución.

Desde luego, el problema de España venía de más lejos, por lo menos desde la primera polémica sobre la ciencia española de finales del XVIII (11), y, en general, de la permanente disputa entre tradicionalismo y liberalismo a lo largo del siglo XIX. En este sentido, como bien indica Azorín, el 98 fue una agudización de una corriente de crítica social y política, que remontando el curso de la historia alcanzaba a Larra y a Quevedo. Pero lo significativo es que ahora se vive con una conciencia aguda de su problematicidad, más allá de las posiciones convencionales, desde un sondeo en lo que podríamos llamar con Unamuno la intrahistoria española. En efecto, algunos creían saber demasiado bien lo que era y tenía que seguir siendo España. Los dogmáticos de la afirmación querían la España católica de la Contrarreforma, martillo de herejes y educadora de pueblos, cuya conciencia ideológca había ensalzado brillantemente Menéndez y Pelayo. Los dogmáticos de la negación, los que aspiraban pura y simplemente a una España de nueva planta, anulando su tradición histórica, querían la otra España laica,liberal e ilustrada, que era su contra-imagen. La dialéctica de las dos Españas, contra-puestas, exclusivas y excluyentes, constituía así el eje hermenéutico fundamental. Y entre unos y otros, los pocos españoles, que en lugar de afirmar o negar, se limitan al decir de Maeztu, a preguntarse por España: "el problema de España consiste en hacer subir la conciencia española a la región de las cosas problemáticas". Se dirá que los hombres del 98 no fueron los únicos. En este trance hicieron buena parte de su camino entre las ideologias radicales de izquierda y el regeneracionismo, confundidos a veces con unos y otros, aunque apuntando, ya desde el comienzo, algunas diferencias significativas, sobre todo, su tendencia a plantear el problema de España más allá de la confrontación política y de las soluciones tecnocráticas, en un orden intrahistórico y cultural. Lo que no es óbice, empero, para reconocer una etapa radical, socialista o anarquista del primer 98, pero muy matizada, como veremos, y donde estaban los gérmenes idealistas, --mixtficadores o no, según la óptica ideológica de cada intérprete--, de otra forma de revolución, no desde abajo ni desde arriba, como solía decirse, sino en la raíz. Es comprensible con todo que este radicalismo pueda atribuirse con buenas razones, tal como ha hecho Blanco Aguinaga a las ideologias políticas que practicaron en su juventud; pero eso, a mi juicio, no basta, pues ni el socialismo ni el anarquismo dan cuenta suficientemente de la posición singular y atípica que mantuvieron los hombres del 98 en la crisis de fin de siglo. Entre otras razones, porque tanto su socialismo como su anarquismo fueron, a su vez, heretodoxos, casi cabría decir, egotistas y únicos, y acabaron por disolverse muy pronto en una crítica omnímoda y radical.

Conviene atender ahora a la otra crisis cultural, que ya se estaba incubando por estos años. En Ganivet aparece en 1896; en Unamuno estalla violentamente en crisis espiritual del 97, y en el grupo de los tres, --Azorín, Maeztu y Baroja-- casi unánimemente a primeros del siglo, cuando comienzan a estar de vuelta de sus primeros fervores revolucionarios. Se trata del llamado "mal del siglo", en que se muestra, en las postrimerias del XIX, la cara desengañada y escéptica de la cultura intelectualista ilustrada: "Sentido desde cierto punto de sentimiento --escribe Unamuno-- pocos ocasos más tristes que el de este nuestro siglo, en que a los espíritus cultos desorientados sumerge en la tristeza de su cultura misma una gran fatiga, la fatiga del racionalismo" (12).

¿No estará aquí la raíz mas profunda de la tristeza de los hombres del 98? ¿Es sólo dolor de España, el dolorido sentir por la tierra dura y seca, por los pueblos abandonados y decrépitos, por las cabezas yermas, o hay también en ello la otra tristeza metafísica por un mundo desencantado y vacío? Se admite unáninemente que los del 98 forman una generación escéptica. Esto significa que habían creido en la ciencia, --la ciencia positivista y naturalista, que fue juntamente con el progreso, su consecuencia práctica en el orden de la vida, la gran deidad del XIX--, pero llegaron a tocar su límite y a vivir su des-engaño. No quiero decir que renegaran de la ciencia, como ingenuamente se cree. Ni Unamuno, pese a sus provocadoras fórmulas, ni Azorín, Maeztu o Baroja dejaron de contar con ella, pero alcanzaron a ver sus limitaciones en orden a la transformación práctica de la vida, y lo que es más, su terrible poder desmitificador, que acabaría volviéndose contra ella misma. Porque des-mitificar era también des-animar, destruir las raíces vivificadoras que requiere el compromiso práctico por la vida. Caida la gran metafísica idealista por obra de los filósofos de la sospecha, quedó el campo abierto al positivismo. Que éste se erigiera a sí mismo como una concepción cerrada y sistemática del mundo, fue una pretensión ilusa de Comte, que se esforzaba en proclamar el estadio definitivo de la cultura científico-positiva, más allá de religión y la metafísica, sin advertir cuanto de religioso y metafísico conservaba en su propio proyecto. Luego vendría un positivismo más modesto y consciente de su propio límite, como el de Spencer, pero no menos deletéreo en sus efectos devastadores de la cultura tradicional de base metafísico-religiosa. Los intentos de tender puentes entre una y otra orilla, como el del krausopositivismo en España, en una nueva metafísica, sin minusvalorar lo que supuso de regeneración intelectual de la cultura española, iban a denunciar pronto su inanidad para responder a la situación espiritual desengañada y escéptica de fin de siglo. El des-encantamiento del mundo por obra de la ciencia dejaba ver la prosa sucia y gris de la civilización industrial, atenta al negocio, el lucro y el bienestar, pero incapaz de responder a la cuestión del sentido de la existencia. El mundo no tenía sentido, por qué ni para qué, como sostuviera Schopenhauer. Era mera representación de una voluntad ciega de afirmarse en la vida. Y no había otra salida que la resignación o la creación desesperada. No es extraño que Schopenhauer y Nietzsche, unidos al romanticismo reactivo de Carlyle, Proudhon,Tolstoy, Stirner o Ibsen, fueran los maestros del 98. Había llegado la hora trágica del malestar en la cultura. "¿ Es preciso renunciar a pensar para conservar el valor de vivir -- se preguntaba el protestante liberal Sabatier--, o resignarse a la muerte para tener el valor de pensar?" (13). Esta contradicción dolorosa entre las exigencias de la vida y la incapacidad del intelectualismo para satisfacerlas, como no fuera intentanto disolverlas como pseudocuestiones, iba a provocar el talante trágico del 98. Porque la tragedia refleja una situación de crisis, donde prevalece el conflicto de fuerzas sin porvenir ni trascendencia. La vida en crisis, y por tanto, primariamente, la literatura como testimonio biográfico de un desengaño. Ganivet dramatizara esta crisis en la forma de auto sacramental laico, El escultor de su alma ; Unamuno en las páginas atormentadas del Diario íntimo y en sus Meditaciones espiritules de comienzos de siglo. Azorín y Baroja la llevarán simultáneamente a sus novelas autobiográficas generacionales La Voluntad y Camino de perfección respectivamente. Maeztu, más tardíamente, se hará eco de ella en un libro que lleva precisamente por título La crisis del humanismo. La experiencia de la crisis se traduce en la inquietud errabunda y el desasosiego interior de estos hombres des-orientados y siempre de camino, pero sobre todo en la vivencia agónica de desgarramiento interior entre la oquedad de un mundo desencantado, visto con los ojos escépticos del intelectualismo, y la necesidad de reanimarlo desde la fe, el ensueño o el espíritu de aventura.

