...::: Marqués de Sade :::...
Diálogo entre un Sacerdote y Un Moribundo - Fuente: Digitalizado por El Divino Marqués
Si deseas, lee primero un comentario sobre esta obra para que
sepas de qué se trata
—Presentación:
El texto escrito por el Marqués de Sade bajo el título de Diálogo entre un
Sacerdote y un Moribundo, y cuya traducción aquí ofrecemos, fue publicado en
fecha tardía en su lengua original. En su forma manuscrita había hecho algunas
incursiones por las salas de remates de París, en 1850, en 1851, y,
posteriormente, en 1920. El cuaderno del que forma parte estaba compuesto de 48
páginas, pero en su aspecto actual consta únicamente de 46, pues las dos
primeras han desaparecido. Comienza este cuaderno, en su tercera página, con el
SUJET DE ZÉLONIDE, COMEDIE EN CINQ ACTES ET EN VERS LIBRES, el cual termina en
la página 9. En la siguiente, a dos columnas, está escrita una SUITE DU TABLEAU
DES EMPEREURS GRECS, y en la subsiguiente se encuentran pensamientos y notas
históricas, los que terminan en la parte superior de la página 12. En la mitad
de ésta comienza el Diálogo, que se continúa hasta el final de la página 24. La
Nota ocupa las cinco primeras líneas de la página siguiente. Notas históricas,
citas, críticas literarias y pensamientos filosóficos (“algunos muy notables”,
nos dice Maurice Heine al describir el manuscrito), van desde esta página hasta
la 47. La última lleva el título de PAGE DE BROUILLON y tiene la misma
disposición de la décima página, es decir, está escrita a dos columnas. Al final
de la página 47 se lee al margen: Terminado el 12 de julio de 1782. Esta
importante indicación nos permite situar la redacción del manuscrito cuando Sade
contaba 43 años y estaba encerrado desde hacía tres en Vincennes.
Este Diálogo fue publicado por primera vez, en 1926, por Maurice Heine (Stendhal
et Compagnie, París), en 500 ejemplares numerados, respetando, dice Heine en su
Introducción, “la graphie del original, salvo lapsus calami evidente”.
Es, pues, según esta edición, la traducción que ahora les ofrecemos.
— El Diálogo:
El Sacerdote: - Llegado el instante fatal en que el velo de la ilusión sólo se
desgarra para dejar al hombre reducido al cuadro cruel de sus errores y sus
vicios, ¿no te arrepientes, hijo mío, de los múltiples desordenes a los que te
condujo la humana debilidad y fragilidad?
El Moribundo: - Sí, amigo mío, me arrepiento.
El Sacerdote: - Pues bien, aprovecha estos remordimientos felices para obtener
del cielo, en este corto intervalo, la absolución general de tus faltas, y
piensa que es por la mediación del santísimo sacramento de la penitencia que te
será posible obtenerla del Eterno.
El Moribundo: - No nos comprendemos.
El Sacerdote: - ¡Cómo!
El Moribundo: - Te he dicho que me arrepentía.
El Sacerdote: - Así lo oí.
El Moribundo: - Sí, pero sin comprenderlo.
El Sacerdote: - ¿Qué interpretación?….
El Moribundo: - Esta…. Creado por la naturaleza con inclinaciones ardorosas, con
pasiones fortísimas, únicamente colocado en este mundo para entregarme a ellas y
para satisfacerlas, y estos efectos de mi creación no siendo más que necesidades
relativas a las primeras vistas de la naturaleza, o, si lo prefieres, sólo
derivaciones esenciales de sus proyectos sobre mí, todos en razón de sus leyes,
sólo me arrepiento de no haber reconocido bastante su omnipotencia, y mis únicos
remordimientos sólo se refieren al mediocre uso que hice de las facultades
(criminales según tú, según yo muy simples) que ella me había dado para
servirla. La he resistido algunas veces, de eso me arrepiento. Cegado por tus
sistemas absurdos, con ellos combatí toda la violencia de los deseos que había
recibido de una inspiración más que divina, de eso me arrepiento. Coseché sólo
flores cuando pude hacer una amplia cosecha de frutos… Estos son los justos
motivos de mi pesar. Estímame en algo para no atribuirme otros.
