Con los Sin Tierra de Brasil:

Tierra de nadie

 Por Walter Goobar, Julio 10, 1998

(Enviado especial a Brasil) Las dos cruces improvisadas con madera de cajón aparecieron clavadas sobre la tierra rojiza, en una curva del camino. El fotógrafo Fernando Gutiérrez pisó los frenos del auto. Habíamos recorrido los 160 kilómetros que separan Marabá de Parauapebas y otros 26 hasta la hacienda Goias II en el norteño estado de Pará, por un camino selvático. Cruzamos tramos de espesura cerrada, casi impenetrable, ríos barrosos y potentes y llanuras inconmensurables con apenas algunos árboles altos y ahora estábamos alli, frente a esas cruces semianónimas.

Solo una de las tumbas tenia tallada a cuchillo el nombre del muerto y una fecha reciente: 17-3-98. Aun no había pasado un mes desde aquella noche en que un grupo de hacendados (fazendeiros) encerró en esa curva a dos dirigentes del Movimiento Sin Tierra (MST) y los ejecutó a sangre fría.

-"!Quemá a esos hijos de puta!", había ordenado uno de los hacendados mientras encandilaba a las víctimas con los faros de su Mercedes Benz. Fusquinho, uno de los muertos, sólo atinó a levantar los brazos en señal de indefensión antes de recibir una ráfaga de disparos en el pecho.

En Brasil, la tenencia de la tierra siempre produjo conflictos, pero el asesinato de esos dos dirigentes, perpetrado durante un intento de desalojo de la hacienda Goias II, fue lo que colocó a los campesinos y los hacendados en pie de guerra, convirtiendo las regiones rurales en un barril de pólvora. Más de 250 estancias que permanecen ocupadas y otras 300 que han sido expropiadas por el gobierno federal, componen la línea de batalla en la que latifundistas y desposeídos libran una guerra sorda, desigual, centenaria y sangrienta.

La tierra sobra. Está ahí, ante los ojos y los brazos de una inmensa mitad de un país enorme, en el que cuatro millones ochocientos mil campesinos no tienen un lugar donde vivir, trabajar o morir, porque se lo impiden otros hombres que rodearon los campos de alambrados infinitos y dijeron "Esta tierra es mía". Ellos cuentan con leyes y policías que los protegen, con gobiernos que los representan y los defienden y pistoleros que cobran para matar.

Al recorrer los kilómetros finales hasta la hacienda Goias II que fue retomada por el MST dos días después de los asesinatos, uno intuye que ha ingresado en una región donde exigir un trozo de tierra equivale a una sentencia de muerte. Aunque aún no lo sabíamos, estabamos siendo discretamente vigilados desde la espesura y un sistema de silbatos - que nunca oímos -, puso en guardia al campamento de los sin tierra. Temían que fuésemos pistoleros contratados por los hacendados para matar a otros dirigentes del MST cuyas cabezas tienen precio.

A la entrada del improvisado campamento, epicentro del conflicto nacional, había gente de todas las edades, todos los tipos, todos los colores. Mujeres escuálidas amamantando, niños que parecen viejos y viejos de andar cansino que parecen niños, y hombres jóvenes con el odio clavado en los ojos y el machete colgado de la cintura. Sus rostros revelan siglos de desolación y miseria. Son los expulsados del campo, agricultores que se niegan a engrosar el cinturón de favelas que rodea las ciudades. En cada testimonio se repite la historia de millones de desahuciados: nada tienen y nada temen perder, aunque sean desalojados a golpes o a tiros. La fuerza, dicen, es su unica esperanza.

La amargura y el decaimiento de Sebastian Do Sousa eran tan hondos como imposible la sonrisa en este anciano de 31 años. "Es duro estar metidos aquí todo el día con la mujer y los tres hijos, sin nada, esperando".

-¿Tiene miedo?

- No

-¿Pero la cosa no está fácil?

- Pero uno se acostumbra. He estado en peores.

-¿Usted reza? Sacándose el sombrero contesta:

-Si, todas las noches.

-¿Y usted, que cree, de qué lado está Dios?

Paulo me mira, más que eso, me examina y dice:

-De este lado, creo yo. Del lado de los pobres.

-¿Cómo se convirtió en un sin tierra?

