Alfa. Revista de la AAFI.


FINITUD Y RESISTENCIA

Fidel Muñoz Villafranca*

Para Carmela y
para los alumnos de 2º de Bachillerato
del I.E.S. "Las Salinas",
del curso 97-98,
jóvenes y atolondrados
(valga la redundancia)

"En el fondo de un bullicioso café,
inclinado sobre la mesa, está sentado un viejo;
con un periódico delante, sin compañía.
Y en el abandono de su triste vejez,
medita cuán poco gozó de los años
en que aún tenía vigor, verbo y belleza.

Sabe que ha envejecido mucho; lo siente, lo ve.
Y, sin embargo, el tiempo en que fue joven le parece
ayer. ¡Qué poco tiempo hace, qué poco tiempo!

Ve cómo de él se burló la Prudencia
y cómo en ella fió siempre -¡qué locura!-
que falaz decía: "Mañana. Tienes mucho tiempo."

Recuerda impulsos que contuvo y tanto
gozo como sacrificó. Cada ocasión perdida
se burla ahora de su sensatez sin seso.

... Pero de tanto pensar y recordar,
el viejo cae aturdido. Y se duerme
apoyado en la mesa del café."

"Un viejo" (1897), de Konstantinos KAVAFIS (1).

Todos somos ese viejo, y lo somos ya, sean cuales sean nuestros años vividos. Todos estamos abocados a la misma pérdida y fracaso. Todos nuestros empeños y conquistas, la belleza, la bondad, la inteligencia corren sin tropiezo y sin remedio hacia el olvido y la nada. La realidad es dura y obstinada como la implacable estofa de la que está hecha: el tiempo. El tiempo nos hace y nos deshace como un escultor eternamente insatisfecho con lo que crea: nada vale tanto como para que merezca durar siempre.

La textura temporal de la condición humana se llama finitud. La finitud significa que no todo es posible a la vez, y que lo que una vez fue posible ya no lo es. La finitud es expresión de la imposible concordia de la realidad y el deseo: el deseo, que siempre quiere más y mejor, se ve indefectiblemente desengañado por una realidad que siempre le resulta mezquina y deficiente. Como dijera la sorna de Quevedo, "la realidad es mucha y es mala".

La madurez consiste en la conciencia de la finitud, en la aceptación de que la realidad tiene su peso y su consistencia propios, ajenos e indiferentes a los deseos humanos. La madurez es comprender que nuestros deseos sólo pueden saciarse en el mundo, pero que el mundo no está hecho para que nuestros deseos sean saciados. Seguramente por eso, los hombres lúcidos, conscientes de su finitud, suelen ser melancólicos, tal y como ya observó Aristóteles.

La madurez es hija de la experiencia, severa maestra que nos instruye en el aprendizaje de la decepción. Por eso la madurez se opone a la juventud, el tiempo de la inexperiencia. Para la conciencia juvenil, que sólo conoce la faceta creadora del tiempo, todo es futuro, todo está por delante, todo es posibilidad. Los jóvenes no se toman en serio la oposición de la realidad. Para ellos no existen límites reales; todo límite es visto como un accidente perfectamente superable, que el tiempo mismo se encargará de superar. Incluso el límite más radical, la muerte, les parece una ilusión, algo que se dice que le ocurrió a Fulano o a Mengano, algo que, en cualquier caso, les ocurre siempre a otros. Quizás este sentimiento imprudente de invulnerabilidad explique por qué son los jóvenes las principales víctimas en las carreteras.

La ceguera frente a esta ambivalencia del tiempo, creador y destructor a la vez, da pie a la más tentadora de las supersticiones que atenazan la vida de los humanos: la esperanza. La esperanza es la creencia ingenua de que el tiempo siempre juega a nuestro favor, que el tiempo cura todas las heridas, que, pese a todo, habrá un final feliz. La esperanza promete mucho y cuesta poco, por eso resulta tan tentadora. Pero, aunque no sea mala en sí, suele venir en siniestra compañía: la resignación, el abandono y la desidia. Si el tiempo acabará curándonos de todos nuestros males, lo mejor será esperar...a ver qué pasa.

