Alfa. Revista de la AAFI.
LA DISOLUCIÓN TEÓRICA DE UN MATRIMONIO MORGANÁTICO
José Luis Abián Plaza *
Roberto R. Aramayo
La quimera del Rey Filósofo
Taurus, Madrid, 1997
La opinión pública española, aun la dotada de cierta cultura política, suele por lo general hacer un balance extremadamente negativo de la tarea de sus políticos, a pesar de estar afianzada la idea de la democracia como el mejor de los sistemas que se han conocido respecto a la forma de los Estados. Durante años, sociólogos y politólogos venían a encontrar el fundamento de esta actitud en el hábito consistente en despreciar a todos los políticos en general, costumbre heredada de un régimen cuyo líder fue capaz de responder a uno de sus recién nombrados ministros, con la frase: "haga usted como yo, no se meta en política". La idea preconcebida de que los políticos no destacan por sus cualidades morales a causa del carácter instrumental de sus acciones fue muy popular durante la dictadura franquista, donde generalmente se tenía un extraño concepto de política, pero pudo haber servido para que más de dos décadas después de 1975, muchos ciudadanos siguieran considerando positiva a la democracia, pero negativos a la mayoría de los políticos profesionales.
El problema se plantea cuando esta idea negativizadora de la política se da en aquellas personas que sólo conocen la anterior época como tema histórico, pues han vivido la mayor parte de su existencia o su totalidad en un sistema democrático. Se puede pensar que esta actitud es heredada en algunos casos, pero la gran mayoría de los ciudadanos han interiorizado los valores democráticos actuales, y a pesar de ello la actividad de los políticos sigue siendo mal considerada. Esta negatividad de la acción de los políticos está siendo mostrada también en otros muchos países democráticos, lo que añade una carga mayor de incongruencia a la tesis de la transmisión de la desconfianza política a causa de un pasado totalitario reciente.
Desde que la política es asunto de discusión, los filósofos
se han ocupado de ella con el fin de desenterrar sus tesoros más
preciados, obviando en muchos casos la posibilidad de teorizar desde el
propio concepto de poder, que es -en la práctica- el instrumento
más cercano al ojo del observador. En estos casos el tesoro encontrado
brillaba con la clara luz de la ética, que se conformaba así
en el igualitario corazón escondido bajo las impuras y malévolas
capas del poder y sus sinónimos. El esfuerzo de los filósofos
ha consistido precisamente en contemplar a la ética como basamento
de la actuación política, intentando desvelar qué
y cómo se debe realizar este íntimo hermanamiento entre la
práctica del poder y la teoría moral que la debía
sustentar. La cuestión es que a pesar de los moralistas, la política
sigue teniendo mala imagen, porque parece que luego de establecerse mecanismos
históricos de control político, como la división de
poderes y el recurso a los derechos humanos, la actuación política
sigue existiendo desde razones alejadas de la ética, o la auxilia
en su justificación alguna ética política que aupa
la razón de Estado al trono de la necesidad.