No. No es sólo el problema de España. Sería ingenuo hacer de éste el centro de gravedad de la generación del 98 en contra de toda evidencia documental. Estaba el otro problema, el metafísico trascendente, que era el de fondo. Unamuno lo había dicho por todos: "No hay en realidad más que un gran problema, y es éste ¿cuál es el fin del universo entero? Tal es el enigma de la Esfinge; el que de un modo u otro no lo resuelve es devorado" (14).

Pero a este problema ya no podía responder ni la metafísca idealista, derrocada por el escepticismo, ni la ciencia positivista, que había degenerado en "hechología". Y la falta de finalidad amenazaba con disolver la existencia en el absurdo y el sin-sentido. No se crea que es sólo una vivencia unamuniana. Se da también en Ganivet, Baroja y Azorín. Como botón de muestra, valga este texto de La Voluntad: "Todo esto es como un ambiente angustioso, anhelante, que nos hace pensar minuto por minuto --¡esos interminables minutos de los pueblos!-- en la inutilidad de todo esfuerzo, en que el dolor es lo único cierto en la vida, y en que no valen afanes ni ansiedades, puesto que todo --!todo: hombres y mundos!-- ha de acabarse, disolviéndose en la nada, como el humo, la gloria, la belleza, el valor, la inteligencia" (15).

Y para no ser devorados por la Esfinge ni engullidos por la obsesión de la nada, cada uno buscó una salida volitiva/imaginativa en tan pavoroso problema. Como ha visto agudamente Donald Shaw, "la pérdida de fe es lo que está por debajo del escepticismo científico de Ganivet, el agonismo y la congoja de Unamuno, la angustia metafísica de Azorín en 1901, el paso instintivo de Maeztu de la economía a la filosofía y teología, y el anhelo de Baroja por una metira vital" (16). La gravedad de esta crisis, a la que se puede calificar propiamente de nihilista, alcanzó las raíces enteras de la vida espiritual. Su primer efecto fue la escisión interna del yo en potencias contrapuestas, entre las que no cabe mediación: el entendimiento se enfrenta a la voluntad, inhibiéndola con sus cavilaciones y perplejidades, y ésta le replica con el envite de sus querencias. Bajo el yo reflexivo de la autoconciencia se abre el abismo del yo de las entrañas, donde laten al unísono el deseo, el sentimiento y la imaginación. Frente al yo externo, cortical, vertido a y modelado por el mundo, al yo interno de la decisión creadora. Y, al orden astringente de las razones, se opone ahora, con sus exigencias y pretensiones, el otro orden expansivo del corazón. Una vez quebrado el yo monádico y la razón hegemónica, en que se sustentaba la cultura ilustrada, entran en crisis progresivamente las creencias fundamentales del XIX. Se trata, pues, de una crisis de la modernidad, como ha visto Donald Shaw, del sistema de creencias y valores que sostenían la civilización tecnológica y el mundo burgués. Ante todo, el progreso, ideal medular de la civilización moderna, cuya realización se esperaba como consecuencia ineluctable del dominio técnico de la naturaleza y la mejora de las condiciones de vida, y contra el que levanta Unamuno la sospecha de que se trate de un opio adormecedor, que enmascare los costos efectivos en trabajo y sufrimiento de la civilzación industrial y anestesie otras más hondas inquietudes, ya sean estéticas, éticas o religiosas. A su vez, la idea de progreso es tributaria de una ética de la utilidad, de la satisfacción del deseo y el alivio de la necesidades, que desconoce el tono heroico del esfuerzo gratuito, propio del espíritu de creación. Y conjuntamente con ella, entra igualmente en crisis la beatería democrática, que llega a erigir la opinión de las masas en canon absoluto de valor. En definitiva, todos los ideales genéricos del XIX, tan dado a creer en las grandes mayúsculas, -- la humanidad, la patria, la cultura, el espíritu universal-- se estrellan contra la terca roca del yo, del individuo concreto y singular, -- el "hombre de carne y hueso" de Unamuno--, empeñado en su voluntad de ser él mismo, el único, frente al poder convencional de las abstracciones. El egotismo, el culto al yo y la afirmación del yo hasta rayar en un impúdico exhibicionismo, es una característica central del 98. "¿Qué queda entonces? - se pregunta Baroja para contestarse--: queda el hombre, el hombre, que está por encima de la religión, de la democracia, de la moral... queda el hombre, es decir, el héroe" (17).

Pero este hombre no es ya la idea genérica, sino el sujeto real y viviente de todas las experiencias posibles. En hacerlas y explorarlas, siquiera sea literariamente, encontrarán los hombres del 98 el nuevo reino de una idealidad libre, a la que no atan normas, porque lo único incondicionado es el yo mismo del creador.