El Sacerdote: - ¡A dónde te arrastran tus errores, a dónde te conducen tus
sofismas! Prestas a la cosa creada todo el poder del creador. ¿No ves que esas
desdichadas tendencias que te extravían no son más que efectos de la naturaleza
corrompida, a la cual atribuyes toda la potencia?
El Moribundo: - Amigo, me parece que tu dialéctica es tan falsa como tu
espíritu. Quisiera que razonaras más exactamente o que me dejaras morir en paz.
¿Qué entiendes por creador, y qué entiendes por naturaleza corrompida?
El Sacerdote: - El Creador es el dueño del universo, es él quien lo ha hecho
todo, lo ha creado todo, y quien conserva todo por un simple efecto de su
omnipotencia.
El Moribundo: - Es un gran hombre, sin duda. Pues bien, dime por qué este
hombre, que es tan poderoso, ha hecho sin embargo, según tú, una naturaleza
corrompida.
El Sacerdote: - ¿Cuál hubiera sido el mérito de los hombres si Dios no les
hubiere dejado su libre arbitrio, y qué mérito hubiesen tenido para disfrutarlo
si no hubiera habido en la tierra la posibilidad de hacer el bien y la de evitar
el mal?
El Moribundo: - Así, pues, tu dios ha querido hacerlo todo oblicuamente sólo
para tentar o probar a su criatura. ¿No la conocía pues, no sospechaba pues el
resultado?
El Sacerdote: - Sin duda que la conocía, pero una vez más quería dejarle el
mérito de la elección.
El Moribundo: - ¿Para qué, desde el momento que sabía el partido que tomaría y
sólo dependía de él, ya que le proclamas tan omnipotente, y sólo dependía de él,
repito, el hacerla tomar el bueno?
El Sacerdote: - ¿Quién puede comprender los designios inmensos e infinitos de
Dios con respecto al hombre, y quién puede comprender todo lo que vemos?
El Moribundo: - Aquel que simplifica las cosas, amigo mío, sobre todo aquel que
no multiplica las causas para mejor enredar los efectos. ¿Para qué necesitas una
segunda dificultad cuando no puedes explicar la primera, y desde el momento en
que es posible que la naturaleza, haya hecho por sí sola lo que le atribuyes a
tu dios, por qué quieres buscarle un amo? La causa de que no comprendas es quizá
lo más simple del mundo. Perfecciona tu física y comprenderás mejor la
naturaleza, depura tu razón y entonces no tendrás necesidad de tu dios.
El Sacerdote: - ¡Desdichado! Sólo te creía sociniano, tenía armas para
combatirte, pero veo claramente que eres ateo, y desde el momento en que tu
corazón se niega a la inmensidad de las pruebas auténticas que recibimos cada
día de la existencia del creador, no tengo nada más que decirte. No se le da luz
a un ciego.
El Moribundo: - Amigo mío, admite un hecho, de los dos, el más ciego es
seguramente aquel que se pone una venda que el que se la arranca. Tú edificas,
inventas, multiplicas, yo destruyo, simplifico. Tú agregas error sobre error, yo
los combato. ¿Cuál de los dos es el ciego?
El Sacerdote: - ¿No crees, pues, en Dios?