Un dilema históricoRoberto R. Aramayo parte, efectivamente, de esta constatación, y siendo la ética un discurso que se basa de modo preciso en la equidad, considerada como un fundamento honroso de la acción, se sumerge en la búsqueda de una respuesta a la cuestión:"¿es realmente incompatible (la política) con los dictados de la ética?". El propio subtitulo de la obra es toda una declaración de intenciones (Los dilemas del poder, o el frustrado idilio entre la ética y lo político) y no deja resquicio alguno para la duda. Hubo -y hay- intenciones moralizantes en los políticos que acceden a esta práctica desde sus firmes convicciones axio-ideológicas, pero no es menos cierto que esta intención de someterse a las exigencias de la moral como instrumento regulador de la práctica política no ha dado claros resultados, y todo hace pensar en la impotencia de base que presenta el político moralizado, frente a la perversión que resulta de la tentación de practicar el poder, bien que de modo indirecto, en el moralista político. Ambos personajes, el político moralizante y el moralista político (1), el impotente y el pervertido, van a ser las claves a partir de las que Aramayo husmeará desde su muy particular selección de pensadores que han ido acotando el problema con sus obras, escritas o practicadas, en la condición dilemática que presenta la relación entre la ética y lo político. Desde el mito del oficial lidio Giges, presentado como categoría básica de este dilema y utilizado como hilo conductor de la obra, hasta las consideraciones que aparecen en Platón, Maquiavelo, Federico el Grande, Voltaire, Diderot, Kant y Weber, para acabar con la presentación de otro antiguo relato, el del hindú Kautilya, se van desgranando las etapas que han forzado a considerar quiméricas las relaciones entre estos dos ámbitos prácticos. El ciclo se inicia y se consume así desde dos grandes mitos, que encierran dentro de sí todo el aspecto dilemático que la razón filosófica nos ha ido presentado a lo largo de la historia de este problema. Qué duda cabe que la personalísima selección que hace el autor muestra con gran energía estos aporéticos aspectos que relaciona la ética y la práctica política, pero también es cierto que cabría un mayor rigor en la exposición de esta temática, si no se hubieran olvidado algunos de los peldaños que han conformado la escalera que conduce hasta el umbral de la muerte de este idilio. Si la política se reduce a la ética en el casamentero más importante de la historia de esta relación, Platón, también la ética puede considerarse una especie de la política, y hubiera sido interesante adentrarse también en esta línea de pensamiento, y haber introducido al viejo Aristóteles, iniciador de esta idea. Se echa en falta, asímismo, la contemplación de una relación trascendente entre ambas instancias, como ocurre en la filosofía política medieval, que de algún modo regula a través de sus estudios jurídicos una condición humana ciertamente subvencionada por la divinidad, pero que aportará a través de la visión naturalista del derecho un matiz de igualdad consustancial de los humanos, que ha sido tan importante a la hora de recrear jurídicamente la relación entre la ética y lo político. En todo caso, si bien Platón nos casa por lo civil estos dos ámbitos, no hubiera estado mal asistir a una boda por la Iglesia, evento realmente importante para ilustrar la arqueología de este desamor. De entre los reyes-filósofos, unas palabras acerca del primero de los que forman este género, Marco Aurelio, no hubieran caído en saco roto, pues en este emperador se muestra todo el pragmatismo de la acción política aliñada con unas arraigadas convicciones teóricas, a las que se suma un nivel nada desdeñable de buena fortuna. De todos modos, pedir más rigor informativo significaría también solicitar otra clase de obra, estructurada de manera más académica y apartada de la exquisita liviandad que practica Aramayo en este libro ameno. Para enseñar lo que nos dice Weber, que "es cierto que la política se hace con la cabeza, pero en modo alguno solamente con la cabeza" (2), bien nos puede valer en principio este singular ramillete de muestra.
El aspecto vital de la práctica política: el Síndrome de GigesCuenta Herodoto que Giges, un oficial destacado de la corte del rey lidio Caundales, fue solicitado por éste para que contemplase a escondidas la desnuda belleza de la reina, Nisia. Con este mandato el rey no sólo hacía verificar la legendaria hermosura de su esposa, sino que además sometía a su oficial a la dura prueba de contemplar una beldad que no podría hacer suya sin traicionar la confianza del monarca. Nisia simuló no percatarse de la secreta mirada de Giges, pero al día siguiente se acercó al asistente de Caundales, y le dijo que ante tamaña afrenta uno de los dos hombres debía morir, porque ella no es dama que pueda ser compartida, ni siquiera por el procedimiento de la contemplación íntima. Sólo un rey puede ser poseedor de tal visión. Giges, naturalmente, se sentó en el trono de Lidia.
Aramayo nos ofrece otra narración acerca de Giges, la conocida
versión platónica del segundo libro de la República.
El esquema del mito es similar, aunque en este caso el oficial utiliza
un anillo que volvía invisible a su usuario. Con él contempla
a la reina y a causa de tal acción asesina al rey y desposa a su
viuda. Tanto en un relato como en el otro, Aramayo interpreta esta alegoría
desde el significado del ansia de poder que se desvela a partir de la simple
contemplación del mismo. El poder tiene una naturaleza tal que incita
a competir por él y a no compartirlo por más de un sujeto.
