Alfa. Revista de la AAFI.
"FRANCISCO GINER"
Américo Castro*
Sus hijos adoptivos decidieron un día que no llegase a él directamente el sueldo de profesor. Su modesto haber como catedrático de Filosofía en la Universidad de Madrid iba a parar, muy a primeros de mes, a los menesterosos y lastimados de toda suerte que, conociéndole, ponían así a prueba el impulso irrefrenable de su bondad. Don Francisco daba a los otros y no guardaba para sí. El diálogo era, más o menos, éste:
-¡Pero don Francisco, si ya no le queda nada; lo dio todo, y estamos a 5 del mes!
El abuelito acariciaba su barba de nieve y, cual una criatura sorprendida en falta, mecía la cabeza, oscilando entre dos deberes contradictorios. Una cabeza que, más que por el sol, su gran amigo, parecía atezada y curtida por el alma en brasa de que era espejo.
-Sí, tenéis razón; pero si hubiérais oído a aquella mujer, visto a aquellos niños...
A su persona concedía un mínimo, dentro, no obstante, de las exigencias de subido decoro que él se había trazado. Baño diario, rasgo exótico en el Madrid de hace setenta años; comida y mesa pulquérrimas, ropa diariamente cambiada, pero de calidad ínfima (camisas de a seis reales). No toleraba ser servido por nadie dentro de su austera habitación, y sus trajes eran de extremada modestia. A pesar de ello, tras la humilde envoltura se percibía al señor de estirpe distinguidísima y, ante todo, la prodigiosa dignidad de su espíritu. Pudo serlo todo, brillar como gobernante o en la vida social más alta. Mas no aspiró a ninguna popularidad; y ante él se recataba la lisonja trivial. Acogía junto a sí a quienes poseían o aspiraban a lograr una jerarquía superior en el plano del espíritu. En aquella inolvidable sala de recibo conocimos a gentes de toda clase de distinción: lores, artistas, sabios de renombre universal, que experimentaban la maravilla de su trato. La conversación era fascinante. Al dejar una noche su salón en compañía de alguien excepcional que nos visitaba, el viajero insigne hubo de preguntarme: "¿Y hay otras personas así en España?"
Nunca caía en actitudes vulgares o desmayadas. Cierto día le vimos dormitar oyendo una conferencia, y al bromearle por ello, su donaire andaluz no se hizo aguardar: "Qué quieren ustedes; el sueño a veces es una opinión." A los setenta años trepaba a las crestas de la sierra con el brío de un adolescente. En la intimidad de los suyos, mantenía con gracia sutil la alegría y la tensión de los ánimos. Jovial a su hora, grave y arrebatador al penetrar en los recintos esenciales de la emoción y la sabiduría. Improvisando al piano, junto al fragmento importante, surgía acaso el eco de un tono popular. A él oímos decir por primera vez la deliciosa seguidilla: "En la torre más alta de San Agustín, hay un fraile, madre, que canta en latín". Su gusto por el folklore era extremado, y su huella se adivina en la obra de Joaquín Costa y en los estudios folklóricos de Machado (el padre de los insignes poetas). Escala completa, matizadísima, de una vida a la que nada humanamente digno fue ajeno. Doliente de su última y angustiosa enfermedad, hasta el final se mantuvo firme y sin doblegarse al sufrimiento: "Qué vergüenza, me he entregado", fueron casi sus postreras palabras.
