...::: Doyle :::...
La catacumba nueva
Escuche, Burger: yo
quisiera que usted tuviera - confianza en mí -dijo Kennedy.
Los dos célebres estudiosos que se especializaban en las
ruinas romanas estaban sentados a solas en la confortable habitación de Kennedy,
cuyas ventanas daban al Corso. La noche era fría, y ambos habían acercado sus
sillones a la imperfecta estufa italiana que creaba a su alrededor una zona más
bien de ahogo, que de tibieza. Del lado de fuera, bajo las brillantes estrellas
de un cielo invernal, se extendía la Roma moderna, con su larga doble hilera de
focos eléctricos, los cafés brillantemente iluminados, los coches que pasaban
veloces y una apretada muchedumbre desfilando por las aceras. Pero dentro, en el
interior de aquella habitación suntuosa del rico y joven arqueólogo inglés, no
se veía otra cosa que la Roma antigua. Frisos rajados y gastados por el tiempo
colgaban de las paredes, y desde los ángulos asomaban los antiguos bustos grises
de senadores y guerreros con sus cabezas de luchadores y sus rostros duros y
crueles. En la mesa central, entre un revoltijo de inscripciones, fragmentos y
adornos, se alzaba la célebre maqueta en que Kennedy había reconstruido las
Termas de Caracalla, obra que tanto interés y admiración despertó al ser
expuesta en Berlín. Del techo colgaban ánforas y por la lujosa alfombra turca
había desparramadas las más diversas rarezas. Y ni una sola de todas esas cosas
carecía de la mayor inatacable autenticidad, aparte de su insuperable
singularidad y valor; porque Kennedy, a pesar de que tenía poco más de treinta
años, gozaba de celebridad europea en esta rama especial de investigaciones, sin
contar con que disponía de esa abundancia de fondos que en ocasiones resulta un
obstáculo fatal para las energías del estudioso, o que, cuando su inteligencia
sigue con absoluta fidelidad el propósito que la guía, le proporciona ventajas
enormes en la carrera hacia la fama. El capricho y el placer habían apartado
frecuentemente a Kennedy de sus estudios; pero su inteligencia era agresiva y
capaz de esfuerzos largos y concentrados, que terminaban en vivas reacciones de
laxitud sensual. Su hermoso rostro de frente alta y blanca, su nariz agresiva y
su boca algo blanda y sensual, constituían un índice justo de aquella
transacción a que la energía y la debilidad habían llegado dentro de su persona.
Su acompañante, Julius Burger, era hombre de un tipo muy
distinto. Llevaba en sus venas una mezcla curiosa de sangre: el padre era
alemán, y la madre italiana y le trasmitieron las cualidades de solidez propias
del norte, junto con un mayor atractivo y simpatía característicos del sur. Unos
ojos azules teutónicos iluminaban su rostro moreno curtido por el sol y se
elevaba por encima de ellos una frente cuadrada, maciza, con una orla de tupidos
cabellos rubios que la enmarcaban. Su mandíbula de contorno fuerte y firme
estaba completamente rasurada, dando con frecuencia ocasión a que su acompañante
comentase lo mucho que hacía recordar a los antiguos bustos romanos que
acechaban desde las sombras en los ángulos de su habitación. Bajo su dura
energía de alemán se percibía siempre un asomo de sutileza italiana; pero su
sonrisa era tan honrada, y su mirada tan franca, que todos comprendían que
aquello era sólo un índice de su ascendencia, sin proyección real sobre su
carácter. Por lo que se refiere a años y celebridad se encontraba a idéntico
nivel que su compañero inglés, pero su vida y su tarea habían sido mucho más
difíciles. Llegado doce años antes a Roma como estudiante pobre, vivió desde
entonces de pequeñas becas que la Universidad de Bonn le otorgaba para sus
estudios. Lenta, dolorosamente y con tenacidad porfiada y extraordinaria, guiado
por una sola idea, había escalado peldaño a peldaño la escalera de la fama,
llegando a ser miembro de la Academia de Berlín, y tenía, en la actualidad, toda
clase de razones para esperar verse pronto elevado a la cátedra de la más
importante de las universidades alemanas. Ahora bien; lo unilateral de sus
actividades, si por un lado lo había elevado al mismo nivel que el rico y
brillante investigador inglés, había hecho que quedase infinitamente por debajo
de éste en todo lo que caía fuera del radio de su trabajo. Burger no dispuso
nunca en sus estudios de un paréntesis que le permitiese cultivar el trato
social. Únicamente cuando hablaba de temas que caían dentro de su especialidad,
el rostro de Burger adquiría vida y expresión. En los demás momentos permanecía
silencioso y molesto, con excesiva conciencia de sus propias limitaciones en
otros temas más generales, y sentía impaciencia ante la cháchara sin
importancia, que es un refugio convencional para todas aquellas personas que no
tienen ninguna idea propia que expresar.