Es más, el poder atrae de tal modo que su defensa hace incumplir
en muchos casos los dictados de la justicia, como explica Glaucón
en el libro platónico, de modo que el secreto oficial, el anillo
mágico que vuelve invisible, es en ocasiones mucho más tangible
que los valores con los que se pacta e instituye el Estado. No es, sin
embargo, el mito de Giges el único relato que presenta la ascensión
al poder desde el aspecto interesado que nos enseña esta visión
psicologista de la política, pues en la órbita de la literatura
política oriental, un tratado, el Arthasastra de Kautilya,
escrito trescientos años antes de la era cristiana, nos muestra
cómo para evitar el imperio de la "ley de los peces" o estado de
naturaleza similar al hobbesiano, se hace necesario instaurar un pacto
social desde el que surja la figura de un soberano. No obstante, una vez
que ha ocurrido esto, el monarca debe gobernar en interés propio,
aunque sabiendo que un estado de bienestar general es el mejor modo de
seguir detentando el poder y usar sus beneficios. Aramayo nos hace ver
de qué manera Kautilya recomienda la creación de un complejo
servicio secreto, que -como el anillo de Giges- pueda usarse en defensa
del soberano y su reino. Pero también es interesante señalar
que, para el filósofo oriental, debe ser el intelectual quien gobierne
indirectamente, en la sombra, porque maneja con mayor habilidad los entresijos
del cálculo instrumental. El rey-filósofo deviene aquí
ministro-filósofo, lo que le permitirá salvaguardar sus convicciones
morales sin hacerse responsable de las acciones derivadas de la práctica
del poder. Este talante maquiavélico soterrado, en el que el interés
intelectual pudo estar condicionado por la cercanía al poder, va
a ser palpable en la visión que Aramayo nos presenta de los pensadores
políticos que selecciona en su obra.
Interés filosófico/interés del filósofoEl síndrome de Giges planea sobre los grandes pensadores de lo político. Esta tesis se observa en el estudio de cada uno de los filósofos tratados: la política sólo debería interesarle al filósofo como objeto de estudio. A lo sumo el teórico puede encontrar el deber de señalarle al político sus desviaciones respecto al camino que ha trazado de antemano, sobre todo si éste se ha dibujado con la intención de afrontar una situación socio-política inicial con las armas de la ética.
Que sólo es interesante la práctica política cuando se la teoriza parece ser el camino iniciado por el primer gran pensador político, Platón. En el quieto mundo ideal es posible que un filósofo sea rey, pero en la realidad factual esto conlleva que el filósofo tenga que ser rey con anterioridad. Esta circularidad imposibilita la moralización de la política, ya que el filósofo aupado al trono debe realizar cambios en la República, con vistas a su mejoramiento moral, y estos cambios son imposibles si el político -qua filósofo- conoce la impotencia paralizante de la teoría moral que fundamentaría la práctica política, cuando deba "mancharse las manos" por el bien del Estado. Por eso la Academia se tomó en serio la posibilidad de crear filósofos a partir de los gobernantes en activo, aunque terminó por concebir ella misma la figura del filósofo-político, dispuesto a gobernar allí donde se le reclamase para tal función, vista ahora desde un acendrado sentido del deber y no del poder, conjugando así el saber teorético y el práctico-prudencial. La historia nos dice que en efecto existieron filósofos enviados por Platón para reformar las constituciones de varias poleis, pero no valora moralmente estas actuaciones. Aramayo sí decide optar de manera clara: entre el balance positivo de Guthtrie y el negativo de Popper, la elección se decanta por este último. Para el autor de La sociedad abierta y sus enemigos, los gobernantes platónicos cometieron tantas tropelías que actuaron en definitiva como cualquier déspota, tal vez porque fueron filósofos que gobernaron qua políticos. Como es sabido, Popper va más lejos, porque señala el conocido pasaje 386b del tercer libro de la República, como el texto donde el mismo Platón duda sobre si es viable la celebración de un matrimonio -sin duda morganático- entre la noble moral y los gobernantes de la comunidad política factual.