2.- Tras este sumario panorama de la doble crisis intelectual del 98, se hace comprensible que la coincidencia de ambas reforzara sus efectos y hasta cierto punto entrecruzara sus perspectivas. La vivencia unitaria de la crisis de la conciencia española y de la cultura ilustrada dejaba sumidos a los hombres del 98 en una perplejidad radical. Al proyectarse su pesimismo y escepticismo sobre la totalidad de la experiencia no dejaba ningún punto de apoyo. La crisis nihilista disolvía a la vez y con la misma fuerza la fe tradicional y las modernas ideologías. El radicalismo del 98, su heterodoxia y rebeldía, en las que tanto se ha insistido, eran la otra cara de una crisis, en la que nada quedaba en pie. Nada, salvo el mismo yo crítico, autocrítico, y su voluntad de creación. Esto es lo que separa netamente al 98 de las posiciones más templadas y pragmáticas del regeneracionismo como de las más calientes de los movimientos revolucionarios de masas. Por decirlo en fórmulas consagradas, ni revolución desde arriba, como propugnaban los regeneracionistas, ni revolución desde abajo, como defendían las fuerzas políticas radicales, sino revolución o renovación en la raiz. Revolución que era más bien una transformación del alma española. Claro está que este planteamiento interiorista podía entenderse como un quedarse a medias, propio de intelectuales pequeño burgueses, que habían traicionado la idelogía de su clase para pasarse al enemigo, pero incapaces de llevar hasta sus últimas consecuencias su compromiso teórico y práctico con las masas populares. Y algo hay en ésto de verdad. Como ha hecho notar Goldmann el síndrome del alma trágica suele producirse en situaciones extremas de crisis cultural, en que aún no se han impuesto el nuevo sistema de creencias y lucha con el anterior, originando un espacio de indeterminación, en que se quedan indecisos y contradictorios los desclasados y tránsfugas (18). Pero tampoco basta esta explicación sociológica, pues está por ver si el síndrome trágico es el efecto ambivalente de esta dis-locación social entre formaciones culturales y de clase adversas, o mas bien, es la propia conciencia trágica la que origina desde sí y por sí misma su inadaptación constitutiva a una determinada situación de crisis social. Personalmente me inclino por lo segundo. Ninguna sociología del conocimiento, ni la más refinada, por mucho que aguze sus medios de análisis, podrá derivar unívocamente una posición de conciencia de una situación social, porque en tal caso negaría a radice la posibilidad de trascender la propia posición del analista con su pretensión de objetividad. Aun admitiendo que la relación entre el espectador y su situación sea de naturaleza dialéctica, hay que conceder un plus de iniciativa a la conciencia, que toma la decisión de constituir una imagen del mundo, porque todo espejo, por muy vinculado y trabado que se encuentre a una situación, aporta de antemano la ley de su propia reflexión. Con ésto quiero decir que la contradicción inherente al alma trágica, más que el reflejo de una situación social de desclasamiento y pérdida de identidad cultural, es el testimonio de una crisis interna al orden de la cultura intelectualista ilustrada, de un malestar de la cultura misma, en las postrimerías del siglo, por su incapacidad para satisfacer las exigencias de la vida.

Esto explica por qué los hombres del 98 no pueden suscribir de modo ingenuo el programa europeista regeneracionista, en la medida en que cifraba el remedio a los males de España en una modernización cultural, cuyas premisas ya habían entrado en crisis. Del regionalismo no es posible hablar en singular. Hay varios movimientos regeneracionistas, más o menos convergentes, surgidos casi simultáneamente con el régimen político de la Restauración, y empeñados en darle a esta fórmula una plena vigencia. Regenerar no es sin más un cambio político en el sentido meguado de la jerga de hoy, pero tampoco una ruptura, sino una renovación de las actitudes, mentalidades y programas que pudiera hacer de España un país sano y solvente. Hay un regeneracionismo difuso en sus perfiles, atento fundamentalmente al análisis socio-cultural de los males de España y con una intencionalidad de crítica social, al que remite expresamente Azorín cuando hace el inventario de los precedentes generacionales. Es la corriente en que destacan los nombres de E. Sellés, Macías Picavea, Isern y Mallada. Superpuesto con él, el regeneracionsmo de inspiración krausista, centrado en la figura ejemplar de Giner de los Rios, y con una orientación predominantemente idealista pedagógica, en la medida en que centra sus esfuerzos en la reforma de los hábitos mentales y de las instituciones educativas. Junto a Giner, habría que destacar los nombres de Rafael de Altamira, Gumersindo de Azcárate y Santiago Alba. Y, en fin, cruzado y entreverado con el institucionalista, el regeneracionismo de Joaquín Costa, preponderantemente político, propugnando una alianza entre tradiciones jurídicas autóctonas y modernidad, y con un preciso programa de reformas estructurales e institucionales. Estas tendencias tenían bases sociales distintas, más ligado el institucionalista por su elitismo e idealismo a la burguesía liberal y el costista a un amplio movimiento popular y nacional de clases medias. Pero común a ellos era su reformismo metodológico, que los inscribía en el espacio político de la Restauración, y lo que podría llamarse su carácter programático, como convenía a fuerzas sociales con pretensión política, aunque ajenos a las organizaciones de partido. Mientras que la educación de las élites intelectuales y la conquista de las instituciones educativas eran el objetivo programático del institucionalismo, la revolución desde arriba con un gobierno fuerte y de gran aliento social constituía la divisa del costismo. Si del regeneracionismo krausista cabe decir con toda justicia que ha sido el primer movimiento de regeneración intelectual de la vida española,conforme a las exigencias del pensamiento moderno, del costismo se puede afirmar que ha sido el primer movimiento de nacionalización de la política y de modernización estructural del pais. El propósito común era, pues, reformar institucionalmente el régimen de la Restauración y ensancharlo hacia los movmientos sociales de masas. Al margen quedaban los partidos políticos obreristas, de mentalidad revolucionaria y aledaños del sistema, cuando no abiertamente en su contra. Pero a medias entre la reforma política y la revolución quedaba, no un espacio propiamente político, sino una posición intelectual a la que podríamos calificar de revolución cultural, y que es la que más propiamente define la generación del 98. De todos modos la demarcación no es tan clara y simple en el revuelto y crispado panorama cultural de fin de siglo, y caben numerosas posiciones mixtas.