A pesar de todo eso, Kennedy y Burger mantuvieron trato por
espacio de algunos años, y al parecer ese trato maduró poco a poco hasta
convertirse en una amistad de los dos rivales, de personalidad tan diferente. La
base y el arranque de esa situación residían en que tanto el uno como el otro
eran, dentro de su especialidad, los únicos de la generación joven con saber y
entusiasmo suficientes para valorarse mutuamente. Su interés y sus actividades
comunes los habían puesto en contacto, y ambos habían sentido la mutua atracción
de su propio saber. Este hecho se había ido luego completando con otros
detalles. A Kennedy le divertían la franqueza y la sencillez de su rival, y
Burger, en cambio, se había sentido fascinado por la brillantez y vivacidad que
habían convertido a Kennedy en uno de los hombres más populares entre la alta
sociedad romana. Digo que le habían convertido, porque, en ese preciso momento,
el joven inglés estaba algo oscurecido por una nube. Un asunto amoroso, que
nunca llegó a saberse con todos sus detalles, pareció descubrir en Kennedy una
falta de corazón y una dureza de sentimiento que sorprendieron desagradablemente
a muchos de sus amigos.
Ahora bien, dentro de los círculos de estudiosos y de
artistas solterones, en los que el inglés prefería desplazarse, no existía,
sobre estos asuntos, un código de honor muy severo, y aunque más de una cabeza
se moviese con expresión de desagrado o más de unos hombros se encogiesen al
referirse a la fuga de dos y al regreso de uno solo, el sentimiento general era
probablemente de simple curiosidad y quizá de envidia, más bien que de censura.
-Escuche, Burger: yo querría que usted tuvviese confianza en mí -dijo Kennedy,
mirando con dura expresión el plácido semblante de su compañero.
Al decir estas palabras con un vaivén de su mano señaló hacia una alfombra
extendida en el suelo. Encima de ella había una canastilla, larga y de poca
profundidad, de las que se usan en la campaña para la fruta y que están hechas
de mimbre ligero. Dentro de la canastilla se amontonaba un revoltijo de cosas:
baldosines con rótulos, inscripciones rotas, mosaicos agrietados, papiros
desgarrados, herrumbrosos adornos de metal, que para el profano producían la
sensación de haber sido sacados de un cajón de basura, pero en los que un
especialista habría reconocido rápidamente la condición de únicos en su clase.
Aquel montón de objetos variados contenidos en la canastilla de mimbre,
proporcionaba justo uno de los eslabones que faltaban en la cadena del
desenvolvimiento social, y ya es sabido que los estudiosos sienten vivísimo
interés por esa clase de eslabones perdidos. Quien los había traído era el
alemán, y el inglés los contemplaba con ojos de hambriento. Mientras Burger
encendía con lentitud un cigarro, Kennedy prosiguió:
-Yo no quiero inmiscuirme en este
hallazgo suyo, pero sí que me agradaría oírle hablar sobre él. Se trata,
evidentemente, de un descubrimiento de máxima importancia. Estas inscripciones
producirán sensación por toda Europa.
-¡Por cada uno de los objetos que hay
aquí se encuentran allí millones! -dijo el alemán-. Abundan tanto, que darían
materia para que una docena de sabios dedicasen toda su vida a su estudio y se
crearan así una reputación tan sólida como el castillo de St. Angelo.
Kennedy permaneció meditando con la frente contraída y los
dedos jugueteando en su largo y rubio bigote. Por último dijo:
-¡Burger, usted mismo se ha delatado!
Esas palabras suyas sólo pueden referirse a una cosa. Usted ha descubierto una
catacumba nueva.
-No he dudado ni por un momento de
que usted llegaría a esa conclusión examinando estos objetos.
-Desde luego, parecían apuntar en ese
sentido; pero sus últimas observaciones me dieron la certidumbre. No existe
lugar, como no sea una catacumba, que pueda
contener una reserva de reliquias tan enorme como la que usted describe.
-Así es. La cosa no tiene misterio.
En efecto, he descubierto una catacumba nueva.
-¿Dónde?
-Ese es mi secreto, querido Kennedy.