En un salto de más de un milenio de historia, insuficientemente justificado, a nuestro juicio, con la idea de la persistencia de los planteamientos platónicos en el medievo, Aramayo nos acerca a la figura del florentino Maquiavelo, donde por primera vez se consuma el divorcio entre ética y política. Más que divorcio, en realidad se trataría de una nulidad matrimonial, pues ambas instancias mantienen una relación paterno-filial, siendo la política un elemento independizado de la moral cristiana, pero de la misma filiación práctica (I. Berlin). Los valores que sustentan la moral (en principio cristiana) y la política (en principio renacentista) son incompatibles, porque se basan en distintos códigos éticos, pero ambos -siempre según Berlin- son esencialmente morales, pues se centran en la vida de un sujeto, el individual, para el que los valores cristianos son determinantes, o el social, donde el cuerpo a preservar es un colectivo abstracto administrado por el poder del gobernante. En realidad Maquiavelo sólo reflexiona sobre una cosa: la razón de Estado, sin que esto signifique, empero, algún tipo de jerarquización entre la ética y la política; posiblemente haya incluso un deseo de emancipación de ambos continentes, conformados en un hiato que imposibilita en principio cualquier relación de subordinación entre una y otra actividad práctica. A pesar de las visiones rousseauniana o spinoziana, para quienes el florentino ejemplariza algunos desmanes para instruir al pueblo en su lucha contra la tiranía, o de la más cercana lectura de J.M.Bermudo, donde Maquiavelo es visto como un "moralista empecinado en forjar una ética de urgencia" (p.45), Aramayo cree que el florentino escribe -a la manera de los "espejos de príncipes" medievales, pensamos nosotros siguiendo a Rafael del Águila (3)- para uso de la casta política y desde la normalidad politológica de esa época y de ese espacio, siendo capaz de elevar a categoría lo que aparece como anecdótico y fundar así una nueva ciencia, la Política, a través de un método descriptivista y tipológico, tan caro a los politólogos más clásicos. En este espejo que es la obra de Maquiavelo, la imagen que surge y que cubre por entero la superficie de la luna no es otra que la faz del político, que toma ahora los rasgos del Estado. Las recetas que se plantean para conservar la seguridad y el bienestar del Estado son, pues, instrumentos para seguir en el poder, de modo seguro y beneficiándose de él, lo que otorga carácter político y no moral a este asunto y, por lo tanto, su solución debe ser exclusivamente instrumental. Por eso, andar levantiscos con el tradicional reproche de la inmoralidad de Maquiavelo "sería tanto como echarle en cara al maestro de esgrima el no iniciar sus enseñanzas con una lección en contra del asesinato" (p.48). Que las reglas incluyan la traición, el fraude o el disimulo, no hacen inviable al juego de la política, pues éste se realiza desde siempre con tales normas formales. La política sería así una saber encargado de dotar de apariencia moral a quien la ejerce de modo práctico. Naturalmente, rige en Maquiavelo un pesimismo antropológico radical que entronca en la distancia con el mito de Giges, aunque lo matiza: el honor agónico de la virtud griega deviene afirmación de los valores del juego. Desde este torbellino del posibilismo político representado por Maquiavelo no podría haber tragedia, sino sólo pesimismo desnudo. Habrá que esperar a la Ilustración para que el político interiorice sus conflictos y éstos consigan desgarrarle la conciencia.
Y si hay en la modernidad una persona que recoja en su seno las dos vertientes de la política, la del político activo y la del filósofo, ése es Federico II de Prusia. En este monarca nos encontramos una conciencia tan rota, que su trágico debatimiento entre el ser y el deber-ser de la política le otorga la curiosa imagen de tirano sumada a la de antimaquiavélico radical. Su interés mayor fue el de convencer a las generaciones posteriores de su buena voluntad moral, a pesar de las añagazas del destino que, por mor de las circunstancias concretas de su reinado, le obligaron constantemente a sacrificar su palabra, porque la otra alternativa hubiera sido la de sacrificar a su pueblo. El dilema que Aramayo refleja es de cabal importancia, porque ante una postura ética inicialmente intencionalista y deontológica, se va después a proponer como criterio moral un contextualismo tal que convertirá en papel mojado todo el formalismo de base que contempla el rey en el prefacio a su Historia de mi tiempo. Esta clara diferenciación entre filósofo y hombre honesto, por un lado, y príncipe y político, por otro, es clave, según Aramayo, para dar cuenta de un fenómeno que empieza a mostrarse en toda su crudeza teórica: la diferencia entre la moral, convertida en un asunto privado, y las obligaciones del estadista, que no puede actuar siguiendo sus convicciones más íntimas. Aplicando el dicho bíblico por el que cada mano debe ser ignorante de los quehaceres de la otra, Federico terminará diferenciando entre razón y corazón, o política y moral, haciendo de su capa de estadista un sayo moral, pero indicando que, en definitiva, no es igual la efímera gloria de la persona virtuosa del pueblo, cuya memoria se desvanece rápidamente, que la del político. Ciertamente la virtud es la que cimenta la sociedad, pero esta virtud se funda en otro principio más general, como es el del amor propio. Es signo de virtud la satisfacción por nuestros actos, y es la memoria de los demás la que otorga un determinado carácter moral a las personas. La gloria del hombre de la calle nunca aparecerá en los libros de historia, por eso, para que la fama perdure, hay que engrandecer metódicamente al Estado (o al pueblo) aunque sea a su pesar y aunque se usen artimañas "gigesianas".