-Yo arrendaba unas hectáreas, trabajaba con mi esposa y mis cuatro

hijos y nunca me dio para nada. Cuando se terminó el contrato,

tenía dos cosas para elegir, la favela en la ciudad o el campamento de

los sin tierra. Aquí estoy hace tres años, luchando y sintiéndome

útil.

-¿Pero aquí la vida es muy dura?

Sebastian golpea la tierra con el cabo de su "foice" (una pequeña

guadaña). Luego, levanta su mano derecha, señala y me pregunta:

-¿Ve aquellas casas en el horizonte? Ahí está la esperanza, eso es un asentamiento. Ahí hay gente, que antes vivió como yo en un campamento. Yo sé que un día tendré mi tierra y también seré un asentado.

En medio de estos perfiles trágicos y silenciosos aparece Mary, una mulata esbelta y enérgica, enfundada en musculosa y calzas negras que es una de las responsables de la ocupación. Se sienta en el piso de un granero y explica que en Goias II viven unas 520 personas. "Pensamos dividir la hacienda en módulos de 25 o 30 hectáreas por familia. No vamos a esperar la expropiación para empezar a trabajar. En los próximos días vamos a plantar arroz, porotos (feijoao), mandioca, y banana".

La estrategia del MST es una rara mezcla de acción directa y respeto por las instituciones. Ocupan una hacienda, pero una vez que están ahí, solicitan al gobierno la expropiación y concesión de esas propiedades, según marca la Constitución de 1988. Cuando el gobierno les otorga la tierra el campamento se transforma en asentamiento y adopta una estructura más estable.

-Y si no hay tierra para todas las familias, ¿qué harán con las demás? La dirigente explica que es preciso mantener a la gente en el lugar para evitar una embestida de los hacendados contra la hacienda ocupada. Además, "ésta es la única manera de lograr que el Ministerio de Reforma Agraria expropie el lugar de una vez y entregue las tierras" dice. Los que no consigan su parcela aquí ocuparán otras tierras improductivas.

Mary es madre soltera con cuatro hijos y admite sin reparos que la situación alimentaria y sanitaria en el campamento es crítica: el hambre, la desnutrición, la malaria, el dengue y el virus del HIV son moneda corriente.

A espaldas de Mary, Gabriel, un chiquillo que aún no ha cumplido los dos años, tiene la mirada vacía y no logra sostenerse sentado en una tina de plástico verde. Al igual que su madre, Gabriel está enfermo de SIDA. Tiene los días contados y nadie puede garantizarle ni siquiera una muerte digna. Intentando comprender casos como este, uno se pregunta ¿dónde están la Cruz Roja, UNICEF, Médicos sin Fronteras y el resto de las organizaciones humanitarias?.

Cándida, la auxiliar de enfermería levanta los brazos en señal de impotencia y explica que ha evacuado a todas las parturientas porque el lugar no reúne las más mínimas condiciones sanitarias. Aminda está a punto de dar a luz pero ha decidido quedarse en el campamento: "No puedo irme. Tanto sufrimiento, tanto tiempo de espera y ahora la esperanza de tener un pedazo de tierra", dice con lágrimas en los ojos.

Parazinho, tiene 33 años lo que en esta región del planeta equivale a ser viejo. De dirigente estudiantil secundario se convirtió en líder estadual campesino. Parazinho explica qué el movimiento tiene dificultades para reclutar médicos y personal sanitario, porque los médicos son terratenientes. "La ciudad de Parauapebas tiene unos 75.000 habitantes y solo diez médicos. Además, casi todos son hacendados", dice.

Las familias con chicos son mayoría en los campamentos. Para protegerse del sol calcinante del mediodía, un grupo se ha instalado bajo un cobertizo que antes servía para el ganado. Unos duermen, otros conversan tirados sobre sus hamacas paraguayas. Para evitar peleas, el alcohol esta prohibido. Tienen sus escasas pertenencias envueltas en plástico: una bolsa con ropa, utensilios de cocina, el machete y alguna herramienta de labranza.

Como si fuera un banquete, los labriegos comparten con los visitantes el magro el puré de macacheira, una verdura parecida a la mandioca que será su única comida en el día. La solidaridad, dicen, los ha liberado de la vergüenza por no tener.

Cuando baja el sol, la extraña desnudez de la tierra y el aspecto del campamento comienzan a cambiar. Algunos hombres cavan pozos para enterrar los postes de las carpas, otros desmalezan el terreno y varios grupos salen en busca de cañas tacuaras y hojas de palmera, mientras las mujeres miden y cortan enormes pedazos de plástico negro.

El campamento es una escuela colectiva, donde uno aprende y enseña al mismo tiempo. Una escuela, en la violencia del hambre, del frío, en situaciones extremadamente tensas, rodeados por la policía o los paramilitares de los latifundistas. El campamento, muestra también lo que puede lograr un movimiento organizado, lo que conquista la unidad y la solidaridad.

Al caer la noche, la luna en cuarto creciente alumbra pobremente la hacienda abandonada, mostrando las siluetas de los campesinos bajo las carpas negras que habían brotado como hongos. Mary, entona canciones que hablan de luchas, sacrificios y algunas victorias. De vez en cuando, los hombres alzan sus herramientas para corear las consignas: "¡ocupar! ¡resistir! ¡producir!" y "¡reforma agraria!".

"Somos los olvidados de Dios", se queja Cándida, la auxiliar de enfermería que acaba de bañarse en el arroyo y anuncia que es la hora de las curaciones. Camina a su improvisado consultorio y urga en el botiquín vacío: "Si alguna vez Dios decide venir a estas tierras, es mejor que venga armado".

En el país más alegre del mundo se muere y se mata con una sonrisa en la boca. El hacendado Equival Almeida no pierde la eterna mueca en los labios cuando pregunta: "¿Qué es mejor matar o morir?. Yo le estoy diciendo al gobierno que no quiero matar a nadie", dice Almeida con la actitud de quien marcha a una guerra. "Los sin tierra no quieren nada. Quieren hacer desorden", sentencia bajo la mirada servil de uno de sus guardaespaldas.

Bajo, regordete, cincuentón, saborea una taza de café y agua mineral en uno de los salones del hotel Valle de Tocantins en la ciudad de Marabá. Almeida es ingeniero civil y participó en la construcción de la carretera transamazónica. Con tranquila indiferencia enumera sus propiedades como si se tratara de un juego de Monopolio: "Tengo una hacienda de 70.000 hectáreas, otra de 30.000 y una tercera de 25.000 que acabo de ofrecer al gobierno para ser expropiada a cambio de una indemnización". Además de las estancias donde cría bueyes, el hacendado - que según propia confesión factura diez millones de dólares anuales -, es dueño de un frigorífico y de una embotelladora de agua mineral en otro estado y de un lujoso hotel en la ciudad de Marabá.

Maraba es una ciudad de frontera, la más importante del sur del estado de Pará. La mayoría de sus 150.000 habitantes proviene de otras zonas del Brasil. Aunque la ciudad está a solo 600 kilómetros de Belem que es la capital del estado, no es fácil llegar allí. No hay tren y los barcos han dejado de pasar desde que construyeron un dique. El viaje en ómnibus es una aventura con final incierto. Almeida, sin embargo, no sufre esos contratiempos. Tiene un jet privado que le permite llegar a una de sus mansiones, situada en Miami en solo cinco horas.

Aunque tiene la apariencia de un típico empresario urbano, Almeida se reivindica nieto, bisnieto y tataranieto de hacendados. En efecto, es uno de los herederos de una historia de desigualdades se remonta al siglo XVI, cuando el rey Juan II de Portugal dividió su colonia en Sudamérica en 15 inmensas capitanías hereditarias, y las distribuyo entre 13 colonos: Heredero de las capitanías, el latifundio masacró indios, importó esclavos, expulsó colonos e impuso, sobre 600 millones de hectáreas, el privilegio de la propiedad privada de unos pocos sobre el derecho a la vida de millones.

Según los latifundistas, la lista de crímenes y agravios cometidos por los sin tierra es interminable, pero hay un "delito" que los hacendados no perdonan: que los sin tierra se organizaran. Organizándose, los sin tierra cambiaron las antiguas reglas del juego, que hasta entonces habían sido aceptadas por todos.

Cuanto no estaban organizados era fácil enfrentarlos, controlarlos y derrotarlos o pedir calma, que era casi la misma cosa. Organizados, ganaron una fuerza que parece capaz de obtener algún resultado. "Nadie detiene la audacia de esos maginales!. Vienen a destruir todo un pasado de buenas intenciones", dice Almeida

En realidad, en Brasil todos están a favor de la reforma agraria. Hace generaciones que se habla de la reforma agraria. Los últimos cuatro presidentes han traicionado las promesas y las expectativas que generaron: Jose Sarney prometio asentar 1.400.000 familias de trabajadores rurales y cuando termino su mandato de cinco anos ni siquiera había logrado instalar 140.000. Su sucesor, Fernando Collor de Mello prometio asentar 500.000 familias y no asentó ni una; Itamar Franco aseguro que iba a instalar 100.000 familias y se quedo en 20.000, y por fin, el actual presidente Fernando Henrique Cardoso estableció que la Reforma Agraria beneficiaria a 280.000 familias en cuatro anos, lo que significa que serán necesarios 70 anos para asentar a los 4.800.000 que necesitan la tierra y no la tienen.

Los hacendados acusan al presidente Fernando Hernrique Cardoso de manipular la invasión de los sin tierra para obtener la reelección: "Si quiere que le sea franco, Cardoso es muy inteligente, culto e instruido pero no es un hombre apto para gobernar. No sabe hacer cuentas. Si yo le diera mi hotel no lo podría administrar. Para gobernar este país hay que ser empresario", afirma Almeida quien – curiosamente -, está a favor de la reforma agraria mientras se haga con la tierra de otros: "El Estado les puede dar tierras pero seguramente no va a ser con asfalto, electricidad, agua potable ni escuelas".

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Un jinete avanza sin prisa, escoltado por su sombra y la de su caballo hacia una tranquera. El sol calcina el campo y rebota en las aguas verdosas donde bebe el ganado. De pronto surge un bramido de cascos sobre las piedras, un ruido de cuernos embistiendo y una nube de polvo irrumpe súbitamente. Casi enseguida, el vaquero erguido en los estribos ensaya una tonada poco variada y triste para guiar el rebaño. La hacienda Cedro tiene 9.600 cabezas de ganado, es un establecimiento modelo en la región y estuvo bajo amenaza de ocupación.

La estancia tiene sus propios laboratorio genético y cria animales de raza por medio de inseminación artificial. En sus establos tienen varios toros y hembras premiadas.

La boyada sigue avanzando lentamente, al compás de aquel canto lento y perezoso que entona Sergio Bronzatto. Doblado sin gracia en la silla, el vaquero, que contempla la manada reunida y aumentada con nuevas crías, calcula los beneficios posibles: cuanto le toca al patrón y cuanto le corresponde a él. Un novillo vale 180 dólares un buey adulto 380. Se ha invertido mucho trabajo y dinero en los dos años de crianza de cada ejemplar. Alimentación balanceada, una maternidad para las hembras que están por parir, control médico cada sesenta días, vacunas a los dos, tres y siete meses, por eso estos animales valen lo que pesan.

Sergio va decidiendo la suerte de los bueyes: Rufián, es un toro viejo que marca cuales hembras están en celo y son aptas para la inseminación artificial sobrevivirá, en cambio este, ese y aquel becerro deberían ir al matadero. Súbitamente, la manada arranca. Nada explica en ocasiones, lo ocurrido. Es un espectáculo único, salvaje y asombroso ver como se decide sobre la vida y la muerte de un animal que vale más y seguramente ha vivido en mejores condiciones que millones de seres humanos.

 

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Al doctor Carivaldo Riveira, dueño de la clínica Climex de Marabá lo tienen sin cuidado los brotes epidémicos de malaria, fiebre amarilla o dengue que causan estragos entre la población de la región. Tampoco lo conmueven la mortalidad infantil o las estadísticas que indican que el sida se ha convertido en la cara de la miseria en el campo brasileño. Al doctor Riveira lo mortifica más que siete millones de cabezas de ganado sufran fiebre aftosa porque esto le impide a los hacendados exportar carne al mercado europeo y norteamericano.

En su doble condición de médico y presidente del Sindicato de Hacendados de Marabá, Riveira profesa una antipatía por los sin tierra que es directamente proporcional a su amor por el ganado vacuno. Para él los ocupantes " no son campesinos, sino manadas de desempleados de la ciudad que no saben nada de campo". ¿Pero, qué futuro tienen los marginados?. Para él es como si no existieran.

Al cabo de cinco siglos, el desprecio por la vida humana se ha hecho costumbre en el Amazonas. Personajes como el doctor Carivaldo Riveira se empeñan en hacernos creer que la desgracia de los sin tierra es cosa del destino. Como siempre, la impunidad se alimenta de la fatalidad.

"En la región" – dice Riveira-, "se ha producido "una inversión de valores. Ahora los hacendados somos considerados bandidos por defender nuestras propiedades." Para Riveira los terratenientes tienen derecho a armarse. "Al igual que un banco tiene guardias armados para proteger sus bienes, los hacendados tienen derecho a tener seguridad".

El sistema semifeudal brasileño ha establecido reglas de convivencia con la modernidad pero está en guerra contra los pobres que el propio latifundio genera. Sus crímenes no sólo aparecen en la crónica roja de los diarios, sino en las escalofriantes estadísticas de salud, educación y tenencia de la tierra: el uno por ciento de los terratenientes más ricos y poderosos del Brasil posee más de la mitad de las tierras cultivables. Y más de la mitad de los campesinos tiene menos del tres por ciento de la tierra. Solo las 75 haciendas más grandes del Brasil -que en su mayoría son improductivas- alcanzarían para asentar un millón y medio de campesinos sin tierra.

En Brasil, hay 17 habitantes por kilómetro cuadrado mientras que Holanda, por ejemplo, tiene cuatrocientos habitantes por kilómetro cuadrado y ningún holandés se muere de hambre. La diferencia está en que en Brasil un puñado de voraces quiere toda la torta y está dispuesta a preservarla a sangre y fuego.

Brasil es un valle de lágrimas para millones de seres humanos y, al mismo tiempo, un paraíso de prosperidad para los latifundistas y sus socios. Desde lo alto de sus riquezas, cada tanto descubren, que viven en una isla de opulencia cercada de sangre por todas partes. En esos momentos tiemblan aterrados.

 

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El latifundio siempre funcionó en combinación con las armas, siempre mató y masacró bajo la mirada pasiva del gobierno y la policía. Hay leyendas escalofriantes. Como el caso de la hacienda Rio Branco que contrataba peones en otros estados para desmontar la selva y cuando terminaban el trabajo en lugar de pagarles sus salarios, los mataban.

Las milicias de los hacendados casi siempre están integradas por policías sin uniforme y no dejan huellas. Nadie se entera; a los asesinos se los traga la tierra, y a las víctimas también. Muy raras veces se rompe la regla de la impunidad de los grupos de exterminio y muy raras veces se rompe el silencio.

El 17 de abril de 1996, en una población cercana a la hacienda Goias II, llamada Eldorado dos Carajas, ciento cincuenta y cinco soldados de la policía militar, armados con fusiles y ametralladoras abrieron fuego contra una manifestación de campesinos que bloqueaban la carretera para protestar por el retraso en la expropiación de tierras. Aquel día en el suelo de Eldorado dos Carajas quedaron diecinueve muertos y varias docenas de personas heridas. Tres meses después de esa masacre, la policía del estado de Pará, declaró que sus ciento cincuenta y cinco soldados eran inocentes, alegando que habían actuado en legitima defensa. Allí también, otras 19 cruces son los testigos mudos del crimen, la impunidad y la locura. Esa fue sólo una y ni siquiera la última gota de sangre en una persecución continua, sistemática y despiadada que sólo entre 1964 y 1996 causó mil seiscientas treinta y cinco muertes.

A comienzos de abril, los propietarios rurales de nueve Estados brasileños anunciaron la creación de una milicia armada formada por 500 pistoleros para enfrentar las ocupaciones de haciendas por parte del MST. El presidente de la Asociación Nacional de Productores Rurales (Anpru), Narciso Clara, declaró al diario Folha de São Paulo que los hacendados que se sientan amenazados por los labriegos sin tierra podrán requerir los servicios de los pistoleros por teléfono, fax o incluso por Internet, revelando la complicidad entre la globalización y la estructura feudal de la propiedad en Brasil.

Según Narciso Clara, los "milicianos" contratados deberán cumplir ciertos requisitos, como permiso para portar armas, curso de tiro y certificado de buenos antecedentes. Una vez seleccionados, los 500 hombres "o más si fuera necesario", serán sometidos a un entrenamiento permanente, afirmó Clara. En los casos de haciendas que todavía no fueron ocupadas, los pistoleros van a actuar encapuchados "para intimidar a los sin tierra", según explicó la vicepresidenta de Anpru, la hacendada María Mascaró.