Basta decir que su situación es tal, que no existe una probabilidad entre un
millón de que alguien la descubra. Pertenece a una época distinta de todas las
catacumbas conocidas, y estuvo reservada a los enterramientos de cristianos de
elevada condición, y por eso los restos y las reliquias son completamente
distintos de todo lo que se conoce hasta ahora. Si yo ignorara su saber y su
energía, no vacilaría, amigo mío, en contárselo todo bajo juramento de guardar
secreto. Pero tal como están las cosas, no tengo más remedio que preparar mi
propio informe sohre la materia antes de exponerme a una competencia tan
formidable.
Kennedy amaha su especialidad con un amor que llegaba casi a
la monomanía, con un amor al que se mantenía fiel en medio de todas las
distracciones que se le brindan a un joven rico y disoluto. Era ambicioso, pero
su ambición resultaba cosa secundaria, frente al simple gozo abstracto y al
interés en todo aquello que guardaba relación con la vida y la historia antigua
de Roma. Anhelaba ya el ver con sus propios ojos este nuevo mundo subterráneo
que su compañero había descubierto, y dijo con vivacidad:
-Escuche, Burger; le aseguro que
puede tener en mí la más absoluta confianza en este asunto. Nada será capaz de
inducirme a poner por escrito cosa alguna de cuanto vean mis ojos hasta que
usted me autorice de una manera explícita. Comprendo perfectamente su estado de
ánimo y me parece muy natural, pero nada puede temer realmente de mí. En cambio,
si usted no me explica el asunto, esté seguro de que realizaré investigaciones
sistemáticas al respecto, y de que sin la menor duda, llegaré a descubrirlo.
Como es natural, si tal cosa ocurriese y no estando sujeto a compromiso alguno
con usted, haría de mi descubrimiento el uso que bien me pareciera.
Burger contemplaba reflexivo y sonriente su cigarro y le
contestó:
-Amigo Kennedy, he podido comprobar
que cuando me hacen falta datos sobre algún problema, no siempre se muestra
usted dispuesto a proporcionármelos.
-¿Cuándo me ha planteado alguna
pregunta a la que yo no haya contestado? Recuerde, por ejemplo, cómo le
proporcioné los materiales para su monografía referente al templo de las
vestales.
-Bien, pero se trataba de un tema de
poca importancia. No estoy seguro de que usted me contestase si yo le hiciera
alguna pregunta sobre asuntos íntimos. Esta catacumba nueva es para mí un asunto
de la máxima intimidad, y a cambio tengo yo derecho a esperar que usted me dé
alguna prueba de confianza.
El inglés contestó:
-No veo adónde va usted a parar; pero
si lo que quiere dar a entender es que responderá a mis preguntas relativas a la
catacumba si yo contesto a cualquiera de las suyas, puedo asegurarle que así lo
haré.
Burger se recostó cómodamente en su sofá, y lanzó al aire un
árbol de humo azul de su cigarro. Luego dijo:
-Pues bien; dígame todo lo que hubo
en sus relaciones con miss Mary Saunderson.
Kennedy se puso de pie de un salto y clavó una mirada de irritación en su
impasible acompañante. Luego exclamó:
-¿Adónde diablos va usted a parar? ¿
Qué clase de pregunta es ésa? Si usted ha pretendido hacer una broma, de verdad
que jamás se le ha ocurrido otra peor.
-Pues no, no lo dije por bromear
-contestó Burger con inocencia. La verdad es que tengo interés por conocer el
asunto en detalle. Yo estoy en la más absoluta ignorancia en todo cuanto se
refiere al mundo y a las mujeres, a la vida social y a todas esas cosas, y por
eso un episodio de esa clase ejerce sobre mí la fascinación de lo desconocido.
Lo conozco a usted, la conocía de vista a ella. Llegué incluso en una o dos
ocasiones a conversar con esa señorita. Pues bien, me agradaría muchísimo oír de
sus propios labios y con toda exactitud, cuanto ocurrió entre ustedes.
-No le diré una sola palabra.
-Perfectamente. Fue solo un capricho
mío para ver si usted era capaz de descubrir un secreto con la misma facilidad
con que esperaba que yo le descubriese el de la catacumba nueva. Yo no esperaba
que usted revelase el suyo, y no debe esperar que yo revele el mío. Bueno, el
reloj de San Juan está dando las diez. Es ya hora de que me retire a mi casa.
-No, Burger. Espere un poco -exclamó
Kennedy-. Es verdaderamente un capricho ridículo suyo el querer saber detalles
de un lío amoroso que acabó hace ya meses. Ya sabe que al hombre que besa a una
mujer y lo cuenta, lo consideramos como el mayor de los cobardes y de los
villanos.
