Antítesis simbolismo-impresionismo

Podríamos comenzar estas reflexiones proponiendo como antitéticos los movimientos impresionista y simbolista. Esta disputa es sólo una parte del gran enfrentamiento cultural de fines del siglo pasado entre el positivismo y el espiritualismo de corte idealista. Esta dialéctica continuará en el s. XX. Si el neoimpresionismo está a la base de la investigación técnica y formal de los fauves y del cubismo, investigación que pretende ayudarnos a mirar la realidad de una manera más “real”, el simbolismo anticipa la concepción surrealista del sueño como revelación de la realidad profunda, del inconsciente.

 Muchos han afirmado que el objetivo del impresionismo reside en manifestar la sensación visual en toda su pureza, abandonando las nociones intelectuales, que eran entendidas como convenciones inauténticas a priori. El simbolismo reaccionaría contra este presunto objetivismo puramente retiniano de los impresionistas, criticando su limitación por no ser capaces de mostrar lo que está más allá de lo meramente visual. Se trata de la reacción del espiritualismo contra el materialismo sensualista.

Esta antítesis se acentúa aún más con el neoimpresionismo, cuyo apogeo coincide con el del simbolismo. Mientras que en los impresionistas la captación de la sensación visual era algo intuitivo y, por lo tanto, algo natural y fresco, en los neoimpresionistas, que pretendían ser una corrección científica del impresionismo mediante una acentuación rígida de los principios ópticos, esa captación resultaba calculada y artificial. Con ello, además de la reacción del espiritualismo contra el materialismo, nos encontramos con la reacción del irracionalismo contra el racionalismo científico.

En este sentido el impresionismo puede presentarse como movimiento de la época de la reacción modernista, ya que comparte con esa época la protesta contra el positivismo y el cientificismo, contra la exigencia de dar a todo una explicación racional. Aunque lo veremos con más detenimiento en nuestro artículo acerca del modernismo, esta época se enfrenta a lo que, con Habermas, podríamos llamar “razón estratégica”. Se trata de una razón utilitaria y pragmática, puesto que pone los medios para conseguir los fines; una razón abstracta, puesto que elimina la individualidad de cada ser al abstraer lo que un conjunto de seres tienen en común; una razón analítica que disecciona los seres matando su vitalidad. Este tipo de razón se ejemplificaba en la razón científica y en la razón política (la llamada “razón de Estado”) Frente a esta razón, cuyo resultado es la Verdad interesada (llamemos aquí la atención sobre la posible contradicción de estos términos), los artistas apelan a la intuición, cuyo resultado es la Belleza desinteresada. Aquí no se puede por menos que recordar el intuicionismo de Bergson.

En el fondo, los artistas se enfrentan a una sociedad que ya no puede conceder al arte otro espacio que no sea el de mercancía: la sociedad industrializada despojó al artista de la tarea de crear paradigmas de realización humana. Y precisamente los simbolistas se proponen retomar esa tarea, la de desvelar a los hombres los arquetipos olvidados por la razón científica-utilitaria.

A la raíz tanto del impresionismo como del simbolismo se encuentra la irrupción del arte de masas – en concreto, de la fotografía – en el que un mismo producto puede servir para el consumo de muchos individuos. Su efecto en el impresionismo fue que la pintura se plantea como pintura pura, esto es, se vuelve hacia sus métodos específicos, tales como las pinceladas, las salpicaduras, las manchas, el planismo, etc.; con estos procedimientos se consiguen valores que no se pueden conseguir con la fotografía. Podemos resumir este hecho en palabras de Greenberg, al afirmar que con el impresionismo las condiciones de representación del arte se vuelven centrales, de forma análoga a las condiciones de posibilidad del sujeto en Kant.

El simbolismo reaccionaría de forma distinta ante el arte de masas. Afirmaría que el arte es una actividad espiritual que no puede ser sustituida por un medio mecánico como el de la fotografía. Así, en vez de transformar los valores formales, como había hecho el impresionismo, se propuso transformar los contenidos. Mientras que las representaciones fotográficas representarían lo consciente, el simbolismo propondría un arte que no represente, sino que revele a través de signos una realidad que está más allá (supraconsciente) o más acá (subconsciente) de la conciencia: el inconsciente.