El caso más significativo es el el de la generación de los noventayochistas. Algunos escritos de la juventud del 98, el Idearium español de Ganivet y los Ensayos en torno al casticismo de Unamuno, tienen un inconfundible estilo regeneraciionista, con su diagnóstico sobre la decadencia española, su análisis crítico de un presente de marasmo y abulia, y su propuesta de un régimen de retracción, en el que el país pueda encontrar la guía de su porvenir. Ganivet más próximo al primer regeneracioismo difuso e invertebrado, y Unamuno, por así decirlo, entre Costa y Giner, afín a los planteamientos costistas de una alianza entre tradición y europeización, y a la vez, a las reformas educativas de mentalidad que propugnaba la Institución libre de esneñanza. Y, sin embargo, hay algo muy sutil que los separa del regeneracionismo. Ninguno de ellos defiente una posición política rupturista, y sin embargo, están en cierto modo más allá del reformismo y del pragmatismo programático, con una confusa voluntad de radicalizacón. Hay un índice muy significativo a este respecto: ambos justifican su posición desde una filosofía de la historia de raíces románticas y con una pretensión fundacional: Ganivet apelando al "espíritu territorial", como principio orientativo de la nueva política, y Unamuno a la "intrahistoria" del espíritu nacional, más profunda que la personalidad histórica castiza, y donde está, a su juicio, la fuente última de toda renovación. Reforma radical de un "pueblo nuevo", como lo llama Unamuno, inspirada en el terrirotio o paisaje y en el paisanaje o en el alma intrahistórica popular de España. Curiosamente, en ambos es detectable una terminología idealista y religiosa con su referencia a buscar la salud "in interiore Hispaniae" (19), --como afirma Ganivet remedando la apelación agustiniana al hombre interior, y que ambiguamente remite tanto al repliegue estratégico en el interior de España, ateniéndose a la restauración de sus energías físicas y culturales, como a la España interior, a la España de la tradición senequista y humanista. De otra parte, al poner en cuestión tan radicalmente la personalidad histórica de la España católica/imperial se orientan hacia una situación cultural originaria de la nación española, el humanismo renacentita del siglo XV anterior a la fragua de la personalidad castiza. Y, por último, y esto es lo decisivo, ambos están, expresa o tácitamente, más allá de la contraposición entre tradicionalistas y progresistas: Ganivet porque, en cuanto filósofo cínico, desconfía de buscar remedio en una ingenua y plana modernización; Unamuno, porque, a fuer de dialéctico, quiere superar la antinomia de tradicionalismo y progresismo en una síntesis originaria, que sea, a la vez, conjuntamente, tradición eterna y nueva España del porvenir. Pedro Laín ha señalado con acierto cómo "Ganivet y sus camaradas de generación intentarán partir la historia de España según una línea de fractura rigurosamente inédita" (20), a diferencia de conservadores y modernizantes. El lenguaje es hora muy diferente. Se habla de la Hispanía minima en riesgo de desaparecer, o de reducirse trágicamente a "media España" (21), como presiente muy tempranamente Miguel de Unamuno, y frente a ella sueñan los hombres del 98 con una Hispania maxima, que ya nada tiene que ver con la leyenda de las pasadas grandezas, sino con un intenso renacer creador de la propia vida cultural. Por eso esta Hispania maxima sólo puede localizarse en la Hispania intima o en lo que llamará Unamuno con acierto "la patria interior".

No podría decirse otro tanto de los escritos juveniles del grupo de los tres, --Azorín, Baroja y Maeztu--, más afines a las posiciones convencionales del socialismo y el anarquismo. Su radicalismo es aquí más bien de signo político-ideológico. Pero, según decaigan estos fervores revolucionarios y no encuentren satisfactoria o viable una praxis política radical, van a orientar su radicalismo, a la vuelta del siglo, hacia planteamientos críticos idealistas, afines a lo de Unamuno, esto es, hacia la posición a-política o meta-política, si se prefiere, de una revolución cultural, que en Unamuno y Maeztu será fundamentalmente de signo ético/religioso, aun cuando con distintas y contrapuestas inspiraciones; en Azorín y Valle-Inclán estética, y en Baroja lúdica y libertaria. Desde esta perspectiva, se comprende la abierta respulsa a los planteamientos regeneracionistas por de cortos vuelos.

"Es inútil callar la verdad -clama Unamuno en 1898- como un profeta-. Todos estamos mintiendo al hablar de regeneración, puesto que nadie piensa en serio en regenerarse a si mismo. No pasa de ser un tópico de retórica que no nos sale del corazón, sino de la cabeza. !Regenerarnos!.¿Y de qué, si aun de nada nos hemos arrepentido?" (22)

No hay, pues, regeneración si no se está dispuesto a llegar hasta la raiz" de lo que él creía que debia ser una reforma religiosa autóctona. En tonos análogos se queja Azorín por boca de su maestro Yuste,

"Yo veo que todos hablamos de regeneración... que todos queremos que España sea un pueblo culto y laborioso, pero no pasamos de deseos platónicos...!Hay que marchar. Y no se marcha...; los viejos son escépticos..., los jóvenes no quieren ser románticos... Todos clamamos por un renacimiento y todos nos sentimos amarrados esta urdimbre de agios y falseamientos" (23).

Y poco más adelante, concluye pesaroso:

"Esto es irremediable, Azorín, si no se cambia todo... Los unos son escépticos, los otros perversos... y así caminamos, pobres, miserables, sin vislumbres de bonanza" (24).

Ante esta pretensión de cambio total, desde la raiz, las propuestas regeneracionistas tenían por fuerza que parecerles groseras e insuficientes. No es extraño, pues, que Unamuno abomine de esa "hórrida literatura regenarionista" de virtudes menores, anhelando ahora la vuelta del espíritu heroico de don Quijote, ni que Baroja se mofe de una divisa como la regeneracionista que acabó de rótulo en una zapateria de barrio, donde se remendaba el calzado. Ante el dilema o todo o nada, no valían los remedios caseros. La regeneración que buscaban los hombres del 98 debía ser total, del pathos y el ethos, del talante existencial y de la actitud, y por eso habría que llamarla más propiamente un re-nacimiento.

3.- Esta última reflexión permite enlazar el 98 con el modernismo, como dos aspectos complementarios de una misma revolución cultural. Es insostenible, a mi juicio, la rígida contraposición de ambos movimientos, como si uno, el 98, al decir de Diaz-Plaja, fuera "la forma finisecular de la castellanidad, mientas que el modernismo es la proyección contemporánea del Mediterraneismo" (25). Como dije antes, tan simplista y equívoca es la identificación del 98 con el tema de España como del Modernismo con lo mediterráneo. El Modernismo fue un amplio movimiento de refoma de la vida espiritual, no sólo de la literaria, surgido como reacción salvadora frente al naturalismo y positivismo dominantes en la cultura burguesa finisecular. Como los hombres del 98, el Modernismo fue expresión de una crisis espiritual de muy hondas raices metafísicas y existenciales, "la forma literaria de un mundo en estado de transformación" (26); encarnó "un ansia de liberación" (27) del hastío y la vulgaridad del industrialismo y llevó a cabo una rebelión, que afectó a la totalidad de la cultura. Y como el 98, supo aunar el espíritu crítico y disolutivo de las formas de vida heredadas con el re-encantamiento utópico/imaginativo del mundo. Si hubiera que privilegiar un rasgo como caracteristica esencial, yo diría que el modernismo significó la primacía de la subjetividad vivenciadora y experimentadora sobre un orden fijo y objetivo. Por decirlo en los términos de Pío Baroja:

"El nuevo renacimiento puede reproducirse, porque por debajo del montón de viejas tradiciones estúpidas, de dogmas necios, se ha vuelto a descubrir el soberano yo" (28).