El Moribundo: - No. Y esto por una simple razón. Es perfectamente imposible
creer en lo que no se comprende. Entre la comprensión y la fe deben existir
conexiones inmediatas; la comprensión es el primer alimento de la fe; cuando la
comprensión no actúa muere la fe, y ésos que en tal caso pretendieran tenerla,
mienten. Te desafío a que creas en el dios que me predicas – ya que no sabrías
demostrármelo, ya que no está en ti el definírmelo, y, por lo tanto, no lo
comprendes – y desde el momento en que no lo comprendes no puedes suministrarme
de él ningún argumento razonable, pues, en una palabra, todo lo que está por
encima de los límites del espíritu humano es quimera o inutilidad. Si tu dios no
puede ser más que una u otra cosa, en el primer caso sería un loco si creyera en
él; un imbécil, en el segundo. Amigo mío, pruébame la inercia de la materia y te
concederé el creador. Pruébame que la naturaleza no se basta a sí misma y te
prometo suponerle un dueño. Hasta entonces, nada esperes de mí, sólo me rindo a
la evidencia y sólo la recibo de mis sentidos; dónde ellos se detienen allí mi
fe queda sin fuerzas. Creo en el sol porque lo veo, lo concibo como el centro de
reunión de toda la materia inflamable de la naturaleza, su marcha periódica me
complace sin asombrarme. Es una operación de física, acaso tan simple como la de
la electricidad, pero que no nos está permitido comprender. ¿Qué necesidad tengo
de ir más lejos? ¿Cuándo me hayas levantado los andamios de tu dios por encima
de esto, qué habré avanzado? ¿No necesitaré hacer tanto esfuerzo para comprender
al obrero como el gastado en definir la obra? Por consiguiente, no me has
prestado ningún servicio con la edificación de tu quimera, has turbado mi
espíritu sin iluminarlo, y debo odiarte en vez de agradecerte. Tu dios es una
máquina que fabricaste para que sirva a tus pasiones, y la has hecho mover a tu
capricho, pero desde el momento en que incomoda los míos permíteme que la haya
derribado. En el instante en que mi alma débil tiene necesidad de calma y de
filosofía no vengas a espantarla con tus sofismas, que la asustarían sin
convencerla, que la irritarían sin hacerla mejor. Amigo mío, esta alma es lo que
la naturaleza quiso que fuera, es decir, el resultado de los órganos que ha
querido formarme en razón de sus designios y de sus necesidades; y como ella
tiene una necesidad igual de vicio y de virtud, cuando quiso llevarme hacia el
primero así lo ha hecho, cuando ha querido la segunda, me ha inspirado deseos
por ella, y me ha entregado a ambos de igual modo. Busca sus leyes como única
causa de nuestra inconsecuencia humana, y no busques a sus leyes más principios
que su voluntad y su necesidad.
El Sacerdote: - Así pues, todo es necesario en el mundo.
El Moribundo: - Seguramente.
El Sacerdote: - Pues, si todo es necesario, todo está, pues, regulado.
El Moribundo: - ¿Quién dice lo contrario?
El Sacerdote: - ¿Y quién pudo arreglarlo todo como está si no es una mano
omnipotente y sabia?
El Moribundo: - ¿No es necesario que la pólvora se inflame cuando se le aplica
el fuego?
El Sacerdote: - Sí.
El Moribundo: - ¿Y qué sabiduría encuentras en eso?
El Sacerdote: - Ninguna.
El Moribundo: - Es posible, pues, que haya cosas necesarias sin sabiduría, y
posible, por consiguiente, que todo derive de una causa primera, sin que haya
razón ni sabiduría en esta primera causa.
El Sacerdote: - ¿A dónde quieres llegar?
El Moribundo: - A probarte que todo puede ser lo que es y lo que no es, sin que
ninguna causa sabia y razonable lo conduzca, y que efectos naturales deben tener
causas naturales, sin que haya necesidad de suponerle otras antinaturales, como
lo sería tu dios, ya que él mismo tendría necesidad de explicación sin
suministrar ninguna. Y, por consiguiente, desde que tu dios no es bueno para
nada, es perfectamente inútil; y como hay gran probabilidad de que todo lo
inútil es nulo y de que todo lo nulo es la nada, así pues, para convencerme de
que tu dios es una quimera no tengo necesidad de otro razonamiento fuera del que
me suministra la certeza de su inutilidad.
