Alfa. Revista de la AAFI.
ESPERANZA Y FINITUD
Manuel Rodríguez Cerro*
"Mientras se vive, nada está definitivamente perdido, puesto que la acción presente puede siempre reconducir el pasado y darle un sentido nuevo. Actuando nos recreamos continuamente. En el menor de nuestros actos está contenida la posibilidad de transfiguración de toda una vida. Y esta grandeza y la acción portadora de sentido es la fuente del coraje cotidiano, y la que asegura a cada uno, y a la humanidad entera, la perennidad de la esperanza."
Jean Lacroix, Amor y persona
La finitud es la limitación temporal de nuestra vida, ese conjunto de momentos finitos. La finitud es el límite infranqueable de nuestra existencia. Es decir, disponemos de un tiempo limitado. Podríamos preguntarnos si el hecho de la muerte, la limitación de nuestra existencia, significa que nuestros anhelos y logros están destinados al fracaso, que con la muerte se reducirían a ser nada.
¿Puede la muerte anular lo que alguna vez hemos vivido e incorporado a nuestro ser, lo que de alguna manera hemos puesto en el mundo? ¿Le quita sentido a la vida la muerte? ¿Es la vejez el tiempo de la decepción?
Vivimos hoy el mito de la juventud. Parece como si el paso del tiempo nos quitara posibilidades, como si la vejez fuera el camino de vuelta y no tuviera ningún sentido; se nos invita a luchar contra las arrugas de la cara, se nos induce a un culto extremo del cuerpo, a mantener una línea esbelta; con todos estas cualidades seremos felices, conseguiremos la dicha. En definitiva, se nos propone un modelo biológico -biologicista-, de existencia, superficial y narcisista.
Esta propuesta en sí misma nos conduce a la frustración, a la desesperación, pues es inútil luchar contra el paso del tiempo. Se nos convoca con ello a estar demasiado pendientes de nosotros mismos, pero de los aspectos más superficiales que, aislados y no asumidos, desfiguran nuestra identidad. En efecto, es muy difícil que un rostro se defina por otra cosa que por sus arrugas, porque las arrugas se forman por la fisonomía, por la forma de reírse, por la forma de fruncir el ceño, por la forma de esforzar los ojos para mirar mejor, y todo ello forma parte de nosotros mismos, nos configura.
Cada edad tiene sus valores. La juventud es la época del entusiasmo, de la beligerancia. Quizá sea más bonita la juventud, pero la madurez es más productiva: la serenidad y la ecuanimidad, el hecho de poder orientarse mejor y poder orientar, eso es maravilloso. Y eso se da en la madurez. Y por eso no es bueno mitificar una edad en detrimento de otra.
En realidad, el tiempo ni nos da ni nos quita nada. El tiempo sólo nos da la oportunidad para que, ocupando un poco de él, nosotros vayamos en busca de la sabiduría, de la serenidad. El tiempo no nos da nada. Si nos lo diera, bastaría con cruzarse de brazos, sentarse y que él nos hiciera crecer, nos vistiera, nos diera conocimiento, etc. Si uno no ha estado con los ojos abiertos aprendiendo las lecciones diarias, llega a la vejez -ya con poco tiempo por delante- sin haber aprendido, sin haber acumulado, sin haber madurado y haberse perfeccionado.
Por ello la limitación temporal de nuestra vida, la finitud, nos invita, nos estimula para aprovechar las oportunidades que se nos ofrecen y que, de no aprovecharlas, pasarán y no volverán. Dice Viktor Frankl: "nunca es demasiado tarde, nunca es demasiado pronto, lo cual significa que siempre se está a tiempo." Por otra parte es legítimo, aunque triste y desesperanzador, decir que el hombre es un ser para la muerte, que está destinado al fracaso. Pero también es legítimo decir que el hombre es un ser contra-la-muerte (G. Marcel), un ser para-la-esperanza. La esperanza no es pasividad, no es resignación, no es rutina, no es pereza; es por el contrario rebeldía, inconformismo, valentía y coraje, compromiso, decisión libre, afirmación de sí, confianza ilimitada en uno mismo y en la realidad; es dar crédito a la realidad. "La esperanza es la vida y la respiración del alma". "Mientras hay vida hay esperanza", dice el refrán. Pero mejor sería decir, como le escuché matizar una vez a mi amigo Miguel Sancho Ponce, que "mientras hay esperanza, hay vida".
Para el hombre sin esperanza, el tiempo está cerrado y el futuro es un vacío. Cuando, a pesar de la situación más intolerable en que me encuentre, de la "insoportable presión del presente", no caigo en la desesperación, es porque y en la medida en que "en el seno de esta existencia actúan ciertas potencias secretas". Una de tales potencias secretas, que envuelve al hombre en medio de la noche, es la esperanza (Marcel).
Vivir en esperanza es tener la firme convicción de que, a pesar del sufrimiento, la vida no carece de sentido porque nosotros podemos "transformar el sufrimiento en realización" (Frankl), es decir, podemos transmutar el dolor en energía creadora transcendiéndonos a nosotros mismos, siendo ejemplo para los demás, siendo un modelo de humanidad, un testigo de amor, sufriendo contigo, por ti, para ti. "No hay en la vida ninguna situación que el hombre no pueda ennoblecer haciendo algo o aguantando" (Goethe).
Merced a la posibilidad de encontrar un sentido en el propio fracaso elevándonos sobre nosotros mismos, autotranscendiéndonos, madurando y "dando así testimonio de la facultad más humana del hombre: la de transmutar una tragedia personal en triunfo, merced a esta posibilidad -la posibilidad de encontrar un sentido en el sufrimiento- el sentido potencial de la vida es incondicional: la vida tiene sentido bajo todas las condiciones y en todas las circunstancias, aun las más adversas" (Frankl).
Pero otro ingrediente de la madurez y del paso aprovechado del tiempo lo constituye la sabiduría de la renuncia, haber aprendido también a liberarse con serenidad de nuestros infantiles afanes de omnipotencia. Con la renuncia, está uno salvado del aguijón de la avidez.
Y por último la muerte. Viviendo como vivimos en presencia de la muerte como el límite infranqueable de nuestro futuro y la inexorable limitación de todas nuestras posibilidades, nos vemos obligados a aprevechar el tiempo de vida limitado de que disponemos y a no dejar pasar en balde, desperdiciándolas, las ocasiones que sólo se le brindan una única vez y cuya suma "finita" compone la vida.
"La finitud, la temporalidad es un factor constitutivo del sentido de la vida misma. El sentido de la existencia se basa en su carácter irreversible" (Frankl). Pero, en realidad, la muerte nos invita, nos estimula a la acción responsable, a aprovechar las oportunidades que sólo se brindan una única vez (Frankl). Por eso, podemos decir con Lao Tsé: "Haber cumplido un deber significa ser eterno".
Profesor del I.E.S. "Padre Manjón" de Granada.