-Desde luego -dijo el alemán,
recogiendo su canastilla de antigüedades-, y lo es cuando se refiere a alguna
muchacha de la que nadie sabe nada. Pero bien sabe usted que el caso del que
hablamos fue la comidilla de Roma, y que con aclararlo no perjudica en nada a
miss Mary Saunderson. De todos modos, yo respeto sus escrúpulos. Buenas noches.
-Espere un momento, Burger-dijo
Kennedy, apoyando su mano en el brazo del otro-. Tengo un interés vivísimo en el
asunto de esa catacumba y no renuncio así como así. ¿Por qué no me pregunta
sobre alguna otra cosa? Sobre algo que no resulte tan fuera de lugar.
-No, no. Usted se ha negado, y no hay
más que hablar-contestó Burger con la canastilla bajo el brazo-. Tiene usted
mucha razón en no contestar, y yo también la tengo. Buenas noches, pues, otra
vez, amigo Kennedy.
El inglés vio cómo Burger cruzaba la habitación; pero hasta
que el alemán no tuvo la mano en el picaporte no le gritó, con el acento de
quien se decide de pronto a sacar el mejor partido de algo que no puede evitar.
-No siga adelante, querido amigo.
Creo que eso que hace es una ridiculez; pero, puesto que es usted así, veo que
no tendré más remedio que pasar por su exigencia. Me repugna hablar acerca de
ninguna muchacha; pero, como usted bien dice, el asunto ha corrido por toda
Roma, y no creo que usted encuentre novedad alguna de cuanto yo pueda contarle.
¿Qué es lo que quería saber?
El alemán volvió a aproximarse a la estufa, y dejando en el
suelo la canastilla, se arrellanó nuevamente en su sofá, diciendo:
-¿Puedo servirme otro cigarro?
¡Muchas gracias! Nunca fumo mientras me dedico al trabajo; pero saboreo mucho
más una charla si saboreo al mismo tiempo un cigarro. A propósito de esa
señorita con la que tuvo su pequeña aventura, ¿qué diablos ha sido de ella?
-Está en Inglaterra, con su familia.
-¡Vaya! ¿De modo que en Inglaterra y
con su familia?
-Sí.
-¿En qué parte de Inglaterra? En
Londres, quizá.
-No, en Twickenham.
-Mi querido Kennedy, tendrá que saber
disculpar mi curiosidad, y atribúyala a mi ignorancia del mundo. Desde luego que
resulta asunto sencillo el convencer a una señorita joven de que se fugue con
uno durante tres semanas y entregarla luego a sus familiares de.... ¿cómo dijo
que se llama la población?
-Twickenham.
-Eso es; Twickenham. Pero es algo que
se sale tan por completo de todo lo que yo he hecho, que no consigo imaginarme
siquiera cómo se las arregló usted. Por ejemplo,
si hubiese estado enamorado de esa joven, es imposible que ese amor
desapareciese en tres semanas, de modo que me imagino que nunca la amó. Pero si
no la amaba, ¿para qué levantó usted semejante escándalo, que ha redundado en su
propio daño y que ha arruinado la vida de ella?
Kennedy contempló malhumorado el rojo de la estufa y dijo:
-Desde luego que hay lógica en esa
manera de encarar el problema. La palabra amor es de mucha envergadura y
corresponde a muchísimos matices distintos del sentimiento. La muchacha me
gustó. Ya sabe todo lo encantadora que podía parecer, puesto que la conoció y le
habló. La verdad es que, volviendo la vista hacia el pasado, estoy dispuesto a
reconocer que nunca sentí por ella un verdadero amor.
-Pues entonces, mi querido Kennedy,
¿por qué lo hizo.
-Por lo mucho que la cosa tenía de
aventura.
-¡Cómo! ¿Tanta afición tiene usted a
las aventuras?
-¿Qué es lo que quita monotonía a la
vida sino ellas? Si empecé a galantearla fue por puro afán de aventura. Hubo
tiempos en que perseguí mucha caza mayor, pero le aseguro que no hay caza como
la de una mujer bella. En este caso estaba también la pimienta de la dificultad,
porque, como era la acompañante de lady Emily Rood, resultaba casi imposible
entrevistarse con ella a solas. Y para colmo de obstáculos que daban atractivo a
la empresa, ella misma me dijo a la primera de cambio que estaba comprometida.
-Mein Gott!¿Con quién?
-No dio el nombre.
-Yo no creo que nadie esté enterado
de ese detalle. ¿De modo que fue eso lo que dio mayor fascinación a la aventura?