Que en la obra más famosa de Federico, el Antimaquiavelo, el futuro monarca aparezca como la reencarnación del rey filósofo de Platón y, ya sentado en el trono de Prusia, sus obras contradijeran las tesis más explícitas de este texto, es visto por Aramayo como el ejemplo más claro de la dicotomía que se presenta al hermanar la ética y la política. Aramayo sospecha que esta autocomplacencia en las capacidades morales de Federico fueron fruto de las expectativas que sobre él tuvieron otros pensadores, Saint Pierre y, sobre todo, Voltaire, quien tanta importancia tuvo en la concepción de este texto. Diderot, en cambio, lo tachará -con cierta razón- de déspota. ¿Qué venda cubría, se pregunta Aramayo, los ojos de Voltaire? Pues la misma que tapaba la visión a Diderot, el ansia de no mostrar sus equivocaciones. Si Voltaire defendió al rey prusiano, Diderot hizo lo propio con Catalina II de Rusia. Es mucho más fácil señalar el despotismo en un gobernante relacionado con otro filósofo, que en aquel por el que uno ha sido favorecido con un mecenazgo intelectual.
Desde una perspectiva más moderada que la voltairiana, Kant también defenderá a Federico, conviertiéndolo en instrumento de las graduales reformas que acercan a la humanidad al ideal de la paz perpetua. Ni la aristocracia ni -mucho menos- la democracia posibilitan, a juicio de Kant, este acercamiento paulatino, que queda mejor encarado en las manos de un monarca. En esta tesitura, el republicanismo kantiano se resiente de conservadurismo: se admite que el contrato social debe ser el principal criterio moral del legislador, se reclaman como pilares básicos de un sistema no despótico derechos naturales y representación política, pero al considerarse como ideales estos pilares se encarnan, en la práctica, mejor en un monarca que en el pueblo. El monarca representará formalmente al pueblo siempre que actúe como si contase con su asentimiento. Como la labor legisladora no busca la felicidad de los súbditos, que a este punto se llega por los más variados y personales vericuetos, tiene que obrar desde la donación de libertad - ideal de la razón que posibilita la búsqueda particular de la felicidad- originando con ello una serie de derechos básicos. Pero tal libertad es civil y pre-política, quedando la política relegada a la marcha progresiva e infinita de la historia. Visto esto así, ¿encarnaba Federico al rey filósofo? La respuesta de Aramayo, gran conocedor de la filosofía del regiomontano, es que, desde luego, no. Kant no creía posible, ni deseable, unir filosofía con gobierno, porque el poder corrompe la libertad de juicio que es propia del pensador. La filosofía, más que ser parte consustancial del báculo del rey, es un instrumento de consulta que se esconde en el maletín del intelectual, un "espectador cualificado", políticamente pasivo, que sólo tendría poder para dar algún que otro tirón de las orejas al rey díscolo, siempre con su permiso. Pero la consecuencia de contar con el consejo del filósofo es benéfica, porque se obtiene cierta conjunción entre las convicciones morales y las responsabilidades que el político debe asumir (vid.p.131).