Paseos inolvidables con el maestro por el terso y deslizante monte de El Pardo, tierra bien "sencida" (como el huerto de Berceo), pasto apenas hollado, que sólo sabía entonces de la ingenua dentellada de los gamos huidizos. Centenarias y solemnes encinas, orondas de barroquismo, hojas enbronce que enmarcaban el azul y el violado de las lejanías. Frente a tal horizonte aprendimos a concebir el sin límite de las cosas. Muchos años más tarde, las perspectivas del Guadarrama siguieron meciendo el sueño engañoso de un vivir que, ¡oh miseria!, no volverá. El grani6to impasible templaba su aspereza en la vegetación exacta y sin retórica, y al beso de un aire que cercaba en delicias cada objeto. En la senda solitaria nos precede la grácil y ondulante maravilla de una ilusión, voz de mil sabores, mundo de presencia y de alusiones en que se aunan todos los sentidos. Rumor de aquella recatada fuentecilla, tan difícil de hallar, manante en la peña viva, blando desliz de la roca. Como en la divina canción de Gil Vicente, había que preguntarse "si la sierra, o la fuente, o la estrella, es tan bella". Paisaje que no enmudece, que no consiente las alas replegadas. Por lo mismo, tal vez confiáramos con exceso en su promesa; aunque ya fue bastante haber podido sentirla tan próxima y haber podido grabar allá muy dentro sus trémulos espejismos. "Cuando el pueblo español esté a la altura ade su paisaje", había dicho Giner.
Bajo la encina, el frugal sustento, que el filósofo santo tomaba con mesura y pulcritud exquisitas. T veo, como en aquel instante, al niñito humilde cruzar ante nosotros, cabecita inclinada hacia la tierra en gesto inconsciente o preocupado, y que adquiere relieve singular contra el silencio de las tonalidades próximas: "Oh, los niños! Vea el encanto de esa criatura." Consagró su vida, la mejor y más bella que he conocido, a que los niños españoles¼
Mas decir lo que Giner deseaba para su España, para sus hombre futuros, no tolera ser retraído a la angostura de cuatro frases. Prefiero por ahora imaginarlo a él como persona, oír su voz dulce o severa ("¿cuándo va usted a dejar ese tonillo del Albaicín"?); su explicación de cómo la armonía y complejidad de una planta o de cualquier hermoso ser natural no eran menos prodigiosas que las del sistema filosófico de Kant. Momentos decisivos para la integración de una personalidad. Alentaba a la gente moza en forma que luego nos hacía sonreír, al darnos cuenta de todo el alcance de su indulgencia. ¡Qué recibimiento después de cada vuelta por el extranjero! "Pero vean ustedes lo que dice este muchacho, que ha oído hablar a Wundt en Leipzig acerca de una nueva clasificación de las ciencias."
Oía sin prisas, sin impaciencia. Sondeaba es espíritu en todos los sentidos. Qué satisfacción la de acompañarle a casa, al retorno de la Universidad, por aquellas calles entonces mal cuidadas, a veces embarradas. Don Francisco caminaba con sumo miramiento, no obstante sus zapatos de goma. "Cuidado -decía-; los chanclos no son una patente de corso para andar por el lodo." Luego la charla junto a la estufa, siempre de pie, moviéndose nerviosamente; un acento que quería ser castellano puro pero que, en los descuidos de la inspiración, tan frecuentes, dejaba escapar algunas inflexiones andaluzas. Allí se aprendía a no ser pedante ni amanerado, a eludir la frase hecha. Un buen discípulo de Giner no citaría doctrinas ajenas sin señalar su procedencia, ni daría como suyos pensamientos de otro. Nos habituaba a sentir los contactos entre la siempre algo adusta especialidad y el complejo total de la cultura. Incitaba a la averiguación rigurosa de cualquier verdad nueva y mantenía en guardia contra el riesgo de hacer como aquel alemán que nunca leía a Goethe por estar atareado con la estadística del comercio de exportación. A él deben las gentes de mi tiempo y de mi clase conocer la lengua alemana; influyó en la instauración de ciertas industrias al impulsar a unos técnicos leoneses a mejorar los productos ganaderos; hizo revivir la historia artística de España; inició el alpinismo y el gusto por el campo y los deportes; se interesó por las ciencias naturales y biológicas, y de Giner deriva, en última instancia, el amplio incremento científico que conoció España en los últimos treinta años. La moderna educación a él se debe; y, acaso ignorándolo, en todas partes lo imitan. A él debían centenares y centenares de gentes lo mucho que poseen de seres realmente humanos. He descubierto su huella en los más remotos rincones de España, y aquí, y en México, y en el Camagüey. Su gran faena fue saber labrar peldaños en las almas abruptas que se aproximaban en procura de un claro horizonte. Acontecía que el interlocutor, seducido, prolongaba en demasía su conversar o su escuchar; y en más de un caso le oímos lo que sólo él sabía decir sin arañar y suscitando sonrisas: "Yo que usted me iba." Y se salía de allí debiéndole algo que valía más que todas las ciencias, clasificadas o no: una postura ante el mundo y un punto de referencia aun dentro del caos más trastornante.