-La salpimentó, por lo menos. ¿No
opina usted lo mismo?
-Le vuelvo a decir que yo estoy en
ayunas en esos asuntos.
-Mi querido camarada, usted puede
recordar por lo menos que la manzana que hurtó del huerto de su vecino le
pareció siempre más apetitosa que la del suyo propio. Y después de eso, me
encontré con que ella me quiso.
-¿Así? ¿De sopetón?
-¡Oh, no! Me llevó por lo menos tres
meses de labor de zapa y ataque. Pero la conquisté, por fin. La muchacha
comprendió que el estado de separación judicial en que me encuentro con respecto
a mi esposa, me imposibilitaba para entrar con ella por el camino legal. Pero se
fugó conmigo, a pesar de todo, y mientras duró la aventura lo pasamos
estupendamente.
-Pero ¿y el otro?
Kennedy se encogió de hombros, y contestó:
-Yo creo que es un caso de
supervivencia de los mejores. Si él hubiese sido el mejor de los dos, ella no lo
habría abandonado. Pero basta ya del tema, porque ha llegado a hastiarme.
-Sólo otra pregunta: ¿cómo se
desembarazó de ella a las tres semanas?
-En ese tiempo, como usted
comprenderá, ya había bajado un poco nuestra temperatura. Ella se negó a
regresar a Roma, no queriendo reanudar el trato con quienes la conocían. Pues
bien; Roma es una cosa indispensable para mí, y ya me dominaba la nostalgia de
volver a mis tareas. Como verá, existía una razón potente para separamos. Aparte
de eso, y cuando estábamos en Londres, su anciano padre se presentó en el hotel,
y tuvimos una escena desagradable. Total, que la aventura tomó el peor cariz, y
yo me alegré de darla por terminada, aunque al principio eché terriblemente de
menos a la muchacha. Bien, ya está. Cuento con que usted no repetirá ni una
palabra de lo que acabo de contarle.
-Ni en sueños se me ocurriría tal
cosa, Kennedy. Pero todo eso me ha interesado mucho, porque me proporciona una
visión de las cosas completamente distinta dc la que yo acostumbro, debido a que
conozco poco la vida. Y después de eso, querrá que yo le hable de mi catacumba
nueva. No merece la pena de que yo trate de describírsela, porque con mis datos
verbales jamás llegaría usted a encontrarla. Lo único que viene al caso es que
le lleve a ella.
-Sería una cosa magnífica.
-¿Cuándo le gustaría ir?
-Cuanto antes, mejor. Me muero por
visitarla.
-Pues bien; hace una noche
espléndida, aunque un poquitín fría. Podemos emprender la excursión dentro de
una hora. Es preciso que adoptemos toda clase de precauciones para que el
descubrimiento no trascienda de nosotros dos. Si alguien nos viera salir en
pareja a explorar, sospecharía que algo está en marcha.
-Desde luego-contestó Kennedy-. Toda
precaución es poca. ¿Queda lejos?
- A unas millas de aquí.
-¿No será mucha distancia para
hacerla a pie?
-Al contrario, podemos ir paseando
sin dificultad.
-Entonces, eso es lo mejor. Si un
cochero nos dejara a noche cerrada en algún sitio solitario, le entrarían
recelos.
-Así es. Creo que lo mejor que
podemos hacer es citarnos para las doce de la noche en la Puerta de la Vía Appia.
Yo necesito regresar a mi domicilio para proveerme de cerillas, velas y todo lo
demás.
-¡Magnífico, Burger! Es usted
verdaderamente amable en acceder a revelarme este secreto, y le prometo no
escribir nada al respecto hasta después de que haya publicado su memoria. ¡Hasta
luego, pues! A las doce me encontrará en la puerta.
Cuando Burger, embozado en un capote de estilo italiano y con una linterna
colgando de su mano derecha, llegó al lugar de la cita, vibraban por la fría y
clara atmósfera de la noche, las notas musicales de las campanas de aquella
ciudad de los mil relojes. Kennedy salió de la oscuridad y se le acercó. El
alemán le dijo riendo:
-Es usted tan apasionado para el
trabajo como para el amor.
-Tiene razón, porque llevo
esperándolo casi media hora.
-Espero que no habrá dejado ninguna
clave que permita a otros suponer a qué lugar nos dirigimos.
-No soy tan estúpido como para eso.
Además, el frío se me ha metido hasta los huesos. Vamos andando, Burger, y
entremos en calor con una rápida caminata.
