Alfa. Revista de la AAFI.


MENTE-CUERPO: EL PROBLEMA DEL PROBLEMA

José Antonio de la Rubia*

Como es sabido, el problema mente-cuerpo, en tanto que auténtico y genuino problema filosófico, no surge con fuerza hasta el siglo XVII, de hecho tiene un punto de partida definido: el Discurso del método y las Meditaciones de Descartes. La filosofía clásica precartesiana apenas si intuyó el problema porque, en primer lugar, nunca atribuyó a la mente el estatuto sustancial de la res cogitans cartesiana y, en segundo lugar, porque no existía la física mecanicista que clausuró causalmente la realidad. La nueva física de Galileo, Newton (y el propio Descartes) convirtió a la mente en un problema debido a su difícil encaje en un modelo teórico en el que toda la realidad estaba sujeta a los principios de la física y la mente era otro tipo de sustancia que se definía, precisamente, como no física [Putnam (1988), pág. 83, Hierro (1997), pp. 35-36]. Sin embargo, aunque el problema mente-cuerpo surge como el problema ontológico de qué hacer con la res cogitans en nuestro mundo físico, ya desde el principio era evidente que determinar la naturaleza de lo mental excedía con creces la polémica puramente ontológica. Muchos otros problemas se cruzaban tangencialmente, como los relativos a la libertad, la racionalidad o el conocimiento, como también lo hacían muchos presupuestos no sólo puramente teóricos sino ideológicos, morales o religiosos.

Cuando surgen las grandes filosofías materialistas de los siglos XVII y XVIII el debate sobre la mente estaba inscrito, de hecho, en una polémica netamente religiosa. Todas las formulaciones del tipo "los seres humanos somos una máquina de carne" (piénsese en Hobbes, Helvétius o La Mettrie) no se hacían sólo en oposición a la res cogitans sino que se rebelaban contra la metafísica espiritista de la religión cristiana y, de paso, criticaban a la Iglesia como institución (sobre todo en el caso del ilustrado Helvétius, quien se topó de bruces con la Iglesia gracias a su De L’Esprit [Bermudo (1987), pág. 16]). Decir "somos máquinas de carne" era como sostener "no creemos en espíritus, ni en fantasmas ni en la metafísica de la religión". Aún hoy, esa dimensión antirreligiosa o antimítica persiste. No es extraño que en textos materialistas de filosofía e la mente el primer argumento a favor del dualismo (que hay que interpretar, evidentemente, como el primer argumento en contra del dualismo desde el punto de vista materialista) es el de que sirve de soporte a la metafísica de la religión y, en concreto, del cristianismo [Bunge (1985), pág. 31, y Churchland (1992), pág. 33]. Si no existieran como trasfondo esos presupuestos pro o antirreligiosos no se explica por qué K. Popper y J. C. Eccles tienen que introducir al principio de su célebre El yo y su cerebro una toma de postura explícita acerca de la religión: Popper es agnóstico y Eccles creyente [Popper y Eccles (1985), pág. X]. Ser cristiano significa ser dualista (pero no a la inversa), por eso los dualistas tienen que ser, como mínimo, agnósticos, mientras que a los materialistas les resultará muy difícil ser cristianos. Pero si ser materialistas y negar el estatuto sustancial de la mente significara simplemente ser antirreligiosos o antimíticos y no creer en espíritus ni en fantasmas, el problema mente-cuerpo estaría periclitado hace mucho tiempo y casi todos seríamos, en un sentido trivial, materialistas. Esto es algo que no han comprendido los materialistas poco perspicaces, como los psiquiatras que defienden el concepto de "enfermedad mental" porque es más científico que el de "posesión demoníaca" [Szasz (1981)], sin caer en la cuenta de que "enfermedad mental" es un concepto intrínsecamente dualista (y no se pueden utilizar las "enfermedades mentales", sin caer en contradicciones, como un recurso para atacar el dualismo, como hacen los poco perspicaces Bunge y Churchland [Bunge (1985), pp. 38-40, Churchland (1992), pág. 33]; de hecho, los más inteligentes de quienes han cuestionado el concepto de "enfermedad mental" han utilizado el materialismo de G. Ryle [Ryle (1949)] y sus conocidos argumentos acerca de los "errores categoriales" [Szasz (1994), pág 97, Fuller Torrey (1980), pág. 55] y no por ello son unos espiritistas).

Por lo que respecta al nivel ontológico, se puede decir que hoy en día ha triunfado un cierto género de materialismo, la mente no se admite como sustancia, pero el término "mente" (y términos análogos como "psique" y derivados) no ha ido a parar al cubo de la basura de nuestra ontología junto al "éter" y el "flogisto": seguimos hablando de ella. Dicho con palabras de Quine: "En un primer momento, el problema de lo mental era un problema ontológico y lingüístico. Cuando el concepto de mente como substancia fue abandonado, persistió el problema del lenguaje mentalista (...)" [Quine (1992), pág. 112]. Abandonar la mente como sustancia fue aparentemente fácil, pero abandonar el lenguaje mentalista parece una empresa imposible, pero ¿por qué?