Sobre Giner no se han escrito gruesos volúmenes, ni en su honor acontecen actos commemorativos y solemnes. La prensa mantiene vivo su recuerdo entre los mal informados o indiferentes, que son los más. Porque no hizo vibrar el siglo con el tumulto de la proeza bélica, ni fue gobernante al uso, ni forjó una obra literaria en la que siguiera resonando el eco frecuente de su espíritu. No fundó religión, no se le achacan milagros, no descubrió ningún prodigio de la mecánica, no legó al futuro una capital doctrina científica o filosófica, que perviva desligada de su persona. Fue -no más- una lujosa flor de hispanidad, ofrendada con heroica elegancia en el ara de los callados sacrificios a la patria, según un rito tan prodigioso como inimitable en su belleza.
Suele decirse que para el español esencial la vida es acción, un deber ser, no un afanoso buceo hasta la entraña profunda de los seres. Ahora bien, para los hispanos de tipo sumo, es decir, declaradores de la última substancia de la hispanidad, la moral se vierte en pura estética, en meras y estilizadas formas. Y así las acciones, aun las en apariencia más prietas de contenido, consumen éste en el hecho mismo de su armonioso fluir. La vida recatada de Giner, arisca al encomio y olvidada de la popularidad, era así porque para nada necesitaba de los demás sino en la medida que le eran precisos para su plástica espiritual y excelsa. Moral y estética, olvido de las relaciones precisas y conmensurables, vestíbulo para el nihilismo racional, reducción del mundo a puros valores, que me valen sin que yo los conozca ni pueda definirlos.
La voz inefable cobraba en los labios de don Francisco (henchido de romanticismo) una expresión muy viva; los procesos interiores, en vías de llegar a determinarse en juicio y doctrina, le importaban más que las formas fijas y definitivas que el juicio y la doctrina revistieran. Una mente la suya que, por principios, adoraba lo problemático y repelía todo cerrado dogmatismo. De ahí que Giner no dejara, a pesar de sus muchos libros, ninguno que expresara con decisión y total nitidez su pensamiento radical, su credo de acción y vida. Y debía ser así, puesto que el libro de don Francisco fue el espléndido fluir de su vida, como la poesía única de Juan Ramón Jiménez yace en el mismo afán de perfección poética que le hace no mirar como última y definitivamente conclusa ninguna producción determinada. Poesía del poetizar; o el vivir del espíritu, como incesante filosofía del filosofar, en busca del absoluto humano, en perenne ascesis o ejercicio para conseguir no una verdad meta de tipo racional o científico, sino un acercamiento (en fin de cuentas más religioso que intelectual) al ámbito infinito del espíritu del Universo, presente y activo en cada instante de los tiempos y en cada punto del espacio. El Universo como templo. Lo inefable.
Ciertos rasgos del maestro eran muy perceptibles en aquel otro varón prodigioso y encantandor que se llamó Manuel B. Cossío, que a las veces acae a algunos discípulos destacar en más relieve ciertas tendencias del precursor. En mis conversaciones con Cossío, anciano y doliente, lamentaba que no se decidiera a poner por escrito muchas de las sugestivas ideas sobre arte y vida que se le ocurrían en el transcurso de nuestras pláticas, y que fatalmente veía iban a perderse para los demás. Y él sostenía que ya era bastante hacerlas vibrar en el aire de la conversación. Lo cual no puede interpretarse ni como modestia simple, ni como leve esteticismo, ya que en eso justamente se descubre la radical posición frente a la vida a que antes me he referido. El momento fugaz es sostén de cada idea, la cual vale en cuanto aspecto de una función vital y creadora, que ésa sí es radicalmente esencial. El momento fugaz arrastra en su vuelo la idea o el dicho feliz, como el punto de amor quema un infinito sin resto, punto inguardable e intransferible, que en cada instante necesita ser recreado ex nihilo. De ahí el absurdo de exigir consecuencia de causa a efecto a lo que es un eterno y absoluto renacer. La mujer del amor perfecto es la que siempre parece estar llegando de nuevo, aunque nos ocurra su vista veinte veces en el mismo día.