La irrupción de la fotografía tuvo todavía otro efecto. La pintura tradicionalmente había tenido una función social, y por ello en el s. XIX era consumida incluso por la media burguesía. Sin embargo, la fotografía podía realizar mejor y más fácilmente las funciones sociales de la pintura, por lo que ésta adquirió un carácter excepcional y pasó a ser consumida y practicada sólo por una élite. Este hecho ocurre tanto en el impresionismo como en el simbolismo. La pintura, al perder su función social, se convierte en un instrumento de la mente humana, ya sea analizando la sensación visual, como ocurre en el impresionismo, ya sea explorando el inconsciente, como ocurre en el simbolismo. Si el impresionismo, y aún más el neoimpresionismo, tiende a convertir la pintura, en cuanto actividad de especialistas, en una ciencia pictórica de la sensación visual, el simbolismo se vuelve a un mundo negado por el pragmatismo industrial, y de esta manera pretende convertirse en una dirección cultural por parte de las élites (compuestas, paradójicamente, de burgueses capitalistas con “mala conciencia”)

El simbolismo pretende ser, pues, una superación del sensismo impresionista en sentido espiritualista. Pero esto no trae consigo desmaterializar el arte, esto es, hacerlo etéreamente espiritual e inmaterial. El proceso es el contrario, se trata de hacer visible el mundo del espíritu mediante la imagen. “Materializar el mundo del sueño” podría resumir la tarea de los simbolistas, ya que el sueño es donde el inconsciente utiliza las figuras simbólicas como instrumento de revelación. Odilon Redon, uno de los pintores más conocidos del simbolismo, entraba como en un rapto de éxtasis en el que se le abrían visiones de ensueño que plasmaba después en sus obras. Estas visiones no significan arbitrariedad, sino revelación de una realidad más allá de los sentidos.

El método de exploración y penetración del inconsciente sería, pues, el siguiente. El artista partiría de un sentimiento anímico ante el mundo, o de una visión onírica, y después lo plasmaría en una imagen. Esta imagen produciría en el receptor una sensación, no concreta sino vaga, capaz de despertar, por medio de las connotaciones personales, culturales e históricas de la imagen, su propio inconsciente.

En el fondo de esto se está afirmando la unidad y la eternidad del espíritu, que sería igual en todos los hombres: de lo contrario la exploración del inconsciente por parte del artista no provocaría el despertar del inconsciente por parte del receptor. Estaríamos así ante una noción del arte como lenguaje. igual que éste transmite mediante signos un contenido que va más allá de ellos, el arte transmitiría una trascendencia (el espíritu, común a todos los hombres) mediante imágenes. Ello permite entender la unión de las artes que se realiza en el simbolismo. Al ser entendido el arte como un lenguaje, esto es, como un medio, la expresión de la trascendencia será más completa gracias a la fusión de distintos medios.

Esto no puede estar más en disconformidad con el impresionismo. Hemos dicho que mientras que éste pretende una revolución de las formas, el simbolismo pretende una revolución del contenido. Así, la originalidad del simbolismo no radicaría en la técnica, sino en el contenido, motivo por el cual sus representantes, a diferencia de los impresionistas, pudieron manifestarse sin gran dificultad a través de las exposiciones convencionales de la época, convirtiéndose en una escuela internacional: no fue una escuela concreta y localizada como lo fue el impresionismo.

Los simbolistas no necesitaron revolucionar las técnicas formales porque siempre se podría “materializar el mundo del sueño” convincentemente con la técnica más conocida. Con ello se demuestra que una pintura puede “funcionar” al margen de su aportación renovadora. A excepción de Gustav Klimt, que consigue un gran equilibrio en sus obras entre las resoluciones formales y el asunto tratado, pocos artistas simbolistas nos ofrecen imágenes del mundo del inconsciente traducidas formalmente con éxito.

La fusión de las artes propugnada por el simbolismo choca con la autonomía del arte propugnada por el impresionismo. En general, los movimientos que tienden al formalismo propugnan una autonomía de las distintas artes, y los movimientos que tienden al expresionismo propugnan una fusión de las artes. La razón de esta diferencia reside en entender el arte como un lenguaje o bien como un juego de formas. Si el arte es un puro juego de formas, cada forma artística jugaría con sus “qualia” sensibles específicas. Si el arte es lenguaje, su misión sería utilizar las formas a servicio del contenido que las trasciende, con lo que sería legítimo usar formas artísticas diferentes con el fin de potenciar y completar la expresión.

El impresionismo propugnaba la autonomía de la pintura debido a su choque con la fotografía. Se destacaban así los procedimientos formales característicos de la pintura. Y, además, la pintura ya no se entendería como representación mimética de la realidad (la fotografía reproducía mejor y con más facilidad la realidad), y, por lo tanto, ya no se subordinaba a la realidad, sino que pasaría a concebirse la obra de arte como una realidad en sí misma, mediante la cual podríamos re-presentarnos la realidad.