Otro aciago acompañante de la embaucadora esperanza es esa "Prudencia sin seso" de la que nos habla Kavafis. Esta "Prudencia", ignorante del hecho constitutivo de la condición humana: la finitud, no tiene nada que ver con la prudencia aristotélica, consistente en la humanamente imprescindible capacidad de discernir lo que es mejor en cada caso. Esta "Prudencia" mezquina que siempre posterga la vida para mañana, en realidad, es una apariencia más de la funesta resignación: la resignación ante las reglamentaciones, las convenciones y los prejuicios de nuestra época, ante lo que los funcionarios de la esperanza y de lo inevitable tienen por más apropiado; en definitiva, ante lo que se dice que es lo mejor.

¿Entonces, frente a la finitud, sólo cabe la desesperación? Esta es la opción de los supersticiosos desengañados. Sin embargo, en el poema de Kavafis está melancólicamente implícita una alternativa: la resistencia.

La resistencia es el decidido empeño por tomarse en serio la realidad de nuestra libertad, la capacidad creadora de nuestra propia experiencia humana. La resistencia es la negativa a asistir impasibles a los avatares de nuestra vida. La resistencia es la voluntad inquebrantable de que nuestra vida sea efectivamente nuestra.

Todos los logros e instituciones humanas que merecen el calificativo de civilizados, desde los derechos humanos y la democracia hasta la seguridad social y la educación universal y gratuita, son frutos de esta tenaz resistencia humana a la fatalidad de la existencia, a su carácter arrollador y devastador. Cuando no hacemos oídos sordos a nuestros más profundos deseos -o como diría el mismo Kavafis, cuando les concedemos la oportunidad de merecer "una noche de placer o un luminoso amanecer"-, ni a los de nuestros semejantes; cuando atendemos y cuidamos a nuestros amores y nuestros amigos, los cimientos que sostienen nuestra voluntad de resistencia; cuando ponemos todo nuestro empeño en hacer bien el trabajo por el que nos hacemos dignos de la comunidad a la que pertenecemos; en todas estas ocasiones estamos resistiendo, defendiendo nuestra libertad.

¿Y todo esto, para qué? La felicidad debe parecerle un cándido anhelo al consciente de su esencial finitud. Sin embargo, hasta el más miserable de los mortales ha vivido algún momento de plenitud, en el que parecía no faltar nada, en el que nada parecía negársenos, en el que, por fin, quedaba restañada la insalvable cisura entre realidad y deseo. Esos momentos de plenitud van acompañados de un sentimiento de seguridad e invulnerabilidad: nos sentimos a salvo e inaccesibles a cualquier daño o quebranto. Este insólito sentimiento brota de la inexplicable certeza de que esos momentos plenos quedarán como instantes imborrables en la avasalladora corriente del tiempo, al menos del tiempo de nuestra memoria.

Sabemos que la guerra está perdida, que el implacable torrente del tiempo acabará tragándoselo todo. Pero esos raros instantes en los que se iluminó la existencia se distinguen como inequívocas señales de que la resistencia no es inútil, de que también a nosotros, en nuestra finitud, nos es dado el privilegio de gozar del beneficio divino de la inmortalidad, al menos por un momento. En cualquier caso, es nuestro afán sin desmayo de resistencia, de fidelidad a nuestra libertad, lo que nos hace dignos de tan magnífico regalo. Y eso es lo que importa. Lo importante es hacernos dignos de ser felices por la fidelidad demostrada a nuestra humana condición. Y puede que, para nosotros, simples mortales, la conciencia de semejante merecimiento no sea distinta de la felicidad misma. En nuestra misma obstinada voluntad de resistencia encontramos ya la más alta recompensa de la que nos es dado disfrutar. ¿Acaso puede haber recompensa más alta que la de saberse merecedor de todo?

En el poema "Un viejo", Kavafis nos presenta un retrato de la condición humana: la finitud, y un proyecto moral: la resistencia. Kavafis es universalmente reconocido como un gran poeta; pero nosotros, solamente leyendo este poema, lo reconocemos también como un sabio, es decir, como alguien que sabía bien en qué consiste el difícil y desconcertante oficio de vivir, porque supo sacar provecho del infrangible paso del tiempo.

Profesor de Filosofía del I. E. S. "Las Salinas", de San Fernando, Cádiz.


Nota:

1) Traducción de Pedro Bádenas de la Peña.

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