Decía hace un instante que Giner no se había distinguido por estas o aquellas actividades que comúnmente sirven de escala al valor imperecedero. Y he aquí que todas esas negaciones precursoras, lejos de devastar los contornos de su ser magnífico, sirven tan sólo para descubrir el foso tras el cual se alza una maravillosa fortaleza humana, tan segura de sí como desdeñosa del más allá. Un firme plan regulaba los menores actos de don Francisco Giner de los Ríos. Pero su virtud y su atractivo no procedían de que tales actos se acordaran con sus principios, como acontece a quienes parecen consumir toda su fuerza en mantener en tenaz soldadura un programa y una vida. Lo admirable y admirado de Giner era el espectáculo de cómo iba proyectándose la doctrina en el vivir. Admiraba que tal torrente de calidades, cuyo fragor se dejaba advertir muy luego, tolerara encauzarse en el estricto límite de la santa e inteligente acción de cada día. A veces lamentábamos, los que éramos menos santos, que siendo tan eximio filósofo, y sabio en tanta cosa, no se arrojara a laborar en tareas absolutas de ciencia o arte más bien que en el moldeo de espíritus necesitados de una dirección. Pero en Giner revivía el ardor de nuestros cazadores de almas del siglo XVI; una religiosidad sin exponente determinado se humanizaba en ciencia y moral y fulgía en destellos de arte. Humanismo ascético, pero que ya no desdeña el mundo; porque el mundo se había redivinizado, como un abierto templo del espíritu.
El recuerdo de Giner de los Ríos es hoy un refugio y, por tanto, una pausa de aliento. Su sueño de una patria alerta y concorde, ¿qué fue de él? ¿Se hubiera podido salvar España con sus métodos, que aspiraban nada menos que a la reedificación de cada existencia según planos exquisitos, reaccionando contra anquilosis y perversas deformidades, acaso inveteradas? ¿No era, a pesar de todo, muy chica vacuna para tan ancho cuerpo? No pretendía don Francisco extranjerizar a España, cuya peculiaridad en lo que tenía de valiosa adoraba como nadie. ¡Aquella su laude de la expresión hombría de bien, intraducible a ningún idioma! Quiso rehispanizar a España con limpios fermentos de pura hispanidad. Porque vio que era imposible el combate directo y de frente, como lo sería querer horadar el túnel a cabezadas. Entre el ambiente temeroso de una nación adormecida y sin ninguna clara volición y su ímpetu transformador interpuso unos procedimientos sumamente lentos, lo más contrario que cupiera a una acometida espectacular o revolucionaria. Juzgaba aquel hombre santo e inteligente que reformando el ánimo del niño y el del joven, y rectificando las mentes con nobles ejercicios de vida e intelecto, a la postre el ánimo y la mente de España serían otros, sin dejar de haber sido nunca ellos mismos. Tensión impetuosa en la raíz del propósito; mesura delicadísima en sus realizaciones. Eso fue, y no otra cosa. Supo ser el mejor, y a tal fin ordenó su prodidiosa inteligencia. Era ésta tan sutilmente tajante que hubiera podido permitírselo todo, y siempre le habría sobrado margen para ser ensalzado. Fue una virtud de pleno conocimiento. "Todo en esta vida tiene su precio", solía decir. Pero él no rehuyó ningún riesgo, ni ante su presente ni cara al futuro.