El Sacerdote: - Sobre este pie me parece innecesario hablarte de religión.
El Moribundo: - ¿Por qué no? Nada me divierte tanto como la prueba del exceso de
fanatismo y de la imbecilidad humana sobre este punto. Son extravíos tan
prodigiosos que el cuadro, aunque horrible, a mi juicio es siempre interesante.
Responde con franqueza, y, sobre todo, destierra el egoísmo. Si fuera tan débil
que me dejara sorprender por tus ridículos sistemas de la existencia del ser que
hace necesaria la religión, ¿bajo cuál forma me aconsejarías que le rindiera
culto? ¿Quisieras que adoptara los desvaríos de Confucio mas bien que los
absurdos Brahama? ¿Qué adorara a la gran serpiente de los negros, al astro de
los peruanos o al dios de los ejércitos de Moisés? ¿A cual de las sectas de
Mahoma quisieras que me rindiese? ¿Qué herejía de los cristianos es, a tu
juicio, preferible? Cuidado con tu respuesta.
El Sacerdote: - ¿Puede ser dudosa?
El Moribundo: - Dila, pues, egoísta.
El Sacerdote: - No, sería amarte tanto como a mí si te aconsejara lo que yo
creo.
El Moribundo: - Y es querernos muy poco el escuchar semejantes errores.
El Sacerdote: - ¿A quien pueden cegar los milagros de nuestro divino redentor?
El Moribundo: - A quien no vea en él sino al más ordinario de todos los bribones
y al más vulgar de todos los impostores.
El Sacerdote: - ¡Dios, le escucháis sin descargar vuestra ira!
El Moribundo: - No, amigo mío, todo está en paz porque tu dios, sea por
impotencia, sea por razón, o, en fin, por lo que tú quieras, en un ser al que
admito por un momento sólo por condescendencia a ti, o, si lo prefieres, para
prestarme a tus pequeños designios, porque ese dios, repito, si existiera como
tienes la locura de creerlo, no puede, para convencernos, haber tomado los
medios tan ridículos como los que tu Jesús supone.
El Sacerdote: - ¡Cómo, las profecías, los milagros, los mártires, no son
pruebas!
El Moribundo: - ¿Cómo quieres, en buena lógica, que pueda recibir como prueba
aquello que necesita probarse? Para que la profecía sea una prueba sería
necesario, primeramente, que yo tuviera la certidumbre completa de que ha sido
hecha; pues, al consignársela en la historia sólo tiene para mi la fuerza de los
otros hechos históricos, dudosos en sus tres cuartas partes; y si a esto agrego
la apariencia más que verdadera de que me han sido transmitidos por
historiadores interesados, estaría, como lo ves, más que en mi derecho para
dudar de ellos. ¿Quién me asegura, por otra parte, que esa profecía no ha sido
hecha con posterioridad, que no ha sido el efecto de la combinación de la más
simple política como la de concebir un reino feliz bajo un rey justo, o la de la
helada en invierno? Y si esto es así, ¿cómo quieres que la profecía, al tener
tanta necesidad de ser probada, pueda convertirse en prueba? Con respecto a tus
milagros, ellos tampoco se me imponen. Todos los bribones los han hecho, y
todos los tontos los han creído. Para persuadirme de la verdad de un milagro
tendría necesidad de estar muy seguro de que el acontecimiento que tú llamas de
esa manera fuera absolutamente contrario a las leyes de la naturaleza, pues sólo
lo que está fuera de ella puede pasar por milagro. ¿Y quién la conoce bastante
para atreverse a afirmar cuál es precisamente el punto en que se detiene y cuál
es el que infringe? Bastan dos cosas para acreditar un pretendido milagro, un
titiritero y unas mujerzuelas. Vamos, no busques jamás un origen distinto para
los tuyos. Todos los nuevos sectarios los han hecho, y, lo que es más singular,
todos encontraron imbéciles para creerles. Tu Jesús no ha hecho algo más
singular que Apolonio de Tiana, y, sin embargo, nadie ha pensado en tomar a éste
por un dios. En cuanto a tus mártires, éste es el más débil de tus argumentos,