A una con ello, traía el reconocimiento de los fueros de la creación sobre la explicación científica o el análisis racional, y el descubrimiento del carácter abierto, insondable y misterioso del mundo. No tiene nada extraño que se de en él junto al egotismo, -- rasgo central, como se vió, de la generación del 98--, la tendencia al misticismo, el simbolismo en el orden expresivo, el idealismo ético y/o estético, cierta anarquía intelectual y la reivindicación de la imaginación creadora frente al plano universo positivista. Por lo demás, se trata de un movimiento donde pervive "el legado romántico", como ha mostrado convincentemete Ricardo Gullón (29), y que, en algún sentido, hasta cabría calificar de temple trágico de alma, pues explora dimensiones heterogéneas del alma, que no se dejan unificar en una fórmula. Con razón ha escrito Ivan A. Schumann a este propósito, que "entre los mayores logros del modernismo contamos, a más de los originales hallazgos expresivos en prosa y en verso, una profunda preocupación metafísica de carácter agónico, que responde a la confusión ideológica y a la soledad espiritual de la época (30)". A la vista, pues, de las indudables afinidades es preciso concluir en la identidad sustantiva de ambas denominaciones. De ahí que tampoco tenga sentido hablar del 98 como un caso específico del Modernismo finisecular en las circunstancias españolas. El 98 es modernismo tan esencialmente como el modernismo fragua en España en la coyuntura de la doble crisis del 98. Si no obstante se quiere mantener alguna diferencia, ésta tendrría que ser entre fondo y forma de un mismo movimiento. Cabe, en efecto, como ha mostrado Chavarri, distinguir "con el primer gran vuelo romántico, una dirección hacia el espíritu y otra hacia la forma exterior" (31), o más bien, diría yo, como anverso y reverso de lo mismo, una revolución en las ideas metafísicas y otra, análoga y complementaria, en el orden expresivo. La llamada generación del 98, en sus inquietudes, preocupaciones y cavilaciones, a las que a falta de mejor término se podrían llamar metafísicas, acentuó lo primero, la dimensión de fondo, sin dejar de contribuir igualmente a la transformción de las formas expresivas (Unamuno, Azorín, Baroja). Los modernistas literarios, como Rubén Darío, Valle Inclán, atendieron más a la revolución formal, no olvidando, sin embargo, las hondas inquietudes metafísicas. Los hermanos Machado, los poetas de la generación, constituyen, sin duda el mejor exponente de esta ecuación de fondo metafísico y forma simbólica. ¿No es artificioso separar a Antonio Machado "noventayochista" de Manuel Machado modernista? Tomar a Manuel Machado como un mero innovador modernista, no reparando en su trasfondo metafísico de "poeta maldito" es tan injusto como reducir a su hemano Antonio al lírico de la Castilla legendaria del 98, ignorando que tanto uno como otro representaron dos respuestas existenciales, contrarias/complementarias, a la crisis nihilista y escéptica del fin de siglo (33). En suma, la generación del 98 representa, a mi juicio, el modenismo filosófico español, así como el modernismo constituye la expresión literaria, fundamentalmente poética, del alma metafísica trágica de los hombres del 98.

4.- Estamos ahora en condiciones de entender por qué la respuesta de la generación del 98 al problema de España tenía que ser más honda y trascendente que las alternativas ideológicas al uso. Y, complementariamente, cómo la búsqueda de una nueva identidad hispánica venía a resolver problemas metafísicos acerca de la propia identidad espiritual en una época de profunda crisis de las creencias. Si no se tiene en cuenta la doble crisis, --la autóctona de la conciencia española y la metafísica y existencial de fin de siglo--, no puede comprenderse la profunda simbiosis entre la nueva idea de España y el nuevo ideal de vida. Se ha repetido hasta la saciedad que los del 98 llevaron a cabo, como nuevos Hércules bárbaros, según Ortega, una tarea destructiva, iconoclasta. Pero suele pasarse por alto que se esforzaron igualmente, no con menos empeño, en un re-nacimiento cultural, que afectó también, como no podía ser de otro modo, a la conciencia misma de España. ¿Dónde y cómo ir a buscar esta revolución cultural autóctona? Para Unamuno, ya se sabe, en la intrahistoria, más allá del dilema entre la España castiza tradicional y la España progresista, enzarzadas en una oposición meramente histórica, es decir, en el sobrehaz de los acontecimientos y las cosas. La intra-historia no es la negación de la historia, sino su absorción o sedimentación en un fondo que le sirve de sustento. La intra-historia es, frente a la historia externa, la historia interior o lo interior de la historia, no su corteza sino su sustancia, esto es, la historia no de los hechos y sucesos sino del hecho vivo, que puede manar siempre en nuevas formas. Esta sustancia es lo que queda y perdura, lo que le da al tiempo histórico fondo y cotinuidad; en suma, lo eterno en el tiempo o la tradición eterna en oposicón a la tradición castiza. Lo que se proponia Unamuno con el concepto dialéctico de la "intra-historia" era nada menos que negar y superar la tradición castiza, en su esclerosis o cosificación tradicionalista, para recuperar su sustancia eterna o su valor clásico de humanidad. A la vez, pues, que criticaba la personalidad castiza, tal como había fraguado en la literatura y la historia, ponía al descubierto, a su trasluz, un alma intrahistórica española, de la que podía brotar un nuevo comienzo. De ahí que tampoco se resignara al mero progresismo, como adopción de lo nuevo foráneo, ligado a los ideales y formas de vida de la Europa ilustrada y moderna, sino a una re-generación de la historia desde su fondo intrahistórico. Este era el sentido genuino del re-nacimiento. Para alcanzar la intra-historia era preciso sondear la lengua, donde se condensa la sangre del espíritu, el paisaje como exteriorización simbólica del alma, y el paisanaje, pues las formas de vida intrahistóricas perduran en las honduras del sentimiento popular. También, claro está, la literatura, pero leida o interpretada "al través", es decir no en la individualdad castiza de sus héroes sino en la honda personalidad humana. Y, sobre todo, la literatura en sus mitos, pues en éstos se condensan en forma simbólica las experiencias seculares de un pueblo. De ahí el interés unamunianoo por una filosofía hermenéutica de aquellos grandes mitos, que como Segismundo y don Quijote, compendian el alma española. Una orientación hermenéutica análoga, aun cuando de inspiración distinta, muestra Maeztu al examinar en estos mitos, --Don Quijote, don Juan, la Celestina--, claves significativas de la tradición, en este caso demasiado castiza y meramente histórica.