Aramayo concluye su caminata por la filosofía moral occidental
visitando a Weber. ¿Quería Weber ser consejero aúlico,
como pudo desear Kant, o acarició la idea de ser él mismo
un rey filósofo? El pensador que diferenció de manera clara
entre el profesional de la política y el de la ciencia -traspasado
el concepto autárquico de filosofía en el medievo y en la
modernidad al no menos monárquico de ciencia, en la actualidad-,
relega la ética (de la convicción) a la vida privada. La
ética de la responsabilidad, que sin ser patrimonio exclusivo de
los políticos, debe marcar sus actuaciones, sería el signo
axiológico del poderoso. Aunque en Weber resuene de algún
modo la idea del político moral, su intento frustrado de gobernar
Alemania, tal vez como líder carismático, originará
la más pesimista de las posibilidades: el científico debe
dedicarse a lo suyo, a la búsqueda de la verdad. Si quiere politizarse,
que profesionalice tal vocación y arree con las consecuencias de
mancharse las manos. Mas puede quedar en el político, no obstante,
un cierto empuje ético, mínimo tal vez e incluso poco racional,
pero que oriente también la accion política: el de las convicciones
maduras del político profesional. La racionalidad ético-filosófica
no encuentra, sin embargo, un lugar en el que colarse de pleno. Tan sólo
el rescoldo de unas determinadas convicciones causadas por la experiencia
o la vocación suplirá al ardor amoroso, al eros que según
Platón iba a unir ética y política.
El escarceo como ideal prácticoHabiendo idealizado un matrimonio que no se consumó, sino que fue desde el principio una separación de hecho, habiendo acabado tal relación en divorcio, nulidad e independencia conyugal, todavía queda el escarceo e incluso la pasión contumaz al verse de vez en cuando. Aramayo certifica la muerte de la relación regulada de antemano por la filosofía política y moral de Grecia, pero lo hace desde una perspectiva no trágica o dramática, para citar dos de los tipos de relación entre ambos campos de las que habló Aranguren en su Ética y Política (4), sino matizadamente realista. El libro, que acaba con la historia de Kautilya, contempla la defensa de la posición kantiana por parte de su autor (vid.p.173). Tal postura topa con algún que otro escollo que la problematiza a pesar de la lucidez con la que se presenta, y en los que Aramayo podría haber entrado con vistas a su posible solución. Algunos de los problemas son ya tópicos, como sería la defensa del espectador cualificado, la celestina que desde un ámbito "puro" enlaza las manos de la ética y la política. Este espectador cualificado, ¿debería ser un convidado de piedra en la escena política, atento tan sólo a las desviaciones de los ideales practicados por el gobernante, o tendría que entrar a saco en la región política convirtiéndose así en un consultor sin responsabilidad política directa, pero con toda la influencia que puede otorgar la posible quasi-institucionalización de tales personajes y la capacidad de seducción que se les suele otorgar a estas instancias neutrales? La pasividad política haría de tales personas remedos civiles de Poncio Pilatos, y esto siempre que tal supuesta neutralidad no escondiera una justificación automática del status quo, sobre todo en los momentos más delicados, basándose en el hecho consumado del divorcio ético-político. Cabría desde luego otra motivación, agazapada en este carácter de arbitrio moral, como es el deseo inconfeso de manejar los hilos del poder desde la sombra, pero entonces, ¿no estaríamos ante la llamada del "síndrome de Giges" reasumida en una escucha resentida de la misma? En una sociedad democrática, la publicidad de los llamamientos a la moralidad en los asuntos públicos adquiere un valor intrínseco innegable, pero quedaría por ver si tales esfuerzos son viables desde la filosofía moral o sería mejor una actitud más pujante y menos pasiva (5). Dicho de otro modo, que nos quedamos sin saber si el filósofo moralista, el intelectual, que no debe ser rey ni ministro, tiene por misión entusiasmarse en su papel teórico de asesor del poder o, por el contrario, debe bregar en lo políticamente cotidiano, aunque no sea desde el poder directo. En todo caso, Aramayo, que no entra desgraciadamente en tales cuestiones últimas, eleva a "ideal práctico" el contacto extramarital entre la moral y la política, y considera este escarceo como la única solución, para hoy y para siempre, que presenta este dilema.
* Profesor del I.E.S. Valle de Lecrín,
de Dúrcal (Granada). Secretario de la AAFI.
Notas: