ECHA:11-NOV-1997

HONG KONG:LAS BOLSAS Y EL PANICO

(Por Walter Goobar) Un billón de dólares de capital financiero viaja cada día de un lugar a otro del planeta a la velocidad de la luz. Las dos redes de pago electrónico de la ciudad de Nueva York, CHIPS (Clearing House Interbank Payments System) y FEDWIRE mueven 700.000 millones de dólares por año, lo que equivale a siete millones de dólares por minuto, sacando los fines de semana. El dinero electrónico tiene la forma de algoritmos matemáticos sin ningún tipo de titularidad o denominación del poseedor. Un escaso cinco por ciento de esas operaciones están vinculadas al comercio de bienes o mercaderías, un 15 por ciento son inversiones y los 800.000 millones de dólares restantes son transacciones puramente especulativas. Convertido en señales electrónicas, el dinero recorre la geografía del planeta en cuestión de segundos y cambia de dueños con la misma celeridad. Trasladar un millón de dólares a través de la mitad de la superficie del globo demora tres segundos y cuesta 40 centavos de dólar. Seguir las pistas de los "volátiles" flujos financieros en las transacciones electrónicas es prácticamente imposible. Detenerlo parece impensable.

Esta nube de dinero sigue las leyes de una danza regida por bancos y altas corporaciones, y, de sus vaivenes, caen sin cesar toneladas monetarias sobre las arcas de los poderosos. Durante escasas seis horas del 23 de octubre, cuatro magnates perdieron en conjunto la friolera de 18.000 millones de dólares. Li Ka-shing, propietario de una compañía radicada en las Islas Caimán; Lee Shau-Kee, poseedor de la novena mayor fortuna en el mundo; y los hermanos Walter Thomas y Raimond Kwok, dueños de la sociedad Sun Hung Kai Properties, vieron como durante el jueves negro se evaporaba una parte de su fortuna.

Los amos del dinero procuran resguardarse de sus perjucios, pero la gente comun, desprovista de protección, está más expuesta a sucumbir en cualquier instante: Barry Lea, director de Lloyds Bank en el sudeste asiático, aseguró que los pequeños inversores fueron los más afectados por la caída del jueves negro, con pérdidas que alcanzaron los 40.000 millones de dólares. Ahora el terremoto de las bolsas en el sudeste asiático se irradia sobre el mundo como un portentoso desastre capaz de acarrear miseria adicional a millones de seres humanos.

En enero de 1997 el magnate George Soros publicó en la revista estadounidense "Atlantic Monthly" un artículo titulado "Delitos capitales" , en el que exponía su preocupación por la dictadura de los mercados de capitales frente a los poderes políticos legítimamente constituidos y explicaba por qué su mente y su dinero se oponían al sistema que le hizo fabulosamente rico. Sin embargo, hace menos de un mes, y en el mismo momento en que anunciaba nuevas inversiones en la Argentina, Soros fue protagonista de una maniobra especulativa, que constituyó la antesala de la actual crisis de los mercados. El primer ministro de Malasia -uno de los tigres asiáticos - acusó a Soros de haber desencadenado la salida del capital extranjero de la región y del desplome de las monedas de la zona. La razón de la interferencia del Quantum Fund, el fondo de Soros, habría sido castigar a los países asiáticos por haber admitido a Birmania, una dictadura militar, en el seno de la ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático).

El fantasma de México había recorrido la zona durante los últimos meses; con una diferencia: la crisis mexicana de diciembre de 1994 se trasladó con velocidad vertiginosa a los países latinoamericanos primero, y luego al resto del mundo, mientras que la de los tigres asiáticos se fue incubando lentamente, dentro de las fronteras de la ASEAN y ahora tendrá una convalescencia igualmente prolongada. La versión de Soros -que reconoce estar preocupado por la legitimación de Birmania- es la contraria: habría comprado monedas malaisias (el ringgit) para amortiguar su caída, y jugado el papel de un banco central paralelo.

Pero la crisis de los tigres asiáticos ha conllevado una lección: publicitados como paradigmas del liberalismo económico, algunos de ellos (por ejemplo Malasia) intervinieron y aplicaron controles de cambio para evitar la fuga de capitales, y limitaron la venta de operaciones que cotizan en bolsa. Todo ello acompañado de duros mensajes contra los fondos de inversión y los especuladores extranjeros, que antes de la crisis habían sido calificados como benefactores de los países emergentes de la región asiática.

La mutación de los tigres asiáticos y el papel de Soros replantean de nuevo el papel que los Estados deben jugar ante la acción de los mercados financieros; y si se deben buscar o no formas de intervención eficaces que corrijan los efectos más indeseados de la volatilidad y la globalización.

Parece casi increíble que ni los Gobiernos ni los inversores vieran en la crisis del tequila que se apoderó de Latinoamérica una advertencia para Asia. El economista Paul Krugman, profesor de la Universidad de Stanford, afirma que "después de todo, uno no necesitaba ser George Soros para darse cuenta de que Corea del Sur, Malasia y Tailandia estaban acumulando enormes déficit comerciales, o que los funcionarios del Banco Mundial y el FMI estaban transmitiendo cautelosas advertencias sobre la debilidad de los sistemas financieros y el carácter moroso de los deudores". Pero la propaganda es lo último que se pierde: Asia, insistían sus partidarios, era diferente y no estaba sujeta a los riesgos que amenazan a zonas menos dinámicas. Ahora, el mundo parece haber descubierto que las naciones de Asia viven en el mismo universo económico que el resto de nosotros y esto abre interrogantes sobre la realidad del milagro económico. Nadie puede, ni debería, intentar negar que las economías de Asia han alcanzado un notable crecimiento económico. Pero ese éxito no es un milagro, si entendemos como milagro algo inexplicable de acuerdo con las leyes de la naturaleza.

El crecimiento asiático apunta Krugman- ha sido el resultado de las mismas cosas que originan el crecimiento en cualquier parte: altas tasas de inversión financiadas principalmente por un fuerte ahorro interior y la transferencia de grandes cantidades de campesinos subempleados al sector moderno. Si hay algo de milagroso en el crecimiento de Asia, es cuestión de grado, no de tipo.

Tras cuatro meses de tempestad financiera, los gobiernos asiaticos que aplicaron a rajatabla el viejo proverbio italiano que dice que el dinero no hace la felicidad pero calma los nervios, tienen sobradas razones para el pánico: Son demasiado gordos para huir y demasiado cobardes para pelear. Ahora, el fuego especulativo los lleva derecho camino a la hoguera. Alguien debería haberles dicho que los que creen que pueden andar sobre las aguas tienen muchas posibilidades de acabar hundidos hasta el cuello.

El neoliberalismo rampante, la hipertrofia de los flujos financieros, el abandono del mundo al designio de corporaciones privadas, recuerda con sus daños los costos humanos que siguieron a la Revolución Industrial o a la época de la Gran Depresión. Como entonces, la inhumanidad y la sinrazón definen el cataclismo del sistema. La locura financiera actual, ininteligible para la gente común, destructora del progreso, incurable al fin sin la severa intervención del poder público, llega ahora desde Asia; o desde cualquier lugar.

La timorata conducta del Fondo Monetario Internacional (FMI), incapaz de definir sistemas de intervención rápida para controlar los terremotos financieros localizados y evitar que se extiendan por la red económica global, tiene también su parte de responsabilidad en la persistente falta de credibilidad de esos mercados. Hace tiempo que el FMI debería haber impuesto criterios de rigor económico en

la zona -siguiendo el ejemplo de la crisis latinoamericana- que ganaran el respeto de los mercados. Todavía no es demasiado tarde para imponer un impuesto a los capitales volátiles o normas que supongan algún freno a los movimientos especulativos que arruinan a un país de la noche a la mañana.

El mundo se ha convertido en el escenario de una batalla que dará nueva forma a las finanzas internacionales ya que cada uno de estos desplazamientos de capital produce la correspondiente redistribución del poder y de la riqueza a nivel mundial y local. En ninguno de los dos planos las perspectivas son alentadoras: un proverbio de los corredores de Bolsa neoyorquinos dice que "Wall Street es una calle que por un lado lleva al río y por el otro al cementerio". En la globalización, las bolsas operan como núcleos de fama y ficción cuando marchan bien. Pero cuando estallan, vienen a destruir y matar como asesinos desquiciados.

 

Periodista, autor del libro "El Tercer Atentado" (Ed. Sudamericana)