Las pisadas de ambos resonaban ágiles sobre el tosco
pavimento de piedra de la lamentable vía, único resto que queda de la carretera
más célebre del mundo. No tuvieron mayores encuentros que el de un par de
campesinos que marchaban de la taberna a su casa, y algunos carros de otros que
llevaban sus productos al mercado de Roma. Avanzaron, pues, con rapidez por
entre las tumbas colosales que asomaban de entre la oscuridad a uno y otro lado.
Cuando llegaron a las Catacumbas de San Calixto y vieron alzarse frente a ellos,
sobre el telón de fondo de la luna naciente, el gran bastión circular de Cecilia
Metella, se detuvo Burger, llevándose la mano a un costado.
-Sus piernas son más largas que las
mías y está más acostumbrado a caminar-dijo riéndose-. Me parece que el sitio en
que tenemos que desviarnos queda por aquí. Sí, en efecto, hay que doblar la
esquina de esa trattoria. El sendero que sigue es muy estrecho, de manera que
quizá sea preferible que yo marche adelante.
Había encendido su linterna. Alumbrados por su luz pudieron
seguir por una huella angosta y tortuosa que serpenteaba por las tierras
pantanosas de la campaña. El enorme Acueducto de Roma se alargaba igual que un
gusano monstruoso por el claro de luna, y su camino pasaba por debajo de uno de
los descomunales arcos, dejando a un lado la circunferencia del muro de
ladrillos en ruinas de un viejo anfiteatro. Burger se detuvo, al fin, junto a un
solitario establo de madera, y sacó de su bolsillo una llave. Kennedy, al verlo,
exclamó:
-¡No es posible que su catacumba esté
dentro de una casa!
-La entrada sí que lo está. Eso es
precisamente lo que evita el peligro de que nadie la descubra.
-¿Está enterado el propietario?
-Ni mucho menos. Él fue quien hizo un
par de hallazgos por los que yo deduje, casi con seguridad, que la casa estaba
construida sobre la entrada de una catacumba. En vista de eso, se la alquilé y
realicé yo mismo las excavaciones. Entre usted, y cierre luego la puerta.
Era una construcción larga y vacía, con los pesebres de las vacas a lo largo de
una de las paredes. Burger depositó su linterna en el suelo y la tapó con su
gabán, salvo en un solo sentido, diciendo:
-Podría llamar la atención, si
alguien viese luz en un lugar abandonado como éste. Ayúdeme a levantar esta
plataforma de tablas.
Entre el suelo y las tablas había, en el ángulo, algo de holgura, y los dos
sabios fueron levantándolas una a una y colocándolas de pie, apoyadas en la
pared. Se veía en el fondo una abertura cuadrada y una escalera de piedra
antigua, por la que se descendía a las profundidades de la caverna.
-¡Tenga cuidado! -gritó Burger, al
ver que Kennedy, aguijoneado por la impaciencia, se lanzaba escaleras abajo-. Es
una verdadera madriguera de conejos, y quien se extravíe en su interior, tiene
cien probabilidades contra una de quedarse dentro. Espere a que yo traiga la
luz.
-Si tan complicada es, ¿cómo se las
arregla para orientarse?
-Pasé al principio verdaderos
momentos de angustia, pero poco a poco he aprendido a ir y venir con seguridad.
Las galerías están construidas con cierto sistema, pero una persona desorientada
y sin luz no sabría salir. Aun ahora llevo mis prevenciones hasta el punto de
que, cuando me adentro mucho, voy soltando un rollo de cable fino. Usted mismo
puede ver, desde donde está, que la cosa es complicada. Pues bien, cada uno de
esos pasillos se divide y subdivide en una docena más antes de las próximas cien
yardas.
Habían bajado unos veinte pies desde el nivel de los establos
y se encontraban dentro de una cámara cuadrada, excavada en la blanda piedra
caliza. La linterna proyectaba sobre las agrietadas paredes una luz oscilante,
intensa en el suelo y débil en lo alto. De este centro común irradiaban negras
bocas en todas las direcciones. Burger dijo:
-Sígame de cerca, amigo mío. No se
entretenga mirando nada de lo que se ofrece en nuestro camino, porque en el
sitio al que lo conduzco encontrará todo lo que por aquí pueda ver y otras
muchas cosas. Ahorraremos tiempo marchando hasta allí directamente.