Podríamos, en principio, iniciar un ensayo de arqueología del saber, preguntando, por ejemplo, por qué el ser humano tuvo que introducir en su estructura cognitiva un concepto como mente. No lo hizo, naturalmente, estudiando el cerebro. Ya teníamos un concepto de mente cuanto todavía pensábamos que el centro del intelecto y las emociones era el corazón. Mente, además, es un concepto que no ha alcanzado un grado de satisfacción explícito. A veces se le confunde con "razón", otras veces con "intelecto", la "conciencia", el "yo" o con "alma". El libro de Francis Crick The Astonishing Hypothesis se subtitula La búsqueda científica del alma, y ese es el título de la edición española [Crick (1994)]. Pero alma y mente no tienen campos semánticos coextensivos, se puede negar la existencia del alma y afirmar la existencia de la mente. Nuestro término "alma" procede del anima latino, que a su vez procede del pneuma griego. Pneuma, literalmente, significa "soplar" o "respirar" (de ahí procede, por ejemplo, "neumático"). Al principio, en el pensamiento griego, el pneuma era simplemente una propiedad de los seres vivos, significaba "estar vivo", pero estar vivo no es lo mismo que tener mente. Los diversos juegos lingüísticos han ido haciendo que el término anima, además, evolucionase adquiriendo delimitaciones semánticas diversas, por eso para un escolástico tenía sentido la polémica acerca de si los animales (o las mujeres) tienen alma, una polémica que, si pensáramos que los términos tienen delimitaciones semánticas rígidas, sería contradictoria: los animales se llaman precisamente anima-les por tener ánima (y, en la actualidad, expresiones como "dibujo animado" o "¡ánimo muchacho!" también pertenecen a juegos de lenguaje que delimitan el ánima de modo distinto).

Partiendo de la base de que esos términos ya eran usados mucho tiempo antes de que nos planteáramos el problema mente-cuerpo y el estudio científico de la realidad mental, convendría preguntarse cuál fue el tipo de percepción que provocó el que incluyéramos en nuestras estructuras cognitivas un tipo de términos que introducían cambios cualitativos drásticos en nuestra concepción de la realidad añadiendo un nuevo género de ontología no física con propiedades radicalmente distintas al resto del mundo. ¿Por qué era animista el hombre primitivo? ¿Qué tipo de percepción tan poderosa tuvo de la realidad mental que creyó que esta sobrevivía al mundo físico y no moría? Quizá los orígenes del animismo hay que situarlos en la percepción del movimiento, confundido en principio con el movimiento de lo vivo. "El animismo", dice Ferrater Mora, "significa, por lo común, la creencia de que todo está animado y vivificado, de que los objetos de la Naturaleza son, en su singularidad y en su totalidad, seres animados. Este animismo coexiste en los pueblos primitivos con el antropomorfismo, por el cual la animación de todos los seres es concebida en analogía con la del hombre" [Ferrater Mora (1991), voz "Animismo]. Quizá sea una pura especulación intentar averiguar cómo se formó el animismo en el hombre primitivo, probablemente una mezcla de visión del movimiento de los fenómenos naturales, de los seres vivos y, como señala Ferrater, del resto de los hombres . Es imposible también saber cuál es el elemento que predomina en nosotros a la hora de atribuir una naturaleza mental a alguna entidad del universo, cómo aplicamos a cada momento nuestro particular "test de Turing". Descartes señaló que es el lenguaje el elemento dominante, lo que nos distingue de animales y autómatas sometidos a la causalidad . Era también el lenguaje lo que nos haría reconocer a la máquina pensante según el "test de Turing" [Turing (1985)] y, al parecer, ha habido gente dispuesta a reconocerlo así, como podemos comprobar en las numerosas anécdotas de individuos conversando con el famoso programa ELIZA de Joseph Weizenbaum [Papert (1994)]. Pero resulta muy difícil concebir que sea simplemente el lenguaje el elemento que caracterice a lo mental. Presuponemos también la existencia de mente cuando realizamos comunicaciones no lingüísticas. Podemos comunicarnos a través de la mirada y percibir la mente en los ojos de una persona . No podemos caracterizar de modo unívoco qué es lo que nos hace presuponer la existencia de la mente ni en el resto del mundo ni siquiera en nosotros mismos (quizá se haya reparado poco en que incluso en el padre del dualismo, Descartes, la existencia no era percibida como algo primario sino deducida a partir del pensamiento: "pienso luego existo"). La clave del problema estriba precisamente en que no tenemos una experiencia directa de lo mental sino que se trata de algo que presuponemos, algo cuya existencia postulamos a partir de una serie de manifestaciones heterogéneas (lenguaje, visión, conductas, etc.). No percibimos la mente en el mundo, sino que hemos establecido toda la amplia panoplia del lenguaje mentalista para caracterizar un tipo de realidad que consideramos necesaria para que se produzcan una serie de manifestaciones. Este es el principal escollo que ha de superar la posición materialista en filosofía de la mente: el carácter trascendental de lo mental, a saber, el hecho de que no percibamos directamente lo mental sino que lo presupongamos como condición de posibilidad de las manifestaciones que sí percibimos.

