Esa tarde estabamos reunidos en la irregular pileta del parque Rivadavia, desde hacia varios años solo habitada, en vez de por peces, por niños corriendo detrás de una pelota, lo que causa casi el mismo efecto ala vista. Chicos, murió Paco -dijo Luis, sin demasiado preámbulo y se echo a llorar. Por un minuto ninguno reacciono, permanecimos quietos como gato acechante, hasta que las malditas lágrimas acudieron a nuestras caras. Paco tenia 19 años, era hijo único de dos pobres tipos para los que era todo, hasta que un chofer del 111 sé creyó en posesión de su Vida y lo mando con los gusanos: bajo tierra. A la noche, en el entierro, nadie quiso evitar el vomito al ver la cara del Paco, ni la hábil maquilladora pudo disimular el freno, increíblemente, marcado indeleble, sobre el párpado blanco y frío. Empezamos por el 111, pero este no pudo calmar nuestra sed y nos vimos obligados a quemar por lo menos 10 autos, esto no nos alcanzo, pero era suficiente por un día. -Guido, para vos -dijo mi vieja- es Martin. -Hola, Martin, viste el noticiero? -balbuceó este- estos hijos de puta se alertan porque quemamos 10 autos y del pobre Paco que era de carne y hueso no hablan. -Che, tengo miedo, yo se que tenemos razón, pero la cárcel no me gusta nada. -Pero no seas cagon- le grite de mal modo, no podes dejar que maten gente porque si, no ves que sos un pelotudo- no contesto, corto directamente. Nuestro animo piromaniaco se fue acrecentado, el fuego nos introducía en su sagrado secreto que algunos creen explicar con la pavada de la combustión, nuestro método era rápido y eficiente, un generoso chorro de nafta y un fósforo, luego hacer como que apagábamos.
Dedicábamos cada quematina
"este es por el hijo de puta que me encerró, y
ardía un Falcon," este por
el que me toco bocina" y un Sierra se transformaba
en energía lumínica, que lo parió, que lo disfrutábamos.
La policía,
siguiendo consejos de las aseguradoras, no nos molestaba, pues 10
autos que se queman, no quita a
miles de conductores sacando seguros. Seguían
ardiendo autos por la capital, no solo éramos nosotros los
incendiarios, nos enteramos de decenas
de casos de ciclistas resentidos. El
asunto me tenia absorbido, hasta
me había olvidado de Luisa, esa gentil Dama,
que sin yo pedirlo, me había guiado por el paseo del amor; ella
iba a mi casa
y yo no la veía, solo le hablaba del triunfo de los sufridos ante
los cómodos, de que había
estallado nuestra pequeña venganza, y ella, con su
pollerita a cuadros: lloraba. Nos
encontramos en el puesto de Pepe 0,30, Luis,
Monje, Marcote y yo, toda la ciudad hablaba de lo que nosotros
habíamos empezado. Muchachos
-dijo Luis, con un escudito de Mercedes Benz colgado
del cuello- sigamos quemando. -Mas bien que se lo merecen, además
ellos lo mataron -Grito exaltado
Marcote. Monje, haciendo alusión a su apodo,
se mantenía pensativo. Incendiamos un Renault Fuego (je) y nos fuimos
a lo de Martin, que, pese a los
gritos, no nos abrió. La cosa se estaba poniendo
dura, ante la pasividad policial, los dueños de autos estaban
haciendo justicia por mano propia,
habían agarrado e incendiado a dos pibes en
Moreno, y un par mas en flores, pero nosotros, debíamos luchar y
lo hicimos. Yo incendie el auto
de mi viejo, y lo mismo hicieron los demás, lo
veíamos al Paco, en el cielo, sonriendo alado en su bici. Hacia
falta una
tragedia para despertarnos,
y sucedió, Marcote incendio un Chevi con un viejo
adentro, que resulto ser mi abuelo, recién ahí nos dimos
cuenta que habíamos
ido demasiado lejos, que esa guerra ya no era nuestra, que no
podíamos revivir a Paco,
ni a mi abuelo, en fin, que era una guerra inútil,
como todas. Suspendimos nuestras
acciones, regresamos a la vida normal, a los
fulbitos en la plaza, a las charlas intranscendentes, a reírnos
de nada y
con Luisa, seguimos paseando.
Tucu.