sólo falta él entusiasmo y la resistencia para hacer mártires, y mientras la
causa opuesta me ofrezca tantos como la tuya, jamás estaré lo suficientemente
autorizado para creer a la una mejor que la otra, sino muy inducido, en cambio,
a suponer despreciables a ambas. ¡Amigo mío! Si fuera verdad que existe el dios
que predicas, ¿tendría necesidad de milagro, mártir o profecía para establecer
su imperio? Y si, como dices, el corazón humano fuera su obra, ¿no sería ése el
santuario que hubiera elegido para su ley? Esta ley igual, pues emanaría de un
dios justo, se encontraría de manera irresistible grabada igualmente en el
corazón de todos, y, de un extremo al otro del universo, todos los hombres, al
ser semejantes por ese órgano delicado, igualmente serían semejantes por el
homenaje que rendirían al dio5 que le hubiera dado este corazón, no tendrían más
que una manera de amarlo, más que una manera de adorarlo y servirlo y tan
imposible les sería desconocer ese dios como resistir a la inclinación secreta
de su culto. ¿En vez de eso, no veo en el universo tantos dioses como países;
tantas maneras de servir a esos dioses como diferentes cabezas o diferentes
imaginaciones hay? Esta multiplicidad de opiniones, en la cual físicamente me
es imposible elegir, ¿sería, a tu juicio, la obra de un dios justo?. Vamos,
predicante, ultrajas a tu dios al presentármelo de esta manera. Déjame negarlo
completamente, pues si existiera, entonces le ultrajaría menos mi incredulidad
que tus blasfemias. Vuelve a la razón, predicante, tu Jesús no vale más que
Mahoma, Mahoma, menos que Moisés, y estos tres, menos que Confucio, quien, sin
embargo, dictó algunos buenos principios mientras que los otros tres
disparataban. Pero, en general, todos éstos no son más que impostores, de los
cuales el filósofo se ha burlado, y a los cuáles la canalla ha creído, y a los
cuales la justicia hubiera debido ahorcar.
El Sacerdote: - ¡Ay de mí, sólo lo hizo con uno!
El Moribundo: - Era el que más lo merecía. Sedicioso, turbulento, calumniador,
bribón, libertino, grosero, farsante y malvado peligroso, poseía el arte de
engañar al pueblo y mereció, por lo tanto, el castigo de un reino en el estado
en que se encontraba entonces el de Jerusalem. Fueron muy prudentes al
deshacerse de él, y es quizás el sólo caso en que mis máximas, extremadamente
dulces y tolerantes por lo demás, admiten la severidad de Temis. Excuso todos
los errores, salvo aquellos que pueden ser peligrosos para el gobierno en que se
vive. Los reyes y sus majestades son las únicas cosas que se me imponen, las
únicas que respeto, pues quien no ama a su país y a su rey, no Es digno de
vivir.
El Sacerdote: - Pero, en fin, admitirás algo después de esta vida, es imposible
que tu espíritu no se haya complacido, algunas veces, en atravesar la espesura
tenebrosa de la suerte que nos espera. ¿Qué sistema puede ser más satisfactorio
que el de una multitud de penas para quien vivió mal y el de una eternidad de
recompensas para quien vivió bien?
El Moribundo: - ¿Cuál, amigo mío? El sistema de la nada nunca me ha espantado:
es consolador y simple. Todos los otros son obra del orgullo, sólo éste lo es de
la razón. Por lo demás, no es ni espantosa ni absoluta esa nada. ¿No tengo ante
mi vista el ejemplo de las generaciones y regeneraciones de la naturaleza? Nada
perece, amigo mío, nada se destruye en el mundo. Hombre hoy, gusano mañana,
pasado mañana mosca., ¿no es siempre existir? ¿Y por qué quieres que me
recompensen por virtudes cuyo mérito no tengo, o me castiguen por crímenes cuyo
dueño no he sido? ¿Puedes conciliar la bondad de tu pretendido dios con este
sistema, y puede él haber querido crearme para darse el placer de castigarme, y
esto sólo a consecuencia de una elección de la que no he sido dueño?