Pero volvamos al lenguaje: la mente sustancial ha desaparecido de nuestro universo pero no de nuestro discurso, no sólo del denominado "psicología popular" (folk psychology) sino también del científico. El recurso a "lo psíquico" es habitual en nuestro lenguaje: "mi marido me maltrató física y psíquicamente", "el equipo se encuentra bien físicamente pero no psíquicamente", "la cocaína produce dependencia psíquica", etc. No sólo la psicología popular es mentalista, también tenemos disciplinas con pretensión de cientifismo que introducen la partícula "psique" en sus denominaciones ("psicología", "psiquiatría") aunque la combinen con otras partículas más específicas ("neuropsicología", "neuropsiquiatría", "psicobiología", "neuropsicobiología", etc.). Si, a pesar de todo, continuamos hablando de algo que no existe (y estamos verdaderamente obsesionados por explicar y modificar esa no-entidad) es, sin duda, porque sentimos que nuestro discurso sobre la realidad quedaría incompleto sin la referencia a "lo mental". Nadie echa de menos al éter y al flogisto pero ¿cómo hablaríamos de nosotros mismos sin "lo psíquico"? Las respuestas materialistas son, básicamente, tres (o se agrupan en tres grandes grupos): 1) Las que pretenden "traducir" el lenguaje mentalista al físico (teorías de la identidad), 2) las que lo conservan (monismo anómalo), y 3) las que pretenden, sencillamente, eliminarlo (eliminacionistas).

La "traducción" del lenguaje mentalista se enfrenta a un problema de inconmensurabilidad aunque los teóricos de la identidad, en principio, no pretenden que el significado de los términos mentales sea el mismo que el de los físicos (v. Rabossi (1995), y Bechtel (1991) para una discusión en profundidad de estos aspectos). Su pretensión es la de construir "leyes-puente" que, en el marco de una ciencia unificada, eliminen cualquier especificidad ontológica de lo mental. La solución del problema mente-cuerpo se fía, como en el eliminacionismo, al avance de la ciencia, puesto que esas "leyes-puente" son hipótesis que deben ser tratadas experimentalmente. Los críticos de la teoría de la identidad se han dedicado a atacar esas leyes, bien sea afirmando que los términos mentales siempre fijan su significado conectándose con otros términos mentales y por tanto la identidad viola la Ley de Leibniz, bien sea afirmando la imposibilidad de identidades contingentes [Bechtel (1991), pp. 129 y ss.]. Independientemente de la sutileza y elaboración que han alcanzado los argumentos, tanto a favor como en contra de la teoría, podríamos decir que toda la polémica acerca de la identidad entre lo físico y lo mental oscila entre dos intuiciones básicas. La primera intuición es que si tenemos una visión unificada del mundo y de la ciencia no podemos admitir la existencia de términos desconectados por completo de la base observacional de nuestro sistema cognitivo. La preocupación ontológica primaria de los teóricos de la identidad es la de que no podemos multiplicar las entidades del mundo, y consiguientemente los términos de nuestro lenguaje, a costa de violar el principio de que si algo existe debe poder ser explicado por teorías científicas globales. Conceder una referencia independiente a los términos mentales no sólo significaría violar el principio metodológico de la navaja de Occam, no sólo significa aumentar el número de entidades del mundo sino que esas nuevas entidades arrastran consigo unas leyes explicativas y una metodología sin conexión con el resto de leyes y metodologías, cuando no la simple ausencia o carencia de sentido de leyes y metodologías. Los defensores de la teoría de la identidad parten de algo más que unos principios antidualistas, no renegarían del dualismo si, efectivamente, existiesen esas "leyes-puente" o unas reglas de traducción que pudiesen sustituir, salva veritate, las proposiciones cuya referencia sean los estados mentales y aquellas que versen sobre estados neurofisiológicos. El principal motivo de su preocupación no es sólo el temor a ver el mundo invadido de espíritus sino que esos espíritus pueden llevar consigo la renuncia a poder ser explicados no ya por teorías científicas sino simplemente por explicaciones racionales.

Pero la segunda intuición en torno a la cual gira la polémica, el que sin duda anima a los adversarios de la teoría de la identidad, no parte necesariamente de una posición dualista. No se critica la teoría de la identidad porque se afirme la existencia de una res cogitans separada del mundo físico. El meollo de la crítica radica en la existencia de una inconmensurabilidad entre dos tipos de términos de uso universal y corriente, esto es, el hecho de que hemos desarrollado un tipo de lenguaje mentalista para aproximarnos a la realidad humana independientemente de la posterior investigación científica que hemos hecho de dicha realidad. Los términos mentales y los no mentales son inconmensurables porque alcanzan el grado de satisfacción semántica en el mismo ámbito, la conducta humana, pero partiendo de presupuestos distintos y conectados en nuestro sistema de conocimiento con términos distintos. Por eso hay un problema mente-cuerpo y no un problema metal-dinero o mármol-estatua. Yo puedo decir que una moneda es "en cierto sentido" un fragmento de metal y "en cierto sentido" dinero, pero "metal" y "dinero" no son términos conflictivos porque su significado se fija en ámbitos de satisfacción distintos y nunca entran en colisión disputándose el mismo espacio en nuestro sistema de conocimiento, no hay ninguna inconmensurabilidad entre la química de los metales y la economía. Pero tampoco hay complementariedad, yo no puedo decir que una moneda de níquel tiene una naturaleza químico-económica o que una estatua de Miguel Ángel tiene una esencia geológico-artística.