El simbolismo, como hemos visto, tiende a entender el arte como un lenguaje. De ahí que algunos autores digan que el simbolismo es un movimiento que se apoya en lo literario. Incluso la pintura trataría los asuntos como narraciones literarias. En esto, una vez más, se diferencia del impresionismo, que  renuncia a los elementos literarios del tema, esto es, al contenido o anécdota representado. Esta renuncia al tema implicaba también una renuncia a las pretensiones revolucionarias del arte, cosa que no ocurre en el simbolismo. Por ejemplo, Wagner, uno de los padres del simbolismo, tenía claras pretensiones revolucionarias con su drama musical; eso sí, no por vía de la razón consciente, a la manera de B. Brecht y otros artistas marxistas, sino a través del sentimiento inconsciente. Los demás simbolistas, sin ser quizá tan extremos, se proponían al menos una renovación cultural y espiritual apelando a ese ámbito que ha sido olvidado, a pesar de ser el más importante,  por la sociedad industrial burguesa.

Problemas que plantea el simbolismo al materialismo filosófico

Es evidente que el simbolismo, tal y como lo hemos presentado, plantea serios inconvenientes a la concepción del Arte del materialismo filosófico. No sucede así con la relación Arte y Vida: pues, mientras que para el impresionismo el Arte estaría relacionado con la Vida presentándonos una representación de la naturaleza diferente de nuestra manera usual de verla, el simbolismo conseguiría que el Arte nos ponga en relación con los arquetipos inconscientes de la humanidad y los símbolos que los representan en la cultura.

Sin embargo el materialismo filosófico no podría clasificar al simbolismo como arte sustantivo, sino como arte adjetivo. El materialismo filosófico entiende la obra de arte como  un cierre fenoménico, este es, como una constitución en un encadenamiento circular y consistente de fenómenos. Mediante este cierre, la obra de arte se segrega de los sujetos actantes, ya sea el receptor o el autor, aunque esto no significa que la obra de arte exista idealmente separada de ellas, puesto que la obra de arte sólo puede existir en tanto que creada por el autor e interpretada por el receptor.

Pues bien, parece que el simbolismo no se interesaría tanto por la materialidad de los fenómenos cuanto por lo que trasciende la sensibilidad. Sería más importante, como dice José Martí, lo que se aspira de la poesía que lo que ella es en sí. El materialismo filosófico, por el contrario, que el cierre fenoménico en que consiste la obra de arte es una estilización de fenómenos, no tanto una representación de ideales o ideas arquetípicas.

En consecuencia, se niega que el arte sea la comunicación de ideas a través de la materialización fenoménica. Esto es rechazar entender el arte como un lenguaje. la obra de arte no es un mensaje que el autor envía para comunicarse con el público. Quizá éste sea el finis operantis, pero no el finis operis. La obra de arte, en cuanto cierre fenoménico, se segrega se segrega del autor;  en primer lugar, por el hecho obvio de que en la obra hay muchos aspectos que se escapan a la intención del autor; y en segundo lugar, porque la obra no es producto, a pesar de que así lo crea el autor, de su propia nematología, ya que los elementos de ella no introducidos en la obra de arte el receptor no los necesita para interpretarla. Por ello, la comunicación o diálogo que de hecho se establezca entre el artista y el público pertenece a un terreno distinto al del arte. La interpretación del autor pertenece a los psicólogos, no a los receptores.

De hecho, toda obra de arte que se reduzca a “mensaje referencial”, usando la expresión de U Eco, será obra de arte adjetivo. Y ello porque el mensaje referencial necesita de los códigos habituales para establecer una relación unívoca y precisa entre significante y significado. Los significantes han de ser convencionales para que el receptor pueda descodificar el mensaje y acceder así al significado trascendente. Por lo tanto, la obra de arte necesitaría esencialmente de códigos habituales o convenciones ajenas a ella para poder interpretarla, y ello la convierte en obra de arte adjetivo. Recordemos que obras de arte adjetivo son aquellas que están segregadas de los sujetos, esto es, en las que los conocimientos, fines e intereses de los sujetos no entran a formar parte de la estructura de la obra de arte. Esto no significa, téngase en cuenta, que no sea esencial que los receptores empleen convenciones para interpretar las obras de arte (no se puede interpretar ex nihilo); lo que quiere decir es que la obra de arte no ha de exigir estructuralmente una descodificación concreta que se halle fuera de sí misma. Precisamente porque la obra de arte no exige una descodificación concreta, los receptores podrán interpretarla usando diferentes códigos.