Azorín preferirá otra vía, aunque no deja de tener alguna afinidad con la intrahistoria unamuniana: el sondeo de la historia en su ritmo o acontecer cotidiano, donde está condensada la vida en el poso de la costumbre. No le interesan, por tanto, los grandes hechos, de los que sólo quedan la pose y el ademán, sino los menudos hechos cotidianos, los hechos que podríamos llamar eternos, porque constituyen la urdimbre perdurable de la vida.

"Los grandes hechos son una cosa y los menudos hechos son otra. Se historian los primeros. Se desdeñan los segundos. Y los terceros forman la sutil trama de la vida cotidiana".

Había nacido un nuevo estilo, el azoriniano, al que llamaría Ortega "los primores de lo vulgar", pero con ello, un nuevo método de indagación, de autoinspección histórica, basado en el poder revelador de la costumbre:

"Necesitamos hechos microscópicos que sean reveladores de la vida y que, ensamblados armónicamente, con simplicdad, con claridad, nos muestren la fuerza misteriosa del Universo...." (35)

En la costumbre los sucesos y acontecimientos históricos quedan transustanciados en materia orgánica viva, como el humus nutricio de la historia. En la costumbe vuelve el tiempo fugaz y se adensa en el barro viscoso, que es la sustancia de la vida. La costumbre, en su reiteración y persistencia, es el remedo cotidiano de lo eterno. Pues bien, es este latir y perdurar de la costumbre, lo que de veras interesa a Azorín, y sus compañeros de generación,

"Lo que no se historiaba, ni novela, ni se cantaba en la poesía, es lo que la generación del 98 quere historirar, novelar y cantar.Copiosa y viva y rica materia naional, española, podría enrar on tales propósitos, la de la generación del 98, en el campo del arte" (36).

La vida es memoria, evocación y recreación de lo sido; ver volver y hacer volver todo. En esta fórmula se encierra el arte de Azorín, y su entera concepción del arte, como un triunfo sobre el tiempo. Memoria no de cosas ni de sucesos, sino de la pulsación secreta de la vida, de sensaciones y vivencias, de "estados espirituales remotos", que Azorín sabía recrear primorosamente, devolviéndonos el pálpito y el ritmo secreto de la vida intrahistórica de España. "De toda la memoria --había escrito Machado-- tan sólo vale / el don preclaro de evocar los sueños". La costumbre es el sueño de lo cotidiano, donde puede encenderse, como en las tibias brasas, gracias al soplo del arte, el ensueño de la eternidad. Y es que la memoria viva, a diferencia del recuerdo fetichista, es un principio de inspiración y recreación inagotables. Nadie como Azorín nos ha devuelto una más viva y fiel comprensión de las formas de vida, de los mores y humores, actitudes y talantes, que formaron la vida histórica de España.

Baroja también novelaba la vida cotidiana en sus secretas pulsiones instintivas, con sus héroes menudos, a los que mantenía el vilo la vaga inquietud de su aventura. Era la otra cara del tiempo, la que mira, no al pasado que vuelve, sino a la inminencia del porvenir. Si la costumbre es lo sido que perdura, la aventura barojiana es el futuro que se anuncia en un presente turbio e incierto. Así lograba suscitar Baroja una sensibilidad anticonvencional de exploración y búsqueda, de experimentación de posibilidades en un tiempo de crisis. El espíritu de aventura denunciaba lo que la vida tiene de juego en cualquiera de sus formas, el instinto invencible de escapar a la ley de la inercia por la seducción de la posibilidad.

5.- Importa ahora señalar qué idea de España se estaba alumbrando con estas nuevas formas de sensibilidad. Por idea no entiendo un proyecto histórico. A causa de su radicalismo meta-político, trascendente a la esfera específica de la praxis social para incidir en el orden prepolítico de la vida civil, la generación del 98 no podía formular una propuesta sobre el porvenir de España, como era propio del regeneracionismo. Lo suyo mas bien era un ensueño utópico acerca de su identidad cultural. La utopía es la otra cara de una política trágica, pues al desesperar íntegramente del estado histórico del país, se veía forzada a responder a la crisis con una salida radical e integral, igualmente desesperada. No es de extrañar, pues, si estos ensueños de nueva patria responden a distintas formas de un idealismo filosófico, que poco o nada tiene que ver con la praxis política concreta, y a menudo entra incluso en colisión con ella. En Ganivet, su ensueño de España se resume en el ideal de una "Grecia cristiana", lo que pudo haber sido España, "si, terminada la Reconquista, hubiéramos concentrado nuestras fuerzas y las hubiéramos aplicado a dar cuerpo a nuestros propios ideales" (37). La modernidad luego vino a disociar, en buena parte, estos dos radicales de Ocidente --el logos griego y el espíritu cristiano--, que Ganivet sueña en poder reconciliar en una filosofía autóctona y original, en un nuevo senequismo templado con la pietas cristiana. Para Unamuno la crisis radical de la vida espiritual española afectaba al meollo de sus creencias y su actitud,degenerado por una tradición castiza, en que el dogmatismo católico, el ordenancismo jurídico y la presión militarista habían asfixiado la conciencia de la libertad. La inquisición inmanente, aduana del casticismo, había reprimido durante siglos la espontaneidad de la vida creadora. Y puesto que el origen del mal estaba en una ideología integrista nacional-católica, lo que había que sanar desde su raíz era el sentimiento religioso, en que se ventila la experiencia más radical del sentido o sin-sentido de la existencia. No basta ya con la regeneración de la vida pública y la modernización del Estado y de la sociedad española, si no se reforman conjuntamente las conciencias, pues no es posible un Estado liberal con una religión antiliberal, y casi irrealizable, según pensaba Amiel, con la ausencia de religión. En esta tesitura, la solución no estaba en suprimir la religión en nombre de una cultura íntegramente laica, como propugnaba Ortega, sino en reformarla desde la raíz. De ahí que junto al Kulturkampf o a la cruzada europeizadora que emprendieron al comienzo del siglo las fuerzas intelectuales, entre ellos el propio Unamuno, éste emprenda en solitario su cruzada de transformación etico-religiosa del país:

"Y aún aguarda nuestro pueblo para revivir a vida nueva su Reforma, reforma de simplificación, una reforma indígenena, popular y laica, no de remedo ni de sacristía tampoco, pero reforma religiosa al fin y al cabo, pues mediante reformas tales han cobradoo tros pueblos la entera conciencia de su propio y privativo espíritu" (38).