Esta última afirmación nos lleva a sugerir que, de hecho, "lo físico" y "lo mental" no son las únicas fuentes de inconmensurabilidad que surgen en nuestros discursos acerca de la realidad humana. "Lo biológico", "lo genético", "lo social", "lo ambiental", "lo cultural", etc., son niveles de generación de términos también inconmensurables entre sí porque partiendo del mismo ámbito de satisfacción que supone la conducta humana los términos se disputan el mismo espacio en nuestro sistema cognitivo pero partiendo de presupuestos distintos. Si considero el término "violencia", por ejemplo, y parto de la base de que la violencia tiene una base genética, el término estará conectado en mi sistema cognitivo con términos como "herencia", pero ese no será el caso si pienso que la violencia tiene un origen "social". En el discurso científico y en el corriente, la conflictividad que produce la inconmensurabilidad se suele disolver estableciendo estrategias ad hoc que pretenden asociar cada discurso inconmensurable a un ámbito de satisfacción distinto. Se suele decir, por ejemplo, que existe una "predisposición genética" activada por el ambiente. "Predisposición genética", se entiende, ya no es un término que fije su significado en el ámbito de la conducta y, en ese sentido, "violencia", desde unos presupuestos genetistas, podría escapar a la conflictividad que supone contrastarlo con "violencia" en una teoría ambientalista. El problema es que el término "violencia" tiene el significado que tiene porque ha surgido en nuestro sistema cognitivo a partir de la observación de la conducta. Aunque tuviera el mapa completo del genoma humano no podría establecer cuáles son los "genes de la violencia" hasta que no observara la conducta violenta del individuo predispuesto y, al volver al ámbito de satisfacción de la conducta, volvería a tener el problema de inconmensurabilidad con los discursos ambientalistas.

Tomemos el caso de otros dos discursos inconmensurables, el de "lo biológico" frente a "lo cultural". Tengamos presente las múltiples polémicas en las cuales aparecen esos dos campos semánticos antagonistas (la inteligencia, el sexo, las disputas morales, etc.). Frecuentemente nos preguntamos si la "naturaleza humana" es eminentemente biológica o cultural y, cuando el debate no nos lleva a ningún sitio, establecemos que el hombre es una entidad "bio-cultural". En nuestro sistema habitual de presupuestos ideológicos la cultura tiene resonancias más "humanistas" que la biología, después de todo los animales (frente a los cuales muchas veces delimitamos la categoría de lo humano) también son organismos biológicos pero sólo los hombres tienen cultura (y la cultura es también lo que diferencia a unos grupos humanos de otros). Nuestra tradición ha desarrollado un tipo de discurso acerca del ser humano que no incluye los términos de uso corriente en las teorías biológicas. Decir que el hombre es un organismo biológico es una proposición polémica porque hemos desarrollado un concepto de hombre precisamente en contraposición al resto de organismos biológicos. Es más, si analizamos bien el discurso corriente veremos que habitualmente se entiende por "conducta humana" un tipo idealizado de conducta moral, ni siquiera un tipo idealizado de conducta racional. Cuando queremos establecer cuál es el ámbito de lo no-humano es, de hecho, cuando nos remitimos al discurso biológico. Normalmente nos acordamos de que los seres humanos somos organismos cuando buscamos los "fundamentos biológicos" de la violencia, la drogadicción, la homosexualidad, etc., conductas todas ellas sobre las cuales hemos hecho un juicio previo moral (aunque muchas veces no se quiera reconocer como tal juicio moral, como es el caso en psiquiatría). Nos preocupa saber si la violencia o la drogadicción tienen un fundamento biológico, pero no buscamos los fundamentos biológicos del estudio de oposiciones, la compra en el mercado o la escritura de artículos filosóficos. Sólo echamos mano del recurso biologicista cuando pensamos que determinada conducta ha traspasado la frontera de la racionalidad y/o moralidad. Pero, si planteamos la cuestión radicalmente desde el principio, veremos que el recurso a la biología es asignificativo más allá de una toma de postura metafísica o ideológica. Si los seres humanos, todos los seres humanos, somos organismos biológicos, todas las conductas tienen un fundamento biológico y no tienen otro fundamento más que el biológico. El problema es que decir eso es no decir nada. Si partimos de la base de que el ser humano es un organismo biológico, la apelación a "lo biológico" como un ámbito de determinación específico de algún tipo de conducta carece de sentido. La significatividad de los discursos procede de la delimitación que producen en los mundos posibles del espacio lógico. Un discurso que ocupe todo el espacio lógico es, por fuerza, un discurso asignificativo, un discurso tautológico.