Avanzó Burger con resolución por uno de los pasiIlos, y
detrás de él Kennedy, pisándole los talones. De trecho en trecho, el pasillo se
bifurcaba; pero era evidente que Burger seguía algún propio sistema suyo de
señales secretas, porque nunca se detenía ni dudaba. Por todas partes, a lo
largo de las paredes, los cristianos de la antigua Roma yacían en huecos que
recordaban las literas de un buque de emigrantes. La amarilla luz se proyectaba
vacilante sobre los arrugados rasgos faciales de las momias, resbalando sobre
las redondeces de los cráneos y de las canillas, largas y blancas, de los brazos
cruzados sobre los descarnados pechos. Kennedy miraba con ojos ansiosos, sin
dejar de avanzar, las inscripciones, los vasos funerarios, las pinturas, las
ropas y los utensilios que seguían en el mismo sitio en que los colocaron manos
piadosas muchos siglos antes. Comprendió con toda claridad, sólo con esos
ojeadas que lanzaba al pasar, que aquella catacumba era la más antigua y la
mejor, y que encerraba una cantidad de restos romanos superior a todo lo que
hasta entonces se había podido ofrecer en un mismo lugar a la observación en los
investigadores.
-¿Que ocurriría si se apagara la luz?
-preguntó, mientras avanzaba apresuradamennte.
-Tengo de reserva en el bolsillo una
vela y una caja de cerillas. A propósito, Kennedy, ¿tiene usted cerillas?
-No, sería bueno que usted me diese
algunas.
-¡Bah!, no es necesario, porque no
hay ninguna posibilidad de que nos separemos el uno del otro.
-¿Vamos a penetrar muy adentro? Creo
que llevamos ya avanzado por lo menos un cuarto de milla.
-Yo creo que más. La verdad es que el
espacio que ocupan las tumbas no tiene límites o, por lo menos, yo no he
encontrado todavía el final. Este sitio en que ahora entramos es muy complicado,
de modo que voy a emplear nuestro rollo de cuerda fina.
Ató una extremidad de la soga a una piedra saliente y puso el rollo en el pecho
de su chaqueta, dando cuerda a medida que avanzaban. Kennedy comprendió el
requerimiento, porque los pasillos eran cada vez más complicados y tortuosos,
formando una perfecta red de galerías cortadas entre sí. Desembocaron, por fin,
en un amplio salón circular en el que se veía un pedestal cuadrado de toba,
recubierta en la parte superior con una losa de mármol. Burger hizo balancear su
linterna sobre la superficie marmórea, y Kennedy exclamó como en un éxtasis:
-¡Por Júpiter! Éste es un altar
cristiano. Probablemente el más antiguo de cuantos existen. He aquí, grabada en
un ángulo, la crucecita de la consagración. Este salón circular sirvió sin duda
de iglesia.
-¡Exactamente! -dijo Burger-. Si yo
dispusiera de más tiempo, me gustaría enseñarle todos los cuerpos enterrados en
los nichos de estas paredes, porque son de los primeros papas y obispos de la
iglesia, y fueron enterrados con sus mitras, báculos y todas sus insignias
canónicas. Acérquese a mirar ése que hay allí.
Kennedy cruzó el salón y se quedó contemplando la fantasmal cabeza, que quedaba
muy holgada dentro de la mitra hecha jirones y comida por la polilla.
-Esto es interesantísimo -exclamó, y
pareció que su voz resonaba con fuerza en la concavidad de la bóveda-. En lo que
a mí concierne, es algo único. Acérquese con la linterna, Burger, porque quiero
examinar todos estos nichos.
Pero el alemán se había alejado hasta el lado contrario de
aquel salón, y estaba de pie en el centro de un círculo de luz.
-¿Sabe usted la cantidad de vueltas y
más vueltas equivocadas que hay desde aquí hasta las escaleras? -preguntó-. Son
más de dos mil. Sin duda, los cristianos recurrieron a ese sistema como medio de
protección. Hay dos mil probabilidades contra una de que, incluso disponiendo de
una luz, consiga una persona salir de aquí; pero si tuviese que hacerlo
moviéndose entre tinieblas, le resultaría rmuchísimo más difícil.
- Así lo creo también.
-Además, estas tinieblas son cosa de
espanto. En una ocasión quise hacer un experimento para comprobarlo. Vamos a
repetirlo ahora.
Burger se inclinó hacia la linterna, y un instante después
Kennedy sintió como que una mano invisible le oprimía con gran fuerza los dos
ojos. Hasta entonces no había sabido lo que era oscuridad. Esta de ahora parecía
oprimirlo y aplastarlo. Era un obstáculo sólido, cuyo contacto evitaba el avance
del cuerpo. Kennedy alargó las manos como para empujar lejos de él las
tinieblas, y dijo:
-Basta ya, Burger. Encienda otra vez
la luz.