El Sacerdote: - Lo eres.
El Moribundo: - Sí, según tus prejuicios. Pero la razón los destruye. Y el
sistema de la libertad humana sólo fue inventado para fabricar el de la gracia
que llegó a ser tan favorable a tus desvaríos. ¿Qué hombre en el mundo, si viera
el patíbulo junto al crimen, lo cometería si fuera libre de no cometerlo? Una
fuerza irresistible nos arrastra, y ni por un instante somos dueños de
determinarnos por nada que no esté del lado hacia el cual nos inclinamos. No hay
una sola virtud que no sea necesaria a la naturaleza; y, reversiblemente, ni un
solo crimen del que no tenga necesidad, y toda su ciencia consiste en el
perfecto equilibrio en que mantiene a ambos. ¿Podemos ser culpables del lado
hacia el que nos arroje? Tanto como la avispa que clava su aguijón en tu piel.
El Sacerdote: - Así, pues, ¿los crímenes más grandes no deben inspirarnos ningún
espanto?
El Moribundo: - No he dicho eso. Basta que la ley lo condene y que la cuchilla
de la justicia lo castigue para que nos inspire la aversión o el terror, pero
desde que desdichadamente se haya cometido, hay que saber tomar su partido y no
entregarse a estériles remordimientos. Su efecto es vano, pues no pudo
preservarnos de él; nulo, pues no lo repara. Es absurdo, pues, entregarse a los
remordimientos, y más absurdo aun temer el castigo en el otro mundo si somos
bastante dichosos de haber escapado al castigo de éste. Dios no quiera que vaya
con esto a estimular el crimen, hay que evitarlo tanto como se pueda, pero es
por la razón que es necesario huirle, y no por falsos temores que no consiguen
nada, y cuyo efecto se destruye tan rápido en una alma firme. La razón amigo mío
sí, sólo la razón debe advertirnos que perjudicar a nuestros semejantes no puede
jamás hacernos felices, y nuestro corazón, que contribuir a su felicidad es la
mas grande que la naturaleza nos haya acordado en la tierra. Toda moral humana
Se encierra en esta sola frase: hacer a los demás tan felices como uno mismo
desea serlo, y no causarles nunca un mal que no quisiéramos recibir. Estos son,
amigo mío, estos son los únicos principios que debemos seguir y no hay necesidad
de religión ni de dios para apreciados y admitirlos: Sólo se necesita un buen
corazón. Pero siento que me debilito, predicante, abandona tus prejuicios sé
hombre, sé humano, sin temor y sin esperanza, abandona tus dioses y tus
religiones. Todo esto sólo es bueno para poner cadenas en las manos de los
hombres, y el solo nombre de todos estos horrores ha hecho verter más sangre en
la tierra que todas las otras guerras y plagas juntas. Renuncia a la idea del
otro mundo, no lo hay, pero no renuncies al placer de ser feliz y de hacer la
felicidad en éste. Esta es la única manera que te ofrece la naturaleza rara
duplicar o extender tu existencia. Amigo mío, la voluptuosidad siempre fue el
más querido de mis bienes, le he ofrecido incienso toda mi vida, y quiero
terminarla en sus brazos. Mi fin se aproxima. Seis mujeres más bellas que el día
están en el cuarto vecino, las reservaba para este momento. Toma de ellas tu
parte, trata de olvidar en su seno, a ejemplo mío, todos los vanos sofismas de
la superstición y todo los imbéciles errores de la hipocresía.
NOTA
El moribundo llamó, las mujeres entraron y el predicante se convirtió en sus
brazos en un hombre corrompido par la naturaleza, por no haber sabido explicar
lo que era la naturaleza corrompida.