El "monismo anómalo" de Davidson, que ha sido apoyado recientemente por el viejo conductista Quine [Quine (1992), pp. 11-113] ha sabido captar, a nuestro juicio, este problema de inconmensurabilidad entre lo físico y lo mental, aunque no en estos términos. El monismo anómalo, tal y como lo expuso Davidson en su clásico ensayo "Sucesos mentales" parte de tres principios [Davidson (1981)]. El primero es el principio de interacción causal y afirma que "algunos sucesos mentales interactúan causalmente con sucesos físicos" [Ibid. pág 6]. El segundo es el principio del carácter nomológico de la causalidad que dice que "donde hay causalidad debe haber una ley: los sucesos relacionados como causa y efecto caen bajo leyes deterministas estrictas" [Ibid. pág 7]. El tercer principio es el de la anomalía de lo mental, según el cual "no hay leyes deterministas estrictas sobre las cuales los sucesos mentales puedan predecirse y explicarse" [Ibid. pág 7]. La tarea principal de Davidson consiste en armonizar estos tres principios aparentemente contradictorios.

El marco filosófico general es el de una teoría de la identidad como instancia o superveniencia de lo mental sobre lo físico. Antes de entrar en consideraciones sobre la intencionalidad, el holismo de lo mental, la racionalidad o la libertad (que son conceptos fundamentales en la argumentación de Davidson) la inexistencia de leyes psicofísicas se basa, principalmente, en la inconmensurabilidad entre los predicados físicos y los mentales, es decir, en su no coextensionalidad. "Los predicados mentales y los físicos", dice Davidson, "no están hechos uno para el otro" [Ibid. pp. 20-21] Una ley que estipulara identidades psicofísicas tendría que ser, por definición, una ley que estableciera bicondicionales en los cuales se postulara una equivalencia entre predicados físicos y mentales, esto provocaría la nomologicidad de lo mental y, por el principio del carácter nomológico de la causalidad, introduciría a los estados mentales en las leyes físicas deterministas. El principio de la anomalía de lo mental niega la identidad de los predicados físicos y mentales y, por consiguiente, la existencia de leyes psicofísicas: lo mental es nomológicamente irreductible. Esto es así, según Davidson, porque aunque hubiera enunciados generales verdaderos que relacionaran lo mental y lo físico, enunciados que tuvieran la forma lógica de una ley, esos enunciados no serían legiformes, no tendrían más que un valor aproximativo. Davidson no descarta que, ocasionalmente, se pudieran establecer relaciones entre predicados mentales y físicos en enunciados verdaderos pero contingentes; el núcleo de su razonamiento es que esos enunciados no pueden deducirse de leyes generales y universales que postularan la identidad de lo físico y lo psíquico. Aunque no lo mencione así, el argumento implícito en el texto de Davidson es que el establecimiento de leyes psicofísicas debería partir de una teoría de identidad de tipos pero no de la superveniencia que afirma una relación contingente de instancias de tipos (sobre la superveniencia v. Papineau (1993)). Davidson exige a los enunciados legiformes un cierto criterio de analiticidad o apriorismo. Los criterios nomológicos sobre los cuales deberían asentarse las supuestas leyes psicofísicas habrían de ser, por tanto, criterios semejantes a la analiticidad puesto que los enunciados nomológicos aúnan predicados que sabemos, a priori, "hechos el uno para el otro". Pero esta tesis debe aclararse y para ello Davidson introduce la distinción entre generalizaciones homonómicas y generalizaciones heteronómicas. Las generalizaciones homonómicas son aquellas "cuyas instancias positivas nos dan pie para creer que la generalización misma podría mejorarse añadiéndole otras estipulaciones y condiciones formuladas en el mismo vocabulario general que la generalización original" [Ibid. pág 21]. Las generalizaciones heteronómicas, por contra, son aquellas que "instanciadas, pueden darnos razón para creer que se está trabajando con una ley precisa, misma que, empero, sólo puede establecerse trasladándose a un vocabulario diferente" [Ibid. pág 22]. Las leyes de la física, aunque puedan ser probabilistas, son homonómicas. Davidson analiza el concepto de "longitud" para mostrar que las generalizaciones de la física son "corregibles dentro de su propio dominio conceptual". En la física las leyes se establecen sobre dominios cerrados de conceptos que no se pueden corregir más que dentro de su propio campo conceptual. En el caso de lo mental sucede lo mismo, no se puede atribuir ninguna actitud proposicional a un agente racional más que en el marco general de una teoría sobre sus creencias, deseos, intenciones y demás pero, a diferencia de las teorías físicas, donde cada caso contrasta una teoría y depende de ella, el contenido de las actitudes proposicionales está inmerso en un sistema global y depende del lugar que ocupe en ese esquema. Nuestra percepción de lo mental depende de nuestra capacidad de reconstruir el sistema global de creencias de los agentes a los que presuponemos racionales: "En la medida en que no logramos descubrir un esquema coherente y plausible en las actitudes y acciones de los otros, simplemente renunciamos a la posibilidad de tratarlos como personas" [Ibid. pág 25].