Pero su compañero rompió a reír, y dentro de aquella
habitación circular, la risa parecía proceder de todas partes al mismo tiempo.
El alemán dijo después:
-Amigo Kennedy, parece que se siente
usted inquieto.
-¡Venga ya, hombre, encienda la luz!
-exclamó Kennedy con impaciencia.
-Es una cosa extraña, Kennedy, pero
yo sería incapaz de decir en qué dirección se encuentra usted guiándome por la
voz. ¿Podría usted decir dónde me encuentro yo?
-No, porque parece estar en todas
partes.
-Si no fuese por esta cuerdecita que
tengo en mi mano, yo no tendría la menor idea del camino que debo seguir.
-Lo supongo. Encienda una luz,
hombre, y dejémonos ya de tonterías.
-Pues bien, Kennedy, tengo entendido
que hay dos cosas a las que es usted muy aficionado. Una de ellas es la
aventura, y la otra, el que tenga obstáculos que vencer. En este caso, la
aventura ha de consistir en que usted se las arregle para salir de esta
catacumba. El obstáculo consistirá en las tinieblas y en los dos mil ángulos
equivocados que hacen difícil esa empresa. Pero no necesita darse prisa, porque
dispone de tiempo en abundancia. Cuando haga un alto de cuando en cuando para
descansar, me agradaría que usted se acordase precisamente de miss Mary
Saunderson, y que reflexionara en si se portó usted con ella con toda decencia.
-¿A dónde va usted a parar con eso,
maldito demonio?-bramó Kennedy.
Había empezado a correr de un lado para otro, moviéndose en
pequeños círculos y aferrándose con ambas manos a la sólida oscuridad.
-Adiós-dijo la voz burlona, ya desde alguna distancia-.
Kennedy, basándome en su misma exposición del asunto, la verdad es que no creo
que usted hizo lo que debía en lo relativo a esa muchacha. Sin embargo, hay un
pequeño detalle que usted, por lo visto, no conoce, y que yo estoy en
condiciones de proporcionárselo. Miss Saunderson estaba comprometida para
casarse con un pobre diablo, con un desgarbado investigador que se llamaba
Julius Burger.
Se oyó en alguna parte un rozamiento, un vago sonido de un pie que golpeaba en
una piedra, y de pronto cayó el silencio sobre aquella iglesia cristiana de la
antigüedad. Fue un silencio estancado, abrumador, que envolvió por todas partes
a Kennedy, lo mismo que el agua envuelve a un hombre que se está ahogando.
Unos dos meses después corrió por toda la prensa europea el siguiente relato:
El descubrimiento de la catacumba nueva de Roma es uno de los
más interesantes entre los de los últimos años. La catacumba se encuentra
situada a alguna distancia, hacia el Oriente, de las conocidas bóvedas de San
Calixto. El hallazgo de este importante lugar de enterramientos,
extraordinariamente rico en interesantísimos restos de los primeros tiempos del
cristianismo, se debe a la energía e inteligencia del joven especialista alemán
doctor Julius Burger, que se está colocando rápidamente en primer lugar como
técnico en los temas de la Roma antigua. Aunque el doctor Burger haya sido el
primero en llevar al público la noticia de su descubrimiento, parece que otro
aventurero con menos suerte se le adelantó. Unos meses atrás desapareció
repentinamente de las habitaciones que ocupaba en el Corso, el conocido
investigador inglés míster Kennedy. Se hicieron conjeturas asociando esa
desaparición con el escándalo social que tuvo lugar poco antes, suponiéndose que
se habría visto por ello impulsado a abandonar Roma. Por lo que ahora se ve,
dicho señor fue víctima del fervoroso amor a la arqueología, que lo había
elevado a un plano distinguido entre los investigadores actuales. Su cadáver ha
sido descubierto en el corazón de la catacumba nueva, y del estado de sus pies y
de sus botas se deduce que caminó días y días por los tortuosos pasillos que
hacen de estas tumbas subterráneas un lugar peligroso para los exploradores. Por
lo que se ha podido comprobar, el muerto, llevado de una temeridad inexplicable,
se metió en aquel laberinto sin llevar consigo velas ni cerillas, de modo que su
lamentable desgracia fue un resultado lógico de su propia precipitación. Lo más
doloroso del caso es que el doctor Julius Burger era íntimo amigo del difunto,
por lo que su júbilo ante el extraordinario descubrimiento que ha tenido la
suerte de hacer se ha visto grandemente mellado por el espantoso final de su
camarada y compañero de trabajos.