 

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El día que Pauauapebas amaneció como una ciudad bajo ocupación militar, algunos ingenuos creyeron que el Ejército había venido a concretar la reforma Agraria. Patrullas de soldados en uniforme de combate recorrían las calles de la ciudad. Los 75.000 habitantes de la ciudad que en su mayoría forman parte del ejército de desocupados que ha generado la empresa minera Valle do Rio Doce, no salían de su asombro al observar el despliegue de medio millar de efectivos de la Brigada de Infantería de la Selva en este pueblo de casas bajas y extrema pobreza.

Oficialmente, se dijo que la presencia militar apuntaba a prevenir choques armados entre de los sin tierra y las milicias de los hacendados. Sin embargo, en los caminos que llevaban hacia las haciendas ocupadas por el MST no había tropas para prevenir eventuales ataques de los hacendados.

En otros caminos, la presencia militar era ostensible, casi abrumadora. Para recorrer los escasos 30 kilómetros hasta la hacienda Maribon, hubo que atravesar tres retenes militares. Soldados con armas largas rodeaban nuestro vehículo, nos ordenaban bajar y pedían que nos identificáramos.

Para muchos uniformados, la profesión de periodista es un sinónimo de sospechoso y alzar una cámara equivale a apuntar un arma. Cualquiera que haya estado en un escenario de conflicto, local o internacional sabe que una de las formas más comunes y estúpidas de morir es cuando uno es un novato y no sabe moverse bien. A la mitad de los periodistas, fotógrafos y camarógrafos heridos o muertos en ese tipo de situaciones no les dieron tiempo de aprender los códigos más elementales de supervivencia.

Durante cada requisa, un oficial ordenaba que uno de nosotros debía permanecer junto al vehículo mientras revisaban minuciosamente la carrocería y el chasis del Fiat Uno como si buscaran un arsenal capaz de hacer estallar la Tercera Guerra Mundial. En uno de los controles, el oficial a cargo del puesto Selva II, llamó por radio a su comandante. Pidió instrucciones: "¿Los periodistas deben quedar detenidos o pueden pasar?". Finalmente nos despidieron con una venia.

A esta altura del viaje era evidente que para el ejército, la prensa era un testigo indiscreto. La razón era sencilla. Bastaba marcar en un mapa los emplazamientos militares para comprobar que los uniformados no estaban alli como fuerza neutral de interposición entre dos partes en conflicto sino que todo el despliegue militar está orientado a defender las 50.000 hectáreas y las 70.000 cabezas de ganado de la hacienda Maribón, perteneciente a la poderosa familia Miranda. El clan compuesto por seis hermanos que son dueños de un 15 por ciento del Estado de Pará, ha acuñado el concepto de que "el tamaño de la propiedad está en función de la capacidad".

Aunque los Miranda habían armado un ejército privado que también estaba en función del tamaño de la propiedad para repeler una eventual invasión de los sin tierra, a último momento hicieron valer todo su poder económico y su influencia política para conseguir que el ejército conciliara el patriotismo con los negocios. Por fin terminaría para los hacendados y para el Brasil la pesadilla de los Sin Tierra.

 

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El ejército entró a Villa Palmares II a la hora que la gente despertaba y a su paso, de puerta en puerta se fue propagando el terror. La palabra terror deriva de tierra y los vecinos de esta comunidad modelo del MST temen al ejército, como a la sequía y a las pestes, dos calamidades que cada cierto tiempo se ensañan con ellos. Mientras los dirigentes se ocultaban, los adultos hicieron esfuerzos para no dejarse vencer por el desconcierto y un enjambre de chiquillos en procesión rodeó los jeeps y camiones verde-olivo. ¿Venían a quitarles esos campos por lo que tanto habían peleado y que ahora comienzan a producir?. Nadie durmió esa noche en Villa Palmares II. A los militares no les resultó fácil calmar a esos hombres que no alzan la voz y parecen los más tranquilos del planeta.

El pánico inicial dio paso a la desconfianza cuando los médicos, odontólogos y peluqueros militares comenzaron a realizar tareas asistenciales en el dispensario que tiene sus paredes adornadas con fotos del Che Guevara. Mientras se ocupan de los enfermos, los médicos y enfermeros juran y perjuran que el ejército está en misión de paz. Sin embargo, la portación de un libro sobre la historia del Brasil constituye motivo suficiente para quedar registrado como sedicioso en los controles camineros.