Si quisiéramos construir leyes psicofísicas que contuvieran enunciados generales, es decir, si nos propusiéramos ir más allá del establecimiento de correlaciones contingentes entre estados mentales y físicos, los enunciados generales serían heteronómicos, los presupuestos de los que partiríamos para establecer el significado de cada parte de las leyes son radicalmente distintos y tendríamos los habituales problemas de indeterminación de la traducción.

En Davidson, la anomalía de lo mental es también la causa que le lleva a afirmar la libertad de acción, pero no es la libertad el aspecto que nos interesa aquí. El problema central que revela el texto de Davidson es que, aun partiendo de los presupuestos antidualistas que nieguen la existencia de una realidad mental independiente, y aunque pudiéramos establecer correlaciones contingentes entre estados mentales particulares y estados físicos particulares, los presupuestos que rigen la utilización de los términos mentales como las actitudes proposicionales se establecen sobre el marco general de una teoría que presupone a los seres humanos agentes racionales con sistemas globales de creencias. El desafío que se le presenta a cualquier postura materialista acerca de lo mental no es simplemente cómo construir teorías científicas que expliquen la realidad biológica del ser humano, sino cómo incorporar en las teorías cerebrales los mismos presupuestos de los que partimos a la hora de utilizar el lenguaje mentalista, esto es, cómo hablar del cerebro presuponiendo a la vez que somos racionales, libres, etc. Pero si la física (y, por extensión, la biología) es completa y consta de leyes homonómicas esta tarea es lógicamente imposible.

El dilema se plantea, por tanto, en los términos siguientes. Cuando consideramos a los seres humanos como agentes racionales utilizamos un sistema de explicación que incluye sistemas globales de creencias, intencionalidad, contenido de actitudes proposicionales, etc. Las teorías mentalistas no las construimos a partir de la experiencia sensible ni de ningún modo similar a como construimos las teorías científicas porque lo hacemos sobre supuestos trascendentales: presuponemos la racionalidad, las creencias, etc, pero en modo alguno las percibimos. La trascendentalidad se debe al hecho de que los agentes racionales forman una comunidad de presupuestos: explicamos la racionalidad de los demás haciendo uso de nuestra propia racionalidad, reconstruyendo un isomorfismo entre sistemas cognitivos, algo que por principio está descartado en nuestras explicaciones del mundo físico cuyo presupuesto es el de la objetividad.

Pero mantener la filosofía materialista acerca de lo mental aceptando la inconmensurabilidad entre los discursos mentalistas y los físicos exige pagar un precio teórico, tiene una serie de consecuencias que, a nuestro juicio, hay que admitir. La primera, y más obvia, es la no reificación de los estados mentales: no existen, en la acepción más intuitiva posible que pueda tener la palabra "existir", mentes, creencias, intenciones, etc. Este aspecto lo puede resolver la superveniencia y el monismo anómalo: no existe la creencia sino la instanciación física del estado que denominamos "tener una creencia". Las descripciones y explicaciones científicas sólo afectan al estado físico y sólo estamos autorizados a construirlas en términos físicos. La consecuencia de esto es que no existen ciencias especiales (y, en este enunciado, "no existen" significa "no estamos autorizados a construir") y, en nuestro caso, ciencias cognitivas o cualquier tipo de psicología no física (ni siquiera no neurobiológica). Esta es una deducción del monismo anómalo que han asumido tanto Davidson como sus comentadores. Bechtel, por ejemplo, lo expresa así: "La razón de la fuerte oposición de Davidson a los principios que hacen de puente entre la psicología y la neurociencia reside en el hecho de que está comprometido con el principio de racionalidad como el único fundamento de nuestros intentos de interpretar a los agentes en términos psicológicos (...). Detrás de la posición de Davidson está una particular concepción de lo que incluye el discurso psicológico, una concepción que descarta el status de la psicología como una ciencia. Los principios de la psicología no son las bases para predecir o explicar la conducta (que requeriría leyes) sino para desarrollar explicaciones racionales de la conducta por medio de la interpretación de los agentes en términos de conjuntos coherentes de creencias y deseos (...)" [Bechtel (1991 ), pp. 145-146]. La conclusión es aún más lapidaria: "La versión de la teoría de Davidson de la Teoría de la Identidad como Instancia deja lugar para las teorías cognitivas, pero con el coste de convertir en no científicas las explicaciones cognitivas".

El problema mente-cuerpo, por tanto, no es el problema de la sustancialidad de "lo mental". La obsesión anticartesiana carece de sentido si ya se parte de antemano de una base materialista. El verdadero problema mente-cuerpo afecta, en realidad, a nuestra posición acerca de la existencia o no de agentes racionales y a la frontera cualitativa drástica que existe entre el discurso que adoptamos cuando consideramos que nos encontramos ante un agente racional y cuando no es el caso. No afecta a la naturaleza de la res cogitans sino a la naturaleza de la lógica, no al estatuto semántico del lenguaje mentalista sino del lenguaje en general. Esto lo ha sabido ver el materialismo eliminativo, o eliminacionismo, de Paul Churchland. Veamos por qué.