Y, al final de su respuesta a la encuesta sobre Oligarquía y caciquismo resume de nuevo su posición reformadora:

"Sólo acabaré afirmando que una honda sacudida, un movimiento entrañable, y movimiento religioso, s lo que necesita españa. Necesitamos nuestra reforma, una Reforma indígena, propia, brotando del propio suelo y con jugos propios, pero al sol y a las brisas del espíritu europeo moderno" (39).

Como se sabe el lema de esta Reforma era la "desamortización del Evangelio", volviéndolo plenamente secular y civil, esto es, sacándolo de manos eclesiásticas para ponerlo en manos o mentes laicas, que lo hicieran productivo en hábitos de convivencia civil. Pero para ello se hacía preciso des-catolizarlo, liberar el Cristianismo del corsé racionalista y ordenancista católico-romano, para que quedara, como su núcleo diamantino, el sencillo y luminoso Evangelio con su mensaje de libertad y solidaridad. Con ello no se renunciaba, como creían los tradicionalistas, a una esencia hispánica permanente, como si España y catolicidad fueran indivisibles. Des-catolizar significaba precisamente para Unamuno españolizar, esto es, asumir el Evangelio según un modo autóctono originario, simbolizado en el idealismo ético de don Quijote. No había, pues, que renegar de lo español, sino sublimarlo mas bien en una reforma religiosa en que el Cristianismo civil se aliara con el liberalismo político. Y esto es lo que significaba para el ideal quijotesco, una religión de la libertad aliada con un talante utópico solidario. La vuelta de don Quijote se convertía así en el nuevo mito, que necesitaba un pueblo enfermo de asfixia mental, integrista y católico, para liberar sus energias creadoras y orientar su futuro. De allí había de surgir la nueva España "celestial y pura", como la sueña su profeta Unamuno, es decir, utópica e ideal, quijostesca, vertida a una nueva aventura civil, la de aunar la religión cristiana de la libertad y la solidaridad con la cultura laica y el Estado liberal moderno. En contrapunto a este nuevo ideal de españolidad, se comprende que Ramiro de Maeztu, jugando a la contra del reformador Unamuno, estuviera empeñado en salvar el humanismo cristiano y el ecumenismo católico de la Monarquía imperial española, reivindicando un don Quijote barroco y ortodoxo, libre de ensueños utópicos, pero obediente hasta el sacrificio a su leyenda de héroe del amor cósmico, del servicio incondicional al supremo valor.

Frente a estas formas contrapuestas de idealismo ético, Azorín preferirá la liberación por el arte, una nueva forma de idealismo estético, cifrado básicamente en la refoma de la sensibilidad. También para él lo católico ha hecho agresiva e intolerante la mentalidad española, a la vez que lo había educado en el culto retórico a lo mayúsculo y supremo. En la distancia se pierde el valor de las diferencias. La sensibilidad había pedido el sentido de lo próximo e inmediato, de lo cotidiano y familiar. Pero justamente esta nueva sensibilidad de los "primores de lo vulgar", podía originar una nueva forma de amor a la vida y de comprensión cordial. Cuando algo se contempla de cerca y en detalle, en su experiencia cotidiana, y en su motivación vital, viene a pensar Azorín, es imposible no comprenderlo. La incomprensión es obra de la distancia que anula los perfiles. La mirada atenta, sensible e interesada es la primera manifestación del amor. La re-creación a que somete Azorín la vida española, histórica e intrahistórica, en la totalidad de sus registros, persigue librar al animo de la intolerancia mediante una más fina y completa sensibilidad. Se diría que comprender es asumir, y asumir la historia, toda la historia, es ser capaz de sentir piedad. No es tanto la resignación inerte ante el pasado que vuelve compulsivo,sino la asunción cordial de lo sido, en latencia virtual de un nuevo porvenir. He aquí el ideal de lo que yo llamaría, a falta de mejor nombre, la España íntima y entrañable, actualizada en su pulso cotidiano, com-prendida en sus motivos e intereses, viva y actuante en una larga memoria com-pasiva, que sabe comprender y perdonar.

Baroja no ha sido muy explícito a la hora de confesar sus ensueños de una nueva España, pero por algunas escasas referencias cabe colegir que la soñaba como un crisol cultural de las más vigorosas cualidades de la casta, "un país que reuniera el estoicismo de Séneca y la serenidad de Velázquez, la prestancia del Cid y el brío de Loyola" (40). ¿Estaba acaso esto tan lejos de la tradición eterna a la que apelaba Unamuno? ¿No es ésta acaso "sustancialmente la España de siempre", pero troquelada de nuevo en el yunque de la modernidad, sin la corteza de la personalidad castiza, que tanto le disgustaba? Y en cuanto a Machado, sin duda el más escéptico de todos ellos, con ese escepticismo de poeta, que no es corrosivo y deletéreo, porque nunca renuncia a la esperanza, llevaba su ensueño en el hueco de una pregunta:

"¿Quien ha visto la faz al Dios hispano?
Mi corazón aguarda
al hombre ibero de la recia mano,
que tallará en el roble castellano
al Dios adusto de la tierra parda?" (41)
¿Cuál sería este nuevo rostro de Dios, severo en su exigencia pero con una vocación ya puramente interior? Machado no se atreve a nombrarlo. Pero sabe, presiente, que la recia mano, capaz de tallarlo en la dura encina del alma española, está ya en ciernes, en la "España de la rabia y de la idea" (42), de la pasión civil redentora y la rigurosa disciplina del entendimiento.

