...::: Julio Cortázar :::...
Lucas, sus pudores - en Un tal Lucas - 1979
En los departamentos de
ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y
de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera
olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el
lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres
metro del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es
seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no
manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen
del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se
dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el
rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca
una hoja del rollo rosa o verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede
compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el
ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre
de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo mas
bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la
pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien
horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la
cortina de plástico de la ducha.
Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los
métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia
atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e
incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para
aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de
silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y
hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al
término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final
prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues
está seguro que de un segundo a otro resonará el primer halalí de la ignominia;
lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así,
aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren
con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente
inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato
otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta
de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi
cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de
los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué
bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso
aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar
bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado. Para
remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de
ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera
en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho
por una buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del
verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con
esta revisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de
meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor
Berenstein a propósito de la ley de alquileres.