Habitualmente se entiende por "psicología popular" (folk psychology) a aquel conjunto de discursos que los seres humanos usamos para describirnos a nosotros mismos y explicar nuestra conducta. Es una psicología popular porque todo el mundo dispone de un grupo más o menos heterogéneo y disperso de "teorías" acerca de sí mismo y de los demás. Todo el mundo tiene también una "física popular" con la que estructura sus ideas acerca del mundo: las piedras caen para abajo, el sol sale por las mañanas, los pepinillos están salados, el agua moja, etc. El conocimiento humano ha evolucionado mucho desde que los seres humanos emprendieron la tarea de explicar el mundo y, hoy en día, la física científica está a años luz de la física popular: mientras que todo el mundo sigue teniendo una física popular muy pocos seres humanos disponen de la preparación necesaria para poder entender la física científica. Sin embargo, la transformación que la física ha hecho de nuestras teorías sobre el mundo no se ha visto correspondida en absoluto con una transformación parecida en nuestras teorías sobre el ser humano. Como señala Churchland, nuestra psicología popular no ha cambiado esencialmente en dos mil años y seguimos usando para explicar la conducta humana las mismas teorías que usaría Sófocles [Churchland (1989), pág. 8]. Esta es, desde luego, una afirmación que hay que matizar. Existe un cuerpo de conceptos invariables, como el que se refiere a las actitudes proposicionales, las que hacen alusión a creencias, deseos, intenciones, etc. Ese cuerpo de conceptos no ha cambiado nada y, de hecho, ha existido y existe en todas las culturas. Pero es innegable que el lenguaje que utilizamos para hablar de nosotros mismos se ha enriquecido muchísimo aunque no haya cambiado en lo esencial. Piénsese, por ejemplo, en el psicoanálisis. Aunque ha sido muy cuestionada la pretensión del psicoanálisis de convertirse en una ciencia es indudable el fuerte impacto popular que ha tenido en nuestra cultura y mucha gente habla de sí misma y de los demás apelando al "subconsciente", los "complejos de inferioridad", los "instintos", las "fobias", etc. Es evidente que un griego nunca hubiera hablado así.

Utilizamos una multitud de discursos psicológicos, aunque la proliferación de conceptos no haya arrojado sobre la conducta humana la misma luz que la física ha arrojado sobre el mundo. Incluso se podría decir que ya se ha convertido en psicología popular una cierta neurobiología pedestre ("le patinaron las neuronas", "voy a descargar adrenalina", etc.). Dentro de esos discursos habría que incluir, por supuesto, toda la parafernalia conceptual que ha creado la "psicología científica". Habida cuenta de nuestra obsesión actual por explicarnos a nosotros mismos y de qué manera adoptamos popularmente los nuevos conceptos que se ponen en circulación, el hecho de que nuestra psicología popular sea la misma de los griegos indica que la "psicología científica" no ha aportado gran cosa. De hecho, cabría preguntarse legítimamente si existe una psicología científica que no sea otra cosa que psicología popular adornada con toda la parafernalia de un método experimental que no ha servido para que la psicología esté hoy en día descuartizada en decenas de escuelas y tendencias ontológica y metodológicamente inconmensurables (sólo en "psicoterapia" existen decenas de orientaciones).

Así pues, esa psicología popular que compartimos con los griegos nos merece todavía una consideración que ya no nos merece la física de los griegos. Sin embargo, lo que ha puesto a la psicología popular en el ojo del huracán en las discusiones sobre filosofía de la mente ha sido un componente que ya mencionábamos anteriormente. Mientras que hoy en día, por lo que respecta a la sustancialidad de la mente, casi todos los filósofos adoptan un cierto grado de materialismo, la psicología popular, por contra, es esencialmente mentalista. Es ese mentalismo intrínseco lo que hace que la psicología popular haya sido arrojada a los abismos del infierno por filósofos como Churchland (aunque no sin polémica, v. Engel (1993), Toribio (1995)).

Churchland es el creador y máximo representante de una corriente filosófica denominada "materialismo eliminativo", que él mismo define de este modo:

"El materialismo eliminativo es la tesis de que nuestra concepción de los fenómenos psicológicos constituye una teoría radicalmente falsa, una teoría tan fundamentalmente defectuosa que los principios y la ontología de esa teoría serán eventualmente desplazados, más que suavemente reducidos, por una neurociencia completada" [Churchland (1989), pág. 1].

En tanto que filosofía de la mente, el "materialismo eliminativo" es un materialismo mucho más radical que el "conductismo lógico", la "teoría de la identidad", el "materialismo emergentista" u otras corrientes que han representado tradicionalmente al materialismo en filosofía de la mente. La psicología popular va a ser algo más que traducida o "reducida interteoréticamente" al lenguaje de la neurociencia. La psicología popular es tan falsa y desastrosa que sólo puede ser eliminada. No cabe ninguna "reducción" posible de nuestro lenguaje mentalista al lenguaje neurocientífico: las neurociencias sustituirán por completo a cualquier psicología mentalista. Sin embargo, el materialismo eliminativo de Churchland es algo más que una filosofía de la mente, es también una filosofía de la lógica. Churchland hace responsable a la mentalista psicología popular no sólo de las defectuosas actitudes proposicionales sino que convierte a la mismísima lógica en una derivación de la psicología mentalista. Si la psicología mentalista va a ser sustituida por las neurociencias, serán también esas neurociencias las que sustituyan a la propia lógica.