Si a la vista de lo expuesto tuviéramos que hacer un balance de urgencia sobre la generación del 98, creo que se impone un juicio ambivalente: de un lado, inhibieron y devaluaron gravemente el programa de regeneración del país, que luego hará suyo la generación europeista de 1914. Son comprensibles, en este sentido, los reproches de Ortega y Azaña, especialmente de Azaña, a la hora de juzgar a los hombres del 98. Pero, del otro, no se puede minusvalorar el inmenso logro de haber creado una nueva sensibilidad y una nueva actitud, un nuevo modo de sentir y de conocer a España, en su vida cotidiana y en su sustancia intrahistórica, de hacérnosla viva y presente en todos sus registros, muy lejos de la retórica oficial; y, a la vez, un modo civil, no patriotero, de amarla y de comprometerse con ella, en toda su integridad, intentado poner en juego, en diálogo creativo, como en la alterutralidad de Miguel de Unamuno, sus cuerdas más dispares.

* Catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad de Granada. Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Vocal de la AAFI por Granada.


 Notas:

  1. Véase en este sentido la obra representante de esta posición, hoy radicalmente contestada, Modernismo frente a 98 (Espasa-Calpe, Madrid, 1979) de Guillermo Diaz Plaja
  2. Ricardo Gullón, La invención del 98 y otros ensayos, Gredos, Madrid,1969, pág 10,
  3. Como advierte Azorín, "el desastre avivó, sí, el movimiento; pero la tendencia era antigua, ininterrumpida" (Clásicos y modernos, Losada, Madrid, págs 180-1).
  4. Hacia el 98 , Ariel, Barcelona, 1972, pág 7.
  5. "La generación de 1898" en Obras Selectas, Bilbioteca Nueva, Madrid,1969, pág 978.
  6. "La generación de 1870" en Obras Completas, Biblioteca nueva, Madrid, 1976, V, 575).
  7. "La generación del 98 ama los viejos pueblos y paisajes; intenta resucitar los poetas primitivos (Berceo, Juan Ruiz, Santillana); da aire al fervor por el Greco ya iniciado en Cataluña... rehabilita a Góngora... se declara romántica en el banquete ofrecido a Pío Baroja... siente entusiasmo por Larra y en su honor realiza una peregrinación al cementerio en que estaba enterrado y lee un discruso ante su tumba y en ella deposita un ramo de violetas; se esfuerza en fin en acercarse a la realidad y en desarticular el idioma, en agudizarlo, en aportar a él viejas palabras, plásticas palabras, con objeto de aprisionar menuda y fuertemente esa realidad" ( en Clásicos y modernos, Losada, Madrid,págs 189, 190-1 y en Obras selectas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1969, pág 976.
  8. Pedro Laín acertó a ver muy tempranamente una crisis religiosa de trasfondo (Generación del 98., que en buena parte es afín a la aquí analizada, y tanto D. Shaw como Inman Fox se refieren a la crisis cultural, pero en términos bastante vagos e imprecisos.
  9. C. Blanco Aguinaga, Juventud del 98, Siglo XXI , Madrid, 1970, especialmente págs 3-38
  10. Obras Completas, Escelicer, Madrid, 1968, IV, 242.
  11. Véase a este respecto Jose Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Espasa-Calpe, Madrid, 1981, tomo III, cap. XXII , págs 822ss
  12. Apuntes inéditos sobre El mal del siglo en la Biblioteca de la Casa-Museo Unamuno en Salamanca, signatura
  13. Ensayo de una filosofía de la religión, E. Jorro, Madrid, 1912, pág 31.
  14. "Nicodemo el fariseo" en Obras Completas, op. cit., VII, 367
  15. En Obras selectas, op. cit., 87
  16. La generación del 98, Cátedra, Madrid, 1985, pág 253.
  17. Nuevo tablado de Arlequín, en Obras Completas, op. cit., V, 133.
  18. El hombre y lo absoluto, Planeta, Barcelona, 1986,I, 133ss.
  19. Angel Ganivet, Idearium español , final de la parte B, en Obras Completas, Aguilar, Madrid,1961, I, 277
  20. La generación del 98, op. cit., 105.
  21. "Más sobre la crisis del patriotismo español" en Obras Completas, op. cit., III, 869.
  22. La vida es sueño, en Obras Completas, op. cit., I, 940.
  23. La Voluntad, en Obras selectas, op. cit., 83.
  24. Idem, 85.
  25. G. Diaz-Plaja, Modernismo frente a 98, op. cit., 223.
  26. Ivan A. Schuman, "Reflexiones en torno a la definición del Modernismo" en El Modernismo, com. de Lily Litvak, Taurus, Madrid, 1975, pág 73.
  27. EduardoL. Chavarri, "¿Qué es el Modernismo?", en el Modernismo, op, cit., 22
  28. Pío Baroja, El tablado de Arlequín, Obras Completas, V, 27.
  29. Direcciones del Modenismo, Gredos, Madrid, 1971, págs 47-52 y Eduardo L. Chavarri, ¿Qué es el Modernsmo...?, en El Modernismo, comp. de Lily Litvak, Taurus, Madrid, 1975, pág 22.
  30. Reflexiones en torno a la definición del Modernismo, art. cit., 83.
  31. ¿Qué es el Modernismo...?, art. cit., 24.
  32. Véase mi estudio Palabra en el tiempo. Poesía y Filosofía en Antonio Machado, Gredos, Madrid, 1975, págs 186-204
  33. Es curiosa y muy sintomática la afinidad de los hombres del 14 al juzgar con desafección a la generación del 98. "Hércules bárbaros, inconformistas y rebeldes --los llama Ortrga-- que aportaron una nueva sensibilidad para acercarse a las cosas" (Obras Completas, Revista de Occidente, Madrid, 1966, IX, 494-5). Más severo es todavía el juicio de Azaña: "En el fondo --les reprocha-- no demolieron nada, porque dejaron de pensar más en más de la mitad de las cosas necesarias" ( Antología, Alianza Editorial, Madrid, I, 141). Estas críticas vienen a expresar indirectamente la posición de los hombres del 14 en el llamado problema de España, en continuidad con los programas del Regeneracionismo.
  34. Madrid, en Obra Selectas, op. cit., 865.
  35. Los pueblos, en Obras selectas, op. cit., 344
  36. Madrid, en Obras selectas, op. cit., 365.
  37. Idearium español A, en Obras completas, op. cit., 222.
  38. Obras completas, Escelicer, Madrid, III,724.
  39. OC, IX, 833.
  40. Citado por P. Laín, en su Generación del 98, op. cit., 247.
  41. "El Dios ibero" en Campos de Castilla, CI.
  42. Idem, CXXXV.

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