Entender la obra de arte como un lenguaje es entenderla como un medio para un fin. Según el materialismo estético, sin embargo, la obra de arte es, en cierto sentido, un fin en sí mismo, ya que la Belleza consistiría en el desinterés. Belleza y Utilidad serían incompatibles. Un útil que sea obra de arte desaparecería como útil, y la obra de arte que sea un utensilio desaparecería como obra de arte. La razón del utensilio es la utilidad, y por ello el utensilio se disuelve en la utilidad: el utensilio lo es más cuanto menos se piensa en él cuando se le usa. En cambio, la razón de la obra de arte es ella misma, y por ello llama la atención sobre sí misma. Esto no ocurriría si el arte fuera lenguaje, puesto que lo importante sería el significado y no la estructura fenoménica de los significantes empleada para transmitir ese significado. Una vez comprendido, como dice U. Eco, los significantes se olvidan, ya que su misión era apuntar hacia el significado.

En conclusión, si el simbolismo se interpreta como la materialización del contenido inconsciente en imágenes sensibles, el materialismo filosófico no puede por menos que clasificarlo como arte adjetivo.

Reinterpretación del simbolismo

Sin embargo, cabe otra salida, que nos es proporcionada por Arnold Hauser. Quizá lo que hemos interpretado por simbolismo no es más que una caricatura de él, o un mal simbolismo. Hauser distingue entre alegoría y símbolo: el simbolismo no sería el arte de la alegoría, sino el arte del símbolo.

Según Hauser, “la alegoría no es otra cosa que la traducción de una idea abstracta en forma de imagen concreta, por lo que la idea continúa en cierto modo siendo independiente de su expresión metafórica y podría incluso ser expresada de otra forma, mientras que el símbolo reduce la idea y la imagen a una unidad indisoluble, de manera que la transformación de la imagen implica también la metamorfosis de la idea”[1]

Está claro que la versión que hemos dado hasta aquí del simbolismo es como el arte de la alegoría. El artista concebiría una idea, por ejemplo la de la Belleza, y la plasmaría en una imagen, por ejemplo la del cisne. En primer lugar, la idea de la Belleza podría ser plasmada en cualquier otra imagen, por ejemplo la de un nenúfar. Y en segundo lugar, la idea de la Belleza podría ser materializada en multitud de imágenes de cisne: da igual cómo el cisne esté representado, siempre que sea una imagen de cisne y remita a la idea de Belleza. Por otro lado, el receptor, para captar la idea de Belleza encerrada en la imagen del cisne, ha de conocer la historia cultural de esta imagen. De ahí que la obra de arte remita fuera de sí misma, y que el arte de la alegoría sea considerado como arte adjetivo.

Sin embargo, el arte del símbolo no es arte adjetivo sino arte sustantivo. Nos podríamos aquí ayudar en nuestra exposición de U. Eco. La alegoría sería  lo que él llama “mensaje referencial”, y el simbolismo sería lo que él llama “mensaje poético”. La identificación es clara: la alegoría consiste en la traducción de una idea trascendente a imagen, mientras que el mensaje referencial consiste en la expresión de un significado a través de un significante. En uno y otro caso, el signo no es más que un medio de transmisión de algo que está más allá de él: por eso lo importante no es el medio (el signo), sino el fin (la idea o el significado). Debido a su carácter de ser medio, el significante o la imagen podría haber sido otro, con tal que el significado se transmita. Para cumplir esta función de transmisión, el significante o la imagen no han de ser ambiguos. Así se evita la originalidad formal de su estructura, tal y como hemos presentado en nuestra primera versión del simbolismo: se recurre a códigos habituales y convenciones ya establecidas.

El símbolo, en cambio, sería lo que Eco llama “mensaje poético”. Hauser nos ha dicho que lo esencial del símbolo es que la idea y la imagen formen una unidad indisoluble. Esta unidad se debe a que lo importante ya no es el significado o idea, sino el significante o imagen. Este significante o imagen no es otra cosa que el cierre fenoménico del que habla el materialismo filosófico. Como dice Eco, el significante ya no se refiere directamente a un significado trascendente a él, sino que llama la atención sobre sí mismo. Esta llamada de atención sobre sí se consigue gracias a la ambigüedad de estructura de la obra de arte, es decir, la obra de arte ya no remite a códigos habituales o convenciones fuera de sí misma. Así, el sujeto receptor ha de convertirse en un “criptoanalista”, esto es, ha de descodificar un mensaje del cual no conoce el código o, lo que es lo mismo, no lo puede deducir de sus conocimientos previos, a lo sumo del contexto del propio mensaje. Con ello, la obra de arte ya no es un medio, sino que se convierte en un fin.