Churchland es un gran conocedor del cerebro y un entusiasta de los modelos conexionistas o PDP (procesamiento paralelo distribuido). Su modelo del cerebro es computacional, pero no computacional en el sentido clásico de reglas y símbolos en que se entiende la computación desde Turing. Según él, un conocimiento profundo del funcionamiento del cerebro nos llevará a una comprensión absoluta de cómo aprendemos, razonamos, cómo nos desarrollamos evolutivamente, etc. Será esa neurociencia madura basada en modelos PDP la que nos obligará a crear un nuevo lenguaje distinto del nuestro mentalista lenguaje natural. Eliminar el lenguaje mentalista significa eliminar el lenguaje natural, el lenguaje proposicional del que se hacían depender los conceptos lógicos. Para Churchland, los conceptos lógicos como "proposición" o "entrañamiento" dependen del lenguaje mentalista y una neurociencia madura nos obligará a sustituirlos y a establecer nuevas relaciones entre los nuevos conceptos [Churchland (1989), pág. 19]. Nuestro lenguaje natural será sustituido por uno más poderoso basado enteramente en el conocimiento aportado por las neurociencias. Y ese nuevo lenguaje ya no será proposicional sino "supraproposicional" - Ubersätze -. Una vez construido, este nuevo lenguaje será aprendible y ocupará todo el planeta en un plazo de tiempo que Churchland cifra en dos generaciones. La psicología popular habrá desaparecido porque habrá desaparecido el lenguaje mentalista y habrá sido reemplazado por otro.

Churchland piensa que las neurociencias no sólo acabarán con la psicología popular, ni siquiera con el lenguaje mentalista, sino con el lenguaje. Y con ese lenguaje habrá acabado la propia lógica. Para Churchland, conceptos como "proposición", "inferencia lógica", "creencia racional", "consistencia", "referencia", "entrañamiento" y "verdad" son conceptos anticuados y deben ser rechazados [Churchland (1989), pp. 231-253]. Churchland no dice qué conceptos sustituirán a los conceptos lógicos, pero apunta una elaborada y complicada teoría que denomina "activación prototípica" - prototype activation - una teoría que unificará la teoría de la explicación y la teoría de la percepción y que arrojará luz sobre una concepción de la comprensión humana basada en los modelos que la teoría de redes neuronales ha aportado al procesamiento sensitivo y a la memoria asociativa. Esta complicada teoría de la comprensión de la "activación prototípica", enteramente basada en los modelos neurológicos conexionistas, se encuentra expuesta en su artículo "On the Nature of Explanation: A PDP Approach" [Churchland (1989), pp. 197-230]. A pesar de que una comprensión profunda de cómo funciona nuestro aparato cognitivo cerebral llevará a la bancarrota de la lógica mediante la creación de un lenguaje supraproposicional que ya no incluirá ninguno de los conceptos lógicos, Churchland se siente en la necesidad de hacer también una crítica filosófica al concepto de "verdad". En su concepción, las neurociencias no sólo nos proporcionarán una nueva lógica sino también una nueva epistemología en la que la verdad, en el mejor de los casos, jugará un papel "altamente derivativo" (a highly derivative role) [Churchland (1989), pp. 139-151].

Churchland ha sabido ver que lo que está en juego en el problema mente-cuerpo no es sólo el de la naturaleza de la mente sino el de la naturaleza de la lógica (una crítica muy certera a Churchland está en Putnam (1990)). Eliminar la res cogitans y el lenguaje mentalista es eliminar el lenguaje y la lógica. Pero, si aceptar la existencia de agentes racionales conlleva atribuir a su discurso, o incluso al conjunto de su conducta, estándares lógicos, y si esos estándares lógicos dependen de una concepción mentalista inconmensurable con las descripciones y explicaciones objetivas de la ciencia, entonces nos enfrentamos al siguiente trilema: 1) Seguir conservando el mentalismo para conservar la lógica, 2) aceptar el eliminacionismo, eliminando lenguaje y lógica, 3) eliminar el mentalismo y conservar la lógica, dotándola de carácter trascendental. A nuestro juicio, la opción correcta es la tercera, es decir, aceptar la lógica como el instrumento normativo que aplicamos cuando presuponemos la racionalidad a alguna entidad del universo. Ello nos obliga a aceptar que la inconmensurabilidad de los discursos físico y mental surge por la incompatibilidad entre los ámbitos objetivo y normativo. En ese sentido, aun siendo materialistas, la consideración de las actitudes proposicionales de aquellas entidades a las que presuponemos como agentes racionales como instanciaciones de estados neurológicos sigue siendo verdadera, pero irrelevante para en el nivel lógico, es decir, aquel en que trataremos a los agentes racionales como agentes normativos.

* Licenciado en Filosofía. Dirección electrónica: jose.a.rubia@uv.es


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