Por las noches, los soldados y oficiales se vuelcan a las calles de del pueblo a conversar, tocar una guitarra, escuchar canciones de sus pueblos y saborear un trago de aguardiente. Aquí y allá se ven grupos de soldados con la camisa desabrochada, pero casi no hay gente. Salvo alguno que otro vecino que mira con odio indisimulado desde la puerta de la casa que debe compartir con los intrusos, todos han ido desapareciendo.

La vida está lejos de ser perfecta, pero Villa Palmares II demuestra que el MST no propone soluciones utópicas sino perfectamente viables. El miedo de los hacendados frente a al ejemplo de Villa Palmares II es lo que ha redoblado la violenta ofensiva de los hacendados en la región.

Villa Palmares II tiene 23.000 hectáreas que pronto serán subdivididas en propiedades individuales, semicolectivas y colectivas. En sólo tres años el MST consiguió la expropiación de la tierra y se ha convertido en un importante productor de granos de la región. Sus 3.000 habitantes ya reemplazaron las barracas y las carpas iniciales por prolijas casas de ladrillo o madera y ahora esperan la llegada de la luz eléctrica.

"Nosotros somos seres humanos que nos enfrentamos con una legislación que dice que fulano es dueño de todo. No tenemos ningún derecho porque ellos tienen todo el derecho. ¿Qué nos queda? ¿Continuar siendo esclavos del hombre blanco o comenzar a tomar el control de la situación?", se pregunta Jorge Neri (Jorginho), uno de los 21 dirigentes nacionales del MST que nos recibe en su casa de Villa Palmares II.

Las paredes de ladrillo del amplio ambiente que hace las veces de cocina-comedor y sala de estar durante el día y de dormitorio cuando se cuelgan las hamacas, están sin revocar. Como únicos adornos cuelgan una bandera del MST y un retrato de Mao Tse Tung. El escaso mobiliario está compuesto por dos banquitos. En la casa hay varios miembros del MST y una atmósfera festiva:

"No somos ricos, pero no somos miserables", dice Jorginho al explicar los logros de Villa Palmares III. "Convivimos con la pobreza de manera solidaria. Esto es el comienzo de la ciudadanía frente a la ley de la selva. El latifundio es ignorante y está condenado al exterminio, Nosotros somos lo nuevo... Además no tenemos nada que perder", agrega.

Para Neri que en su infancia fue chico de la calle y luego se acercó a la política a través de la Teología de la Liberación, "la fuerza del MST consiste en que es un movimiento campesino pero al mismo tiempo tiene un carácter popular, sindical y político. Es popular porque entra toda la familia, el adulto, el anciano, la mujer, el niño."

-¿Qué diferencias tiene el MST con el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula?

- "El PT perdió las raíces con los pobres del campo y la ciudad. El PT representa el pensamiento de la clase media y escucha más al gobierno que al pueblo." Con respecto a la experiencia del Frente Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que actúa en Chiapas, Mexico, señala que "el MST no reivindica la lucha armada porque destruyó más de lo que construyó" aunque no descarta que en algún momento los sin tierra deban organizar la autodefensa de los campesinos. Además, dice Neri "el conflicto de Chiapas es étnico y regional, mientras el nuestro es contra la base económica social y militar de la sociedad clasista y tiene un alcance nacional".

De pronto, la conversación se interrumpe por el ruido de un helicóptero del ejército, que sobrevuela el asentamiento durante algunos minutos y luego desaparece. Es apenas una misión de reconocimiento, pero los campesinos se han acostumbrado a la idea de vivir bajo la amenaza de una eventual intervención policial-militar y el temor permanente de nuevas masacres.

-¿Cómo termina esta historia, Jorginho?

Mirándome a los ojos, sin pestañear, Jorge Neri responde: "No hay garantía de que esto no termine en tragedia. Toda nuestra dirigencia está condenada a muerte por los hacendados". Cuando le pedimos que evalúe el futuro a corto mediano y largo plazo, la repuesta tiene en su boca el mismo tono que una profecía: "A corto plazo, habrá lucha; a mediano plazo, sangre y a largo plazo, paz."