Esto cambia del todo la interpretación del método simbolista. Lo habíamos presentado antes de la siguiente manera: el artista encarna un sentimiento o una visión onírica en una imagen que el receptor descifraría a partir de las connotaciones personales y culturales. Se seguiría aquí, como ya hemos visto, el modelo lingüístico de significado-significante-significado. Se trata de un modelo excesivamente mentalista o idealista del arte, en el que lo primario es la formación de la Idea en la mente del artista y su comunicación en la mente del receptor, mientras que lo secundario es la plasmación material de esa Idea. Este es, precisamente, el modelo del neoplatonismo.

Este modelo artístico entra en la esfera de la conciencia, con lo que no puede dar razón del simbolismo, cuya función es la de explorar lo inconsciente. Para esta exploración, el artesita no ha de usar los medios de la conciencia. Un modo de dejar de usarlos es el consejo de Mallarmé: “dar paso a la iniciativa de las palabras”, esto es, dejar que el lenguaje descubra como automáticamente (y así no participa la conciencia) las relaciones existentes entre las cosas.  Por ejemplo, en una poesía se pueden relacionar dos significantes por su sonoridad, gracias a la aliteración, y con ello se relacionan los significados derivados de esos significantes, significados que la conciencia nunca relacionaría. Como vemos, en este método la Materia, los “qualia” sensibles, se ponen en primer plano, y no la Idea. Y es por esta relación imprevisible e inconsciente que realiza la Materia por la que el mensaje poético es ambiguo. Al relacionar dos significantes de manera nueva e imprevista, se rompe el código habitual o convención, evaporándose así su significado en múltiples connotaciones. En esto consiste la metáfora.

Este método sí que da razón del simbolismo. Éste perseguiría la vaguedad, la sugerencia, lo misterioso... como medio de penetración de lo inconsciente. La alegoría, en cambio, como mensaje referencial, nos presenta un significado más bien preciso y consciente. Por ejemplo, un dibujo de la rueda de la fortuna nos llevaría, gracias a las connotaciones culturales que esta imagen tiene, a la idea de que la vida gira imprevisiblemente, lo cual es un significado más bien preciso. Un auténtico cuadro simbolista, por el contrario, establece, mediante un cierre fenoménico, una relación fenoménica o material imprevisible entre sus elementos. Esta imprevisibilidad sorprende al sujeto receptor, y así puede interpretar la obra de muchas y sugerentes maneras.

Así podemos explicar la segregación de la obra de arte de los sujetos actantes, dada la prioridad del cierre fenoménico sobre la conciencia. Por un lado, la obra de arte se escapa del autor en tanto que éste no plasma sus ideas preconcebidas en la obra, sino que sólo cierra un ámbito fenoménico característico, encerrando en él elementos que él no ha previsto. Y por otro lado, la obra de arte también se escapa del sujeto receptor, que abre ese ámbito característico sin tener un código previo válido: podrá aplicarle muchos códigos heredados que darán como resultado una multitud de interpretaciones.

En suma, el contenido de un símbolo no puede ser traducido a ninguna otra imagen, como sucede en la alegoría, puesto que tal contenido se esfuma en el símbolo, y se coloca en un segundo lugar de dependencia respecto a la imagen. Con todo, como hemos visto, un símbolo puede ser interpretado de muchas maneras, ya que al no ser susceptible de ser descodificado por un código específico, puede aplicársele muchos. Esta variabilidad de la interpretación, esta aparente inagotabilidad del significado, es la característica más esencial del símbolo.

Con esta interpretación del simbolismo, el contraste que hemos ofrecido al principio del artículo entre simbolismo e impresionismo se ha tornado artificial. Por un lado, el simbolismo no cabe entenderlo como una revolución de contenidos y no de formas; es precisamente en la revolución de las formas, en la relación imprevisible que establece, donde reside el símbolo o metáfora. De hecho, algunos cuadros simbolistas presentan una originalidad de formas mayor que la de los impresionistas. Por otro lado el impresionismo no se puede interpretar tampoco como una revolución de las formas en busca de la sensación visual pura. No se puede entender al artista impresionista como un mero receptor de la realidad, sino como alguien que tiende a hacerla suya. Los impresionistas no representarían la naturaleza sin más, sino que revelarían el sentido que han descubierto en ella. Con esto, materializamos el presunto espiritualismo del simbolismo, y espiritualizamos el presunto materialismo del impresionismo.



[1] Arnold Hauser, Historia social de la literatura y el arte, Debate, Madrid (1998), pag. 448